Índice de contenido
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
I. GERMÁN
II. EN VIAJE AL NEUQUÉN
III. ZAPALA
IV. TIPOS Y AMBIENTES ZAPALINOS
V. TIERRA ADENTRO. RUMBO AL SUR
VI. HACIA SAÑI-CÓ
VII. SAÑI-CÓ. PERIPECIAS
VIII. LOS ARAUCANOS. BREVE RESEÑA HISTÓRICA. COSTUMBRES. RITOS
Arauco. Posición geográfica. Reseña histórica
Raza. Costumbres. Fortaleza física. El mal del parto
Idioma. Canciones. Fiestas. Instrumentos
Costumbres pre-coloniales. Metodos de vida. Vivienda. Enfermedades
Alimentación. Armas. Utensilios. Embarcaciones
Organización social. Caciques. Toquis. Hechicerías. Supersticiones y creencias. Quipos
Matrimonio. Muerte y Herencia
Oreste Antonio I.
Costumbres y hábitos post-colombianos. Signos de inteligencia en los araucanos
IX. LOS PUELCHES O ARAUCANOS DEL NEUQUÉN. SU INCORPORACIÓN A LA CIVILIZACIÓN. SU SITUACIÓN DE INFERIORIDAD… SU DESPOJO Y PERSECUCIÓN COMO RAZA RÉPROBA, NO OBSTANTE SUS VIRTUDES
X. KAMARUKO
XI. MÁS DE LA VIDA DE GERMÁN EN SAÑI-CÓ. GERMÁN AMANUENSE DEL JUEZ DE PAZ. UNA BODA. 25 DE MAYO DE 1916. EVASIÓN DE LOS PRESOS DEL NEUQUÉN
XII. LA VUELTA DE GERMÁN A BUENOS AIRES
XIII. EN BUENOS AIRES
SEGUNDA PARTE EL HECHIZO DE LA PATAGONIA
I. GERMÁN VA AL CHUBUT
II. EN VIAJE
III. GERMÁN EN CHICHIGUAU
IV. HACIA BUENOS AIRES
V. OTRA VEZ EN BUENOS AIRES. MARGARITA. BENICIO
VI. GERMÁN CONTINÚA CESANTE
TERCERA PARTE LA RUTA DE LA ESPERANZA
I. ACTITUD HERÓICA
II. HACIA CHOS MALAL
III. CHOS MALAL
IV. GERMÁN ABANDONA CHOS MALAL
V. EL CHINGUE Y ANDACOLLO
VI. HACIA LA CAPITAL FEDERAL
VII. OTRA VEZ EN BUENOS AIRES
VIII. DEPARTAMENTO DE MINAS
IX. BARBARCÓ. TIPOS. COSTUMBRES PECULIARES Y CARACTERÍSTICAS PROPIAS
X. 11 DE OCTUBRE DE 1918. INAUGURACIÓN DE LA CASA DE GERMÁN
XI. GERMÁN Y SU BOLICHE. LUISA
XII. GERMÁN Y «SU» ARAUCANIA. EPISODIOS. VIAJES. NÚMEROS Y LETRAS AL 50%
XIII. PROBLEMAS, NECESIDADES Y RIQUEZAS DE LA ZONA
XIV. LA TRILLA
XV. UN ENTIERRO. TRISTE NUEVA
XVI. EL INVIERNO EN BARBARCÓ. GERMÁN Y SUS LECTURAS. LOS EXTRAÑOS CARTEROS INVERNALES. MISERIA
XVII. BALANCE SATISFACTORIO
XVIII. LAS CANDELAS. CARRERAS Y REUNIÓN EN BARBARCÓ
XIX. ASALTO A MANO ARMADA
XX. PERSECUCIÓN DE LOS BANDOLEROS
XXI. RUMBO A BUENOS AIRES
XXII. GERMÁN EN BUENOS AIRES
CUARTA PARTE LUCHA DE SENTIMIENTOS
I. GERMÁN CAÍDO
II. EXTRAÑA PROPOSICIÓN
III. BUTA RANQUIL
IV. DESEQUILIBRIO ENTRE LOS NÚMEROS Y LAS LETRAS. GERMÁN, HOMBRE OPULENTO. FAMILIA
V. GERMÁN EN BUENOS AIRES. AMARGAS REFLEXIONES
IMÁGENES Y LOCALIZACIÓN GEOGRÁFICA
SOBRE EL AUTOR
CRÉDITOS

 

Ignacio Prieto del Egido

La novela de la

Patagonia

VIAJES Y AVENTURAS AUSTRALES HACIA 1.920

42 Links

Hay obras que merecen perdurar, como por ejemplo ésta que tiene entre sus manos. En 42 Links Ediciones Digitales tratamos cada título con esmero y respeto, como si viesen la luz por primera vez, siguiendo un cuidado proceso de edición digital. Recuperamos para ellos las infinitas opciones de unas tecnologías que parecían estar destinadas a no alcanzar.

PRÓLOGO

La novela de la Patagonia fue publicada a finales de 1938, en Buenos Aires, por la entonces famosa Editorial SER, hoy desaparecida. Con un cierto carácter autobiográfico, narra las vivencias de su autor, durante los 20 años que pasó en Patagonia, divididas en lo que él llama «mis viajes», que fueron cinco, siendo el último de doce años.

Ignacio Prieto del Egido, el autor, en la Dedicatoria de su obra, exclama : «Para los obscuros e ignorados pobladores de tierra adentro; para los anónimos forjadores de la riqueza argentina; para los gauchos criollos, hermanos de raza y de penurias de los Santos Vega, los Martín Fierro y los Segundo Sombra que, en los apartados lugares del país, abnegada y pacientemente, labran como nadie la grandeza y prosperidad de la patria».

El prologuista de aquella primera edición de 1938, Julio R. Barcos, ensalza la creación literaria auténtica describiéndola como «una novela objetiva del medio telúrico como espectáculo antitético al de la ciudad. Y la aclimatación sicológica del poblador urbano que llega como avanzada de la civilización nacional».

Quien firma el prólogo de esta segunda edición, es sobrina carnal del autor y por ello no puede sustraerse a la evocación de los recuerdos personales del entorno familiar que ha rodeado a ambos, tío y sobrina.

Conocí a mi tío Ignacio en el verano de 1952, en Astorga, en la primera y única vez que visitó España. Tenía 57 años y hacía 38 que había «cruzado el charco» hacia Argentina. Era yo muy niña pero pude percibir que su estancia era algo muy especial para la familia de mi madre. Un regreso triste, porque ya faltaban sus padres y dos hermanas. Y sobre todo porque las ideas progresistas de Ignacio no entonaban bien con el cerrado ambiente político y social imperante en España en aquella época.

Corría el año 1914 cuando Ignacio Prieto del Egido decide abandonar con 19 años, su hogar, su familia y su mundo en Astorga. Antes de ser llamado a cumplir el servicio militar —ante la perspectiva de acabar combatiendo en la guerra colonial de Marruecos— emigra a una nación próspera y lejana, Argentina, a la que le unen ciertos vínculos familiares, en busca de un futuro mejor. Huye, quizás también, de una crisis general, política, social, económica y probablemente personal. Una crisis colectiva que llevará a la vieja Europa a una guerra espantosa de dimensión mundial, hasta entonces desconocida. Y por entonces, Argentina necesitaba europeos que poblaran sus tierras vacías y para ello, entre 1880 y 1930, su Gobierno apoyaba los desplazamientos migratorios, subvencionando los pasajes desde el viejo continente hacia el Cono Sur.

Mi encuentro con tío Ignacio tuvo lugar en la gran casa familiar de la Plaza Mayor de Astorga, que durante 30 años albergó el Consulado de Argentina en la Maragatería, y en cuyo balcón ondeaba orgullosa la bandera blanquiazul. Cuantas veces, en mi niñez, «volé» con mi imaginación, hacia aquel país rico y lejano que despertaba en mi querencias y emociones especiales.

Debido al cargo Consular de su tío político, Santiago Alonso Criado, Ingeniero de Caminos que había trabajado en la medición del Gran Chaco e indiano regresado de América, la nación argentina era muy estimada por la familia del Egido. Sabíamos de la presencia de nuestros familiares en Buenos Aires y Santa Fe. También en Montevideo. Por ello, la oportunidad de conocer personalmente a un pariente argentino fue muy importante para mí. ¡Precisamente era mi tío y además era escritor!. Recibí entonces de sus manos, el regalo de dos ejemplares de su 'Novela de la Patagonia' que, dada mi edad, me fue imposible leer entonces.

Tío Ignacio falleció en 1966 y yo visité Buenos Aires treinta años más tarde, en 1997. Fue un viaje sentimental, en el que aún desconocía mucho lo que hoy en día sé sobre mi familia argentina. Volviendo a leer la Novela, me enamoré en la distancia de aquellas tierras y entendí el espíritu aventurero de mi tío y su afán por escribir. Escribir era su vida, porque como varias veces afirma de Germán, protagonista de la obra y alter ego de Ignacio, en su obra «… amaba las letras, sentía pasión por la literatura, pero tenía que dedicarse a los números».

Recientemente jubilada de mi docencia universitaria, mi tiempo libre me ha permitido volver con más detalle sobre este libro, leído hace ya muchos años, aunque casi olvidado en los anaqueles de mi biblioteca. Su lectura me atrapó por completo, mucho más que la primera vez, e hizo resurgir en mí aquellos recuerdos singulares.

Esta es una de las razones del patrocinio de la segunda edición de esta novela patagónica.

Fue a raíz de la relectura activa de la obra principal, cuando me propuse indagar en la historia argentina de mi familia materna y especialmente en la de mi tío Ignacio. Por mi oficio universitario, la investigación histórica ha sido una de mis tareas y es hoy uno de mis placeres. Y es precisamente «La novela de la Patagonia» el hilo conductor de esta actual investigación familiar. A través de su realidad y ficción, se muestra una historia, una vida, un tiempo y unas circunstancias que enmarcan la epopeya de un emigrante español, que se busca la vida en aquella, entonces, inhóspita región argentina.

En 2014 se cumplieron 100 años de la llegada de Ignacio a Buenos Aires. Creo, por tanto, que es una ocasión de oro para reeditar la obramos importante. Juzgo también de justicia, dedicar a su recuerdo este trabajo de recuperación de su memoria histórica. Cuando, además, su sobrina ama tanto las letras y los viajes como el autor de esta novela.

No es tarea fácil prologar la obra de un autor, con el que nos unen profundas vinculaciones sentimentales; cabe la posibilidad de exagerar los elogios y quizás con ello desvirtuar la visión de la obra. Por eso he preferido que sea una gran amiga, experta en Literatura, la catedrática Carmen Casado, quien nos acerque a través de sus Comentarios, a un somero análisis de esta obra.

Nos explica la doctora Casado que «esta es una novela acorde con el contexto literario de la primera mitad del siglo XX, aunque sin renunciar a su espíritu romántico, como se explica en lla introducción, en la que nos presenta a Germán, el protagonista del relato y alter—ego del autor en su búsqueda del ideal de alcanzar el éxito como escritor.»

Pero es, ante todo, continúa «el contacto con los indígenas lo que vertebra la simbiosis entre la tierra y sus habitantes, así como la toma de contacto de Germán con su nueva realidad. No podía faltar la reflexión de tipo social, tan inseparable de la novela de estos años. Su curiosidad le lleva a fijarse en las diferentes etnias que pueblan la región, pero le atrae, de modo especial, el mundo de los araucanos. Aprende su lengua y sus costumbres: El carácter de Germán se va afirmando a medida que su comunión con la tierra se va consolidando. Esa unión dará sus frutos en la personalidad del joven, y el más notorio será el sentimiento de libertad».

«La novela está escrita en tercera persona con un autor omnisciente que ofrece continuamente el punto de vista del personaje como su alter—ego. El interés del autor se focaliza en dos vertientes: una, puramente costumbrista y, otra, de carácter psicológico, primando la primera hasta tal punto que podría decirse que Germán no es sino el soporte o recurso del autor para potenciar su intención de dar a conocer la Patagonia, en un momento histórico en el que aquella región remota, se encuentra en tránsito hacia una etapa más moderna, pero también perdiendo los encantos de aquella situación ante—histórica».

Y continua… «En un espíritu romántico como el suyo, era lógico que la imponente naturaleza de la Patagonia en estado puro y salvaje le produjera un fuerte impacto. Lo mismo le ocurre con los indígenas. Idealiza su mundo en la línea del «buen salvaje al oponerlo a la mezquindad del hombre blanco, en la misma línea de la novela Raza de bronce, del boliviano Alcides Arguedas de quien arranca el indigenismo andino. Como he indicado, en esa continua exaltación de la Patagonia, abundan los comentarios que podrían calificarse como de tipo «social», al constatar las abismales diferencias entre la vida urbana y la vida de los araucanos, pero es claro que el propósito del autor no es reivindicativo, sino que parece que esos comentarios potencian la exaltación del indígena al aparecer como víctimas inocentes del poder centralista».

Para concluir: «podemos decir que el autor antepone la eficacia a la retórica y sus dotes como escritor alcanzan sus mejores momentos en las descripciones de la Patagonia, la viveza en la pintura de ambientes o los retratos de personajes secundarios que animan aquellas descripciones. La estructura externa está bien cuidada, manteniendo en todo momento esa dualidad entre campo y ciudad, así como entre amor ideal y amor carnal y, presidiendo esa dualidad, la profunda herida interior de Germán resultante de contraponer su vida soñada a su vida real».

En resumen, una novela muy interesante, producto de su tiempo y exponente del «sueño americano». En este caso, un sueño americano al sur profundo del continente.


Bilbao, Marzo de 2015

Dra. Julia Gómez Prieto

Profesora Emérita

Universidad de Deusto

PRIMERA PARTE

I. GERMÁN

Tocinudo y sanguíneo, de voluminoso continente, Abraham, el contador, solía acompañar a su tosquedad física con el gesto duro y la represión severa. Su irascibilidad corría pareja con su petulancia y acostumbraba a volcar su encono, como una carga ponzoñosa, sobre Germán.

—¡No sea insolente, amigo! ­—rugía el contador.

—¡Más insolente es usted! —replicaba Germán.

—¡Usted es mi subordinado y debe respetarme!

—¡Yo no respeto a quien no me respeta!…

Discusiones parecidas eran frecuentes entre el contador y el tenedor de libros del Banco Mercantil. Pero esta disputa había excedido a todas en violencia, lo que ocasionó la renuncia de Germán a su empleo bancario. Germán amaba las letras, sentía pasión por la literatura, pero tenía que dedicarse a los números.

Antes que nada había que ganarse el sustento; sabía, sin embargo, que más tarde o más temprano, alcanzaría la gloria; con ella soñaba; por ella vivía esperanzado. ¡Tan seguro estaba de sí mismo; tan grande era su vocación; tan íntimo su fervor, tan inquebrantable su voluntad¡…

Pero, Germán, que amaba las letras, tenía que dedicarse a los números. Era tenedor de libros en el Banco Mercantil. Estaba entregado durante nueve o diez horas, diariamente, a la abrumadora tarea de llenar columnas y más columnas de los frígidos libros bancarios, de números interminables, agobiadores, antipáticos… y Germán, necesariamente dedicado a esa labor infructuosa para él y tan poco en consonancia con sus ambiciones de fama y de renombre y con su temperamento artístico, tenía constantemente fijo en la literatura su pensamiento, mientras de una manera casi mecánica pasaba al mayor las partidas del diario o redactaba asientos y anotaciones en los distintos libros a su cargo.

Se alimentaba de esperanzas y hermoseaba las horas lentas y plúmbeas de su empleo con sus sueños rosados de triunfo en las letras. Llevaba tres años en el Banco Mercantil. Había seguido estudios comerciales y poseía el título de Perito Mercantil.

No sentía inclinación al dinero, pero lo deseaba, lo necesitaba para conquistar su independencia. ¡Para alcanzar el glorioso privilegio de ser dueño de su tiempo, de cultivar las inclinaciones de su espíritu!. Y, a pesar de estar su camino sembrado de ingratitudes y amarguras, marchaba siempre nuestro Germán con la esperanza a su lado, alentándole y con la visión de la gloria siempre en su mente, seduciéndole…

Había entrado en el Banco por una recomendación conseguida para el gerente. Ello le valió la animadversión del contador que pretendía llenar la vacante con un amigo suyo. Y el contador, un tal Abraham Moisés, se encargó de amargar en lo posible la vida de Germán. Lo recargaba de trabajo; le hacía hacer las cosas diez veces a fin de cansarlo; le hacía inmotivadas reconvenciones a cada paso, mientras era tolerante con todos los demás empleados.

—¡Hay que activar, hay que activar! —berreaba Abraham a cada paso.

—Ya activo, señor. Yo no puedo hacer más, —replicábale Germán.

—Usted lo que tiene que hacer, —proseguía el contador— es dejarse de publicar versitos y dedicar todas sus energías al empleo.

Y Germán, herido en su amor propio, exclamaba:

—En las horas de empleo trabajo bastante, hasta demasiado comparado con lo que hacen los demás; y fuera del empleo, creo que podré hacer lo que más me convenga.

—No sea soberbio! —gruñía Abraham.

—¡No soy todo lo que debiera! —contestaba Germán.

Y todos los días lo mismo.

Y así durante tres años…

******

Cansado de soportar las majaderías del contador, Germán, abandonaba el Banco Mercantil para dejarse arrastrar por el torrente de la vida…

Germán era uno de esos muchachos de vida atormentada, cuya desgraciada adolescencia había influido quizás para siempre en su espíritu predispuesto a la taciturnidad. A sus veinte años había pasado ya tantas calamidades como cualquier hombre de cuarenta.

Huérfano de padre desde niño, perdió, siendo adolescente, a su madre, por quien sentía inmenso cariño. Fue éste el golpe más terrible de su vida; el que más mella había producido en su carácter, el que le hizo perder, temporariamente, la fe y el ánimo para la lucha y hasta en cierto modo el apego y el amor a la vida. Jamás se consoló de tal pérdida, y su temperamento sentimental le hacía enternecer cada vez que recordaba a aquella mujer para él tres veces santa, que le había llevado en sus entrañas.

Pero, si no del todo, fue parcialmente, lentamente, serenándose su espíritu con el alivio que siempre procura el rodar de los días, y aceptó con cierta resignación y filosofía el golpe cruel que habíale lacerado el corazón. Huérfano como era, sin bienes materiales con qué vivir, tuvo que arremangarse desde joven para la lucha por la vida. Pero tenía en su favor sus veinte años, su experiencia que había madurado su espíritu, y por si eso fuera poco, su talento, que en realidad lo tenía, y su gran afición a la literatura, que le servía como paliativo, como bálsamo para todas sus contrariedades. Tan era así, que en cierta ocasión escribía de este modo a un su amigo de Buenos Aires, desde el interior del país:

«¡Ah, amigo mío! Sin la literatura que me deleita, sin estos libros benditos, que, cuando los abro ante mí me hacen olvidar del mundo que me circunda y del lugar del planeta en que me hallo, yo no hubiera podido soportar esta vida, que por cada ilusión tiene cien desengaños y por cada goce mil torturas. Es la lectura lo único que me ayuda a soportar esta soledad deprimente. Y es el cultivo de las letras, por ser la vocación de mi espíritu y por el mayor o menor renombre que con ellas podamos alcanzar, lo que me anima a vivir a luchar, a esperar —con ese heroísmo que tiene siempre la espera— días más propicios y venturosos que los que me tocan vivir…»

Estaba pues, Germán, solo, podía decirse, en el mundo, ya que no tenía padres y sus parientes eran doblemente lejanos, por el grado de parentesco que los unía y por la considerable distancia que los separaba. Tenía pues, que habérselas cara a cara con la vida; luchar brazo a brazo con el porvenir, sin el calor del hogar, sin el aliciente de los familiares. Colocado en la actitud del gladiador en medio de la populosa ciudad de Buenos Aires, había de forcejear con el destino como un toro de lidia, embistiendo decidido y aceptando cualquier situación que se presentase.

Pero no carguemos las tintas, que no era absoluta su soledad y desamparo. Germán tenía amigos, buenos amigos; y ya sabemos lo que vale y a lo que sabe una mano que se tiende cordial en un momento difícil de nuestra vida. Así pues, con las armas no poco envidiables, ciertamente, de su juventud, su inteligencia cultivada y con el incentivo de su fe en la gloria literaria, con que soñaba constantemente y que era como una estrella polar que lo guiara en su marcha por la vida y le señalase la meta luminosa de su destino, Germán decidió librar batalla y conquistar el mundo.

«Tengo veinte años, —decía—. Voy a trabajar desaforadamente durante diez años. Tendré treinta. Si me interno en el interior del país, podré en diez años hacer una fortunita, y a los treinta tendré, pues, algún dinero que me permita destinar todo mi tiempo a escribir. Y seré un hombre feliz; feliz porque trabajaré en aquello que me atrae, me seduce, me encanta: el ejercicio de las bellas letras…»

Y se dispuso a desarrollar su plan.

Unos comerciantes mayoristas conocidos suyos le proporcionaron un empleo en una casa de ramos generales del Neuquén. Preparó sus bártulos y partió.

Partió… pero no sin antes dejar en manos de un amigo íntimo, un poema titulado “Adiós a Buenos Aires”, escrito con lágrimas, en el que se despedía de la populosa capital, de sus mujeres, de sus bellezas, con el mismo dejo de amargura de quien va a suicidarse; rememorando al par las aventuras y desventuras, los días felices y los días desdichados, vividos en el seno de la gran ciudad.

II. EN VIAJE AL NEUQUÉN

Mientras el tren trepidaba devorándose kilómetros, Germán, con los ojos indiferentes, puestos en el paisaje que se renovaba, soñaba despierto; soñaba en la aventura acometida y en su resultado probable; en el Buenos Aires que se iba alejando a sus espaldas; en el punto de destino, lejano y misterioso, que había de depararle, sin duda, infinidad de sorpresas, y donde, ¡quien sabe!, tal vez le esperase un fin trágico o una desaparición prematura, que no le diese tiempo a labrar su prestigio literario con que pensaba a cada instante.

A las seis y media de la tarde salió el tren de Buenos Aires, y en las primeras horas de la mañana llegaba a Bahía Blanca, donde Germán hizo transbordo al tren, que desde ese punto, parte para Zapala, meta de su viaje. A partir de Bahía Blanca, cambiaban las características del viaje; los paisajes eran más áridos y monótonos; la indumentaria de los pasajeros variaba también, la mayoría de ellos usaban bombachas o «breechs» y botas de montar o polainas, entrando en juego los ponchos.

Germán iba a Zapala como contador de una casa importante. Los comerciantes de Buenos Aires que le consiguieron el empleo le decían: «Vete al Neuquén, trabaja cuanto puedas y no te preocupes del sueldo; ya premiarán tu labor los patrones». Así era como Germán iba al Neuquén sin saber siquiera qué sueldo ganaría. Lo único que sabía es que tenía que trabajar como un camello, lejos del mundo y de la civilización.

El tren avanzaba por un paisaje uniforme; una pampa sin límites, sumamente arenosa, carente de vegetación. Filtrábase la arena por los intersticios de las ventanillas del convoy, enharinando la ropa de los viajeros. El paisaje se deslizaba siempre igual, sin montículos, sin arboledas.

En el compartimento de Germán, iban dos pasajeros más. Uno que subió en Bahía Blanca, con traje de campo; botas, bombachas, chambergo y un ponchito delgado arrollado al cuello. Era viejo poblador del Neuquén, radicado en Paso Limay, y se dirigía a Neuquén para de allí seguir `por la línea de automóviles a sus pagos. El otro era un señor bajo y regordete, muy acicalado, pulcramente vestido, que cuidaba las maneras y la conversación. Se apellidaba Villa e iba con una recomendación del Ministerio del Interior para ingresar en la policía neuqueniana.

El de Paso Limay, que era español y se apellidaba García, dijo así a Villa, cuando supo que éste iba para ingresar en la policía:

—¿A Neuquén y para la policía? ¡Bah, bah!, mejor que se vuelva, señor, si se estima en algo. Los polizontes de estas regiones no son más que bandidos disciplinados. ¡Dios nos libre! Yo tengo en la cabecera de mi cama dos winchesters de doce tiros: uno para los bandidos y otro para la policía.

—Pero, señor, no serán todos malos. Algunos habrá que tengan sensibilidad, sentimientos, honestidad, —contestó Villa, a quien sonrojaron tales manifestaciones.

—¡Quite para allá! —continuó el español que no tenía pelos en la lengua. Si alguno bueno viene, se hace malo enseguida. ¡Son todos una manga de coimeros y abusadores! ¡Sí los conoceré yo!

Y cuando supo que Germán se dirigía a Zapala, como tenedor de libros, exclamó:

—Es un pueblo sin agua y la poca que tiene es salobre como un demonio. ¡Zapala! ¡Buena porquería! Hay un viento que no deja vivir. ¡Y usted venirse de Buenos Aires a vivir entre las piedras, a enterrarse en vida! ¡Qué desatino! Total aquí nunca va a conseguir más que ganar un sueldito haciendo una vida de sacrificios y privaciones. Y para eso ¿no le parece que es mejor quedarse en Buenos Aires, donde hay de todo, donde se vive por lo menos?

A Germán no le sentaron muy bien estas frases, pero no las tomó muy al pié de la letra por haber observado en el señor García un cierto pesimismo o un cierto desencanto.

Germán replicó:

—¿Y cómo es que teniendo tan mala opinión de estos sitios y estas gentes, vive usted aquí?

—¡Ah, porque a mí me ha sucedido lo que a tantos, que pensando hacer fácil fortuna para irse al cabo de unos pocos años, nos hemos atado de pies y manos! Empieza usted a juntar unos pesitos; compra algunos animales, luego una lonja de tierra, hace una casita, se casa, tiene hijos… y ya está usted imposibilitado para dejar esto, porque ¿qué va a hacer usted? Si vende lo que tiene no saca más que cuatro pesos. ¿Y a dónde va con cuatro pesos y un familión? No hay más remedio que seguir cuidando animales y tirar para adelante.

Cuando uno comete el error de venir, de salirse del mundo, tiene que jorobarse y cinchar, amigazo.

Cuando se va de culo al barro, hay que chapalear en él. Germán meditó mucho las palabras del español, pero pensó que él no estaba en el mismo caso. El era de otra condición, él era estudioso y se llevaba un baúl con libros. Cultivaría su espíritu aún en el desierto y no se dejaría dominar por el ambiente. El español no parecía sino un amargado.

El frío era intenso. Los pasajeros se paseaban por los pasillos de los coches y zapateaban para entrar en calor. Los pies se helaban en un tren tan desprovisto de calefacción. En Neuquén, descendieron García y Villa. Germán continuó solo a Zapala.

Germán se había imaginado a Zapala como una estación entablada en la falda de una montaña, entre grandes peñascos, por donde morarían y harían de las suyas, numerosos indígenas, que él suponía desnudos, armados de arcos y flechas y adornados con plumas. Es decir, la misma idea que la generalidad de los bonaerenses tenían de los indios patagónicos.

Iba sumido en tales pensamientos, ideando a su modo aquellos parajes cordilleranos y aquellas gentes que los poblaban, mientras el tren se acercaba con relativa velocidad al término del viaje. Al llegar a Ramón Castro, la estación anterior a Zapala, el tren se detuvo largo rato. Germán vio hacer maniobras, desenganchar vagones de carga, y preguntó al guarda del tren por qué tal demora y tal simplificación del convoy, que quedó reducido a la máquina y dos coches de pasajeros. El guarda puso en antecedentes a Germán:

—Es que hoy hay mucho viento en Zapala y si no aligeramos el tren no podemos entrar.

—¿Tan bravo es el viento allí?

—Ya lo verá. Con decirle que ha volteado casas de ladrillo y que en cuanto los peones de la estación se descuidan y dejan abiertas las puertas de los vagones vacíos, el viento los vuelca enseguida, está dicho todo.

Germán iba atando cabos y dándose cuenta del lugar a donde se dirigía.

A medio día entraba en Zapala el tren. Lo primero que Germán vio, al asomarse por la ventanilla fue un guanaco. Atisbó curioso para distinguir alguna manada de esos animales y a los indios con lanzas y flechas, pero no los divisó por parte alguna. Vio, si, gente ataviada al estilo civilizado, casi todos con un gorro de lana —pasamontañas, como le llamaban, en vez de sombrero.

Echó pié a tierra y recibió los azotes de un viento huracanado, que silbaba enfurecido, y que lo hizo trastabillar. Y después de informarse donde quedaba la casa a la que iba destinado como empleado, se echó a andar, trabajosamente, con una valija de la mano. Iba agachado, sosteniendo el sombrero por el ala con la mano izquierda, con los ojos apenas entreabiertos, luchando, con una pronunciada inclinación del cuerpo, contra aquel viento terrible, que hacía volar las piedritas de aquel suelo arenoso, lanzándolas como proyectiles. En el camino se encontró con otro guanaco, del que se alejó, pues sabía que escupían con fuerza, pero el guanaco lo dejó pasar sin darse por aludido.

Tambaleándose como un borracho, llegó, por fin, a la casa buscada.

III. ZAPALA

Zapala, estación terminal del ferrocarril sur, distaba mil quinientos kilómetros de Buenos Aires y estaba enclavado, este pueblo en formación, en una pequeña planicie circundada por cerros de escasa elevación, advirtiéndose más a la distancia, imponentes cordilleras en cuyas cúspides, que besaban las nubes, brillaba la nieve sempiterna.

Era en el mes de mayo de 1915. Cuando Germán llegó a la casa de la que sería empleado a partir de ese día, el patrón, un italiano de estatura mediana, de excelente fondo, que usaba poblado bigote de largas guías, concedió a Germán asueto esa tarde para que recorriera el pueblo y descansase del viaje.

En verdad que el pueblo no tenía mucho que recorrer y que el viento endemoniado que bufaba por aquellas calles, invitaba muy poco a pasear. Pero si aquel viento había que soportarlo diariamente, bueno era irse acostumbrando. Y Germán se largó a la calle decidido.

En lucha franca con el huracán, fue aquí y allá conociendo aquel pueblo en gestación del que estaban delineadas sus calles, aunque no edificadas sino casi exclusivamente en las equinas. La vía férrea dividía a Zapala en dos mitades. De un lado las dos casas de negocio más importantes, el hotel, la botica, el correo y la comisaría; del otro, unos boliches, todos pertenecientes a turcos y rusos. Pudo observar Germán que de las treinta o cuarenta casas que formaban el pueblo, todas eran comercios, menos el correo, la comisaría y la estación. Es decir, tal vez hagamos mal en excluir la comisaría, pues aquella, como casi todas las comisarías de campaña, no era ni más ni menos que un mostrador.

Pronto supo Germán que aquel era un pueblo consignatario por excelencia, y que por ser estación del ferrocarril, acudían a él los hacendados de la región, trayendo sus animales y sus frutos del país, dándole vida comercial. Por el pueblo, paseándose a sus anchas, encontró Germán al guanaco que viera al llegar, que estaba domesticado y vivía libre entre las gentes, sin escupir a nadie que no le molestase.

En la parte sur del pueblo, el barrio turco, vio Germán una casa que estaba en construcción y que aquel célebre viento zapalino había reducido a escombros antes de terminarse. Y al pasar por la estación divisó, así mismo, un vagón volcado, sin duda por aquel viento terrible, que, según oyó, nunca dejaba de soplar.

—¡Uf, aquí el día que no hay viento es fiesta! —le dijo un empleado de la estación.

Con los datos que recogió en la casa al llegar y lo que vio y oyó Germán en su paseo, pudo formarse una idea mas o menos exacta de lo que era Zapala y desvanecer sus erróneas creencias con respecto al peligro de los indios. Era Zapala, por el contrario, un pueblo tranquilo, donde nunca había robos ni crímenes.

IV. TIPOS Y AMBIENTES ZAPALINOS

Zapala era ante todo un pueblo cosmopolita, donde, por ser «punta rieles», acampaban gentes de todas las razas. Estas estaciones terminales de ferrocarril suelen tener mucha vida y progresar con relativa celeridad. Había pues, ciudadanos de todos los rincones del mundo, abundando el elemento israelita y turco. Casi todos los habitantes de aquel entonces eran de una cultura inferior.

Entre los tipos más caracterizados y de significación, figuraban el panadero Belloni, muy pagado de sí, pero buen elemento para organizar francachelas y distraer un tanto el aburrimiento. El boticario, muchacho joven, idóneo de farmacia, que había instalado en un ranchito su expendio de drogas y que era uno de los pocos hombres expertos de Zapala que se permitía el lujo de vivir con una compañera. El herrero Pinelli, de una dentadura recia, sólo comparable a la del turco Bana, con la que torcía clavos y mascaba vidrios. Solía también curarse el dolor de muelas aplicándose en la muela cariada un fierro caliente.

Digno de mención es también Schacht, carpintero alemán que trabajaba en el taller de carros de Pinelli y que además de carpintero era atleta y músico intuitivo. Hacía maravillas con la armónica y con unas botellas colgadas y graduadas con agua, emitiendo cada cual al golpearlas con un corcho una nota distinta, formando escala, permitiendo la ejecución de piezas.

El turco Bana, fuerte como comerciante y más fuerte aún físicamente considerado. Era el más fortacho del pueblo para levantar pesos con los dientes y tenía muchas originalidades como comerciante. Nunca llevaba libros y para no gastar en comisiones de giros, mandaba el dinero a Buenos Aires en billetes de banco, casi siempre de a un peso, por encomienda ferroviaria, envolviendo a veces sumas de consideración en arpilleras y bolsas viejas.

Otro tipo interesante era el jefe de la estación, hombre de cabeza un poco desproporcionada, grande, que tenía el mérito de ser un segundo Inaudi. Este hombre era un portento para hacer sumas. Solían llamarlo los comerciantes en la época de sus balances para revisar las sumas de sus planillas. No sumaba columna por columna, como hacemos todos, sino que arrastraba cantidades de tres o cuatro cifras, sumando todo de golpe, como una verdadera máquina, equivocándose rara vez.

Estaba también el médico, un médico español titulado en la península, bajo, regordete, pero simpático y de talento. Pero nadie, más popular en Zapala que «la Celia», mujer gorda y grande, que era la única meretriz del pueblo y que solía ir de boliche en boliche ingurgitando copetines y vomitando obscenidades. Era la que abastecía el pueblo de amor y de caricias.

Zapala era, por lo demás, un pueblo sin mujeres, y este era su aspecto más antipático. Casi todos sus habitantes eran hombres, solteros en su mayoría, que habían acudido al pueblo recién fundado a labrarse porvenir. No había sino pocas familias y tan solo tres o cuatro muchachas en edad de merecer. No había pues, fiestas ni bailes, ni espectáculos de ninguna clase. Tampoco había iglesia ni escuela. Faltaba, así mismo, la luz eléctrica. La vida era, por lo tanto, monótona y rudimentaria. Nadie se preocupaba allí del arte o de la ciencia, de política o de literatura. Aquellas gentes sólo se ocupaban de cueros, de vacas, de precios de frutos, de mercaderías y de fletes.

A Germán le entristeció la mezquindad de aquel ambiente. ¡Qué desencanto para su alma ansiosa la de aquel ambiente tan saturado y empequeñecido! Aquel trasplante, aquel cambio tan brusco de Buenos Aires a Zapala, constreñía su corazoncito de artista. Pero se reanimaba al imaginarse un próximo y floreciente futuro económico que le permitiría vivir en los grandes centros de cultura y civilización, radicarse, por fin, donde mejor le conviniere. Había, pues, que aceptarlo todo y cinchar. Por lo demás, Germán, tenía más de apóstol que de epicúreo y sabía sufrirlo todo con verdadero estoicismo. Era el sacrificio por el ideal; era el ir por camino de espinas hacia las flores; el transitar envuelto en sombras para alcanzar la luz deslumbradora…

Los días transcurrían pesando como losas en el espíritu de Germán, que sin poder evitarlo, caía a veces en el sopor y en el abatimiento. Pensaba en aquella vida de trabajo sin aliciente de ninguna clase. En aquel clima crudísimo, aquella agua salobre, aquella tierra estéril, sin árboles, aquel viento satánico. Sería difícil dar con un rincón de la Argentina en que el ambiente fuese más hostil. Y a ello sumaba Germán la falta de gente culta y la carencia de libros y publicaciones. Vivía aislado de todos, encerrado en el dormitorio, con sus lecturas, en los escasos momentos de ocio, y en el escritorio con la contabilidad, en las horas de trabajo. No veía claro el porvenir desde aquel ángulo visual. Por otra parte ni podía apreciar los resultados de sus sacrificios, ya que ignoraba hasta el sueldo que se le asignaría.

Todo esto unido al abuso del café negro, al trabajo de escritorio y a la falta absoluta de distracción, lo enfermó. Se sintió neurótico, irritable, con dolores de cabeza, mareos, palpitaciones. Se quedó un día en cama. Se llamó al médico. El patrón le instó a que guardase cama unos días o que abandonase por unos días el escritorio; pero Germán, pensando en que su trabajo se atrasaría, se acumularía, ya que nadie lo haría en su ausencia, optó por seguir en su puesto. No tenía ni derecho a enfermarse.

El fondero le recomendaba unos remedios caseros para su mal. Entre otras cosas ponerse un ladrillo caliente sobre el corazón, para combatir las palpitaciones, pero Germán consideró todas estas prescripciones, demasiado primitivas e ingenuas y las rechazó de plano. El médico tranquilizó a Germán, quien tenía una cierta preocupación por aquellas palpitaciones.

­—No es nada, amigo —sentenció el galeno. Son palpitaciones de origen nervioso.

El corazón sólo se enferma cuando uno es viejo o alcoholista o tiene alguna tara de índole sifilítica. Su corazón está sano. Son sus nervios que están debilitados por el trabajo de escritorio y la deficiente alimentación. Aliméntese, distráigase, despreocúpese. Tome leche, huevos y un tónico que le voy a recetar.

—¡Leche, huevos! —repitió Germán. ¿Olvida usted que esos son artículos de lujo en este pueblo?

—Huevos se pueden conseguir; y en cuanto a la leche, tome de esa condensada que viene en tarros. El café puro no le conviene.

—Hay muchas cosas que no me convienen. ¿No cree Ud. que tiene su parte de culpa esta forzosa abstinencia sexual en que uno vive en este pueblo bendito?

—Sin duda. Cuando un órgano cualquiera funciona de un modo irregular, de más o de menos, origina trastornos. La extralimitación sexual, como su excesiva abstención, conducen por igual al histerismo, que es un mal eminentemente nervioso.

—¡Ahí debe estar la madre del borrego! —replicó Germán, que a fuerza de rozarse con aquellas gentes iba aprendiendo frases parecidas.

Y agregó luego:

—Bueno doctor; quiere decir que lo que yo necesito para reponerme es abandonar este dichoso pueblo.

—Claro que un cambio de clima le vendría bien…

—¡Un cambio de clima y de vida y de piel! Voy a tener que decidirme.

—¿Piensa dejar su empleo e irse?

—Si; entre esto y Buenos Aires, no hay lugar a dudas.

—Tal vez aquí tuviese más porvenir.

—¡Quién sabe! Nunca sabe uno donde está el porvenir.

Germán manifestó a su patrón el propósito de irse de Zapala. Y unos días más tarde se le propuso un puesto análogo en Sañi—Có, en una casa perteneciente a los mismos patrones, situada en aquel paraje que distaba de Zapala cuarenta y cinco leguas al sur, en pleno campo. A Germán le pareció un insulto tal proposición, pero sin rechazarlo del todo, pidió unos días para pensarlo. Se informó del paraje por personas que lo conocían y todos le animaban, pues le hablaban de abundantes pastizales, de animales gordos, de vida libre, de leche, huevos, aves…

Uno de los que más le animaron fue Camba, compañero de trabajo. Le decía:

—Vaya no más; por lo menos conocerá sitios ignotos. Ahora estamos en la primavera y en el campo se pasa bien.

—¿Y no me comerán los indios? —preguntó Germán, más en serio que en chanza..

—Los indios no comen a nadie. Son mejores que los cristianos.

Y Germán, que pensó que ya que estaba en el baile había que bailar y que de no convenirle aquel Sañi—Có que estaba a cuarenta y cinco leguas al sur, no tenía más que desandar cuarenta y cinco leguas al norte para tomar el tren e irse a Buenos Aires, aceptó y dispuso el viaje.

V. TIERRA ADENTRO. RUMBO AL SUR

Para ir a Sañi—Có se tomaba el automóvil que hacía el recorrido de Zapala a San Martín de los Andes, hasta Catan—Lil, treinta leguas al sur de Zapala y se continuaba luego a caballo el otro trayecto de quince leguas.

El auto, que salía a las seis de la mañana, pertenecía a la Gobernación del Territorio y lo manejaba un andaluz. Germán subió a él con una valija, dejando el baúl y el colchón para ser enviado por carro, y emprendió nuevo viaje a lo desconocido, con análoga predisposición de ánimo a la de los que van a la estratosfera.

Todo fué bien hasta llegar al arroyo Picún Leufú (río del norte, de picún, norte y leufú río en araucano). El auto rodaba presuroso, bramaba, estertoraba, avanzando serpenteante con desigual velocidad, renovando el ríspido panorama, subiendo y bajando prominentes alturas y cruzando arroyos. El día, un día espléndido de primavera, invitaba a esta clase de viajes. El sol fulguraba deslumbrador en el combo inconmensurable, encendiendo el paisaje y refulgiendo en las enhiestas cimas que ostentaban un penacho de plata bruñida. El motor del «Mercedes» trepidaba sin cesar estremeciendo el éter y dispersando las tropillas de guanacos, que asustados, primero escupían y luego emprendían, despavoridos, desesperada fuga.

Cesaron de pronto las explosiones del motor; detúvose el auto. Había recorrido éste la cuarta parte del camino hasta llegar al Picún—Leufú, que se interponía con su caudal de bastante consideración y que ese día corría con un nivel un tanto crecido. El chauffeur paró el coche antes de encarar el arroyo, como para tomar un respiro; apeáronse los pasajeros, a fin de estirar las piernas un poco, y después de una breve tregua y de unos cuantos tiros de revólver disparados a las avestruces y guanacos, se reanudó el viaje. Pero el monstruo de acero fue vencido por el Picún—Leufú al pretender cruzarlo. Y a consecuencia de haberse mojado el motor, el auto quedó detenido en mitad del arroyo, sin que los pasajeros pudieran descender. El chauffeur intentaba en vano hacer marchar al motor. Por fin tuvo que arremangarse los pantalones hasta la mitad del muslo, altura que alcanzaban las aguas, para ganar la orilla y encaminarse a un rancho vecino en demanda de ayuda.

Después de cinco interminables horas de permanencia en mitad del río, se logró tras algunos esfuerzos, poner a salvo el automóvil que fue remolcado por una yunta de bueyes. La técnica fracasaba en el desierto y la mecánica cedía la derecha a los procedimientos primitivos de tracción a sangre. Los cuarenta caballos de vapor del «Mercedes», no significaban nada, en aquel trance, al lado de la yunta de bueyes flacos que sacó de apuros a los pasajeros. Pudo el chauffeur, entre maldición y maldición, proferidas en casticísimo andaluz, hacer que el motor funcionase de nuevo y el viaje se reanudó con el consiguiente retraso, lo que obligó que la llegada a Catan—Lil se hiciese ya entrada la noche.

En Catan—Lil pernoctaron los pasajeros y a la mañana siguiente el auto siguió para San Martín de los Andes, mientras Germán cambiaba de ruta, para seguir, más hacia el sur, de a caballo acompañado por un indio. Pero detengámonos un momento y dediquemos unas pocas palabras a Catan—Lil.

Lo que Germán conoció de Catan—Lil, fue la parte de aquel paraje en que estaba situada una casa de negocio, construida de adobe y que era también filial de la en que Germán trabajaría en Sañi—Có. Esa casa de ramos generales, era a la vez estación para los pasajeros que se dirigían de Zapala a San Martín de los Andes. La casa estaba en un alto desde el que se divisaba una gran planicie de verdeante pasto en que pacía un plantel de ovejas puras de lincoln, destinadas a mejorar la raza criolla. El río, de mansas aguas plateadas, trazaba un límite sinuoso al potrero y llenaba de rumores el ambiente.

Germán admiró en aquella mañana esplendorosa, la magnificencia del paisaje encendido por la potente luz del sol mañanero y trató de hacer algunas averiguaciones con respecto al paraje. Supo así que Catan—Lil, quería decir en la lengua vernácula «Piedras agujereadas», de catan, agujero y lil, piedras varias. Otra versión le hizo saber que el paraje Catan—Lil, que significa, como hemos dicho, piedra agujereada, debe su nombre a una piedra gigantesca que hay en el lugar, con un gran agujero, por donde puede pasar algo ajustado un hombre de a caballo. Y aquel portillo natural, lo aprovechaban los araucanos para medir el valor y la felicidad, pues el jinete que pasase a caballo sin tropezar en la piedra, tendría, según ellos, valor en la guerra y suerte en la vida.

En Catan—Lil, vio, por fin, Germán, los indios de cerca, que, desde la madrugada, habían «caído» a la pulpería. Y su conocimiento personal le hizo disipar todo el cúmulo de leyendas y sandeces propaladas acerca de los indios, que lejos de ser salvajes y andar desnudos, provistos de arcos y flechas, usaban la indumentaria campera del civilizado y eran hombres de trabajo, tranquilos y respetuosos, más bien sumisos, al par que desconfiados, por todas las perrerías que en el transcurso del tiempo les habían hecho los cristianos.

Catan—Lil, era una zona de indios, cuyo cacique era Caihulef; así mismo, en San Ignacio, paraje anterior a San Martín de los Andes, había otra tribu, cuyo cacique máximo era el famoso Namuncurá, y en Sañi—Có, otras que obedecían a Ancatruz, que vivía en el paraje de Zaina Yegua.

En el viaje a Catan—Lil se enfrentó, así mismo, Germán con el desierto, comprobando que todo estaba allí por hacer, que en aquellas soledades carecían de sentido las palabras progreso y civilización, que hasta aquellas lejanías no llegaba para nada la acción del gobierno central y que prevalecía, en muchos casos como en el océano, la ley del fuerte, teniendo que valerse cada cual por sí. Así era como todo lo que había en aquellas regiones patagónicas, se debía al esfuerzo de los pobladores mismos, incluso los caminos, como el que llevó a Germán de Zapala a Catan—Lil, por ejemplo, que fué abierto con la tropa de carros de sus patrones y que llevaba el nombre de los mismos.

Y en Catan—Lil, finalmente, conoció Germán a sus patrones superiores, los dos socios de la firma, dueña de cinco casas de negocio en distintos parajes del territorio. Ambos eran italianos muy considerados y campechanos con los empleados. Claro que en aquellas lejanías, en aquella soledad, rodeados como vivían de peligros, casi no cabían distingos entre empleados y patrones, y, necesitándose todos, forzosamente habían de vivir con familiaridad. El socio principal llevaba por aquellos lugares como treinta años, y dueño de una considerable fortuna, había tenido el patriotismo o la originalidad, de dar a cada una de sus tres estancias, el nombre de un color de la bandera italiana. Así las denominaba, respectivamente, la Blanca, la Verde y la Colorada.

VI. HACIA SAÑI-CÓ

Después de un día de permanencia en Catan—Lil, Germán salió hacia Sañi—Có, a caballo, en un picazo ensillado con recado de bastos, sobre los que se acomodó con la ropa pueblera que llevaba. Como baquiano y acompañante iba con él un peón indígena.

Era la primera vez que Germán hacía una de esas jornadas de a caballo, y no sabía como hacer para sostenerse sobre los bastos y no perder a cada instante los estribos. El indio le daba lecciones de equitación. A cada poco le recomendaba:

—No aflojando piernas, patrún, apretando fuerte los bastos; no agachando, no aflojando riendas…

El picazo era manso, como que era viejo, y blando de boca además, por lo que galopaba sereno, sin alborotarse. No así el bayo que montaba el indio, que medio redomón y gordo como estaba, se alborotaba y pedía rienda insistentemente. El indio iba firme en las riendas para acompañar el galopito del picazo. Germán se detenía a cada poco, se afirmaba en los estribos y estiraba los encogidos pantalones y las acalambradas piernas; a la vez se retorcía e inclinaba a un lado y otro, cada vez más dolorido. El indio se desmontaba, tanteaba la cincha, le ayudaba a acomodarse y proseguían.

A cada rato, Germán preguntaba al indio cuanto habrían galopado ya y si faltaba mucho para llegar a Sañi—Có. El indio le indicaba siempre la distancia exacta, por conocer bien el camino y saber, además, calcularlo con precisión por estar familiarizado con la cordillera.

El indio animaba a Germán.