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Bel Olid

(Mataró, 1977)

Es escritora, traductora y profesora de lengua en la Universitat Autònoma de Barcelona. Como autora se da a conocer en 2010 en el premio Documenta con la novela Una terra solitària, y desde entonces ha publicado divulgación, cuentos para mayores y niños, y el poemario Herida, aullido, viaje, isla. Su novela juvenil Tina Frankens fue incluida en la lista de honor de la OEPLI 2018, y recientemente ha publicado el cómic Camioneras, ilustrado por Lyona. Colabora en numerosos medios culturales y en prensa escrita. Desde 2015 es presidenta de la Associació d’Escriptors en Llengua Catalana.

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«Mi fantasía es una metralleta. Cuando voy por la calle y un desconocido me grita algo: metralleta. Cuando el político de turno hace el comentario machista de turno: metralleta. Cuando el obispo dice en los periódicos que cómo queremos que no nos violen, si pedimos el aborto libre y gratuito: metralleta. Cuando en la escuela se valora hasta el infinito que el padre de los críos vaya a la reunión, pero se da por supuesto que las madres irán: metralleta. Cuando me echan del trabajo porque estoy embarazada: metralleta. Cuando me dicen que no me exalte, que no es para tanto: metralleta. Podría parecer una fantasía violenta, pero no lo es; es una fantasía de autodefensa.»

 

Hoy día el feminismo está más vivo y es más necesario que nunca porque la discriminación hacia las mujeres se ha vuelto más sutil y difícil de detectar, pero mantiene su poder paralizador. Con espíritu combativo Bel Olid expone los conceptos clave de la lucha feminista actual de una manera inteligente, radical y, a menudo, sorprendente.

FEMINISMO
DE BOLSILLO

 

 

 

Título original: Feminisme de butxaca

© 2019 Bel Olid

Autora representada por Asterisc Agents

© 9 Grup Editorial

Lectio Ediciones / Angle Editorial

c. Mallorca, 314, 1.º 2.ª B

08037 Barcelona

T. 93 363 08 23

www.lectio.es

lectio@lectio.es

Primera edición: mayo de 2019

ISBN: 978-84-16918-57-7

Producción del ebook: booqlab.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión de ninguna manera ni por ningún medio, sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Bel Olid

FEMINISMO
DE BOLSILLO

Kit de supervivencia

Illustration

A Ada, Blai y Gaël.

Ojalá os podáis sentir libres.

Y a las compañeras de lucha

(femenino genérico pero bastante concreto)

que me llenan el mundo de alegrías.

Índice

Ser y no ser

Metralletas

No todos los hombres son iguales

Cuerpos violados, cuerpos violables

Inadaptadas

Los trapos sucios que se lavan en casa

El amor no mata

Juntas nos haremos con la noche

¿Y las mujeres?

La escuela de la vida

No queremos llevar los pantalones

No ser nada para serlo todo

Minivocabulario feminista:

25 palabras para nombrar la realidad

Básicos del kit feminista

Ser y no ser

Es un niño. Es una niña.

Mirando a la pantalla yo solo veo un corazón que late, algo que parecen brazos, vida en blanco y negro dentro de mi vientre. Pero es un niño. O es una niña.

No sabemos todavía si le gustará pintar, si preferirá los espaguetis o las croquetas, de qué color tendrá los ojos, si el pelo será rubio o negro. No conocemos su forma de sonreír ni de llorar ni de enfadarse ni de vivir. Pero nos dicen «es un niño» o «es una niña» y de repente el mundo se divide en dos únicas posibilidades: rosa y azul, letras y ciencias, poder y belleza.

El mecanismo es tan evidente que se han hecho muchos experimentos sobre el género que se le supone a un bebé y la actitud que eso suscita. Por ejemplo, en uno de los estudios vistieron a unos bebés de rosa y a otros de azul y se los enseñaron a varias personas. Esas personas describieron a los bebés vestidos de rosa como «bonita, dulce, delicada, pequeña» y a los de azul como «fuerte, inteligente, tozudo, grande». Les cambiaron los vestidos a los bebés, los de rosa pasaron a vestir azul, y viceversa. El mismo bebé, con el cambio de ropa, cambió mágicamente de atributos. Los que eran «pequeña» de golpe se convirtieron en «grande», los que eran «fuerte» de golpe se convirtieron en «delicada».

Y entonces me entró mucha inquietud. Una vez constatado que el mundo reaccionará a esta persona desconocida de forma diferente en función de si le llamo Mario o Candela, ¿cómo le puedo dar espacio para ser quien sea? ¿Cómo le doy espacio para vestirse de rosa a él, si quiere, o para jugar al fútbol a ella, si es lo que le gusta? La respuesta es más inquietante que la pregunta: no puedo. Vendrá la socialización, vendrá la vida, y por mucho que en casa nos empeñemos en tener ropa de todos los colores, pronto saldrán a la calle, irán a la escuela y aprenderán la casilla que les toca y los castigos que implica salir de ella. Será problema suyo valorar si les sale a cuenta ir a contracorriente o si prefieren ajustarse ellos y pasar desapercibidos.

La cultura nos ha condicionado tanto que ahora mismo nos es imposible saber qué parte de la división de géneros nos viene de la naturaleza, cuáles son las características que compartimos, «de manera natural», una mayoría suficientemente amplia de personas con cromosomas XX o XY como para hacer razonable la generalización, y qué nos imponemos nosotros mismos como sociedad, atribuyéndonos características que no nos son innatas, sino forzadas por la lectura de cómo deberíamos ser en función de nuestro sexo. Lo que es cierto es que, llegados a este punto, es innegable que Beauvoir tenía toda la razón del mundo cuando dijo que una mujer no nace, sino que se hace. Y podemos añadir que un hombre, exactamente igual.

Al nacer (o ya desde las primeras ecografías), se miran los órganos sexuales externos y, si no hay nada que salga de lo habitual, se nos clasifica como hombre o como mujer. Es un niño, es una niña. El sexo biológico de una persona viene determinado por los órganos sexuales, por los cromosomas y por las hormonas que generamos. Si los órganos sexuales externos son claros, no se suele examinar nada más. Si no es tan claro a qué grupo pertenecen, se hacen pruebas y se estudia el resto.

Parece sorprendente, porque se habla muy poco de ello a pesar de que es más común de lo que podríamos pensar, pero no todo el mundo encaja en la caja hombre o en la caja mujer. Hay personas con cromosomas XXY, hay personas con cromosomas XY que no segregan suficiente testosterona o no son sensibles a ella (y, por lo tanto, tienen órganos sexuales externos similares a los de la mayoría de las personas con cromosomas XX), hay personas con cromosomas XX que segregan más testosterona de lo habitual (y, por lo tanto, pueden desarrollar algunas características secundarias similares a las de la mayoría de las personas con cromosomas XY), y aún mil variaciones más. Este grupo de gente con características tan diversas debe encajar a toda costa en el grupo hombre o en el grupo mujer, porque nuestra sociedad no permite ningún otro.

Miles de personas intersex de todo el mundo sufren intervenciones médicas (cirugía y hormonación, por ejemplo) para adecuarlas externamente a una de las etiquetas mucho antes de poder dar su consentimiento. La idea es que ha habido un «error» en la naturaleza y hay que subsanarlo. Pero, en realidad, las características de las personas intersex no interfieren en su salud (como sí pueden hacerlo las intervenciones). No es ninguna enfermedad que haya que curar. Hoy en día muchas personas intersex adultas piden que se respete el cuerpo de estos bebés y se espere a intervenir cuando sean lo suficientemente mayores para pedirlo y para dar un consentimiento informado. Haríamos bien en escucharlas.

Al nacer, pues, se nos asigna un sexo de entre los dos únicos posibles. Es imperativo clasificarnos incluso desde el punto de vista legal: de lo contrario no nos pueden inscribir en el registro civil. Si no está claro si es niño o niña, nos lo tenemos que inventar. Los médicos hacen una propuesta basándose en las pruebas físicas que han recogido y en el género que les parece que le será más fácil performar según sus características biológicas, y los padres suelen hacerles caso.

Pero incluso en los casos biológicamente no ambiguos, en que coinciden los tres elementos que determinan el sexo, cuando la persona crece pueden pasar dos cosas: está de acuerdo con el diagnóstico de si es niño o niña (y entonces será una persona cis) o no está de acuerdo y sabe que es un niño aunque lo hayan asignado como niña, o viceversa (y entonces será una persona trans). También puede ocurrir que no se sienta cómoda con ningún grupo y acabe etiquetándose como agénero, queer o de género fluido. Y entonces sí que se le complica la vida: nos gustan las simplificaciones (es un niño, es una niña) y nos ponemos muy nerviosos cuando alguien se sale de la cajita. Por mucho que declaremos que no queremos etiquetas, que somos otra cosa, no sirve de nada. Los desconocidos nos meterán a primera vista en una de las dos cajas (tiene barba, es hombre; tiene pechos, es mujer; tiene ambas cosas, alarma) y nos tratarán en consecuencia, estemos de acuerdo o no.

La cajita es lo que llamamos «género»: los comportamientos que esperamos de una persona según el sexo biológico que asumimos que tiene. Es decir, las normas que aprendemos a seguir según nos hayan dicho si somos niños o niñas. Estas normas tienen poco que ver con las habilidades y las preferencias de la persona y se le aplican antes de que pueda no solo expresarlas, sino incluso descubrirlas. No damos a las criaturas la oportunidad de descubrir qué les gusta de verdad antes de aplicarles sin piedad las restricciones de género, que impedirán que nuestro hijo lleve faldas o que nuestra hija sea asertiva.

Como madre, no puedo ir al registro civil cuando nazca la persona que llevo en el vientre y decir: «Mirad, no sé si es niño o niña o todo lo contrario; todavía no sabe hablar y no la conozco de nada». Determinar si una persona «es» niño o niña es imperativo no solo legalmente, sino también socialmente. Los pocos casos de familias que han decidido no comunicar el sexo biológico de su criatura, en un intento de no imponer la presión del género y que la persona se pueda desarrollar libre de estereotipos y prejuicios, han suscitado juicios de todo tipo hacia los padres. ¿Por qué no les dejan «ser normales»? ¿Cómo se debe tratar a esas criaturas? ¿Me refiero a la persona como «él» o como «ella»?

Es un niño. Es una niña. Sé cómo tengo que tratarle. Me tranquiliza. No queremos renunciar a esa tranquilidad, y quizás tal como tenemos montado el sistema no sea razonable renunciar a ella, pero una mayor flexibilidad entre las cajas posibles nos iría muy bien a todos. Si yo soy clasificada como mujer, pero este «ser mujer» tiene como única carga que es posible que en el futuro tenga la capacidad física de quedar embarazada y deja abierto todo lo demás, tendré la libertad de descubrirme. En cambio, si ya antes de nacer me han pintado la habitación de rosa y me han comprado un montón de muñecas, y cuando empiezo a crecer me dicen que «eso no es de niñas» cuando me salgo de la norma, me será más difícil saber si me gusta el rosa porque es bonito o si me gusta porque me lo han metido con un embudo.

Las pruebas con bebés de menos de un año demuestran que sus colores favoritos son el azul y el rojo. Algunos bebés prefieren el azul y otros el rojo, pero no hay división entre géneros. El rosa les interesa más bien poco a todos, al igual que el gris y el marrón. A los cuatro años, en cambio, las niñas muestran una preferencia indiscutible por el rosa y los niños lo evitan a toda costa. Ya han tenido tiempo de aprender a qué grupo pertenecen y qué color les toca. Aún más: las niñas han aprendido a respetar el azul, aunque no sea su color, y los niños han aprendido a despreciar el rosa.

Eso mismo se puede generalizar a casi todo. Las niñas más intrépidas aprenderán rápidamente a calmarse y los niños más miedosos a hacerse los valientes. Solo las personas que, por el motivo que sea, tengan más dificultades para actuar según se espera de ellas se verán forzadas a buscar otros caminos, que nunca serán fáciles. Evidentemente que una niña puede jugar al fútbol en nuestra sociedad, pero ¿a qué precio? Realmente, te tiene que gustar mucho el fútbol para soportar la presión social contraria a que lo hagas si has caído en la casilla «niña», y realmente debe repugnarte mucho el fútbol para no seguirlo, por lo menos, si has caído en la casilla «niño».

Cuando en este libro se habla de mujeres y de hombres no se habla del sexo biológico de las personas, ni siquiera de su manera de expresar su género, porque sabemos que hay muchas más de dos posibilidades. Estamos hablando del conjunto de expectativas que tiene la sociedad sobre la gente clasificada como hombre o como mujer, y de las normas que se les aplican. Cuando decimos «Las mujeres cargan con la mayor parte de los cuidados en la familia tradicional» queremos decir «La sociedad espera que las personas asignadas como mujeres carguen con la mayor parte de los cuidados en la familia tradicional». Cuando decimos «Los hombres ganan un 24% más que las mujeres» queremos decir «El salario medio de las personas asignadas como hombres es un 24% más alto que el de las personas asignadas como mujeres».

Sabemos que los casos personales son infinitos, que hay hombres que ganan menos que algunas mujeres, que hay mujeres más agresivas que algunos hombres, y sabemos que hay gente que no se considera ni hombre ni mujer y no sabe dónde meterse. Pero también sabemos que hay unos privilegios y unas discriminaciones que se disfrutan o se sufren según qué etiqueta te haya tocado, y que la etiqueta te la ponen sin preguntarte. Hablaremos precisamente de eso, con generalizaciones tan necesarias como realistas.

Es un niño. Es una niña. La imposibilidad de ser tú misma, quienquiera que seas, y que se te trate como persona y ya está, seas como seas. Es un niño, es una niña. ¡Cómo querría ser solamente vida que late en todos los colores que existen!

Metralletas

Mi fantasía es una metralleta.

Cuando voy por la calle y un desconocido me grita algo: metralleta.

Cuando el político de turno hace el comentario machista de turno: metralleta.

Cuando el obispo dice en los periódicos que cómo queremos que no nos violen, si pedimos el aborto libre y gratuito: metralleta.

Cuando en la escuela se valora hasta el infinito que el padre de los críos vaya a la reunión, pero se da por supuesto que las madres irán: metralleta.

Cuando me echan del trabajo porque estoy embarazada: metralleta.

Cuando me dicen que no me exalte, que no es para tanto: metralleta.

Podría parecer una fantasía violenta, pero no lo es; es una fantasía de autodefensa. Una agresión suscita una respuesta. Ahora diréis que para que se considere autodefensa la respuesta debe ser proporcionada. ¿Es proporcionado sacarle una metralleta a alguien que hace un comentario machista? Seguramente no. Pero ¿qué es un océano de opresión, si no un cúmulo de gotas de injusticia?

Mi fantasía es agradable porque no hay voluntad de llevarla a la práctica: puedo vivirla en mi cabeza sin sangre en las manos, sin vísceras en los zapatos, sin tener que plantearme si la persona que tengo delante merece mi ira acumulada. No tengo metralleta ni quiero tenerla, solo quiero el derecho a imaginármela.

Se trata de un derecho que se me ha negado siempre. Desde que lo recuerdo, todo han sido llamadas a ceder, a callar, a quitar importancia.

Cuando los niños de la escuela nos levantaban la falda: son cosas de niños, no hagas caso.

Cuando tenía quince años y contaba que me habían piropeado por la calle: tú haz como que no les oyes.

Cuando un grupo de chicos me acorraló una tarde, al volver a casa: no pases más por esa calle.