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ISAAC ASIMOV

 

 

 

 

 

YO, ROBOT

 


 

En nuestra página web: www.edhasa.com

encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado

 

Título original: I, robot

 

Traducción de Manuel Bosch Barret

Diseño de la cubierta: Edhasa, basado en un diseño de Jordi Salvany

© Ilustración de la cubierta: iStockphoto.com/Antonis Papantoniou

 

Primera edición impresa: abril de 2009

Primera edición en e-book: abril de 2010

 

© by Isaac Asimov, 1950

© de la presente edición: Edhasa, 2010



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ISBN: 978-84-350-4504-9

Depósito legal: B-19.624-2010

 

Producido en España


 

Índice

 

 

Las Tres Leyes de la Robótica

Introducción

     I  Robbie

    II  Sentido giratorio

   III  Razón

   IV  Atrapa esa liebre

    V  ¡Embustero!

   VI  Pequeño robot perdido

  VII  Evasión

VIII  La evidencia

   IX  Un conflicto evitable


 

 

 

Las Tres Leyes de la Robótica

 

 

1. - Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.

2. - Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes se oponen a la primera Ley.

3. - Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no entre en conflicto con la primera o segunda Leyes.

 

Manual de Robótica, 56.a edición, año 2058.


 

Introducción

 

 

He revisado mis notas y no me gustan. He pasado tres días en la U. S. Robots y lo mismo habría podido pasarlos en casa con la Enciclopedia Telúrica.

Susan Calvin había nacido en 1982, dicen, por lo cual debe de tener ahora setenta y cinco años. Esto lo sabe todo el mundo. Con bastante aproximación, la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.» tiene también setenta y cinco años, ya que fue el año del nacimiento de la doctora Calvin cuando Lawrence Robertson sentó las bases de lo que tenía que llegar a ser la más extraña y gigantesca industria en la historia del hombre. Bien, esto lo sabe también todo el mundo.

A la edad de veinte años, Susan Calvin formó parte de la comisión investigadora psicosomática ante la cual el doctor Alfred Lanning, de la U. S. Robots, presentó el primer robot móvil equipado con voz. Era un robot grande, basto, sin la menor belleza, que olía a aceite de máquina y estaba destinado a las proyectadas minas de Mercurio. Pero podía hablar y razonar.

Susan no dijo nada en aquella ocasión; no tomó tampoco parte en las apasionadas polémicas que siguieron. Era una muchacha fría, sencilla e incolora, que se defendía contra un mundo que le desagradaba con una expresión de máscara y una hipertrofia intelectual. Pero mientras observaba y escuchaba, sentía la tensión de un frío entusiasmo.

Se graduó en la Universidad de Columbia en el año 2003, y empezó a dedicarse a la Cibernética.

Todo lo que se había hecho durante la segunda mitad del siglo xx en materia de «máquinas calculadoras» había sido anulado por Robertson y sus cerebros positrónicos. Las millas de cables y fotocélulas habían dado paso al globo esponjoso de platino-iridio del tamaño aproximado de un cerebro humano.

Aprendió a calcular los parámetros necesarios para establecer las posibles variantes del «cerebro positrónico»; a construir «cerebros» sobre el papel, de una clase tal que las respuestas a estímulos determinados podían predecirse acertadamente.

En el año 2008, se doctoró en Filosofía e ingresó en la U. S. Robots como «robopsicóloga», convirtiéndose en la primera gran practicante de esta nueva ciencia. Lawrence Robertson era todavía presidente de la corporación; Alfred Lanning había sido nombrado director de investigaciones.

Durante quince años vio cómo la dirección del progreso humano cambiaba y avanzaba vertiginosamente.

Ahora se retiraba… hasta donde podía. Por lo menos, permitía que la puerta de su despacho ostentase el nombre de otra persona.

Esto, esencialmente, fue lo que supe. Tenía una larga lista de sus publicaciones, de las patentes a su nombre; conocía los detalles cronológicos de sus promociones, en una palabra, tenía su «vida» profesional con todo detalle.

Pero esto no era lo que yo quería.

Necesitaba algo más para mis artículos destinados a la Prensa Interplanetaria. Mucho más. Y así se lo dije.

–Doctora Calvin –le dije tan amablemente como pude–, según la opinión general, la U. S. Robots y usted son equivalentes. Su retirada pondrá fin a una Era que…

–¿Quiere usted el punto de vista del interés humano? –dijo sin sonreír. No creo que nunca sonriese. Pero sus ojos eran penetrantes, aunque no agresivos. Sentí que su mirada me atravesaba y salía por el occipucio y supe que era para ella de una transparencia inusitada; que todo el mundo lo era.

–Exacto –dije.

–¿El interés humano… de los robots? Esto es una contradicción.

–No, doctora, de usted.

–También me han llamado robot. Con seguridad le habrán dicho a usted que no soy humana.

Me lo habían dicho, en efecto, pero no ganaba nada con confesarlo.

Se levantó de la silla. No era alta y parecía frágil. La seguí hasta la ventana y nos asomamos a ella.

Las oficinas y talleres de la U. S. Robots formaban una pequeña ciudad, espaciosa y bien planeada. Todo era achatado como una fotografía aérea.

–Cuando vine aquí por primera vez –dijo– vivía en una pequeña habitación, allá a la derecha, donde está hoy el retén de bomberos. Fue derribada antes de que usted naciese. Compartía la habitación con tres personas. Tenía medio escritorio. Construíamos nuestros robots en un solo edificio. Producción… tres a la semana. Ahora, mírenos.

–Cincuenta años –aventuré–, es mucho tiempo.

–No cuando se mira hacia atrás. Una se pregunta cómo han pasado tan deprisa.

Volvió a su escritorio y se sentó. No necesitaba expresión alguna en su rostro para parecer triste.

–¿Qué edad tiene usted? –quiso saber.

–Treinta y dos años –respondí.

–Entonces, no puede recordar los tiempos en que no había robots. La humanidad tenía que enfrentarse con el universo sola, sin amigos. Ahora tiene seres que la ayudan; seres más fuertes que ella, más útiles, más fieles, y de una devoción absoluta. ¿Ha pensado usted en ello bajo este aspecto?

–Me temo que no. ¿Puedo citar sus palabras?

–Sí. Para usted, un robot es un robot. Mecánica y metal; electricidad y positrones. ¡Mente y hierro! ¡Obra del hombre! Si es necesario, destruida por el hombre. Pero no ha trabajado usted en ellos, de manera que no los conoce. Son más limpios, más educados que nosotros.

Traté de halagarla, de adularla hábilmente.

–Quisiéramos saber algo de lo que pueda usted contarnos, conocer su opinión sobre los robots. La Prensa Interplanetaria abarca todo el Sistema Solar. Unos tres mil millones de lectores, doctora Calvin. Tienen que saber lo que pueda usted decirnos sobre los robots.

No tenía necesidad de insistir. No me oyó, pero se dirigía al lugar indicado.

–Deben de haberlo sabido desde el principio. Vendíamos robots para uso terrestre… antes de mis tiempos, incluso. Desde luego, eran robots que no podían hablar. Después se hicieron más humanos, y empezó la oposición. Los sindicatos obreros, como es natural, se opusieron a la competencia que hacían los robots al trabajo humano, y varios sectores de la opinión religiosa hicieron sus objeciones inspiradas en la superstición. Todo aquello fue inútil y ridículo. Y, sin embargo, así era.

Yo iba tomando notas de lo que decía en mi registrador de bolsillo, tratando de que no advirtiese el movimiento de mi mano. Practicando un poco se puede llegar a hacer detalladas anotaciones sin sacar el chisme del bolsillo.

–Tomemos el caso de Robbie –dijo–. No lo conocí. Fue desguazado el año anterior a mi entrada en la compañía; era muy elemental. Pero vi a la muchacha en el museo…

Se detuvo, pero no dijo nada. Dejé que sus ojos se humedeciesen y su imaginación viajase. Tenía que recorrer mucho tiempo.

–Oí hablar de ello más tarde, y cuando nos llamaban blasfemos y creadores de demonios, siempre me acordaba de él. Robbie era un robot sin vocalización. No podía hablar. Fue fabricado y vendido en 1996. Eran los días anteriores a la extrema especialización, de manera que fue vendido como niñera…

–¿Cómo qué?

–Como niñera…


I

Robbie

 

 

–Noventa y ocho… noventa y nueve… ¡cien! –Gloria retiró su pequeño y regordete antebrazo de delante de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas direcciones a la vez, avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el que había estado apoyada.

Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que había a la derecha, y se alejó unos pasos para tener un mejor ángulo de visión. La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los insectos y el gorjear de algún pájaro que desafiaba el sol de mediodía.

–Apostaría a que se ha metido en casa, y le he dicho mil veces que eso no es leal –se quejó.

Apretando los labios en un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro lado del camino.

Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, seguido del claro «clump-clump» de los pies metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a correr hacia el árbol a toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.

–¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste no salir hasta que te hubiese encontrado! –Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas zancadas de Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso de Robbie se redujo a un mero arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol la primera.

Orgullosa, se volvió hacia el fiel Robbie y, con la más ruin ingratitud, le recompensó su sacrificio mofándose de su incapacidad para correr.

–¡Robbie no puede correr! –gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho años–. ¡Le puedo ganar cada día! ¡Le puedo ganar cada día! –cantaban las palabras con un ritmo infantil.

Robbie no contestó, desde luego… con palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la niña estaba a punto de alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los brazos extendidos azotando el aire.

–¡Robbie… estate quieto! –gritaba. Y una risa estridente acompañaba sus palabras.

Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera que durante un momento el universo fue para ella un vacío azulado y verdes árboles elevándose precipitadamente del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, junto a la pierna de Robbie y aferrada todavía a un duro dedo de metal.

Al poco rato recobró la respiración. Trató inútilmente de arreglar su alborotado cabello en un gesto que pretendía vagamente imitar el de su madre y miró si su vestido se había desgarrado.

Golpeó con la mano la espalda de Robbie.

–¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!

Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera que ella tuvo que añadir:

–¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me toca a mí esconderme, porque tienes las piernas más largas y prometiste no correr hasta que te encontrase.

Robbie asintió con la cabeza –pequeño paralelepípedo de bordes y ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que servía de torso, por medio de un corto cuello flexible– y obedientemente se puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos relucientes y del interior de su cuerpo salió un acompasado, resonante tic-tac.

–Y ahora no mires, ni te saltes ningún número –le advirtió Gloria, mientras corría a esconderse.

Con invariable regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se levantaron los párpados y los ojos intensamente rojos de Robbie inspeccionaron los alrededores. Al instante se fijaron en un trozo de tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció de que era Gloria.

Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia el escondrijo, y, cuando Gloria estuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de haber sido descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó con el otro la pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria salió, contrariada.

–¡Has mirado! –exclamó con enorme deslealtad–. Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero que me lleves de paseo.

Pero Robbie estaba ofendido por la injusta acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la cabeza contrariado de un lado a otro.

Gloria cambió de tono, adoptando de inmediato una gentil zalamería.

–Vamos, Robbie, no he dicho en serio que espiases. Llévame de paseo.

Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró fijamente el cielo y siguió sacudiendo la cabeza, obstinado.

–¡Por favor, Robbie, llévame de paseo! –Rodeó su cuello con sus rosados brazos y lo estrechó con fuerza. Después, cambiando repentinamente de humor, se apartó de él–. Si no me llevas de paseo, me pondré a llorar. –Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.

El endurecido Robbie no hizo caso de la terrible posibilidad, y sacudió la cabeza por tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su última carta.

–Si no me llevas –exclamó amenazadora– no te contaré más historias. ¡Ni una más!

Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de metal. Levantó cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos hombros.

Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era suave y agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear rítmicamente con sus tacones daba mayor encanto a la situación.

–Eres un caza del aire, Robbie, eres un gran caza de plata del aire. Tiende los brazos. ¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres ser un caza del aire!

Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en alas, que cogían las corrientes de aire, y fue un caza plateado.

Gloria se aferraba a la cabeza del robot, inclinándose hacia la derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía «Brrrr», y de armas que hacían «Sh-sh-shshsh». Daba caza a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción. Los piratas caían en una lluvia constante.

–¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!… –gritaba–. ¡Más deprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin municiones!

Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una achatada nave del espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la máxima aceleración.

Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, donde se detuvo con una rapidez que arrancó un grito a su sonrojada amazona y la dejó caer suavemente sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba, lanzando intermitentes exclamaciones.

–¡Oh, qué bueno!…

Robbie esperó a que recobrase la respiración y entonces le tiró suavemente de un mechón de pelo.

–¿Quieres algo? –dijo Gloria con una expresión de inocencia en los ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su voluminosa «niñera». Robbie le tiró del pelo con más fuerza.

–¡Ah, ya sé!… Quieres una historia.

Robbie asintió rápidamente.

–¿Cuál?

Robbie describió un semicírculo en el aire con un dedo.

–¿Otra vez? –protestó la chiquilla–. Te he explicado «La Cenicienta» un millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien –añadió, viendo a Robbie describir otro semicírculo.

Gloria reflexionó, evocó en su memoria los detalles del cuento (con sus propias modificaciones, que eran varias) y empezó:

–¿Estás preparado? Bien, pues érase una vez una bella muchacha llamada Ella. Tenía una cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy malas y sucedió…

 

* * *

 

Gloria había llegado al momento crítico del cuento: «Daba medianoche en el reloj y sus ropas se convertían de nuevo en andrajos…». Mientras, Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la interrupción.

–¡Gloria!

Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de aquel en quien la ansiedad ha empezado a convertirse en impaciencia.

–Mamá me llama –dijo Gloria, contrariada–. Será mejor que me lleves de vuelta a casa, Robbie.

Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las órdenes de la señora Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria raramente estaba en casa durante el día, a excepción de los domingos –hoy, por ejemplo–, y cuando esto ocurría, se mostraba la persona más afable y comprensiva. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para Robbie, quien siempre sentía el impulso de alejarse de su presencia. La señora Weston los vio en el momento en que aparecían por encima de los altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la casa a esperarlos.

–Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria –dijo severamente–. ¿Dónde estabas?

–Estaba con Robbie –balbució Gloria–. Le estaba contando «La Cenicienta» y he olvidado que era hora de comer.

–Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado también. –Y como si de repente recordase la presencia del robot, se volvió rápidamente hacia él–. Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que te llame –añadió secamente.

Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.

–¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede. No he acabado de contarle «La Cenicienta». Le he prometido que le contaría «La Cenicienta» y no he terminado.

–¡Gloria!

–De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta de que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una palabra…; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?

Robbie, ante la súplica, movió de arriba abajo su pesada cabeza.

–Gloria, si no dejas esto de inmediato, no verás a Robbie en una semana.

La chiquilla bajó los ojos.

–Bueno…, pero «La Cenicienta» es su cuento favorito y no lo había terminado… ¡Y le gusta tanto!

El robot salió de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.

 

* * *

 

George Weston se encontraba a gusto. Tenía la costumbre de pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena y abundante comida a la sombra; una vieja y blanda tumbona donde echarse; un ejemplar del Times; las zapatillas en los pies, el torso sin camisa… ¿Cómo podía uno no encontrarse a gusto?

No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su esposa. Después de diez años de matrimonio era todavía lo suficientemente estúpido como para seguir enamorado de ella, y siempre le agradaba verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de la verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, concentró su atención en las últimas noticias de la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no verla. La señora Weston esperó pacientemente dos minutos, después, impaciente, dos más, y finalmente rompió el silencio.

–George…

–¿Ejem?

–¡He dicho George! ¿Quieres dejar este periódico y mirarme?

El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George volvió el rostro contrariado hacia su mujer.

–¿Qué ocurre, querida?

–Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esta máquina terrible.

–¿Qué máquina terrible?

–No finjas no saber de qué hablo. Ese robot al que Gloria llama Robbie. No se aparta de ella ni un instante.

–¿Y por qué debería hacerlo? Es su deber… Y en todo caso, no se trata de ninguna máquina terrible. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y estoy seguro de que me hace economizar medio año de renta. Es más inteligente que muchos de mis empleados.

Hizo ademán de volver a coger el periódico, pero su mujer fue más rápida y se lo arrebató.

–Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina, por muy inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser protegida por una cosa de metal.

–¿Y cuándo has tomado esa decisión? –preguntó el señor Weston frunciendo el ceño–. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto que te preocupases hasta ahora.

–Al principio era divergente. Era una novedad, me quitó un peso de encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no sé… Los vecinos…

–¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo más digno de confianza que una niñera humana. En realidad Robbie fue construido con un solo propósito: ser el compañero de un chiquillo. Su «mentalidad» entera ha sido creada con este propósito. Tiene forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina, hecha así. Es más de lo que puede decirse de los humanos.

–Pero puede ocurrir algo. Puede… puede –la señora Weston tenía unas ideas muy vagas acerca del contenido de un robot–, no sé, si algo de dentro se estropease y…

No podía decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.

–Tonterías… –negó Weston con un involuntario estremecimiento nervioso–. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga discusión acerca de la Primera Regla de la Robótica. Ya sabes que un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes de que algo pudiese alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una imposibilidad matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U. S. Robots a hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de que se estropee algo en Robbie, que de que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco; considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a Gloria?

Hizo una nueva e infructuosa tentativa de coger el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la habitación contigua.

–De eso justamente se trata, George. No quiere jugar con nadie más. Hay por aquí docenas de niños y niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No quiere ni acercarse a ellos, a menos que yo la obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que sea una niña normal, ¿verdad? Querrás que sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad…, supongo.

–Estás luchando contra las sombras. Imagínate que Robbie es un perro. He visto chiquillos que querían más a su perro que a su padre.

–Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos de esta cosa horrible. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es posible.

–¿Que lo has preguntado? Mira, Grace, no nos apartemos de la cuestión. Vamos a conservar al robot hasta que Gloria sea mayor, y no quiero hablar más de este enojoso asunto.

Y con estas palabras, salió de la habitación dando un bufido.

 

* * *

 

Dos días después, la señora Weston encontró a su marido en la puerta.

–Tienes que oír una cosa, George. Hay mal ánimo en el pueblo.

–¿Acerca de qué? –preguntó el señor Weston entrando en el cuarto de baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del agua.

La señora Weston esperó a que cesara. Después dijo:

–Acerca de Robbie.

Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el rostro rojo y colérico.

–¿De qué estás hablando?

–La cosa se ha ido formando y formando… He tratado de cerrar los ojos y no verlo, pero no puedo más. Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No dejan acercase aquí a los chiquillos al atardecer.

–Nosotros le confiamos nuestra hija.

–La gente no razona, ante estas cosas.

–¡Pues que se vayan al diablo!

–Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que hacer la compra allí. Tengo que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots. Nueva York acaba de dictar una ordenanza prohibiendo que los robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.

–Muy bien, pero no pueden impedirnos tener un robot en nuestra casa, Grace. Esto es una de tus campañas. Puedo reconocerla. Pero la respuesta es la misma. ¡No! Seguiremos teniendo a Robbie.

 

* * *

 

Y no obstante, quería a su mujer; y, lo que era peor aún, su mujer lo sabía. George Weston, al fin y al cabo, no era más que un hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de todos los artilugios que el sexo más torpe y escrupuloso ha aprendido, con razón e inútilmente, a temer.

Diez veces durante la semana que siguió, tuvo ocasión de gritar: «¡Robbie se queda… y se acabó!», y cada vez lo decía con menos fuerza y acompañado de un gruñido cada vez más agonizante.

Llegó por fin el día en que Weston se acercó tímidamente a su hija y le propuso una «maravillosa» sesión de visivoz en el pueblo.

–¿Puede venir Robbie?

–No, querida –dijo él estremeciéndose ante el sonido de sus palabras–, no admiten robots en el visivoz, pero podrás contárselo todo cuando volvamos a casa. –Dijo esto último balbuceando y miró a lo lejos.

Gloria regresó del pueblo hirviendo de entusiasmo, porque el visivoz era realmente un espectáculo magnífico. Esperó a que su padre metiese el coche a reacción en el garaje subterráneo y dijo:

–Espera que se lo cuente a Robbie, papá. Le habría gustado mucho. Especialmente cuando Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y tropezó con uno de los hombres-leopardo y tuvo que huir. –Se rió de nuevo–. Papá, ¿hay verdaderamente hombres-leopardo en la Luna?

–Probablemente, no –dijo Weston distraído–. Es sólo fantasía.

No podía entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que afrontar la situación. Gloria echó a correr por el césped.

–¡Robbie! ¡Robbie!

De repente se detuvo al ver un magnífico perro collie que la miraba con ojos dulces, moviendo la cola.

–¡Oh, qué perro más bonito! –dijo Gloria subiendo los escalones del porche y acariciándolo cautelosamente–. ¿Es para mí, papá?

–Sí, es para ti, Gloria –dijo su madre, que acababa de aparecer junto a ellos–. Es muy bonito, y muy bueno… Le gustan las niñas.

–¿Y sabe jugar?

–¡Claro! Sabe hacer la mar de trucos. ¿Quieres ver algunos?

–En seguida. Quiero que Robbie también lo vea. ¡Robbie!… –Se detuvo, vacilante, y frunció el ceño–. Apostaría a que se ha encerrado en su cuarto, enojado conmigo porque no le he llevado al visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A mí quizá no me creería, pero si se lo dices tú sabrá que es verdad.

Weston se mordió los labios. Miró a su mujer, pero ella apartó la vista.

Gloria dio rápidamente la vuelta y bajó los escalones del sótano al tiempo que gritaba:

–¡Robbie…, ven a ver lo que me han traído papá y mamá! ¡Me han comprado un perro, Robbie!

Al cabo de un instante, había regresado asustada.

–Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde está? –No hubo respuesta; George Weston tosió y se sintió repentinamente interesado por una nube que iba avanzando perezosamente por el cielo. La temblorosa voz de Gloria parecía al borde de las lágrimas–. ¿Dónde está Robbie, mamá?

La señora Weston se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.

–No te sientas mal, Gloria. Robbie se ha marchado, me parece.

–¿Marchado? … ¿Se ha marchado? ¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado, mamá?

–Nadie lo sabe, hijita. Se ha marchado. Lo hemos buscado y buscado por todas partes, pero no hemos podido encontrarlo.

–¿Quieres decir que no va a volver nunca más? –Sus ojos se redondeaban por el horror.

–Quizá lo encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y entretanto puedes jugar con el perrito. ¡Míralo! Se llama Relámpago y sabe…

Pero Gloria tenía los párpados llenos de lágrimas.

–¡No quiero al perro feo! ¡Quiero a Robbie! ¡Quiero que me encuentres a Robbie!

Su desconsuelo era demasiado hondo para expresarlo con palabras, y prorrumpió en un ruidoso llanto.

La señora Weston pidió auxilio a su marido con la mirada, pero él seguía balanceando rítmicamente los pies y no apartaba su ardiente mirada del cielo, de manera que tuvo que inclinarse para consolar a su hija.

–¿Por qué lloras, Gloria? Robbie no era más que una máquina, una máquina fea… No tenía vida.

–¡No era una máquina! –gritó Gloria con furia–. Era una persona como tú y como yo, y además era mi amigo. ¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá, quiero que vuelva…!

La madre gimió, sintiéndose vencida, y dejó a Gloria con su dolor.

–Déjala que llore a gusto –le dijo a su marido–; el dolor de los chiquillos no es nunca duradero. Dentro de unos días habrá olvidado que aquel espantoso robot haya existido.

Pero el tiempo demostró que la señora Weston había sido demasiado optimista. Desde luego, Gloria dejó de llorar, pero también dejó de sonreír y cada día se mostraba más triste y silenciosa. Gradualmente, su actitud de pasiva infelicidad fue minando a la señora Weston, a quien lo único que le impedía ceder era su incapacidad de confesar la derrota a su marido.

Hasta que una noche, entró en la sala, se sentó y se cruzó de brazos, desalentada. Su marido estiró el cuello para verla por encima del periódico.

–¿Qué te pasa, Grace?

–Es esta chiquilla, George. Hoy he tenido que devolver el perro. Gloria me dijo que no podía soportar verlo. Hará que tenga un ataque de nervios.

Weston dejó el periódico a un lado y un destello de esperanza apareció en sus ojos.

–Quizá…, quizá tendríamos que volver a pedir a Robbie. Es posible, sabes… Puedo hablar con…

–¡No! –respondió ella secamente–. No quiero oír hablar de él. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un robot, aunque le lleve años quitárselo de la cabeza.

Weston volvió a coger el periódico con aire de decepción.

–Un año de esto y tendré el cabello prematuramente gris.

–No eres de gran ayuda, George –fue la glacial contestación–. Lo que Gloria necesita es un cambio de ambiente. Aquí no puede olvidar a Robbie, desde luego. ¿Cómo puede olvidarlo si cada árbol y cada roca se lo recuerdan? Es realmente la situación más tonta de que he oído hablar. ¡Imagínate una criatura desfalleciendo por la pérdida de un robot!

–Bien, vamos al grano. ¿Cuál es el cambio de ambiente que planeas?

–Vamos a llevarla a Nueva York.

–¡La ciudad! ¡En agosto! Oye, ¿sabes lo que es Nueva York en agosto? ¡Insoportable!

–Hay millones que lo soportan.

–No tienen un sitio como éste donde estar. Si no tuviesen que quedarse en Nueva York, no se quedarían.

–Pues nosotros tendremos que quedarnos también. Vamos a salir en seguida, tan pronto como hayamos hecho los preparativos. En Nueva York, Gloria encontrará suficientes distracciones y suficientes amigos como para reponerse y olvidar esa máquina.

–¡Oh, Dios mío!… –gruñó el infeliz marido–. ¡Aquellos pavimentos abrasadores!

–Tenemos que ir –fue la implacable respuesta–. Gloria ha perdido dos kilos este mes y la salud de mi hijita es más importante para mí que tu comodidad.

–Es una lástima que no hayas pensado en la salud de tu hija antes de privarla de su querido robot –murmuró él, para sí mismo.

 

* * *

 

Gloria dio inmediatamente síntomas de mejoría en cuanto oyó hablar del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo hacía era siempre con vivo entusiasmo. Comenzó de nuevo a sonreír y a comer con su antiguo apetito.

La señora Weston no cabía en sí de júbilo y no perdía ocasión de demostrar su triunfo sobre su todavía escéptico esposo.

–¿Lo ves, George? Ayuda a hacer las maletas como un angelito y charla con ella como si no hubiese tenido un disgusto en su vida. Tal como te dije, lo que necesitaba era fijar su interés en otra cosa.

–¡Ejem!… –respondió el marido, escéptico–. Esperemos que así sea.

Los preliminares se hicieron rápidamente. Se tomaron las disposiciones para el alojamiento en la ciudad y un matrimonio quedó a cargo del cuidado de la casa de campo. Cuando finalmente llegó el día de la partida, Gloria había vuelto a ser la misma de antes y ni la menor alusión a Robbie pasó por sus labios.

Con el mejor humor, la familia tomó un taxigiro hasta el aeropuerto (Weston habría preferido ir en su autogiro, pero era sólo un dos plazas y no había lugar para el equipaje) y entraron en la nave que esperaba para salir.

–Ven, Gloria, te he reservado un sitio al lado de la ventanilla para que veas el paisaje.

Gloria trotó por el pasillo de la nave, aplastó su naricilla contra el grueso vidrio y miró con un interés que aumentó al comenzar el rugido de los motores. Era demasiado pequeña para asustarse cuando la tierra empezó a alejarse a sus pies y sintió que su peso aumentaba el doble. Sólo cuando la tierra hubo cambiado de aspecto y se convirtió en una vasta manta de cuadros de colores, apartó la nariz del vidrio y se volvió hacia su madre.

–¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? –preguntó rascándose la nariz helada y observando cómo se desvanecía lentamente la mancha opaca que su aliento había dejado en la ventana.

–Dentro de una media hora, cariño. ¿No estás contenta de que vayamos? –añadió con sólo un leve tono de ansiedad en la voz–. ¿No vas a ser muy feliz en la ciudad, con los edificios y la gente y tantas cosas que ver? Iremos al visivoz cada día, y al teatro, y al circo y a la playa, y…

–Sí, mamá –fue la respuesta sin entusiasmo de la chiquilla. La nave pasaba en aquel momento sobre un mar de nubes y Gloria quedó instantáneamente absorbida por aquel inusual espectáculo que tenía a sus pies. Después se encontraron nuevamente en medio de un cielo despejado y se volvió hacia su madre con un súbito y misterioso aire de secreto conocimiento.

–Ya sé por qué vamos a la ciudad, mamá.

–¿Sí? –exclamó la señora Weston intrigada–. ¿Y por qué, cariño?

–No me lo has dicho porque querías darme una sorpresa, lo sé. –Quedó un momento sumida en la admiración de su aguda perspicacia y después se echó a reír alegremente–. Vamos a Nueva York porque allí podremos encontrar a Robbie, ¿no es verdad? Con detectives.

La suposición pilló a George Weston en el momento en que bebía un vaso de agua, con desastrosos resultados. Hubo una especie de ronquido, un géiser de agua y una tos de alguien que se ahoga. Cuando todo hubo terminado, presentaba el aspecto de una persona profundamente contrariada, tenía el rostro rojo y estaba mojado de pies a cabeza.

La señora Weston mantuvo su compostura, pero cuando Gloria hubo repetido su pregunta con ansia redoblada en la voz, su mal humor triunfó.

–Quizá –repitió secamente–. Y ahora siéntate y estate quieta, por el amor de Dios.

 

* * *

 

Nueva York, en 1989, era para el visitante un paraíso superior a lo que siempre había sido. Los padres de Gloria se dieron cuenta de ello y sacaron el mejor partido posible.

Por orden estricta de su mujer, Weston había tomado las disposiciones necesarias para que sus negocios marchasen solos por un par de meses, a fin de estar libre y poder dedicar el tiempo a lo que él llamaba «salvar a Gloria del borde del abismo». Lo hizo de aquella forma precisa, minuciosa y eficiente que era tan propia de él. Antes de que hubiese transcurrido un mes, nada de lo que podía hacerse había dejado de ser hecho.

Gloria fue llevada al último piso del Roosevelt Building, que medía casi un kilómetro de altura, y desde donde se gozaba del abigarrado panorama de los edificios que se extendían hasta los campos de Long Island y las tierras llanas de Nueva Jersey. Visitaron los jardines zoológicos, donde Gloria contempló con emocionado temor un «verdadero león vivo» (aunque no sin cierta decepción al ver que los guardianes lo alimentaban con trozos de carne cruda y no con seres humanos, como ella esperaba), y pidió con insistencia y de manera perentoria ver «la ballena».

Los diversos museos contribuyeron también a llamar su atención, así como los parques, playas y el acuario.

Llevaron a Gloria hasta medio curso del Hudson en un barco de excursión especialmente decorado, que evocaba el arcaísmo de los años veinte. Viajó por la estratosfera en una salida de exhibición y vio el cielo tornarse de un púrpura profundo, las estrellas destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa tomar bajo ellos el aspecto de una gran taza cóncava. Una nave submarina de paredes transparentes le hizo visitar las profundidades de las aguas de Long Island, y vio aquel mundo verde y tembloroso, y los curiosos monstruos marinos acercarse a ella y huir después atemorizados.

En un nivel más prosaico, la señora Weston la llevó a los grandes almacenes, donde pudo soñar de nuevo a su antojo.

En resumen, cuando el mes hubo casi transcurrido, los Weston estaban convencidos de haber hecho todo lo humanamente posible para que Gloria olvidara al desaparecido Robbie, pero no estaban muy seguros de haberlo conseguido.

El hecho cierto era que dondequiera que llevasen a Gloria, manifestaba el más vivo interés por todos los robots que se le ponían delante. Por muy interesante que fuese el espectáculo al que asistía, por nuevo que fuese a sus ojos infantiles, su mirada se fijaba instantáneamente en cualquier parte donde su ojo detectara el brillo de un movimiento metálico.

La señora Weston hizo todo lo posible por mantener a Gloria alejada de los robots.

La situación alcanzó su apogeo con el episodio del Museo de Ciencia y de Industria. El museo había anunciado un «programa infantil» especial donde se llevarían a cabo demostraciones de magia científica a la escala de la mentalidad infantil. Los Weston, desde luego, pusieron el espectáculo en la lista de «indispensables».

Fue mientras los Weston estaban completamente absorbidos por los experimentos de un potente electroimán, que la señora Weston se dio súbitamente cuenta de que Gloria no estaba con ellos. El pánico inicial se convirtió en metódica decisión, y con la ayuda de tres empleados se comenzó una búsqueda minuciosa.

Gloria, por su parte, no era de esas chiquillas que rondan al azar. Para su edad, era inusitadamente decidida, y estaba saturada de idiosincrasia maternal. En el tercer piso había visto un gran cartel con una flecha y la indicación «Al Robot Parlante», y después de haberlo deletreado sola, y observando que sus padres no parecían decididos a avanzar en aquella dirección, hizo lo que era lógico que hiciera. Esperando un momento de distracción paterna, dio media vuelta y siguió la flecha.

 

* * *

 

El Robot Parlante era verdaderamente un tour de force; pero un artefacto totalmente inútil, sin más valor que el publicitario. Cada hora, un grupo de visitantes escoltados por un empleado se detenía delante del robot y hacía preguntas al ingeniero encargado, con discretos susurros. Las que el ingeniero juzgaba aptas para ser contestadas por los circuitos del robot, le eran transmitidas.

Era una tontería. Puede ser muy interesante saber que el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este momento es de 28˚ centígrados, que la presión del aire acusa 750 mm de mercurio, y que el peso atómico del sodio es 23, pero para esto, en realidad, no se necesita un robot. No se necesita, en especial, una enorme masa inmóvil de alambres y espirales que ocupa veintitrés metros cuadrados.

Pocos eran los que volvían para una segunda experiencia, pero una chiquilla de unos diez años estaba tranquilamente sentada en un banco esperando la tercera exhibición. Era la única persona que había en la sala cuando Gloria entró, pero no la miró. Para ella, en aquel momento otro ser humano era un ejemplar completamente despreciable. Consagraba su atención a aquel objeto lleno de ruedas dentadas. Por un instante, vaciló con cierto desaliento. Aquello no se parecía a ninguno de los robots que ella había visto. Cautelosamente, vacilando, levantó su débil voz.

–Por favor, señor Robot, ¿es usted el Robot Parlante?

No estaba muy segura de ello, pero le parecía que un robot que hablaba merecía toda clase de consideraciones.

(Por el delgado rostro de la muchacha de diez años pasó una mirada de intensa concentración. Sacó una pequeña libreta del bolsillo y comenzó a escribir rápidamente.)

Se oyó un movimiento de mecanismos y una voz metálica dijo sin acento ni entonación:

–Yo-soy-el-robot-parlante.

Gloria lo miró contrariada. Hablaba, pero el sonido venía de dentro. No había rostro al cual hablar.

–¿Puede usted ayudarme, señor robot? –dijo.

El Robot Parlante estaba construido para contestar preguntas, pero sólo las preguntas que se podían hacer. Confiado en su capacidad, sin embargo, respondió:

–Puedo-ayudarle.

–Gracias, señor Robot. ¿Ha visto usted a Robbie?

–¿Quién-es-Robbie?

–Un robot, señor Robot, señor. –Se puso de puntillas–. Es así de alto, pero más alto, y muy bueno. Tiene cabeza, sabe… Bueno, usted no tiene, pero él sí, señor Robot.

–¿Un-robot?… –preguntó el Robot Parlante, un poco perplejo.

–Sí, señor Robot. Un robot como usted, salvo que, naturalmente, no sabe hablar y que…, parece una persona real.

–¿Un-robot-como-yo?

–Sí, señor Robot.

A lo cual el robot parlante sólo contestó con un ruido de engranajes y un sonido incoherente. La descripción radicalmente vaga que le ofrecía, su existencia no como un objeto determinado sino como integrante de un grupo general, fue demasiado para él. Trató de ponerse lealmente a la altura de su misión y se fundieron media docena de bobinas. Zumbaron algunas señales de alarma.