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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Margaret Price

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Asuntos ocultos, n.º 248 - noviembre 2018

Título original: Hidden Agenda

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-232-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

BUENOS días, ¿le importaría decirme dónde puedo encontrar al teniente Quintana?

La sensual voz hizo que Lincoln Reilly apartara su atención de la cafetera que tenían en la Unidad de Ejecución Selectiva. Se volvió con un azucarillo a medio abrir entre los dedos y sintió que la mente se le ponía en estado de alerta al ver a una mujer menuda con una abundante melena cobriza y ojos azules que adornaban un rostro creado para hacer que los hombres le prestaran atención.

Aunque Lincoln había estado algo desconectado de la moda femenina en los dos últimos años, algo le decía que el jersey y los pantalones que le ceñían las curvas eran el último grito en estilo. Sin embargo, la placa de sargento del Departamento de Policía de Oklahoma City y la pistola de nueve milímetros que la mujer llevaba en el cinturón lo hicieron centrarse de nuevo. No parecía una agente de policía corriente.

—El despacho de Quintana está allí —dijo Linc—. Es el que tiene un panel de cristal que da a la sala común de la unidad.

—Gracias. ¿Qué tal es trabajar para la UES?

—Es un trabajo como otro cualquiera —replicó Linc, mientras vaciaba el contenido de dos azucarillos en su taza de café.

Había tenido un fin de semana infernal con personas que le evocaban recuerdos que le desgarraban el alma. Con un estado de ánimo tan bajo, no le apetecía charlar con nadie. Además, la UES trabajaba muy autónomamente en operaciones secretas que desconocían la mayoría de los policías.

—Se lo preguntaré a Quintana —murmuró la pelirroja, al ver que Lincoln no parecía muy dispuesto a contestar—. ¿Sabe una cosa? Ése podría ser su problema —añadió, indicando con la cabeza la taza de café de Linc.

—¿Qué problema?

—El mal carácter. Todo ese azúcar refinado que se ha echado en el café tiene una montaña de aditivos. Debería probar la stevia.

—¿Y qué diablos es la stevia?

—Un edulcorante natural realizado a partir de extractos de plantas. Yo tomo el café solo, por si piensa preguntar.

—Saber eso me ha mejorado el día.

Las sensaciones poco bienvenidas que estaba experimentando en su cuerpo lo hicieron sentirse lo suficientemente perverso como para darle un sorbo a su café en vez de ofrecerle a ella una taza. Aparentemente, la sargento no se ofendió.

—Me llamo Carrie McCall —dijo, extendiendo la mano—. Me han trasladado del Cuerpo de Policía a la UES.

Linc observó la mano mientras olisqueaba el perfume que emanaba de ella y que era tan cálido y cremoso como el café que se estaba tomando. Maldita sea, tenía que alejarse de aquella mujer. No quería que le recordara cómo el aspecto, la voz y el aroma de una mujer tenían el poder de atraerlo.

—Linc Reilly —replicó—. Ahora, si me perdona, creo que voy a por un poco de stevia.

Con eso, se dio la vuelta y atravesó la sala de la unidad. Cuando llegó a su escritorio, ella ya estaba a medio camino del despacho de Quintana, avanzando con un lento y cadencioso movimiento de caderas.

Linc se sentó y notó que toda la sala había quedado en silencio. Miró a su alrededor y no lo sorprendió ver que los ojos de todos los hombres estaban pendientes de Carrie McCall.

—¿Quién es ese bombón? —le preguntó Tom Nelson, desde otro escritorio. Tenía los ojos pegados a la puerta del despacho de Quintana, por la que McCall acababa de desaparecer.

—Se llama sargento McCall —respondió Linc—. Ha venido transferida del departamento de policía.

—¡Aleluya! —exclamó Nelson—. Ya iba siendo hora de que esta unidad tuviera algo digno de ver.

—Ya tenemos dos mujeres en esta unidad. Si Annie o Evelyn te oyen, te harán picadillo para carne de perros —comentó. Miró perplejo el escritorio de Annie Becker. Su compañera siempre llegaba a trabajar antes que él, pero aquella mañana aún no la había visto.

—Nuestras chicas son muy atractivas —admitió Nelson—, pero no tienen nada que ver con las hermanas McCall.

—¿Hermanas?

—¿Conoces a Grace Fox, la viuda de Ryan Fox?

—Sí.

—Ella es la mayor. Me han dicho que la pequeña ha salido de la academia hace unos meses, pero aún no me he encontrado con ella por ninguna parte. Si es tan guapa como las otras dos… Mamma mia!

—Si sigues hablando así, te vas a encontrar con un pleito por acoso sexual

—Nada de eso. Lo único que he hecho es hacerles un cumplido a las hermanas McCall.

—Algunas mujeres no lo considerarían así —replicó Linc mientras abría un cajón y sacaba una carpeta.

—Reilly tiene razón, Nelson —dijo una voz a espaldas de Linc, con un tono muy despectivo—. Ya sabemos todos que él es un experto en cuidar de lo que más le conviene a una mujer.

Linc apretó la mandíbula y se dio la vuelta. Después del terrible fin de semana que había tenido, encontrarse con Don Gaines no iba a ayudarlo a mejorar su estado de ánimo.

—No te andes por las ramas, Don —le espetó—. Si tienes algo que añadir, dímelo a la cara.

—He dejado muy claro lo que pienso —replicó Gaines, tras tomar un sorbo de café.

—Como el agua —afirmó Linc. No añadió que estaba de acuerdo con el hombre al que una vez había considerado un hermano. Él, Lincoln Reilly, había puesto el trabajo por encima de su esposa y había conseguido que la asesinaran—. Dado que remover el fango no va a cambiar las cosas, te sugiero que cambies de tema o que te largues.

—Yo simplemente estaba diciendo tonterías sobre las mujeres —comentó Nelson, mirando con cautela a los dos hombres—. No quería que esto volviera a empezar otra vez.

—Esto no va a acabar nunca —le aseguró Gaines—. En cuanto a Carrie McCall, es mejor que tengas cuidado con lo que dices, Nelson. Tal vez no lo aparente, pero tiene fama de ser una buena agente de policía.

—Gracias por el consejo —musitó Nelson, mientras Gaines se dirigía a su escritorio—. Lo siento, Linc —añadió—. No sé qué decir.

—Pues no digas nada —replicó él. Entonces, volvió a hacer girar la silla—. No es culpa tuya, Tom.

—Tampoco tuya, compañero.

—Sí, claro…

Era como si su compañero le hubiera leído el pensamiento. Nadie tenía que recordarle lo que llevaba pendiendo de su conciencia como si fuera una piedra de cien kilos desde hacía dos años. Casi era como si él mismo hubiera matado a Kim. Como no la había puesto en primer lugar, ella había sufrido una muerte horrible. Si hubiera sido mejor esposo para ella, aún estaría viva. Si hubiera sido mejor policía, habría averiguado algo sobre el canalla del pasamontañas que la secuestró, violó y asesinó. De hecho, lo único que sabía era lo que había visto en la cinta de una cámara de seguridad que había en el lugar del crimen.

Por fin tenía algo. Después de dos años buscando a un hombre blanco con un tatuaje en el antebrazo, alguien lo había visto. Aquella pista había sido suficiente para darle a Linc algo con lo que empezar. Lo encontraría y lo haría pagar.

Soltó el aliento. El dolor que había soportado desde la muerte de Kim le había enseñado que era una estupidez atormentarse por algo que ya no se podía cambiar. Mientras esperaba a su compañera, abrió la carpetilla y examinó las notas que Annie y él habían ido recopilando sobre una serie de asesinatos que llevaban produciéndose desde hacía un año y medio.

Al contrario del de Kim, aquellos homicidios no tenían connotaciones personales. El interés de Annie y el de Linc se había despertado cuando se dieron cuenta de que seis delincuentes de los que se ocupaban detectives asignados a la UES habían resultado asesinados. El propio Linc se había tenido que ocupar de cuatro de las víctimas. Todas eran delincuentes que se habían aprovechado de ciudadanos inocentes y que habían conseguido evitar el castigo por sus delitos. Todos habían muerto a tiros en las calles, aparentemente en incidentes de violencia callejera. Sin embargo, el instinto de policía de Linc le decía que había algo más de lo que parecía en aquellos asesinatos.

—¡Reilly!

Linc levantó la mirada y vio a Quintana asomándose por la puerta de su despacho.

—¿Sí, teniente?

—Necesito verte. Y tráete una taza de café de más —añadió—. Solo. Y asegúrate de que no tiene azúcar.

Linc entornó los ojos y miró a través del panel del cristal del despacho de Quintana. El reflejo rojizo que vio a través de la cortinilla le dijo que Carrie McCall estaba sentada. Metió el expediente en el cajón y lo cerró con llave. Al final, aquella mujer se las había arreglado para que le sirviera una taza de café.

 

 

Sin mirar hacia la puerta, Carrie McCall notó el momento en el que Linc Reilly entró en el despacho. Había sentido el mismo hormigueo cuando lo vio junto a la cafetera. Se había pasado una semana estudiando su expediente, aprendiéndolo todo sobre él. A pesar de todo, nada la había preparado para la corriente eléctrica que sintió cuando se encontró cara a cara con el hombre al que tenía que investigar.

Se dijo que la reacción era normal. Después de todo, tenía órdenes de acercarse a él. De arrestarlo por asesinato si había pruebas para ello. Él representaba la misión más importante que había tenido hasta entonces, una misión que, en el mejor de los casos, podía ser arriesgada y, en el peor, peligrosa.

Carrie mantuvo su atención sobre el teniente John Quintana, que estaba sentado al escritorio frente a ella. Si el teniente supiera la verdadera razón por la que la habían destinado a aquella unidad, no la estaría tratando con tanta cortesía. A pesar de que estaba muy tensa, consiguió mantener una expresión relajada en el rostro.

—Estoy deseando trabajar en su unidad, teniente —dijo, con una sonrisa—. Después de estar cinco años patrullando las calles, me encuentro muy preparada para realizar otro tipo de trabajo policial.

—Sin duda eso lo encontrarás aquí —respondió Quintana. Entonces, señaló la silla que ella tenía a su lado—. Reilly, siéntate. Linc Reilly, ésta es Carrie McCall.

Carrie giró la cabeza y observó al hombre que se acercaba a ella. Medía casi un metro noventa y era de constitución muy fuerte, aunque no era muy corpulento. Tenía el cabello negro, algo largo, un rostro de afilados pómulos y los ojos dorados de un tigre, que ninguna mujer pasaría por alto, incluida ella misma. El esbelto cuerpo iba cubierto con unos vaqueros muy usados y una camisa roja, que llevaba remangada y que dejaba al descubierto unos fuertes antebrazos. Aquel hombre era impresionante. Y peligroso, si era el policía que había ejecutado fríamente a seis personas.

—Su café —dijo Linc—. Solo y sin aditivos.

—Gracias —respondió ella. Como anteriormente él se había negado a estrecharle la mano, volvió a ofrecérsela tras dejar la taza de café sobre la mesa—. Es un placer conocerlo, sargento Reilly.

—Lo mismo digo, sargento McCall —replicó él. No dejó de mirar a Carrie mientras empequeñecía la mano de ella con la suya.

Carrie notó una sensación como si le hubiera caído un rayo. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no apartar la mano rápidamente de la de él.

—Ese recado que mencionó no parece haberle llevado mucho tiempo —comentó, con una fría sonrisa.

—No lo suficiente —repuso él.

—¿Es que ya os conocéis? —preguntó Quintana.

—Nos conocimos en la cafetera —contestó Linc—. ¿Me necesitabas para algo más que para repartir el café, teniente?

—Siéntate —le ordenó Quintana, señalando la silla una vez más. Esperó hasta que Linc tomó asiento—. ¿Cómo está la situación de las medidas contra El Escondite?

Carrie notó que Linc dudaba. Sabía perfectamente por qué. La UES era una unidad que trabajaba en operaciones secretas con los servicios de inteligencia y delincuentes que se encontraban amenazados. Su trabajo era muy importante y, si se filtraba alguna información, las consecuencias podían ser nefastas. Los que trabajaban para la unidad podían llegar a mantener el secreto sobre las operaciones en las que estaban trabajando hasta con sus mismo compañeros de cuerpo. Carrie iba a tener que ser muy cuidadosa a la hora de tratar de obtener la información que había ido a buscar.

—Annie y yo vamos a hacer nuestra primera visita a El Escondite mañana por la noche. Te haré un informe sobre el estado en el que se encuentra todo lo que se ha hecho hasta ahora —respondió Linc, después de un instante.

—No. Quiero un informe oral. Ahora mismo —replicó Quintana.

Linc miró a Carrie y luego a su jefe.

—Como planeamos, los de Inteligencia han estado vigilando el aparcamiento de El Escondite. Ha tomado fotografías de los empleados y de los clientes y han realizado un listado con las matrículas de sus vehículos. Cuando me den el listado, comprobaré quién es su propietario y buscaré los nombres en las bases de datos de criminalística. Eso nos dará a Annie y a mí una idea de las personas con las que tendremos que vérnoslas en El Escondite. Así podremos redactar el modo en el que vamos a llevar a cabo la misión.

—¿Cuántas visitas crees que harán falta para conseguir suficientes infracciones para efectuar una redada en ese sitio? —preguntó Quintana.

—Cinco o seis, depende de lo que encontremos una vez que estemos dentro. Necesitamos un número suficiente de infracciones para poder clausurar ese local permanentemente. Annie y yo esperamos tener todo lo que necesitamos antes del día de Acción de Gracias, pero no puedo prometerte nada.

—Muy bien, Reilly. Sólo una cosa más.

—¿De qué se trata?

—Annie ya no va a trabajar contigo en esto. Lo hará McCall.

—Mira, teniente, según mi confidente, se realizan muchas actividades ilegales en ese local. Tenemos que andarnos con mucho cuidado porque cualquier desliz puede dar al traste con toda la operación. Annie conoce muy bien su trabajo y tiene experiencia en esta clase de operaciones.

—Estoy de acuerdo contigo, Reilly. Lo que ocurre es que a Annie le han encargado una misión con la nueva fuerza de Seguridad Nacional. El capitán Vincent me llamó a mi casa este fin de semana para decírmelo.

—¿Cuánto tiempo estará ausente? —preguntó Linc, atónito.

—El que sea necesario. Por eso, McCall será tu compañera a partir de ahora. Ponla al día rápidamente para que esté preparada para mañana por la noche.

—Tú eres el jefe —replicó Linc. La expresión de su rostro permaneció impasible, pero el tono de su voz atravesó los oídos de Carrie como si fuera el duro acero.

—Muy bien —dijo Quintana. Entonces, miró a Carrie—. McCall, he hablado con el capitán Vincent. Ha estudiado tu expediente y dice que tiene confianza en tus habilidades, lo que significa que no da mucho crédito a las acusaciones de la esposa de ese policía.

Carrie se sonrojó. Había esperado que su teniente consiguiera mantener el asunto en secreto. Para Carrie, la acusación infundada de la esposa de uno de sus compañeros era causa de gran mortificación.

—Le aseguro, teniente, que las acusaciones de esa mujer son infundadas. Yo no hice nada inapropiado —replicó—. Me tomo mi trabajo muy en serio. Lo último que haría sería enzarzarme en sesiones amatorias en el asiento trasero del coche patrulla mientras estoy de servicio.

A pesar de que se había dicho que no iba a hacerlo, se volvió para mirar a Linc. Él le devolvió la mirada sin revelar absolutamente nada de lo que estaba pensando.

—McCall, lo que importa aquí es que el despacho del alcalde ha estado recibiendo llamadas de un ciudadano que desea un golpe policial en El Escondite. Eso lo convierte en un asunto que será el centro de la atención política y de los medios de comunicación. Si algo sale mal, todos los que pensamos arrestar quedarán libres. Si eso ocurre, se exigirán responsabilidades. No nos vendría bien que la conducta inapropiada de un miembro de esta unidad pusiera en peligro esta operación.

—No tiene que preocuparse por mí, teniente —afirmó Carrie. Hacía un año, había empezado una relación sentimental con otro policía. Cuando ésta terminó en desastre, había decidido que, en lo sucesivo, evitaría cualquier tipo de vínculo romántico con policías. Para Carrie, esa regla era inquebrantable.

—Bien —dijo Quintana mientras se levantaba de su butaca. Antes de hacerlo había tomado una llave que había encima de la mesa—. El mes pasado se retiró uno de nuestros hombres, así que te puedes quedar con su escritorio. Si necesitas algo, habla con la secretaria. Además, Evelyn te dará algunos impresos para que los rellenes.

—Iré a verla enseguida —respondió Carrie tras aceptar la llave. A continuación, recogió la taza de café que aún no había probado.

—Reilly, enséñale a McCall su escritorio.

—Por supuesto.

Si a Linc lo molestaba que le hubieran asignado una nueva compañera, no lo demostró. Se hizo a un lado para que ella pudiera salir del despacho en primer lugar. Los dos avanzaron por la sala común de la unidad. Carrie notó un murmullo a sus espaldas. Sintió que los ojos la observaban mientras seguía a Linc entre las mesas.

Él se detuvo junto a un escritorio tan ruinoso como los otros.

—Éste es —dijo, observando la taza que ella llevaba en la mano—. Supongo que, después de todo, no querías café.

—Tienes razón —respondió ella, observando la férrea mirada que Linc le estaba dedicando—. Mira, Reilly, estoy segura de que tienes muchas reservas sobre lo que es tener una nueva compañera mientras estás realizando una investigación tan importante…

—Estás en lo cierto —repuso él, sin mover ni un músculo de la cara.

—Tus reservas son comprensibles. Yo no tengo deseos de grandeza ni soy una superpolicía dispuesta a demostrar lo buena que soy a la hora de atrapar a los malos. Yo nunca he trabajado en misiones secretas y quiero aprender todo lo que tú estés dispuesto a enseñarme. Lo único que te pido es que me des una oportunidad.

—Muy bien —dijo Linc, con rostro impasible.

—¡Eh, Reilly! Tienes una llamada por la línea tres —le gritó un compañero desde el otro lado de la sala.

—Ponla en espera —le ordenó Linc. Entonces, se volvió a mirar de nuevo a Carrie—. Cuando responda esa llamada, te presentaré al resto de la unidad. A continuación, me marcharé a Inteligencia para recoger esas fotografías y los números de matrícula. Deberían haber averiguado el nombre de los propietarios a primera hora de la tarde. Podemos reunirnos entonces y te pondré al día sobre lo que tenemos hasta ahora.

—Gracias, Reilly.

—No tienes por qué dármelas, McCall —replicó, con una sonrisa—. Si lo fastidias todo, te lo haré pagar muy caro.

—No pienso estropear nada.

—En ese caso, no deberíamos tener ningún problema.

El habitual bullicio de llamadas de teléfono, voces, tazas de café y teclas de ordenador volvió a reanudarse cuando Carrie tomó asiento. Observó muy atentamente a Linc mientras atravesaba la sala. Respiró profundamente y dejó de pensar en la presencia física de su compañero para centrarse en otros aspectos. Otros agentes le habían dicho que era muy valiente, el tipo de compañero que cualquiera querría tener cuando había problemas. Se rumoreaba que Reilly podría ser tan cruel como cualquier delincuente que tuviera a los policías en su punto de mira.

Carrie admitió que eso no tenía nada de malo. Algunas veces, un policía sobrevivía exclusivamente porque era tan osado como la escoria a la que se enfrentaba. Los problemas surgían cuando esa misma ferocidad empujaba a un policía a ejercer su propia forma de justicia y se erigía en ángel justiciero. En vengador.

¿Habría transformado a Reilly el terrible fallecimiento de su esposa en uno de esos policías? ¿Acaso el dolor, el trauma y, sin duda, el sentimiento de culpabilidad que había sufrido lo habían convertido en un asesino que se había convertido en juez, jurado y verdugo? Antes de abandonar la unidad, Carrie tendría las respuestas a esas preguntas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LINC había decidido poner al día a Carrie McCall en la sala de interrogatorios. Tenían una montaña de papeles que repasar y la enorme mesa era lo suficientemente grande como para extenderlo todo. Lo que no se le había ocurrido pensar era que la sala era lo bastante pequeña como para que la reunión con una mujer que llevaba un perfume tan sugerente adquiriera matices íntimos.

¿En qué diablos había estado pensando? La actitud y la mirada de Carrie McCall mientras examinaba fotografías y papeles era de lo más profesional, pero eso no lograba cambiar el hecho de que tuviera un físico impresionante, un rostro perfecto y una melena rojiza que le acariciaba suavemente los hombros y los senos con cada sutil movimiento. A Linc lo enojaba que ella fuera capaz de evitar que se concentrara en un caso que requería toda su atención.

—Desde el exterior parece un local de buen tamaño —comentó ella mientras examinaba las fotografías de El Escondite.

La irritación de Linc se incrementó cuando tardó un segundo en apartar la atención de ella para centrarla en el caso. En los dos años que habían pasado desde la muerte de Kim, casi no se había fijado en ninguna mujer y ninguna de ellas había evitado que se centrara en un caso. En aquel momento comprendió que, aunque ella no cometiera error alguno, le iba a dar muchos problemas. La clase de problemas que ni quería ni necesitaba.

—Antes fue una granja —respondió—. Hay una sala para beber y bailar, otra para jugar al billar y un puñado de salas más pequeñas. Tengo un plano de la distribución que repasaremos más tarde.

—Mientras trabajaba en la policía, jamás tuve noticias de este lugar —dijo ella—. Yo solía patrullar por los distritos del noroeste y este local está en el sureste, así que seguramente ésa sea la razón. ¿Cuánto tiempo lleva funcionando?

—Lo suficiente para que la gente que vive en las inmediaciones se queje de los borrachos, de las carreras de coches, de la música y de todo lo que acompaña a un lugar como ése.

—¿Y por qué no se ponen un par de unidades de tráfico para parar a los conductores cuando se marchen o se denuncia al dueño por contaminación acústica?

—Ya lo hemos hecho. Entonces, un muchacho de trece años se pasó por El Escondite y encontró revistas pornográficas en el contenedor de basuras.

—¿De trece años? No me irás a decir que ese jovencito se quedó con el contenido de las revistas, ¿verdad?

—En realidad, creyó que había encontrado una mina de oro hasta que su madre se las descubrió debajo del colchón. El muchacho no tardó en confesar dónde las había encontrado. La madre llamó al alcalde y prometió un infierno si la ciudad permitía, y cito textualmente, esa «guarida de pecado». Como el alcalde opta a la reelección, la mujer le prometió que haría que la congregación de su iglesia hiciera campaña contra él si no tomaba medidas. El alcalde llamó al jefe y le ordenó que tomara todas las medidas pertinentes para cerrar El Escondite.

—¿Tenemos idea de lo que está pasando allí?

—Apuestas, distribución ilegal de bebidas alcohólicas, actos sexuales en vivo… Más o menos cuando esa airada mujer llamó al alcalde, uno de mis confidentes me había hablado del tipo de actividades que se realizan allí. Yo le envié un informe a Quintana —dijo Linc, con expresión neutral. No tenía intención de decirle a su nueva compañera lo mucho que se había esforzado por conseguir aquel caso. Por fin había encontrado una pista sobre el asesino de su esposa y ésta conducía a El Escondite—. Cuando el jefe nos dio la orden de cerrarlo, Quintana me asignó a mí el caso dado que ya conocía el local.

—¿Cómo lo has organizado todo?

—Quintana y yo estuvimos de acuerdo en que si un par de tipos fueran a ese lugar, los calificarían enseguida como atracadores o policías. Fuera como fuera, toda la actividad criminal cesaría mientras los dos hombres estuvieran allí. Si eso ocurriera, no tendríamos nadie a quien arrestar.

—Y el alcalde se pondría muy enfadado.

—Así es. Por otro lado, con un hombre y una mujer, que entran allí y se ponen cariñosos, a los que se les considera como matrimonio o simplemente amantes, la cosa es muy diferente.

—Tiene sentido —afirmó ella mientras volvía a mirar las fotos—. Además, por el modo de vestir, la clientela parece muy variada.

—Tienes razón, pero más del treinta por ciento están fichados. Robos, asaltos, atracos, comportamiento indecoroso… Tal y como tú dijiste, una verdadera mezcla.

—Así que tenemos que ir vestidos con vaqueros y botas.

Linc examinó el elegante jersey verde, la moderna cadera de oro que ella llevaba al cuello y los pendientes a juego. En el caso en el que ella tuviera un par de vaqueros, seguramente llevarían la etiqueta de algún diseñador famoso.

—La clase apropiada de vaqueros y botas, McCall. La regla básica de cualquier operación secreta es parecer lo que se supone que eres, no lo que una película o serie de televisión te dice que debes parecer.

—Dime lo que quieres que sea, Reilly. Eso será lo que te daré —prometió ella, tras apoyar los brazos sobre la mesa.

Lo que Linc quería era que se marchara. Que se llevara aquel aroma tan sensual y la sugerente voz tan lejos de él como fuera posible. Sin embargo, sabía que no iba a ocurrir.

—No puedes entrar en ese local como si acabaras de salir de un desfile de moda —dijo, consciente del tono nervioso que había adquirido su voz—. Dado que no nos conocemos ni sabemos los intereses que tiene el otro, lo mejor que podemos hacer es presentarnos como una pareja que ha salido algunas veces. Así parecerá creíble que sólo conozcamos detalles superficiales el uno del otro. Diremos que los dos acabamos de llegar a la ciudad y que nos conocimos hace unos días en la cola de un supermercado.

—¿Se sabe ya qué trabajo vamos a tener?

—Diremos que yo estoy en el paro. Cuando estaba en la universidad, me pasé algunos veranos arreglando tejados, así que conozco el trabajo. Mi historia es que estoy buscando algún tejado que arreglar. Como estamos en noviembre, ese tipo de empleo escasea. Nadie se va a extrañar de que no tenga trabajo.

—¿Y yo?

—Eso digo yo, McCall. Tu familia podría formar una comisaría entera —replicó él. Desde aquella mañana se había enterado que su abuelo y su padre habían sido policías. Además de sus dos hermanas, tenía también tres hermanos en el cuerpo—. ¿Tienes experiencia en algo que no sea llevar una placa?

—Mi madre es dueña de un centro de jardinería. He trabajado allí durante fines de semana y vacaciones. Sé hablar de plantas y de flores con un experto sin meter la pata.

—Así es como sabes lo de… ¿Cómo diablos se llama esa cosa que me dijiste que echara en el café?

—Stevia. Es un arbusto perenne de la familia de los áster. Asteraceae, para ser más exactos. Sabe dulce, pero no tiene calorías.

—Te aseguro que impresionarás a los borrachuzos de El Escondite con esa clase de información.

—No creo que tenga que impresionar a nadie con mis capacidades mentales —repuso ella.

—Tienes razón —admitió Linc—. Sin embargo, es bueno que sepas tanto de plantas por si te encuentras con un experto en petunias.

—¿Estoy trabajando ahora en algún sitio de por aquí?

—¿Contratan personal los centros de jardinería durante esta época del año?

—No. Funcionan con el personal mínimo.

—En ese caso, tú tampoco has conseguido empleo. Ya está lista nuestra tapadera. Estamos en paro, pero tenemos dinero para salir de juerga todas las noches. Tenemos buenos coches, que tomaremos prestados de los que el departamento tiene decomisados. Todo eso dará la impresión de que no nos importaría hacer algo fuera de la ley para conseguir fondos. Ni gastarlos en actividades ilegales.

—¿Como que tú seas capaz de pagar para participar en uno de los actos sexuales «en directo» con una de las chicas que trabajan en el local?

—Así es. Ésa es otra ventaja de ir con una compañera. Por supuesto que dejaré que se me insinúen todas las chicas que trabajan allí y que me digan el precio. Sin embargo, dado que te tengo a mi lado, declinaré todas las ofertas. No quiero estropear lo que tengo contigo por tener un rollo con otra mujer.

—¿Dónde has estado toda mi vida, Reilly? —preguntó ella, con sequedad—. Los latidos del corazón se me aceleran sabiendo que tengo un novio tan fiel.

—Amante, McCall. Fingiremos que yo soy tu amante. Eso significaba que nos daremos mucho la mano, que nos tocaremos y bailaremos mucho. ¿Crees que podrás realizar una actuación convincente?

—Como te he dicho, seré exactamente lo que tú quieras que sea —contestó Carrie, frunciendo los labios—. El profundo compromiso que tenemos el uno con el otro significa que yo tendré que rechazar a los que se me insinúen.

—De eso se trata. Te aseguro que con tu aspecto, te harán ofertas que implicarán mucho más que un morreo en el asiento trasero de un coche patrulla.

—Yo no me morreé con nadie en ninguna parte —replicó ella, muy irritada—. La idiota de la esposa de ese policía se puso celosa y no pudo soportar que él tuviera a una mujer como compañera. Yo tuve la mala suerte de que ella le fue con la historia a mi jefe, quien después dio órdenes de que separaran al esposo de esa idiota de mí. Al día siguiente, me cambiaron de destino.