25 GRAMOS DE FELICIDAD


V.1: octubre, 2018

Título original: 25 grammi di felicità, publicado por Mondadori Libri en el sello Sperling and Kupfer.


© Sperling & Kupfer Editori S.p.A., 2016

© Mondadori Libri S.p.A., 2018

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2018

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Sabrina Veneto

Imagen: © Enrico Chiavassa


Publicado por Kitsune Books

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@kitsunebooks.org

www.kitsunebooks.org


ISBN: 978-84-16788-26-2

IBIC: BT

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

25 GRAMOS DE FELICIDAD


Massimo Vacchetta con Antonella Tomaselli



Traducción de Elena Rodríguez

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Sobre los autores

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Massimo Vacchetta vive en Novello, en la provincia de Cúneo (Italia). Desde hace más de veinte años, Massimo trabaja como veterinario de ganado bovino. Es el artífice del Centro de Recuperación de Erizos «La Ninna». Además, es el presidente de la asociación «La Casa dei Ricci», fundada con el objetivo de proteger a los erizos y la naturaleza. 




4


Antonella Tomaselli colabora con la revista Confidenze tra amiche y con el blog literario de animales ioleggoconjoy.com. Los animales y la naturaleza son sus pasiones y ha dirigido y escrito guiones para documentales sobre estos temas. Participa de forma activa en la sensibilización sobre el abandono de mascotas y es presidenta honoraria de la Yorkshire Terrier Amateur Italian Society. 

25 GRAMOS DE FELICIDAD


Una extraordinaria y conmovedora historia real sobre el poder de las pequeñas cosas



«¿Podrías cuidar de ella un par de días?». Así comenzó la preciosa amistad entre Massimo Vacchetta, un veterinario, y Ninna, una pequeña eriza huérfana que solo pesaba 25 gramos. En apenas unos días, la vida de Massimo, un hombre insatisfecho y en busca de un propósito, cambió por completo. 25 gramos de felicidad es un emotivo relato que nos cuenta cómo la inesperada responsabilidad de cuidar de aquella criatura tan pequeña ayudó a Massimo a reconectar con el mundo y consigo mismo y lo inspiró a hacer sus sueños realidad.



«Una dulce historia de compañerismo que enamorará sin lugar a dudas a los amantes de los animales.»

Publishers Weekly


«Este libro es el regalo perfecto para todos los amantes de los animales y de la naturaleza

Elle


«Cualquier lector conectará y se emocionará con la historia de Massimo Vacchetta

Vanity Fair


«Este libro nos habla del poder de los pequeños gestos de bondad

The Wall Street Journal



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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro


Introducción

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Epílogo

Imágenes


Agradecimientos

Sobre los autores

Agradecimientos


A mi madre y a mi padre. Sí, en primer lugar, les doy las gracias a ellos. Por todo el amor y la ayuda que me han brindado siempre. Sé que están preocupados por mí constantemente, y me sabe mal por ellos: están inquietos por mi estado de salud, porque dedico todo mi tiempo y energía a mis erizos, descuidando el descanso y la alimentación. Bueno, no es que no lleven razón, sé que me excedo un poco, pero este es el camino que he decidido tomar y que me hace estar en paz con mi espíritu. Hay que tener un poco de paciencia si el físico sufre un poco. Va, mamá Franca y papá Mario, os lo digo desde aquí: no os preocupéis demasiado…

También quiero dar gracias de forma especial a mi primo Francesco, que continuamente me echa un cable con mis erizos y que hace de ángel de la guarda a mi madre.

Doy las gracias a Remigio Luciano, que me ha ayudado a poner en marcha el Centro de Recuperación de Erizos «La Ninna», sección independiente del Centro

de Recuperación de Animales Salvajes de Cúneo, del que es fundador. También le agradezco su disponibilidad y el apoyo permanente. El Centro de Recuperación Animales Salvajes de Cúneo está en la Via Alpi, 25, 12010 Bernezzo (Cúneo, Italia). Teléfono: 00 39 0171 82305 o 00 39 328 5325296. Para más información, consultar www.centrorecuperoselvatici.it/

Agradezco a Dorthe Madsen sus preciosos consejos. La nuestra es una amistad fuerte: estamos unidos por un gran amor por la naturaleza —erizos incluidos, por supuesto—, y por un profundo afecto recíproco. Dorthe dirige el centro de recuperación de erizos «Pindsvinenes håb», en Tranbjerg, Dinamarca.

Gracias a Giulia Paracchini y a Gérard Mangiagalli. Con las indicaciones precisas de Giulia, di mis primeros pasos. ¡Fue fundamental! A Gérard recurrí, y sigo recurriendo ahora, cuando llegan los casos más complicados al centro. «Milano Natura» es la asociación que Gérard preside, con Giulia como vicepresidenta, y que lleva años ayudando a los erizos, aunque no exclusivamente: Milano Natura, Piazza Napoli 30/6, 20146 Milán. Teléfono: 00 39 342 7647076. Para más información, consultar: www.milanonatura.it (en la página hay un servicio de ayuda para quien encuentra a un erizo).

Gracias a Susanna, y a todos mis queridos amigos, que me ayudan de formas muy diversas. Y, entre ellos, un agradecimiento especial a Enrico, por los preciosos reportajes fotográficos que ha dedicado a mis erizos. Y al fotógrafo Bruno Murialdo, que con su objetivo captura las emociones.

Gracias a Andrea Brovida: ¡sin él, nunca habría encontrado a mi Ninna!

Otro agradecimiento muy especial a todos los maravillosos voluntarios que pasan por el centro para ayudar: son indispensables. ¡Y mucho más que eso!

Y también doy las gracias a Antonella Tomaselli. Nos conocimos un día, en la misma longitud de onda, y nos hicimos amigos con facilidad. Escuchó mi historia y la de mis erizos, y la ha plasmado, con su pluma mágica y delicada, en este libro.

Introducción


Las páginas que os esperan a continuación cuentan una historia tan real como la vida misma: la de Massimo Vacchetta y sus erizos. Conocí a Massimo por casualidad —aunque, quién sabe, tal vez todo ocurra por un motivo— y enseguida quise escribir sobre él, su mundo de erizos y el Centro de Recuperación «La Ninna». Redacté un artículo acerca de Massimo para una revista semanal con la que colaboro: Confidenze tra amiche (Mondadori).

Condensé su historia en dos páginas y gustó muchísimo.

Luego, recibí una propuesta de la editorial italiana Sperling & Kupfer: «¿Qué te parece si hacemos un libro?». Y aquí lo tenéis. Massimo me lo contó todo en horas, días, semanas y meses de conversaciones telefónicas. Yo me limité a escuchar. Mientras él hablaba, también cuidaba de sus erizos. Sí, porque no disponía de mucho tiempo. Yo, en cambio, escuchaba con atención para no perderme nada, ni siquiera las palabras no pronunciadas. Y, sobre todo, las emociones, con todas sus luces y sombras, con el deseo de transmitirlas a los futuros lectores de su historia. No quería utilizar, ni siquiera de forma inconsciente, ningún filtro personal, aunque eso no es posible al cien por cien: el corazón, a veces —y a escondidas—, escribe por sí solo. Y no te das cuenta de ello.

Yo también soy una amante de los animales desde pequeña. Mi marido y mi hijo también los adoran. Tenemos cuatro perros: Luna, Mare, Blu y Mostrilla. Y un gato rosa nos visita todos los días y se queda con nosotros. Encantados, lo recibimos con los brazos abiertos cada vez que viene a vernos. Se llama Pimky. Además, tenemos una quincena de peces rojos en un estanque construido para ellos. Junto a los peces, han acabado viviendo algunas ranas, que, con su continuo croar, inundan el ambiente de todos los veranos. En cambio, nunca hemos visto erizos en nuestro jardín, aunque sabemos que corretean por aquí por las noches.

Pero volvamos a Massimo. Cada persona que habita en la Tierra es única. Pues bien, Massimo lo es un poco más. Entre conversación y conversación, se me ocurrió que él no envejecerá nunca. Porque su alma es la de un poeta que conserva los ojos de un niño. Por eso ve la belleza incluso donde los demás no lo hacen. Él es así, tal y como leeréis. Sentimental y soñador. Con sus errores y debilidades, que no esconde. Con sus angustias. Con sus dolores. Con sus alegrías. Con sus inseguridades y sus certezas. Y con sus ganas de hacer y de dar, unas ganas que son imparables. Al menos hasta que un erizo olvidado por todos requiere su ayuda. Al menos mientras haya vida.


Antonella Tomaselli

1


Mayo de 2013. Estábamos en plena primavera, aunque, en mi caso, más bien pasaba por mi lado. O, ligeramente descolorida y carente de los aromas primaverales, parecía caminar hacia otro lugar. No la veía porque estaba obcecado en mis preocupaciones. 

Una urgencia de cambio ardía en mi interior. El deseo de perseguir mis sueños aún no se había apagado. A pesar de todo, de las heridas recibidas y las batallas perdidas. 

Me aparté el pelo de la frente, como si quisiera ahuyentar esos pensamientos severos, y entré en el vestidor. Combinando los colores con meticulosidad, elegí un par de pantalones, un jersey ligero de cuello alto, una chaqueta sin forro, zapatos y calcetines. Añadí un reloj bastante llamativo. Tras vestirme, me miré al espejo. En el grande. Todo estaba en su sitio, incluso el más mínimo detalle. Entré a la sala de estar. Greta se encontraba allí, acurrucada en el sofá. Levantó la vista de la tablet

—Estás muy guapo con esa ropa —exclamó complacida. 

Mientras me observaba, su expresión liviana se apagó. 

—Pero en tus ojos siempre hay un rastro de melancolía. Incluso cuando sonríes… —añadió casi en un susurro. 

Emití un medio suspiro a modo a respuesta. 

—Volveré pronto —le dije. 

Cogí las llaves del coche y salí. Conduje con calma entre el tráfico mientras sensaciones y reflexiones se alternaban y enredaban en mi mente. No estaba satisfecho con mi trabajo; tampoco con mi vida. Tenía la sensación de vivir a tientas en una oscuridad vacía, sin ningún 

tipo de rumbo. Necesitaba algo que me entusiasmara, que me brindase aquellas ganas de vivir que ansiaba. Greta me presionaba porque creía que, de ese modo, me ayudaba. Pero yo no quería tomar la dirección que me sugería. Era la suya, no la mía. 

Cuando acabé el instituto —en aquella época todavía no la conocía—, decidí que quería ser veterinario. A todas las personas de mi entorno —incluso a mí— nos pareció una elección fortuita. Pero no lo fue. Más tarde, comprendí que mi decisión tenía unas raíces profundas, unas raíces que conectaban con mi infancia. O puede que naciera con el deseo de ayudar a los animales, quién sabe. 

Sin embargo, después de trabajar como veterinario durante años, ahí estaba; había algo en mi vida que no iba bien. Me faltaba algo. Sentía el peso de una gran ausencia, pero desconocía de qué se trataba.

Greta, pragmática, insistía: 

—Intenta hacer otra cosa. Por ejemplo, podrías probar con animales pequeños. Perros, gatos, animales de compañía… ¿Sabes que te ganarías la vida mucho mejor? Tienes que empezar a pensar en tu jubilación. Una pensión integrativa. O un seguro. 

Era como vivir con mi padre: haz esto, haz lo otro. Pero yo no era, y no soy así. Soy el opuesto a alguien que se programa la vida. No era mi estilo. No me veía encerrado en una clínica entre vacunas y microchips. Estaba acostumbrado a situaciones distintas, sin duda más extremas. 

Aun así…

Aun así, presionado también por Greta, comencé a trabajar en dos clínicas de animales pequeños. Solo un par de veces por semana. En ese momento me dirigía a uno de los centros. Tenía que sustituir a Andrea, el propietario, durante el fin de semana. Cuando llegué, después de saludarnos, me puso al día. Me explicó todo lo que tenía que hacer mientras bromeábamos sobre nosotros y el trabajo. Antes de despedirnos, me enseñó una caja. Dentro había un animalillo. Era muy pequeño. 

—Es una cría de erizo —dijo. 

Observé con curiosidad aquel ser diminuto. 

—Lo encontró una mujer en su jardín. Es huérfano. Me lo ha traído porque no sabía cómo cuidarlo —prosiguió Andrea. 

El erizo aún tenía los ojos cerrados y la piel, sonrosada, sin pelos. Las púas, blancas y blandas, estaban un poco alborotadas. Empezaban justo detrás de sus minúsculas orejas y continuaban por todo el dorso. 

—Nació hará dos o tres días. Solo pesa veinticinco gramos —especificó Andrea. 

—Veinticinco gramos no son nada… —comenté. 

—Ya. Tendrás que darle de comer varias veces al día. 

—¿Cuál es la mejor leche para sustituir a la materna? 

—Me han recomendado la leche de cabra. La de vaca no les sienta nada bien porque tiene demasiada lactosa, un azúcar que los erizos no toleran. Se la tendrás que dar con una jeringuilla de insulina. Gota a gota. 

—¡Menuda situación más peculiar! 

Cogí el erizo y lo apoyé en la palma de mi mano para observarlo mejor. Me fijé durante un momento en sus patitas anteriores: sus finos dedos me recordaban a unas manos diminutas. Aquella similitud me conmovió. Tras reprimir las emociones que se abrían paso en mi interior, le hice una propuesta a Andrea con una sonrisa: 

—Hagámonos unas fotos con él. Luego las podemos subir a Facebook. 

Nos hicimos varios selfies con el móvil. Andrea, el erizo y yo. El erizo y yo. Andrea y el erizo. Seleccionamos las mejores instantáneas para publicarlas. Nos despedimos. Y regresé a casa, donde Greta me esperaba. 



A la mañana siguiente, me preparé con la misma minuciosidad de siempre. Me puse un par de vaqueros y una camisa de lino azul. Inspeccioné las chaquetas y elegí una informal pero de corte impecable. Color habano claro. La combiné con unas zapatillas deportivas. Frente al espejo, comprobé con esmero que todo estuviera perfecto. El aspecto físico me importaba; era consciente de que tenía cierto atractivo y me esforzaba por destacarlo. 

Tal y como había acordado con Andrea, me dirigí a su clínica. Lo primero que quería hacer era ocuparme del erizo. A fin de cuentas, ese curioso animalillo había despertado cierta ternura en mí. Abrí la puerta y me quedé de piedra. Oí un quejido. Un llanto suave, sutil. Como el de un polluelo. O el de un pajarillo. Gemidos minúsculos y continuos, intercalados con pequeñas pausas. Llegaban directos al corazón. Se clavaban en él. Me dolían. Sonidos débiles pero agudos, con forma de lágrimas. 

El erizo pedía ayuda. 

Me acerqué a su caja, llena de virutas de madera. Cogí al animalillo y lo acomodé en la mesa que había al lado. 

El erizo estaba frío. El hielo de la vida que se desliza para dar paso a la muerte. Sentí una pena infinita por aquel pequeño animal. Me asaltaron emociones conocidas y, a la vez, nuevas, como si acabaran de despertar de un entumecimiento que las había mantenido escondidas o las había hecho prisioneras durante mucho tiempo. Lamentablemente, estaba acostumbrado al dolor de los animales. Pero había creado un escudo que me permitía establecer una cierta distancia. Un escudo que, en solo un instante, se hizo añicos frente a aquella pequeña criatura. 

Observé a la cría con nuevos ojos. Vi su condición de huérfana. Desvarié sobre su madre, atropellada por un coche mientras buscaba comida. Tal vez ahora yacía aplastada sobre el asfalto. O, en cualquier caso, estaba imposibilitada para regresar a la madriguera. Lo imaginé a él, que esperaba en vano. Y su miedo. Probablemente, presa de la desesperación, decidió salir de la madriguera en busca de su madre. Y, en un instante, como un rayo, sentí su soledad. Toda. Abismal. La reconocí. Era igual que la mía, igual que la que sentía cuando era un niño. 

2


Mis abuelos maternos tuvieron un papel relevante en mi infancia. Vivían en el campo, eran agricultores. Dos personas pacíficas, tranquilizadoras. Brazos en los que refugiarse. 

A menudo pasaba tiempo con ellos, sobre todo durante las vacaciones de verano, porque mis padres trabajaban. La abuela Caterina era una mujer sencilla. Transparente como el agua. Era toda bondad. Una cultura limitada y un cierto grado de analfabetismo, mezclados con la mentalidad de la época y de aquellos lugares, no oscurecían sus gentiles modales ni su belleza. A veces, me llevaba al establo con ella. Era tan pequeño que me metía en un cesto. Se sentaba al lado y tejía mientras me contaba historias. Yo la escuchaba. Y contemplaba las vacas y los terneros. Y las golondrinas que tenían sus nidos allí, en abundancia. 

Cuando crecí un poco, la acompañaba en las tareas del campo y trataba de ayudarla. Luego, caminábamos hasta una hilera de árboles, en el fondo del prado. Nos sentábamos en la hierba, a la sombra. Ella sacaba el almuerzo o la merienda de un cesto que llevaba consigo. Comíamos, abrazados por la fragancia del heno. Todo era calma. A veces, nos quedábamos dormidos, con la banda sonora de los grillos y las cigarras. Adoptábamos los ritmos lentos del campo, de aquellos días, de aquella estación. 

El abuelo era un personaje extraordinario. Nunca 

levantaba la voz. Aun así, era resuelto, incluso duro en ocasiones. Un hombre del campo, íntegro y una lumbrera. Todos podían perder la cabeza, pero él la mantenía siempre bien pegada al cuello. Y la hacía funcionar. Extremadamente tranquilo por dentro y dinámico por fuera. Activo. Tenía problemas de asma. Su respiración siempre iba acompañada de un silbido. Permanentemente. Daba tres pasos y tenía que detenerse un momento, como si buscara aire. Una molestia enorme que sobrellevaba con paciencia. Mi padre, obsesionado con la medicina, siempre estaba allí con un aerosol, para cuidar de él. Decía: «Ah, con esto le alargo la vida». Y era cierto: resultó ser de gran ayuda. En casa de mis abuelos también vivía Osvaldo, el hermano pequeño de mi madre. Más que un tío, para mí era como un hermano. Un hermano mayor. Al final del verano, tocaba volver a casa con mi madre y mi padre. La despedida parecía un funeral. Mi abuela lloraba, y yo también. 

Sin embargo, en casa de mis abuelos también conocí la soledad. La carencia. A menudo, mis padres venían a visitarme por la noche. Yo los esperaba. Al anochecer, me plantaba tras la ventana de la cocina, casi inmóvil. Seguía ansiosamente con la vista los faros de cada uno de los coches que se acercaban. Esperaba en silencio. Echaba de menos a mi madre. Mucho. 

En otoño, tras volver a casa, volvía a la escuela. Iba a un colegio de monjas. Cuando la campana sonaba, todos los niños se marchaban a casa, alborotados y entre risas. Yo era el único que se quedaba. Durante largas e interminables tardes. Hasta las cuatro y media o cinco, cuando mi madre pasaba a recogerme. En el colegio también esperaba tras una ventana. Horas infinitas. Completamente solo. Muchas veces dibujaba. Sor Francesca me decía que se me daba bien. Cada vez que miraba mis dibujos se le estampaba un «oh» de asombro en el rostro. 

Cuando hacía buen tiempo, tenía permiso para ir al patio del colegio. Me gustaba un poco. Al fondo había un jardín. Allí, daba vueltas con mi bicicleta. De un lado a otro. También en círculos. Para un lado, para el otro, y un círculo. A veces, me detenía, apoyaba un pie en el suelo, dejaba el otro sobre el pedal y contemplaba una mariposa. O dejaba la bici y seguía una lagartija. Observaba las hormigas y otros insectos cuyos nombres ignoraba. Así, un día tras otro. Con el miedo constante de que mi madre no volviera a recogerme. Nunca más. Pero luego, llegaba, y yo corría hacia ella. Mi madre sonreía. Me abrazaba. Me sentaba en la silla de su bici y ella se encargaba de pedalear. Y, de ese modo, regresábamos a casa. Durante el camino, nos contábamos cómo había ido el día. Las clases acababan en junio, pero mis padres no me llevaban enseguida a casa de mis abuelos. Me quedaba en aquel colegio hasta que cerraba por completo. Era el único niño que se quedaba allí. Me pasaba el día dando vueltas en el patio con mi bici de cross. Para un lado, para el otro, en círculos y alrededor de los castaños de Indias. 

Tenía un miedo constante de perder a mi madre. Era algo que había heredado de mi padre: era hipocondríaco y, a menudo, sus discursos versaban sobre enfermedades y la muerte. Todos los días soltaba una frase distinta. «Seguramente tengo cáncer. No llegaré a los treinta», sentenciaba. Yo era pequeño. Con el tiempo comprendí su enfermedad. Pero entonces, no. Creía que moriría antes de cumplir los treinta. Aquello me impregnaba de tristeza. Respiraba constantemente su angustia, angustia que inevitablemente interiorizaba y que luego proyectaba en la figura de mi madre. Además, mis padres no se llevaban bien. Amenazaban con separarse. Y eso, para mí, era algo horrible. Temía perderlos. Sí, los perdería porque se separarían o porque enfermarían. Una de dos. No había solución. Y mi corazón de niño estaba asustado. Mi infancia estuvo acompañada por este miedo al abandono. A la carencia. A la soledad. 

Por eso, aquel sábado por la mañana, en la clínica de Andrea, mientras observaba al pequeño erizo que lloraba, me bastó un instante para comprender sus miedos, su desesperación. Porque conocía muy bien esos sentimientos.