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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Jacqueline Baird. Todos los derechos reservados.

EL HIJO DEL MAGNATE GRIEGO, Nº 1574 - julio 2012

Título original: The Greek Tycoon’s Love-Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0713-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Theodore Kadros pagó al taxista. Hacía una cálida tarde de junio y se quitó la chaqueta mientras se encaminaba hacia la casa estilo georgiano que se hallaba en el centro de London Myfair, una de las muchas propiedades de la empresa familiar. A lo largo de los últimos años había sido utilizada por su hermana Anna, que la compartía con tres de sus compañeras de universidad. Theodore conocía a las tres, pero una de ellas, Liz, se había ido hacía un mes y aún no había conocido a su sustituta.

Una irónica sonrisa curvó sus labios. Era obvio que la nueva no tenía nada en contra de las fiestas. Era viernes por la noche y la casa estaba iluminada como un árbol de navidad mientras la música salía a raudales por las ventanas.

Entró en el vestíbulo, colgó su chaqueta y evitó a dos parejas abrazadas mientras entraba en el salón. Anna no lo esperaba hasta el lunes y era obvio que había querido aprovechar al máximo el fin de semana antes de que llegara su hermano.

Tal y como se sentía Theodore en aquellos momentos, no podía culparla.

Tras cinco semanas de trabajo en Sudamérica, había volado el día anterior a Nueva York con la esperanza de pasar un largo fin de semana con Dianne, una abogada neoyorkina con la que llevaba diez meses saliendo. Pero cuando llegó se vio sorprendido por un inesperado interrogatorio. ¿Hacia dónde se dirigía su relación? ¿No podían limitarse aquella tarde a sentarse a charlar?

Tras mucho hablar, Theo acabó en la habitación de invitados... y fue él quien dijo «no» por la mañana. Había pasado seis semanas sin ver a Dianne y, por tanto, seis semanas sin sexo. Siempre era monógamo mientras le duraba una relación pero, por encantadora que fuera Dianne, no iba a permitir que ni ella ni ninguna otra mujer lo manipulara utilizando el sexo. El sonido de campanas de boda había sido tan ensordecedor que prácticamente había salido corriendo.

–¡Theo! ¿Qué haces aquí? –preguntó Anna, asombrada al verlo–. No te esperaba hasta el lunes.

–No te preocupes –dijo Theo en tono burlón–. Sigue adelante con tu fiesta, pero asegúrate de que tus amigos no vengan a dar la lata en mi habitación –su hermana Anna, que tenía veintiún años, era perfectamente capaz de cuidar de sí misma, pero su padre insistía en que debía mantenerla vigilada. Su padre era griego y su madre griega estadounidense, y aunque ésta tenía un punto de vista moderno respecto a la vida, su padre era mucho más tradicional. Aquel era el motivo por el que Theo llevaba tres años establecido en Londres y tenía una habitación en la planta alta de la casa. En Atenas, Anna llevaba una vida mucho más controlada que en Londres.

–Por supuesto, hermanito... –dijo Anna mientras seguía bailando con su pareja.

Theo se sirvió un whisky y echó un vistazo a su alrededor. Aquél no era su ambiente. Miró su reloj y comprobó que ya eran casi las doce de la noche. Desafortunadamente, su cuerpo aún seguía adaptado al horario de Sudamérica y no tenía sueño. Su boca se curvó en una cínica sonrisa mientras pensaba en las rarezas femeninas. Especialmente en las de Dianne.

Dianne sabía desde el principio el terreno que pisaba. Era una mujer guapa, inteligente, centrada en su trabajo de abogada... justo la clase de mujer que a él le interesaba. Sin embargo, a los pocos meses, ya estaba pensando en un anillo de bodas. Pero se había equivocado de hombre. Él no tenía la más mínima intención de dejar atrás su estado de soltería.

Volvió a mirar a los jóvenes asistentes a la fiesta de su hermana, que se retorcían en el salón en lo que parecía una especie de danza masiva de la fertilidad. No le habría importado contar con la persuasiva ondulación de un cuerpo femenino bajo el suyo aquella noche, pero no le gustaban las aventuras de una noche, y menos aún con las amigas de su hermana. Lo que necesitaba era un café, no más whisky, pensó mientras se encaminaba hacia la cocina.

Cuando se volvió tras cerrar la puerta, se quedó petrificado en el sitio. En sus veintiocho años de vida nunca había visto a nadie como ella...

La mujer estaba de espaldas a él, vaciando el contenido de una botella en el fregadero. Su pelo era negro como la noche y caía en sedosas ondas hasta su cintura. El femenino movimiento de sus caderas atrajo la mirada de Theo hacia un trapito negro que apenas podía pasar por una falda y que cubría sus nalgas, altas y firmes. Y sus piernas... Theo contuvo el aliento y metió rápidamente la mano en el bolsillo de su pantalón; no recordaba haberse excitado tanto ni tan instantáneamente desde que era un adolescente cargado de testosterona. Aquellas piernas, contorneadas y perfectas, pálidas como alabastro, parecían no acabar nunca.

–Hola –saludó con voz ronca mientras avanzaba hacia ella.

Willow dejó caer la botella en el fregadero al oír la profunda voz masculina y se volvió. Entreabrió los labios, pero ningún sonido surgió de entre ellos. El hombre más atractivo que había visto en su vida avanzaba rápidamente hacia ella. Alto, moreno, y vestido con unos pantalones color crema y una camisa azul, irradiaba una energía digna de una tormenta eléctrica.

Su pelo, negro como el azabache y ligeramente largo, le daba un aire de bribón.

Era el resumen de todas las fantasías de una adolescente hechas realidad. El lento e íntimo modo en que se curvaron sus labios cuando sonrió hicieron que los latidos de su corazón se desbocaran. Por unos instantes, se sintió completamente desorientada.

Willow había leído y oído hablar sobre el amor a primera vista, pero siempre había dudado de su existencia. Pero supo que era cierto cuando miró los oscuros ojos de aquel hombre y vio su mirada reflejada en ellos. Un estremecimiento la recorrió de arriba abajo al sentir que aquellos penetrantes ojos podían alcanzar el fondo de su alma.

Oyó que le hablaba, pero fue incapaz de responder. Se limitó a seguir mirándolo mientras una dulce e intensísima excitación se apoderaba de ella. Nunca en su vida se había sentido así; tenía que tratarse de amor, pensó impulsivamente. ¿Qué otra cosa podía ser? Después, mucho después, comprendería su error...

Cuando la mujer se volvió, Theo se quedó conmocionado. Sus ojos, de un azul brillante, estaban excesivamente maquillados, al igual que su rostro y sus labios, pintados de un rojo intenso. Aquello suponía un completo contraste con el pálido tono de su piel.

Llevaba los hombros desnudos y la piel de estos eran tan pálida como la de sus piernas. Bajó la mirada hacia la suave curva de sus pechos, descaradamente expuestos por el sujetador metálico plateado que llevaba puesto, y luego hasta su ombligo, que la diminuta falda que vestía no llegaba a cubrir. Cuando vio el aro que llevaba en éste tuvo que esforzarse para poder tragar. Aparte de un exceso de maquillaje, aquella mujer era puro sexo andante.

–Una chica tan guapa como tú no debería esconderse en la cocina –dijo a la vez que se detenía a escasos centímetros de ella–. Soy Theo Kadros, el hermano de Anna. ¿Y tú...? –Theo hizo una pausa a la vez que le ofrecía su mano. De cerca, sus ojos eran aún más azules de lo que parecían, y pensó que no podían ser reales. Pero en aquellos momentos le dio lo mismo; era su cuerpo lo que lo estaba volviendo loco. Al ver que ella se limitaba a seguir mirándolo, añadió–: ¿Te alojas aquí? –preguntó, pensando que tal vez fuera la nueva estudiante–. ¿O tan sólo has surgido en mi imaginación como una legendaria belleza micénica incapaz de hablar?

Cuando sonrió, vio que ella por fin parpadeaba.

–Me llamo Willow y, sí, me alojo aquí –dijo ella educadamente a la vez que tomaba la mano extendida de Theo. Éste sintió al instante una poderosa descarga eléctrica.

–Willow –repitió Theo–. Sauce. Es un nombre que te sienta de maravilla –añadió mientras deslizaba la mirada por su esbelto y curvilíneo cuerpo. Su firme norma de no tener aventuras con las amigas de su hermana voló en aquel instante por la ventana–. ¿Quieres bailar conmigo, Willow?

–No creo que pueda –murmuró ella–. Al menos, no como lo están haciendo ahí –dijo a la vez ladeaba la cabeza hacia la puerta.

–En ese caso, deja que te enseñe cómo lo hago yo –dijo Theo, y no se refería sólo a bailar. Bajo las toneladas de maquillaje, los rasgos de Willow eran totalmente equilibrados, su nariz pequeña y recta, sus labios carnosos y sensuales. De hecho, era una auténtica maravilla, pensó Theo. La deseaba con una intensidad, que lo estaba enloqueciendo. El hecho de que pareciera no tener gusto para vestir perdió toda importancia. Su cuerpo se había apoderado de su mente y le daba igual todo.

La tomó entre sus brazos y ella se dejó abrazar como si estuviera destinada para él. Enterró el rostro en su maravilloso pelo, que olía a manzanas frescas. Tenía un aroma totalmente personal que no se parecía a ninguno de los perfumes conocidos por Theo. Su conversación resultó muy limitada mientras bailaban, pero Theo acabó averiguando que Willow estudiaba lengua inglesa. Le hizo reír con sus historias y suspirar con sus delicadas caricias. Finalmente, cuando sugirió que fueran a beber algo a algún lugar más tranquilo de la casa, ella lo siguió.

 

 

Theo abrió los ojos y se estiró a la vez que suspiraba, satisfecho. Se sentía muy bien, mejor que nunca, y todo debido a la encantadora Willow. Se excitó de inmediato al pensar en ella. Era un sueño de mujer y había colmado todas sus fantasías. Aún podía notar su sabor en los labios, sentir sus perfectos y rosados pezones colmándole la boca, la exquisita longitud de sus piernas desnudas rodeándolo. Casi podía escuchar todavía sus delicados gemidos cuando habían alcanzado juntos el clímax, y su anhelante respuesta cuando la había introducido lentamente en otras formas eróticas de hacer el amor. Si no hubiera respondido con tanta vehemencia, habría llegado a pensar que nunca había estado con otro hombre.

Sí, romper con Dianne era lo mejor que podía haber hecho. Willow era mucho más de su gusto. Una sustituta perfecta.

Cuando alargó una mano hacia el otro lado de la cama, comprobó que estaba vacío. Probablemente, Willow estaría en la ducha. En algún momento a lo largo de la noche se había levantado y había regresado con el rostro libre de maquillaje. Theo se había quedado tan anonadado por su belleza natural que había vuelto a hacerle el amor.

Pero mientras se levantaba recordó que Willow no estaría en aquellos momentos en el baño.

Mientras amanecía, Willow había aceptado su sugerencia de pasar el fin de semana con él, pero no bajo la curiosa mirada de su hermana.

A Theo le había parecido bien y había dejado que volviera a su dormitorio para prepararse tras quedar en verse con ella abajo a las nueve.

Aunque la idea de compartir una ducha con ella era muy sugerente, lo era aún más pensar en los días y las noches que los aguardaban.

Cuando volvió distraídamente la mirada hacia la cama, se quedó paralizado al ver una mancha de sangre en ella.

¡No era posible que Willow fuera virgen! No. Movió la cabeza para alejar aquella idea. No era posible, sobre todo pensando en cómo iba vestida y en el hecho de que se había acostado con él menos de una hora después de haberse conocido. Además, Anna le había dicho que su nueva compañera de piso estaba haciendo un curso de posgraduado, de manera que debía de tener al menos veintidós años. Debía de haber otra explicación para aquello.

Cuando miró la hora en su reloj de pulsera comprobó con asombro que ya eran las once. Masculló una maldición. Entre el cambio de horario y la energía que había desplegado aquella noche haciendo el amor, su despertador mental no había funcionado.

Se ducho rápidamente mientras se decía que no debía dejar llevarse por el pánico. Después de la maravillosa noche que habían compartido, estaba seguro de que Willow seguiría esperándolo abajo.

Cinco minutos después, entraba confiadamente en la cocina. Anna y sus compañeras Maggie y Jo estaban sentadas a la mesa junto con una cuarta chica rubia que Theo no había visto nunca. Debía de haberse quedado después de la fiesta.

–Hola, Theo. ¿Has dormido bien? –saludó Anna–. Siéntate y enseguida te sirvo un café. Tienes aspecto de necesitarlo.

Tras la segunda taza, y después de escuchar las anécdotas de la fiesta, Theo hizo la pregunta que tenía en la punta de la lengua con la esperanza de no despertar las sospechas de su hermana.

–¿Dónde está tu nueva inquilina? Creo que dijo que se llamaba Willow. Una chica alta de pelo negro. La conocí anoche en la cocina.

Las cuatro chicas rompieron a reír.

–Yo soy la nueva inquilina, Emma –contestó la rubia–. Supongo que te refieres a El Topo, pero se ha ido.

Theo tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por ocultar su decepción.

–¿El Topo? ¿Por qué la llamas así? –Willow le había mentido. No era la nueva inquilina de la casa, y era evidente que se había ido sin decirle una palabra. Afortunadamente, Anna y sus amigas sabrían dónde estaba.

–Willow y yo estuvimos en el mismo internado de monjas. El Topo era su mote –contestó Emma–. Piensa en el libro Wind in the Willows, el libro juvenil cuyos protagonistas son el Sapo, el Tejón, la Rata y el Topo. Llamándose Willow y con ese pelo negro, el mote le iba que ni pintado. Por aquel entonces, solía pasarse el día con la nariz enterrada en el algún libro, y supongo que eso también ayudó. Tenía cuatro o cinco años menos que yo y apenas hablaba. En realidad casi no la conozco. Anoche tratamos de implicarla en la fiesta lo más posible, pero sin demasiado éxito; antes de que dieran las doce desapareció en su dormitorio.

Theo había sentido una inmediata inquietud al oír mencionar el internado, pero no traicionó lo que estaba pensando.

–A mí no me pareció precisamente un topo. Habría sido lo último que se me habría ocurrido pensar viéndola con ese aro en el ombligo y una falda que apenas le cubría las nalgas.

Las chicas volvieron a reír.

–Era una fiesta de disfraces de fulanas y curas, Theo, aunque supongo que no lo notaste –respondió Anna.

–Una fiesta de disfraces de fulanas y curas –repitió Theo mientras fruncía el ceño–. ¿Quieres decir que os disfrazasteis deliberadamente de fulanas?

–Sí –dijo Anna, sonriente–. Pero eso no quiere decir que lo seamos, así que deja de poner esa cara de hermano mayor enfadado.

–Yo hice lo posible para que se implicara en la fiesta y le dejé un piercing falso para el ombligo y algo de ropa para que estuviera a tono con los demás, aunque lo cierto es que ahora soy mucho más pequeña que ella. Me asombró ver cómo había madurado en estos últimos años.

Theo tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por ocultar su rabia y frustración.

–Entonces, ¿Willow no estudia en la universidad con vosotras? –dijo a la vez que se levantaba.

–Claro que no –contestó Emma con una risita–. Sólo vino porque mi padre conoce a la señora Blain; es una empleada del cuerpo diplomático y en estos momentos está en la India. El caso es que mi padre preguntó si podíamos acogerla por una noche, porque a su madre no le hacía gracia la idea de que pasara la noche sola en un hotel de Londres, sobre todo porque ayer cumplía dieciocho años. Ayer terminó sus estudios en el instituto y esta mañana tenía que tomar un avión en Heathrow para reunirse con su madre.

–¿Por qué estás tan interesado, Theo? –preguntó Anna, sonriente–. No irás a decirme que te ha gustado, ¿no? Sobre todo teniendo en cuenta la de veces que ha llamado la encantadora Dianne esta mañana. Creo que Willow atendió la primera llamada antes de irse, y yo he respondido a las demás. Más vale que la llames porque empezaba a sonar un poco frenética.

No tanto como Theo se estaba sintiendo. Estaba muy enfadado con las cuatro chicas, pero más aún consigo mismo. No podía creer que hubiera estado tan arrogantemente centrado en sí mismo y hubiera seducido a una joven bella e inocente sin pensárselo dos veces. ¿Cómo podía haber estado tan ciego como para no darse cuenta de que, bajo todo aquel maquillaje y aquella ropa, Willow apenas acababa de cumplir los dieciocho?

–¿Vas a llamar a Dianne o no? –insistió Anna.

–No. Hemos roto, y si vuelve a llamar dile que me he ido.

Contento por tener una excusa, y a la vez desolado por lo ocurrido, Theo salió de la cocina y de la casa sin mirar atrás.