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Agradecimientos



A Pedro Santamaría, novelista, amigo, letrado también, amante de las viejas piedras, romántico y todo un estudioso del mundo grecorromano, por su apoyo incondicional y entregado. A Bernardo Periñán, el sabio gaditano que me habló por primera vez de los Balbo, el primero al que notifiqué el fin de esta obra y que dedicó su valioso tiempo a poner muchos puntos sobre las íes desde su enfoque de experimentado romanista. A Juan Francisco Rodríguez Neila, a quien a día de hoy aún no conozco, pero que escribió una memorable obra: Confidentes de César, los Balbos de Cádiz, la cual es el humus técnico en el que se sustenta mi novela; espero no haberme desviado en demasía de su lúcida narración. Al notable equipo de lectores cero que me ha acompañado en las idas y venidas por los más de cuatro intentos realizados antes de poner, como Cervantes la palabra final, el vale. De entre ellos cabe destacar, como siempre, a los de casa, los eternos, los de cabecera, los insustituibles, los que están ahí con su apoyo y también con su crítica tantas veces feroz: Aura Tazón Cubillas, escritora, compañera e hija; a Manuel Tazón Ruescas, que lo ha leído todo en esta vida, y a Aurora Cubillas Haro, mi esposa, que tantas veces, versión a versión, ha levantado acta de los mil fallos de esta obra. Pero también he de agradecer su colaboración a Fuensanta Niñirola, que tiene el cielo ganado por leer toda mi producción, se vaya a publicar o no. Y, por supuesto, a Isabel Gutiérrez Sarabia y a Luis Espejo, lectores, solamente lectores, pero de los buenos, de los que no sé si sabrían vivir ya sin la literatura.




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Primera edición: enero de 2017


Copyright © 2017 Javier Tazón Ruescas


© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies, S. L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com


ISBN: 978-84-16970-03-2

BIC: FV


Diseño de la colección y maquetación de cubierta: Javier Perea Unceta

Diseño e ilustración de cubierta: Calderón Studio


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A Martín Ealo Tazón.

(Ánfora que contiene todas las estrellas del cielo y todas las arenas del mar).




«En el año 48 d. C., el emperador Claudio intentaba convencer a los patres para hacer senadores a unos principales de la Narbonense, tan respetuoso siempre como solía ser con la magna asamblea. Para ello buscó justificarse alegando un modelo supremo, aclaratorio y convincente: “¿Acaso —dijo— ha tenido motivos Roma alguna vez para arrepentirse de haber acogido en su seno a hombres como los Cornelio Balbos? Todavía viven entre nosotros sus descendientes, y vemos que en el celo por la patria no ceden ni siquiera a nosotros mismos”. (Según Tácito)».


Confidentes de César. Los Balbos de Gades
Juan Francisco Rodríguez Neila.



En aquellos tiempos en que Júpiter lanzó todos sus rayos sobre la República para transformarla en el Orbe mismo, cuando los caballos de César y Pompeyo estremecieron la tierra con sus pezuñas de fuego, cuando Octavio y Antonio ensangrentaron mares y desiertos, nuestra vieja Gades, fundada por un rey ateniense destronado tras la caída de Ilión, nuestra vieja Gades en cuyo regazo se abriera el Jardín de las Hespérides, nuestra vieja Gades, digo, regaló a la Historia una familia de héroes que será recordada por los siglos. Eran descendientes de nuestro venerado Melkart-Hércules, y sus nombres fueron: Lucio Cornelio Balbo Maior, mi tío abuelo, que llegó a ser cónsul, y su sobrino Lucio Cornelio Balbo Minor, mi padre, que alcanzó el proconsulado. Este venció a los garamantes en una guerra que llevó nuestras águilas hasta más allá del desierto de Numidia, un lugar donde las gentes están hechas de brea y los árboles no pierden la flor ni la hoja y forman selvas impenetrables. Fue Minor, además, el primer ciudadano no nacido en Italia al que se le otorgara un triunfo en Roma. Tras ellos vinieron otros dos cónsules, mis hijos Lucio Norbano Balbo y Cayo Norbano Flaco. Construyeron los hombres de mi familia calzadas y acueductos, teatros y ciudades, desviaron ríos y levantaron fortalezas. Somos los gaditanos descendientes de Troya, de Atenas y de Cartago, con más historia aún que la misma Urbe, hijos de Minerva y de Baal, ciudadanos de Roma, una mezcla explosiva en las marmitas de un sabio loco.


Cornelia de Gades





1



Esta mano que guía el cálamo es la de Lucio Cornelio Balbo Maior, gaditano de origen, ciudadano de Roma. Estamos al filo del 715 y el 716 de la fundación de la Urbe. Es el fin del año y los festejos atruenan el aire de Nápoles, pero por fortuna los «Io Saturnalia» y las cantinelas de los borrachos no llegan hasta Capri. Acaba de concluir mi mandato como cónsul de Roma y el cuerpo me pide descanso; se lo concederé gustoso y aprovecharé para cumplir un viejo deseo: escribir mi biografía, mi Epheméris, un recordatorio de los grandes acontecimientos de la Historia de Roma, que coinciden con los hitos de mi propia vida. Ya se lo he dicho con claridad a Octavio: «Me voy porque me considero un humilde mortal que quiere aprovechar sus últimos momentos de vida». No quiso entenderlo. Le aseguré que, más bien pronto que tarde, él se convertiría en dios y su luz me deslumbraría. Se rio y me miró con torcida picardía. «¡Te lo has merecido, Lucio Cornelio! —me dijo—. No puedo censurar, buen amigo, que te retires para disfrutar de la vida. ¡Mucho te debe Roma!». En el fondo, sabía que Octavio prefería tener a su lado a mi sobrino Lucio Cornelio Balbo Minor. ¡Es natural, somos tan diferentes…! Minor, alto y fuerte, aguerrido combatiente bajo el mando de César primero y de Octavio después; yo, el viejo Maior, un tipo gordo y bajito que siempre deseó ser soldado como niño al que se le antojase la luna; él, abierto al mundo, exigente de su dignidad; yo, siempre, a ser posible, oculto; él, rápido en las decisiones, brillante en los resultados, pero de movimientos muchas veces torpes; yo, lento en el pensar pero segura la resolución tomada; él, parecido a César; yo, más parecido a Octavio. Sé que este lo prefiere, quizá porque sea tan diferente a él. A los grandes hombres les sucede con los consejeros de confianza igual que con los amantes, que buscan en el otro el complemento a sus limitaciones. «En Capri estarás bien y serás feliz —aseguró Octavio—, porque, amigo, no hay quien tenga finca tan hermosa como la tuya», me dijo. Bien sabía que en mi testamento se la he cedido a la familia Julia, y que muy pronto podrá disfrutarla él mismo.

No ha de creerse, sin embargo, que me haya llevado mal con mi sobrino. Todo lo contrario. Aparte de las diferencias propias que separan a los jóvenes de los viejos, la rebeldía de aquellos y el conformismo de estos, Minor ha sido siempre un hijo para mí, y sé que los intereses de Roma estarán seguros en sus manos, a la sombra de Octavio. Es un hombre de gran experiencia, pues se ha nutrido de la vida de César, aparte de con mis conocimientos, por eso llegó a ser uno de los más competentes militares de este.


Mientras escribo estas letras, escucho el revoloteo de una golondrina a mi alrededor; es la pequeña Cornelia Balbina, que juega con varias esclavas a atrapar mariposas por entre los parterres. Viene todos los meses con su padre desde Roma y permanece conmigo una semana. Tiene dieciséis años y es la luz de esta casa, el amanecer que se refleja en el Tirreno, el gorjeo de los pájaros que pueblan la isla, la alegría de mis últimos días. Hace poco llegó de Gades para vivir al lado de su padre, Minor. Dice este que su voz es igual a la de la madre, la legendaria Sexta Manlia, su esposa y maestra, una mujer capaz de dominar a cualquiera con la mirada y la palabra. Yo no la conocí, pero no puedo sino estar enamorado de la voz de la hija. Además, la chica es trabajadora y diligente. Ama la Historia y me ayuda en la redacción y en la composición de mis escritos; me anima, en fin, a seguir viviendo. Lo único que me preocupa es su futuro. Minor está dispuesto a casarla con Cayo Norbano Flaco, y a ella le gusta el muchacho, pero yo sé que no es buena la encarnadura de ese hombre, un joven fatuo que solo atiende al caer de su cabello y a que se marque el contorno de sus músculos cuando corre en el Campo de Marte. Espero, sin embargo, equivocarme.



Pero, en fin, decía el gran Aristóteles que las historias épicas han de narrarse comenzando por el principio, siguiendo por la continuación y terminando por el final. ¿Qué puedo hacer yo, ignorante gaditano, sino seguir tan sabias instrucciones?

Nací en Gades, hacia el 657. Mi nombre fenicio es impronunciable para los romanos y, la verdad, casi lo he olvidado. Melk Balbi fue mi padre, una especie de rey al que no le hacía falta corona para ser el dueño de Gades. Cuando adquirimos la ciudadanía romana pasó a llamarse Lucio Cornelio Balbo el Viejo, pero todos siguieron llamándolo Melk. De mi madre, Ishat, bella como Astarté, dicen que recibí la inteligencia, que yo juzgo insuficiente, pues con un poco más de ella habría sido capaz de comprender el mecanismo que mueve las estrellas. Siempre me reñía, la pobre, porque aseguraba que la inmodestia era una serpiente que me comería las entrañas; con los años aprendí a controlarla. Mis primeros recuerdos están repletos de correrías por las estrechas callejuelas de Gades, de chapoteos entre barcos, de luchas a pedradas en la playa, de reprimendas por robar fruta, de los primeros amores entre las ruinas de un viejo templo, de los recitales de La Ilíada junto al gramático, de los ejercicios retóricos y de los juegos con espadas de madera. Pero la primera aventura que corrí, mi primer contacto con la vida que me esperaba tras la pequeña isla de Gades, fue aquella vez que mi padre me encargó defender nuestras tierras, que se hallaban hacia el norte del puerto Menesteo, por si algún grupo rezagado del ejército de Sertorio que acababa de desembarcar cerca de nuestra ciudad tenía la ocurrencia de asolarlas.

En mi ignorancia, marchaba feliz y arrogante al frente de mi aguerrido ejército; seríamos cincuenta, entre esclavos y hombres libres, para enfrentarnos si preciso fuese al curtido ejército del que pronto se convertiría en el terror de Roma. No pasaría yo de los quince, más o menos como Cornelia hoy, un niño un tanto abotijado pero ágil, con gran pelambrera que pronto perdí. Mi padre creyó que aquel ejercicio serviría para hacerme sentir responsable de una misión. En el fondo apenas corríamos riesgo, pues se sabía que Sertorio había desembarcado cerca del peñón de Calpe, y que tenía prisa por unirse a su ejército de lusitanos. No era previsible que el rebelde se entretuviera en escaramuzas en torno a Gades, pues no lo seguirían más de mil soldados, pero existía un cierto riesgo de que una cola dispersa de aquel pequeño ejército golpeara en nuestras tierras. Además, entre mis hombres, todos jovencísimos, contaba con la experiencia de un esclavo de casi cuarenta años, llamado Cérulo, que era el jefe de la expedición en la práctica. Vestíamos con clámides, calzábamos cómodas sandalias de pescadores e íbamos armados con espadas al cinto unos, con lanzas otros, con escudo cuatro o cinco, dos con casco. Nuestro objetivo eran las viñas de la familia, a setenta estadios, más o menos, al norte del puerto Menesteo.

Cuando llegamos a nuestra tierra nos agazapamos entre los arbustos que la bordeaban, bien camuflados con ramajes sobre los hombros y cabezas, confundidos con la tierra; Cérulo era todo un experto en hacer invisibles a los hombres. Contuvimos la respiración cuando nos señaló una nube de humo que se aproximaba. Ya estaba encima el ejército de Quinto Sertorio. El paso era ligero, como si aquellos hombres tuvieran prisa por enfrentarse a las legiones romanas que los esperaban en las proximidades del Betis. Los vimos pasar con sus rotas cotas de malla, despenachados cascos y sus estandartes al viento ensangrentado. Caminaban silenciosos, con regular paso, los rostros abofeteados por la mala fortuna, los surcos de la guerra resbalando en regueros de cicatrices desde sus sudorosas frentes, los hierros de las botas saludando a la estruendosa tierra, como queriendo clavar todos a la vez su furia en la ramera hispana que tan mal los había tratado hasta el momento; eran gentes alucinadas, azogadas, enfebrecidas por los padecimientos y por la inquebrantable determinación de sobrevivir siempre caminando. Parecían piratas o bárbaros, pero eran romanos y muy romanos, aunque maltratados en exceso por el Destino; la única relación que tenían con la piratería era que habían sido auxiliados por la flota cilicia para pasar a Hispania, pero las águilas aún se veían orgullosas en sus astas; además, estaban convencidos de que eran los legítimos representantes de la República. Si seguían adelante era por la voluntad de pedernal de su jefe Quinto Sertorio, que cabalgaba en medio de las águilas, hacia el centro de la formación. Se decía en Gades que aquel general era una voluntad ambulante sobre dos piernas zambas, siempre en retirada o sobre un caballo que solo tenía grupa y rabo, o sobre un buque que bebía el viento para escapar más rápido hacia la abrupta costa de los salvajes. También se aseguraba que el general díscolo del viejo Mario había pasado a la acción y tomado la iniciativa, y alguno como Melk Balbi, mi padre, viejo comerciante acostumbrado a olfatear los vientos cambiantes del Destino, creía que la Fortuna había sido vencida al fin por el tesón de aquel romano y que, enamorada de su fuerza y pasión por ella, estaba dispuesta a favorecerlo.

Correría el año 671. Cuatro años atrás había muerto Cayo Mario, el enemigo del dictador Lucio Cornelio Sila. En principio la guerra entre los dos bandos estaba liquidada a favor de los aristócratas de Sila frente a los populares de Mario, pero las fronteras entre la paz y la guerra han sido siempre difusas en nuestra República, pues continuaba resistiendo un foco de partidarios de Mario en Hispania, a cuyo mando se encontraba Quinto Sertorio.

Cérulo se reía al ver nuestras caras de susto ante la contemplación de aquellos formidables guerreros; uno solo de ellos habría bastado para ponernos en desbandada a los cincuenta aldeanos de Gades. Cuando se hubo disipado el polvo levantado en el camino por aquel consumido ejército de mirada victoriosa y desesperada, yo decidí seguirlos por ver en qué consistía la guerra. Por supuesto, Cérulo se opuso con energía, pero me mantuve. Varios me apoyaron y, al final, se impuso mi autoridad de dueño, y el esclavo Cérulo, aunque solo debía obediencia a mi padre, no se atrevió a enfrentarse conmigo y decidió acompañarnos. Yo sabía que más allá, antes de llegar al gran río, habrían de enfrentarse los invasores con las tropas del pretor Fufidio, que, seguro, los harían retroceder hasta el mar. «¿Cómo será una batalla? —pensaba—. ¿En qué consistirá el poder de los romanos? ¿Serán los legionarios más rudos que los andrajosos piratas de ojos afiebrados, de pechos de hierro y espadas hambrientas cuyo avance habíamos contemplado?». Tendríamos que seguir adelante para comprobarlo; quizá, llegado el caso, podríamos auxiliar a las tropas de los aliados de Gades contra el indigno rebelde. Sertorio era un traidor que había servido al difunto Mario en la Galia y en Hispania, y que alcanzó el cargo de cuestor en la Cisalpina. ¿Qué pretendía? ¿Marchar sobre Roma como un nuevo Aníbal tras haberse apoderado de toda Hispania?

Así pensaba yo entonces. Menospreciaba a Sertorio, pero estaba muy equivocado. El que ya consideraba como nuestro enemigo era un experimentado militar que pronto reconstruiría con contingentes bárbaros el esquema y funcionamiento de las legiones, lo que tiene su mérito. Estaba lejos de pensar que ese Sertorio, cuyo semblante sombrío había contemplado desde la lejanía, tuerto y cargado de mil cicatrices, no era un cualquiera, un provinciano, un mero rebelde, sino todo un portento de militar, el último de los seguidores de Mario, un dios para sus hombres, quienes aseguraban que una cierva blanca le hablaba al oído para transmitirle mensajes de Diana.

Cérulo insistía en que descansáramos, pero yo arrastraba a los demás: leones fieros rugían en el interior de mi pecho. Al final, el camino nos rindió y a los trescientos estadios no podíamos con las piernas. Agotados, nos tumbamos a descansar. Entre el ejército de Sertorio y nosotros se levantaba solo una leve colina. Las legiones de Roma no debían de estar muy lejos. Seguramente desde ella se podría contemplar la batalla, pero no nos quedaban fuerzas para continuar. Cérulo se arrebujó en su manta el primero, y se durmió indiferente a nuestras ansias y temores. Era evidente que sin él mis seguidores se desbandarían, por lo que no tuve más remedio que resignarme a descansar también, pese a estar a un palmo de lograr nuestro objetivo: contemplar una batalla. Dormimos durante horas.

A la primera del alba nos despertó un estrépito lejano, como de tormenta seca. Echamos mano de nuestras miserables armas y proseguimos el camino hacia el norte. El horrísono clamor de la batalla dibujaba en el aire el olor de la sangre, como si se hubiera hecho acompañar del arrebol de la aurora que ya teñía el horizonte. Muchos intrépidos expedicionarios decidieron regresar a Gades; los restantes, no más de cuatro incluido el fiel Cérulo, seguimos nuestro camino de puntillas y llegamos al altozano. Desde allí se divisaba el valle y al fondo el gran río; el sol ya estaba alto.

Ante nuestra vista se extendía un mar de cuerpos reventados, un bosque de lanzas y dardos crecidos en los pechos o clavados en la tierra; algún estandarte roto que pendía del asta quebrada nos saludaba agitado por el viento; lamentos de heridos que clamaban por agua nos dieron la bienvenida. Habíamos llegado tarde. La mayor parte de los cadáveres y de los agonizantes estaban bien uniformados; los escasos cuerpos rotos de los desharrapados invasores quedaron salteados en aquel campo de batalla; sus victoriosos camaradas ni siquiera se habían entretenido en quemar a los muertos; la estrella del general Quinto Sertorio los empujaba, imperiosa, hacia el norte.

Nos paralizó el mar de caídos pero, repuestos de la impresión, decidimos ayudar a los más cercanos. Todos pedían agua; la muerte parecía importarles bien poco; su única esperanza era la de beber hasta saciarse. Que diluviara y los llevase la riada era poco importante; ellos solo deseaban morir ahítos de líquido. A lo lejos, algún bulto negro pululaba agachado entre la carne despedazada. ¿Serían saqueadores? Temimos que se nos confundiera con ellos, y huimos de aquel campo arañado por la muerte.

El Destino, sin embargo, nos tenía preparada una pesada broma; pagaríamos un alto precio por nuestra curiosidad.





2

¿De dónde surgió aquella flecha que atravesó el pecho de Cérulo? Sonó a madera crujiente. Estaba a mi lado. Sus ojos incrédulos miraban al cielo. Lo sujeté con cuidado. La punta del dardo le salía por la espalda. Su sangre empapaba mis manos; ardía. En derredor solo había silencio. ¿De dónde pudo haber surgido el ataque? Entre todos lo llevamos tras la colina, rodando más que corriendo, al lugar donde habíamos pasado la noche. Aún vivía. Con sus ropas, que hicimos jirones, logramos taponar el surtidor de sangre y, arrancando ramas, construimos unas parihuelas sobre las que depositamos al infeliz.

El regreso a Gades fue un tormento. No sentíamos los pies; espartos hacían las veces de lenguas; parecíamos nosotros los derrotados, como si los cadáveres nos hubiesen contagiado su sed. Toda nuestra agua era para el desgraciado Cérulo, que no lograría sobrevivir, bien lo sabíamos. Cuando, por fin, llegamos a las cabañas de las tierras para cuya defensa se formara la expedición, fuimos atendidos por los lugareños y allí, entre lamentos, pues todos conocían y apreciaban al buen esclavo, Cérulo murió.

Por orden mía, se le rindieron los mejores funerales posibles en una tierra pobre. Fue incinerado como un guerrero. ¿Qué sentía yo entonces? Una difusa animadversión hacia Sertorio, responsable de la muerte de Cérulo, a quien yo apreciaba desde niño. En mi furia juvenil me sentí enemigo natural de aquel general rebelde y fantasmagórico por cuya culpa había muerto mi esclavo. Me creía el primero de los romanos, el más fiel soldado de la República. La sangre me hervía de indignación, una sangre de romano, como si nada más nacer me hubiera limpiado con agua del Tíber.

Ahora sé que mis mayores no pensaban igual. Gades estaba con la Urbe nada más que por el interés, que ningún gaditano se sentía, en el año 671, romano ni en todo ni en parte. Las togas blancas impolutas festoneadas de rojo, las barbas rasuradas, la afición por los peinados, las sirvientas, los rizos recogidos en crinalia ajustados o en cirri tras las nucas, los vestidos de estola griega de abundantes pliegues sugerentes, la afición por las termas, los peristilos y los triclinios vendrían más adelante, cuando Pompeyo concediera la ciudadanía a los Balbo, y cuando César la extendiera a toda la ciudad. Pero por aquellos años de mi juventud Sertorio era considerado un grave peligro para nuestro mundo. Como buenos comerciantes, los gaditanos solo estaban interesados en el orden. ¿A quién iban a seguir? ¿A advenedizos como Sertorio, o a la flor y nata de Roma? No había tendero en Gades, armador o industrial que no temblase pensando en Sertorio, imaginando sus almacenes incendiados y a su familia esclavizada mientras su cabeza contemplaba el espectáculo desde lo alto de una pica. Si el rebelde se hiciera fuerte en Lusitania, tornaría a por Gades, ¿cómo no?, la ciudad más próspera de Hispania. Por eso nuestros padres miraban a Roma como perros a los que fueran a apalear, pues tampoco se fiaban de que la protectora acudiese presta en su auxilio en caso necesario. El pacto con la Urbe era muy antiguo, de los tiempos de Escipión y Aníbal nada menos, y no favorecía mucho a los nuestros. Todos temían que un ataque de Sertorio contra la ciudad fuera vengado tarde por los poderosos aliados, una vez destruida aquella y dispersos los supervivientes, como ocurriera antes, hacía más de ciento treinta años, con Sagunto. Ningún gaditano quería celebrar el triunfo póstumo de las armas romanas esclavizado en el fondo de alguna mina mauritana.

El recuerdo de Cérulo nos acompañó durante todo el camino de retorno a Gades. Cuando llegamos al caserío de Menesteo, desde el que se divisaba la Isla como una gran nave fondeada, respiramos por fin tranquilos. El graznido familiar de las gaviotas ahuyentó los pavorosos chillidos de las carroñeras que aún retumbaban en mi recuerdo. Hablaría con mi padre para que me permitiese entrar a servir al ejército de la Urbe.

Dos años después me llegaría la edad militar y, con la bendición de Melk Balbi, partiría a la guerra contra Sertorio, a las órdenes de Memmio, lugarteniente del famoso Metelo.



Marchar y marchar, esa era la única actividad guerrera para los reclutas de Quinto Cecilio Metelo Pío. En las cáligas ferradas las puntas parecían crecer hacia adentro; las plantas llagadas de los pies gritaban su dolor a cada paso, las chinas del camino eran pedruscos ciclópeos; las cuestas, el infierno de Sísifo, condenados a empujar nuestro armamento hasta la cima; las selvas, agobiantes cabelleras de Gorgona entre cuyas guedejas parecían acecharnos mil ojos hostiles.

Por fin, escuchamos el barritar de las tubas que ordenaban descanso. Me senté como pude, agotado, el gladio trabado entre las piernas, pero ni me molesté en retirarlo; me quedé tumbado, la espalda sobre la mochila; la postura no podía ser más incómoda, pero así, al menos, me permitía mirar al cielo, donde el sol ya declinaba. ¿Tendríamos que levantar la empalizada? ¿Cuatro horas más de trabajo? Estábamos en una colina rodeados de pallozas vacías y protegidos por una muralla; quizá no fuera necesario. Por fortuna, los toques de ordenanza mandaron montar directamente las tiendas. Sería el descanso total, sin interrupciones, la felicidad. Lo primero era soltar mis cáligas; solo deseaba caminar descalzo por aquellas tierras arenosas.

—¡Ni se te ocurra, soldado! —ordenó un centurión—. Desata solo dos correas, que si sacas el pie no podrás volver a calzarlo.

Dirigiéndose a todos los demás, repitió la orden y añadió que debíamos estar preparados porque esa noche tendríamos visita.

—¡No, novatos de mierda, no es lo que estáis pensando! Tened preparada la espada y a mano el casco.

Quinto Cecilio Metelo dispuso una trampa para atraer a los lusitanos: las escasas defensas eran el reclamo, pues los oteadores le habían informado de que el enemigo observaba sus movimientos desde el mediodía. Creerían que era una ocasión única para sorprenderlos desprevenidos, pero los legionarios agazapados, bien formados y prestos a la defensa, los sacarían de su error cuando ya fuera demasiado tarde para ellos. Se alcanzaría, sin duda, una notable victoria nocturna. El lugar de tan inevitable como gloriosa batalla había de llevar un digno nombre para el recuerdo, y el propretor hizo grabar uno en un gran madero que colgó a la entrada del villorrio, su propio nombre: Castra Caecilia.

Ningún recluta pudo dormir aquella noche. Todos los sonidos nos parecían señales del enemigo, ese gigante que crece y crece antes de dar la cara, que aterra antes de mostrar sus fauces, que llega a enloquecer de miedo a los inexpertos. No debíamos movernos ni hacer ruido alguno. ¿Qué se sentirá al remejer el hierro en un vientre? Y si es uno el ensartado, ¿dolerá mucho o apenas se notará más que un golpetazo en el lugar por donde penetra el arma? Pronto alguna de mis preguntas obtendría cumplida respuesta, pues el ataque se produjo ya próximo el amanecer.





3

Los lusitanos salieron por cientos desde detrás del pequeño muro, y tuve oportunidad de mostrar mi valor. ¿Valor? Aún no sé qué cosa sea; quizá por eso no fui nunca un buen soldado. No sentía más que frío en la espalda, retortijones en las tripas, deseos de salir corriendo y de defecar. Pero no era el único en padecer de pánico, pues los rostros de mis compañeros reflejaban la misma enfermedad.

Por fin se desató la batalla: griterío, confusión, órdenes iracundas, alaridos de los salvajes, movimientos automáticos de los legionarios repetidos mil veces en el campo de entrenamiento. Sin tiempo de pensar en otra cosa, acuchillábamos todo cuanto se agitara alrededor; habíamos trocado nuestro miedo en movimiento y en ansias por llegar hasta el último pecho enemigo más por dar fin a aquella lucha y descansar, y respirar, y descubrir que seguíamos vivos, que por devoción a la Victoria. Al final, la diosa alada se posó sobre nuestros estandartes. Mis compañeros mostraban los rostros ensangrentados, ojos desorbitados, manos agarrotadas en torno a las empuñaduras fundidas a sus brazos; eran mi propio espejo. Por fin, la niebla del amanecer se retiró como una sábana y mostró el saldo carnicero de la noche: los muertos pisoteados entre moscas y estandartes quebrados, la sangre cuajada. Grotescos y rotos, los cadáveres fueron recogidos con lentitud experta por los auxiliares.

El ejército, agotado, estaba presto a partir de nuevo, pero a mí me llevaron a la choza que hacía de pretorio, junto con otros legionarios con aspecto de carniceros. Para mi sorpresa, fui condecorado por mi comportamiento en la reciente batalla, pues me nombraron ayudante personal del propretor y hasta me facilitaron un caballo. Metelo me abrazó procurando mancharse lo menos posible. ¿A tanto había llegado mi valentía en el combate? ¿Qué había hecho por encima de mis camaradas? Luego comprendí que mi valor era tan grande como el oro gaditano y que los compañeros de armas me hacían un respetuoso vacío. Había llegado a la formación adecuada a mi rango social: el Estado Mayor del general.

El paso cansino del caballo tras los estandartes mecía mis pensamientos, y la cruda realidad se mostró desnuda y simple: había sido entregado al ejército como una pieza dorada, más seguro y precioso que los carromatos de abastecimiento en los que las legiones transportaban las ánforas y dolías de vino. Era hijo de los gaditanos que costeaban la lucha contra el pirata rebelde. Roma estaba muy lejos, y solo Gades podía abastecer al ejército. Por muy mal que fueran las cosas, nuestra Isla estaría siempre ahí, protegiendo el lomo de la loba. He de reconocer que si, de una parte, este hecho me entristecía porque me separaba de mis compañeros de lucha a ras de suelo, por otra me entusiasmaba pertenecer al círculo de los oficiales; además, podía montar a caballo, y el agradecimiento de los pies no me permitía añorar mi anterior condición pedestre.

Pasamos luego a otra colina en la que el general fundó un campamento al que llamó Castra Metellina; curioso este Quinto, que repartía su nombre por la tierra yerma de la Hispania remota como campesino que aventa los granos de trigo. Perseguía al otro Quinto, a Sertorio, como un toro al cretense burlador. El enemigo se retiraba con sus legiones —cada vez más organizadas— a medida que Metelo avanzaba, pero, inesperadamente, los perseguidos se volvían y golpeaban con contundencia nuestras filas, las cuales se debilitaban día a día.

El Quinto rebelde se burlaba del Quinto propretor una y otra vez. Aquella situación no podía sostenerse. Hasta las piedras pedían a gritos un cambio en el mando.

Roma, por fin, escuchó el clamor y envió a su campeón Cneo Pompeyo Magno.

Este llegó retumbante a Hispania. Sila, irónico, le había llamado «Magno» cuando tenía poco más de veinte años, remoquete con el que pasó a la Historia. Curioso este asunto de los apodos. En Roma todos creían que nuestro cognomen, Balbo, viene de «tartamudo», y he de reconocer que de joven tuve ese defecto, sobre todo cuando hablaba en mi latín sazonado de localismos gaditanos. Como un Demóstenes, me colocaba piedras en la boca para concentrarme en cada palabra, en cada diminuto movimiento de la lengua; con mucho trabajo lo superé, pero cierto aire me quedó entre el «por» y el «qué» cuando preguntaba, y pasados los años el gran Cicerón se burlaba de mí por ello. Balbo, balbuciente, tartamudo es lo que piensan en Roma que significa nuestro apellido, pero he de confesar aquí que su origen real está más relacionado con Baal, nuestra vieja deidad fenicia; no son pocos a los que llaman Balbos por la Urbe, pero nada tienen que ver con la familia. Pocos saben que los Balbo de Gades descendemos del dios Baal.

Era Pompeyo un gran general que disponía de ejército propio, un potentado que, por aquellos primeros tiempos de su carrera, no pretendía dominar la República, sino solo ser ponderado por ella como el mejor de sus hijos, como su amante preferido pese a que su ascendencia era itálica, no romana. Todo un riesgo para unos aristócratas celosos de su poder. Mejor sería tenerlo en Hispania guerreando contra Sertorio, y, si este acababa con el gran Pompeyo, qué se le iba a hacer; ya se encargaría Metelo de exterminar al zarrapastroso que tenía como consejera a una cierva blanca.

Desembarcó en Emporiae y se dirigió hacia el sur. Memmio, que era su cuñado; Marco Terencio Varrón, su lugarteniente, y yo como edecán del primero, salimos a su encuentro con una cohorte. También nos acompañaba Lucio Cornelio Léntulo Crus, hombre de la máxima confianza de Pompeyo a quien habían encargado que me instruyera en las artes de la milicia. Su amistad fue el puente a través del cual accedí al círculo escogido del general.

La tienda de este resplandecía imponente; en ella habitaba, sin duda, el sol. En su interior había esclavos nubios ricamente engalanados con túnicas de colores vivos, grandes fuentes de alimentos exóticos sobre una mesa baja, triclinios de madera chapada en plata, copas con piedras preciosas incrustadas y, al fondo, el gran hombre que manifestaba su generosa alegría al ver aquellos rostros conocidos.

—¡Querido Memmio!

—¡Pompeyo!

—¿Qué sucede en esta tierra, amigos? ¿Por qué estos bárbaros no están sometidos aún?

Era un gigante que hacía honor a su apodo. Ojos chicos y redondos sobre una nariz recta, aunque aperada. Labios firmes, mirada escéptica, altiva. Incapaz de sonreír, vestía como un campesino, quizá para que se recordase su origen itálico, aunque, eso sí, lucía abundantes bordados en oro, para cada dedo un anillo y, en torno al pecho, varios medallones superpuestos.

—No son bárbaros, Pompeyo, sino romanos.

—Ya sé que está con ellos Hirtuleyo y otros de su misma ralea… ¡Peores que bárbaros, os lo aseguro!

Su hablar era de una rusticidad deliberada y medida, como si quisiera decir a quien lo escuchase: «¡Soy de Picenum, pero ya veis hasta qué altura he llegado!».

—En fin, cuñado, dame cuenta de la situación de nuestras unidades y de los movimientos del enemigo.

Permanecía en pie mientras escuchaba la pormenorizada relación de hechos, movimientos, encuentros, bajas e informes de intendencia. De vez en cuando nos dirigía su mirada de ojos pequeños, fríos, que nada expresaban salvo una superioridad similar a la que Júpiter podría mostrar hacia unos humildes diosecillos lares.

Cuando Memmio terminó su exposición, el general se limitó a contestar que tomaba nota de cuanto se le había informado, ordenó que Lucio Cornelio Léntulo hiciera las veces de cuestor y que se auxiliara a la ciudad de Lauro, en el centro de la costa hispana, sitiada por Sertorio. Mandó que se enviase un correo a Metelo con la sugerencia de que intensificase los ataques en la Ulterior, de sur a norte. A Memmio le ordenó que se encargara de sitiar Cartago Nova, ciudad clave para el abastecimiento de las vanguardias. Las magnas frases del general eran secas, entrecortadas, como pedruscos arrojados a una mesa de mármol.

—¿Contamos con el apoyo de los comerciantes de Gades?

Memmio me presentó como uno de los más preclaros gaditanos. Yo, con movimientos torpes, abrí un cofre repleto de piedras preciosas y se lo ofrecí al general con la cabeza inclinada, en actitud más de comerciante que de aguerrido mílite de Roma.

—¡Extraordinario! —exclamó Pompeyo.

Los ojos diminutos se abrieron, desmesurados, por un instante. Creo que nunca habían visto tesoro de tanta suntuosidad, pero el campesino itálico pronto se recompuso y preguntó:

—¿Y avituallamiento?

Varrón intervino:

—Todo el que haga falta…

—Y sin escatimar en cantidad y calidad —corté, atrevido, el rostro radiante, el entusiasmo disparado—. Gades está con Pompeyo.

Este me miró desde su sitial y, a lo que se ve, le gustó mi impetuosa juventud. Mientras me abrazaba con rudos golpetazos en la espalda, mis superiores le pusieron al corriente de que también mis méritos militares estaban a la altura de tanta generosidad. Me miró como a un hijo.

—¡Bien! —dijo Pompeyo ofreciendo la copa a los esclavos para que se la rellenasen—. En tal caso, no os será difícil apoderaros de Cartago Nova.

A partir de este punto, la evolución de nuestras legiones en Hispania llegó a ser agotadora con sus vueltas y revueltas, y no tengo intención de hacer una pormenorizada relación de todos nuestros movimientos. Nunca soporté aquellas crónicas en las que el autor se regodea en las batallas: que si la legión tal se movió en dirección a cual ciudad, que fueron rechazados por el avance imprevisto de las unidades de caballería, que si unos formaron en tortuga y otros en falange, que si los auxiliares no combatieron con el esperado brío, que si las unidades avanzaron de forma metódica o desordenada…, todo ello aderezado con incesantes idas y venidas, tomas de ciudades, retiradas y avances sorpresivos. ¿A quién puede interesar tal relato a vista de pájaro?, ¿a un historiador de la milicia, quizá? No es mi caso. Total, para decir que el gran Pompeyo perdió la batalla de Lauro, que en las de Sucro y Turio no quedó claro quién fue el vencedor y que, tras este chapuzón de realidad, se refugió en una ciudad vascona, me basta con enunciarlo.


A la pequeña Cornelia tampoco le agrada ese tipo de descripciones militares. Quizá influya, en mi caso, mi manifiesta torpeza con las armas. Recuerdo lo mal que lo pasaba en los entrenamientos a que me forzaba Léntulo Crus. Arrastraba el escudo como fardo de arena, arrojaba a desmano la jabalina, paraba con el casco sus ataques más que con el gladio, y masticaba con harta frecuencia la arena. Pero estas dificultades no hicieron mella en el tesón docente de mi nuevo camarada, quien parecía protegerme más que instruirme; sin duda precisaba de un tutor benévolo para mi torpeza en las destrezas de Marte. En una ocasión en que hablaba de esta limitación mía con la pequeña Cornelia ella me preguntó: «Pero mi padre, tu sobrino, sí que era un buen militar, ¿verdad, tío?». «Sí, querida, y de los mejores que haya dado Roma, como lo demuestra el que llegase en su expedición contra los garamantes hasta el confín del gran desierto». «Me habría gustado ser hombre para parecerme a él». «¡Ay, niña!, tu padre te ama mucho, y ten por seguro que tiene grandes proyectos para ti».



Memmio consiguió entrar en Cartago Nova por mar gracias a la flota que enviara la familia Balbo. Fueron utilizados todos los navíos disponibles en Gades para embarcar al ejército. Caímos sobre la plaza y la tomamos sin hallar apenas resistencia, pero los de Sertorio resultaron más rápidos de lo previsto, pues se rehicieron de inmediato, y fuimos cercados por ellos, con lo que pasamos en un día de atacantes a sitiados. No fueron capaces, sin embargo, de estrangular la ciudad recién perdida; para cerrar el cerco habrían tenido que dominar el mar, lo que estaba muy lejos de sus posibilidades. Por eso Cartago Nova era una fiesta pese a la dureza de los ataques enemigos. Las despensas estaban repletas con todo tipo de comida, y la bebida regaba las murallas cada noche, entre risas y chanzas, para tormento de los sitiadores que carecían de todo.

Yo participaba en las deliberaciones del Estado Mayor de Memmio, pero como mero encargado de los aprovisionamientos. Me consultaban sobre el cargamento de los barcos que llegaban, con cuyos capitanes y patrones me entrevistaba y a los que daba instrucciones, me exponían las necesidades de armamento y hasta me entregaban relaciones de vinos que la oficialidad pretendía catar. Procuraba siempre evitar los combates, pues la experiencia del cuerpo a cuerpo en Castra Cecilia había colmatado la pequeña ánfora en la que guardaba yo el valor. Esto no me impedía dar mi opinión, las escasas veces en que se me pedía, sobre las acciones militares que se planeaban; me atraían los asuntos tácticos, he de reconocerlo, y me sentía muy capaz de aconsejar movimientos o incluso de planificar ataques. Cuando hacía algún comentario en este sentido tenía que aguantar las risas condescendientes de aquellos curtidos militares, por lo que siempre terminaba refugiándome en mis tablas de embarque y en las listas de provisiones que, mientras todos debatían, yo simulaba revisar una y otra vez. Me sentía como lobo encerrado en un baúl, hasta que, incapaz de soportar la inmovilidad, terminé por plantear al general Memmio una estratagema que yo mismo estaría dispuesto a llevar a cabo, en la que podría combinar las habilidades de comerciante con mi intrepidez. En realidad, de la guerra me horrorizaba el puro cuerpo a cuerpo, quizá ver el rostro de los enemigos a los que acuchillaba y que ellos contemplaran el mío ensangrentado, quizá el frío imaginado de una lanza atravesándome el hígado, quizá los borbollones de sangre en las heridas abiertas a tajo; pero disfrutaba del ejercicio de la astucia y del riesgo blanco y limpio, si ello fuera posible en una guerra.

Propuse que se me permitiera desembarcar en el campamento enemigo como mercader mauritano, con un cargamento de provisiones envenenadas. El general Memmio sonrió, me prometió que pensaría en mi proposición, y me golpeó condescendiente la espalda cuando le insistí en que sería capaz de vender carne podrida como nueva. No le cabía duda de mi habilidad como comerciante, pero no lograba ocultar su sonrisa burlona. Varrón, sin embargo, cuando se enteró de mi idea, la consideró factible, aunque con diferente finalidad estratégica: evitar que los sertorianos levantasen el sitio de Cartago Nova por no tener con qué alimentarse. Era imprescindible que esas tropas fueran entretenidas frente a la costa para que no acudiesen a auxiliar a las fuerzas de Perpenna que lidiaban con Metelo en el centro de Hispania. En fin, mi descabellada iniciativa, una vez retocada, obtuvo la aprobación del Estado Mayor.

Un atardecer me embarqué en una nave de mediano tamaño y navegué hacia el sur para tomar tierra a poca distancia del campamento enemigo, como si viniera de la costa africana con mercancías.





4

Parecía una operación en extremo arriesgada, pero logré convencer al general sertoriano para que aceptara cuanto le llevaba, aunque los elevados precios hubieran desaconsejado transacción tan desigual a cualquiera menos necesitado. Sin embargo, creo que fue mi tacañería al aferrarme a los precios, sin ceder mucho en el regateo, lo que hizo verosímil mi condición de mercader fenicio. Eran productos básicos, vino y harina fundamentalmente, esta con algo de gusano, y carne no del todo sana. Más tarde, de nuevo en Cartago Nova, con el beneficio de la operación, compré a los mercaderes surtos en el puerto los mejores vinos y el mejor pescado en salazón que repartí generoso entre nuestros soldados para que festejasen mi atrevimiento. Nunca pensé que la crónica de aquella gesta, adobada con generosidad en las consejas contadas a la luz de las hogueras, pudiera llegar a alcanzar tanta popularidad entre la tropa.

El general Memmio murió en Turio atravesado por varias flechas enemigas cuando intentaba llegar hasta el mismo Sertorio y tuve el honor de atenderlo en su último aliento: «Ponme una buena pieza en la boca, gaditano, para que el barquero no me haga esperar», dijo, y se hundió en el silencio. Fue aquella una batalla memorable y triste, en la que de nuevo me vi arrollado por el torbellino de la lucha, y tuve que matar para defender mi vida. Se puede decir que en ella perdí, definitivamente, el miedo a los hierros acerados, a la sangre y a la muerte violenta, aunque no por ello se solventó mi desencuentro con la milicia. También Pompeyo se libró por poco de caer prisionero de Sertorio, quien se lamentaba de no haberlo capturado para enviarlo a Roma después de propinarle una buena tanda de azotes, como a un muchacho impertinente.

Tras estos tristes acontecimientos, acompañé a Pompeyo a una ciudad del norte de Hispania, donde nos refugiamos para pasar el invierno. Con el tiempo aquel villorrio tomaría el nombre del general: Pompaelo.

—Escribe una carta al senado, gaditano —me ordenó un día el gran hombre—, ha llegado el momento decisivo.

Yo tomé recado de escribir, pues en la práctica ejercía como secretario de confianza de Pompeyo, y me dispuse a escribir al dictado.

—Anota solo lo siguiente: «Esta guerra no durará siempre. O Sertorio o yo hemos de ser vencidos».

—¿Nada más?

—Nada más, ellos entenderán.

Y entendieron. Enviaron varias legiones y la casa de los Balbo se encargó del abastecimiento terrestre y marítimo. El dominio del mar y la alianza con Gades facilitaron el triunfo de Pompeyo en aquella guerra, con lo que este, hombre respetuoso con los aliados, quedó obligado de por vida con mi familia.

Pasados los años, Pompeyo se convirtió en enemigo de César y también mío, claro está. Todos saben que en aquella guerra, sobre la que más adelante me explayaré, nuestro bando cesariano disponía de un servicio de propaganda como nunca se había conocido, al que yo contribuí no poco a formar. ¿Cómo dibujamos a Pompeyo, el gran enemigo? Cuatro fueron las ideas que nuestras cartas, publicaciones y volantes repitieron hasta la saciedad: era un hombre grande, poderoso, soberbio y un tanto lento de movimientos, aunque, eso sí, merecedor de todos sus triunfos, pues esta ponderación del enemigo redundaría en la gloria de su vencedor. En contraposición, nuestro general, César, era presentado como un dechado de virtudes, de magnanimidad, de lucidez y de habilidad militar. Es decir, que nuestras crónicas pintaban a Pompeyo un tanto desfavorecido con respecto a César, vencedor a la postre de la guerra que se desató entre ellos dos. Algo de verdad había en aquellos cuadros, pero ahora que han muerto los protagonistas puedo hablar con claridad. Nadie niega que el campesino de Picenum fuese un tipo estirado, que parecía ciertamente que se había tragado un pilo por accidente, pero algún atractivo tendría cuando era querido hasta el delirio por sus hombres, y no solo porque jamás se retrasaba en pagarles la soldada, sino porque los conocía a todos por sus nombres y los trataba con cortesía medida, aunque cálida. Era, en realidad, un excelente militar, ponderado con justicia por todos cuantos con él habían servido. Después de la guerra los hombres de César logramos que el vencido desmereciera con respecto a la brillantez del vencedor, para lo que era imprescindible presentarlo como un general torpón y lento en sus planteamientos estratégicos, aunque genial, claro, un digno enemigo para César. Hoy el tiempo ha pasado, yo he envejecido y la Historia ha corrido más de lo que es habitual. Ahora puedo ya hablar con sinceridad. Estoy convencido de que cuando el volcán está a punto de entrar en erupción poco importa cuál sea la gran piedra que salga escupida la primera. Quiero decir que si hubiera vencido Pompeyo también habría intentado someter al Senado, y que César habría pasado a las crónicas como un descerebrado dilapidador, como un volatinero de tres al cuarto, con cierta habilidad militar, sí, pero muy inferior a Pompeyo en todo. En definitiva, que no son los hombres los que crean la Historia, sino esta la que se encapricha con el primero que encuentra, pues todos los héroes son intercambiables. Además el agradecimiento, una de las primeras virtudes, o de los primeros males según se mire, que escapó de la caja de Pandora, me obliga a plasmar la verdad en esta historia, pues Pompeyo concedió la ciudadanía a los Balbo de Gades y me apoyó, generoso, en el juicio que promovieron los aristócratas contra mí al poco de llegar a Roma. Además, sin la gran estima en que Pompeyo me tenía, no se habría podido forjar el triunvirato, como luego contaré. ¿Cómo es posible olvidarlo? Hice lo que debía cuando, como soldado, busqué la manera de degradar la memoria de Pompeyo; hago lo que debo ahora que cuento la verdad, y reconozco que el cultivo de mi amistad con este gran romano fue el eje en torno al que se forjó la Historia.