Definitivamente, tú
© Fernando de la Calle Medrano. 2018
© Ediciones Hidroavión. 2018 

Textos
Fernando de la Calle Medrano

Portada
Manuel Rocamora Valero

Foto de la solapa
Manuel Rocamora Valero

Editado por
Ediciones Hidroavión 
www.edicioneshidroavion.com

ISBN: 978-84-120912-0-5
Depósito legal: A 291-2018

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 A Manuel.
Esta historia es tan tuya como mía.

VOLUMEN I


ZUMO DE PIÑA
Y OTROS ESTUPEFACIENTES

ÁLEX

UNA NUEVA VIDA


-Sábado, 12 de noviembre-



Recuerdo perfectamente el día en que me regalaste una nueva vida. Llovía a cántaros y el agua corría por las aceras a tal velocidad que parecía estar desafiándome a una carrera. Las calles se iluminaron cuando un rayo atravesó el cielo, rasgándolo de lado a lado, antes de estallar en un estruendo que hizo vibrar el suelo bajo mis pies. En cualquier otra ocasión, lo más probable es que me hubiese detenido a contar mentalmente los segundos que separaban un fenómeno del otro para calcular la distancia a la que se hallaba la tormenta, pero ese día mi mente estaba en otro lado.

Con una camiseta y el pantalón del pijama como única prenda de abrigo, aceleré el paso en la bicicleta. Las ruedas arrastraron el agua salpicando a todo aquel que se cruzaba en mi camino. Iba tan absorto en tu mensaje que apenas me di cuenta de ello. De haberlo hecho, me habría disculpado ante la señora que volvía a casa cargando un par de bolsas de la compra. O ante la pareja que, ajena al temporal, esperaba al autobús abrazándose bajo un paraguas. Quizá incluso ante el perro que se asomaba por encima de la acera, observando cómo los riachuelos formados por la lluvia desaparecían al ser tragados por las alcantarillas.

Tenemos que hablar.

Perdí la cuenta del tiempo que permanecí mirando la pantalla del móvil con tu conversación de whatsapp abierta. ¿Dos minutos? ¿Una hora? ¿Tres? No solías expresarte de aquella forma tan distante y seria. Al contrario. Te gustaba acabar cada una de tus frases con un emoticono, aunque no tuviese nada que ver con el resto del mensaje. ¿Por qué ahora ni siquiera había uno?

Con la garganta seca y el corazón golpeándome con fuerza en el pecho, salté de la cama y me puse la camiseta tan apresuradamente que no me di cuenta de que estaba del revés hasta que doblé la esquina. Tampoco me molesté en abrocharme las zapatillas, de todas formas los cordones se habrían resbalado entre el sudor de mis manos. 

No sabía qué hora era. Había olvidado el reloj sobre la mesita de noche, junto al reproductor de música donde todavía sonaba Someday, de The Strokes. Sin embargo, y a juzgar por la cantidad de gente que volvía a sus casas desde el trabajo, supuse que serían pasadas las nueve. 

Los conductores, cada vez más impacientes, tocaban repetidamente el claxon de sus coches en un vano intento por avanzar entre el resto de vehículos detenidos. Uno de ellos estuvo a punto de tirarme de la bicicleta cuando lo adelanté por el hueco que  quedaba entre sus ruedas y la acera.

Recuerdo también que te llamé más de tres veces al teléfono y que las tres me topé con tu contestador.

Soy María. Si es algo importante deja tu mensaje después de la señal. Te llamaré en cuanto pueda.

No llamaste. Tampoco respondiste a la veintena de mensajes que te escribí mientras la impaciencia crecía dentro de mí a cada segundo que pasaba sin tener noticias tuyas. ¿Dónde te habías metido?

Pedaleé con fuerza. Las gotas de agua se estrellaban contra mi cara a medida que aumentaba la velocidad de la bicicleta, pero no tenía intención de detenerme. Agarré el manillar de tal modo que mis nudillos palidecieron y empujé los pedales con la misma intensidad con la que el miedo se apoderó de mi cuerpo. Volví a probar suerte al llegar al final de la calle.

El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde.

Maldije antes de devolver el móvil al bolsillo derecho del pantalón. Fue entonces cuando choqué contra aquel coche negro que venía en dirección contraria sin tiempo ni espacio suficiente para esquivarlo.

Las ruedas de la bicicleta continuaron dando vueltas. Esta vez debajo del vehículo con el pasajero a cinco metros de distancia. 

GINO

OTRA NOCHE DE TANTAS 

-Domingo, 13 de noviembre-



Sentí en la boca el sabor amargo del alcohol al tiempo que me retumbaba la cabeza como si alguien se hubiese pasado la noche entera golpeándola con un martillo. Algo a lo que no contribuía favorablemente la música a todo trapo de los vecinos. Apenas recordaba nada de lo que había sucedido tras salir del local. Sin embargo, y a juzgar por la compañía en mi cama, supuse que fue otra noche de tantas.

Encontré la ropa tirada en el baño, junto a un par de condones y un bote de lubricante efecto calor. Todavía había agua por el suelo, por lo que era evidente que habíamos usado la ducha para conocernos mejor. Sonreí y fui a la cocina. Ni siquiera me molesté en vestirme.

No quedaba zumo en la nevera, así que opté por una manzana. Apoyado sobre la encimera, le di el primer mordisco mientras observaba a mi invitado. Las sábanas revueltas dejaban entrever gran parte de su escultural cuerpo. Piel bronceada, pelo oscuro, barba cuidada y labios carnosos. Los brazos, perfectamente definidos, se abrazaban a la almohada por encima de su cabeza. Seguí con la mirada el arco perfecto de su espalda, deteniéndome en sus dorsales. Las piernas sobresalían de la cama arrastrando consigo parte de las sábanas, dejando al descubierto el comienzo de sus firmes glúteos. Se intuía un culo perfecto.

Tras terminar la fruta, tiré los restos a la papelera y recorrí el piso entero en busca del móvil. Lo encontré debajo de mis calzoncillos. Tenía más de diez llamadas perdidas y un mensaje de voz:

—Gino, ¿dónde diablos te has metido? Llevamos más de media hora esperándote. No sé qué más decirle a Fontaine. Está empezando a impacientarse. Llámame. ¡Y ven para acá ahora mismo, joder!

Desconozco si fueron los gritos de Ricardo o el retumbar de las paredes lo que despertó a mi invitado. Me habría gustado llamarlo por su nombre, pero o no lo recordaba o ni siquiera se lo había preguntado.

—Buenos días —dijo con voz ronca. El sol incidía sobre sus ojos verdes arrancándole un brillo de aspecto felino.

Se recostó sobre la cama y se estiró abriendo los brazos por encima de su cabeza, marcando pectorales.

Ni siquiera le di tiempo a reponerse antes de lanzarle los pantalones.

­—Tienes que irte.

—¿Cómo dices?

—Ya lo has oído. Coge tus cosas y vete.

Fue todo lo que obtuvo por respuesta mientras me ponía los calzoncillos y sacaba ropa limpia del armario.

—¿De qué coño vas?

Previsible. Todos reaccionaban de la misma forma tras dejarles claro que no buscaba nada más allá del sexo de una noche. Por mucho que me atrayesen, nunca repetía con el mismo tío. Eso solo llevaba a confusiones.

—He dicho que te marches. —No tenía por qué darle más explicaciones.

Tras abrocharme la camisa, me puse un jersey oscuro encima y terminé de peinarme frente al espejo. Mi invitado seguía incrédulo sobre la cama. Las sábanas ya no le cubrían ni el más mínimo centímetro de su cuerpo. 

Pude sentir el comienzo de una erección bajo mis vaqueros. Cogí los bocetos y, antes de cerrar la puerta, dejé claro que no quería verlo allí cuando volviera. 

GINO

ALGO FUERA DE GUION

-Domingo, 13 de noviembre-



La lluvia de la noche anterior acabó dando paso a la niebla. Las señales de tráfico apenas se diferenciaban unas de otras y costaba distinguir más allá del coche de enfrente. En tales circunstancias, y como cabría esperar de una urbe tan grande y abarrotada como Madrid, no tardaron en formarse atascos imposibles en la carretera. Una vez más, y a pesar del frío que se colaba sin piedad entre los pliegues de mi chaqueta, agradecí moverme en moto por la ciudad.

Ricardo me esperaba a la entrada del edificio. Caminaba nervioso de un lado a otro tratando de no salirse de un círculo imaginario de reducido tamaño que había dibujado a sus pies. Además de un viejo amigo de mis padres, Ricardo hacía las veces de mi representante. Llevábamos trabajando codo con codo durante tanto tiempo que ya era considerado parte de la familia. Ricardo confiaba en que mis obras volviesen a causar sensación más allá de la Ciudad Condal y fue él, precisamente, quien me animó a probar suerte en la capital. Seis meses después, ese éxito asegurado aún no había llegado. 

Cuando me vio aparecer, tiró el cigarrillo y vino directo hacia mí.

—¿Pero en qué narices pensabas? Habíamos quedado hace casi una hora —farfulló. Me quité el casco y empujé el anclaje con el pie derecho. Ricardo continuó con sus bramidos—. Fontaine está impaciente. Ni siquiera sé cómo he conseguido convencerle de que te esperase. Ya  pueden ser buenos esos dibujos porque estamos bien jodidos. ¿Dónde estabas?

—Llegamos tarde. ¿De verdad quieres perder más tiempo con explicaciones?

—¿Ahora me vienes con esas? —Volvió a coger carrerilla—. Joder, Gino, llevo aquí desde las nue…

—Follando. ¿Subimos?

Por su expresión supuse que mi respuesta no le había sorprendido lo más mínimo. Me conocía desde que era niño. Veintinueve años después, nada de lo que tuviese que ver conmigo le pillaba de improviso.

El rellano olía a lejía. Un perro atado a la barandilla de la escalera nos miró con cara de curiosidad cuando Ricardo refunfuñó al descubrir que el ascensor estaba estropeado. Al llegar al quinto piso tuvo que apoyarse en la pared para recuperar el aliento antes de arrancar a toser como si se le fueran a salir los miedos por la boca. El tabaco y el sobrepeso volvían a pasarle factura.

La puerta del piso estaba abierta. Al otro lado, un tipo menudo, supuse que se trataba de Fontaine, discutía con alguien por teléfono. Al vernos entrar levantó el dedo índice indicándonos que esperásemos un momento.

Dejé la carpeta con mis bocetos sobre una mesa y eché un vistazo al estudio. Era pequeño, pero sin duda acogedor. La altura del edificio permitía disfrutar de unas vistas envidiables de la ciudad a través de sus enormes ventanales. Cualquier exposición de arte luciría bien sobre aquellas paredes blancas. El espacio era diáfano, interrumpido por  una cantidad mínima de asientos desperdigados por la estancia y una extraña escultura de arcilla en el centro. ¿Era una ardilla o un rinoceronte?

Desconocía el significado de la última palabra que  Fontaine gritó por el teléfono. A juzgar por su tono de voz, parecía de todo menos agradable. Como tampoco lo fue la mirada que me dedicó.

Enfin! —exclamó agitando los brazos de forma exagerada—. ¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando? ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que ver pasar le temps hasta que a ti te dé la gana aparecer?

En una primera impresión, aquel hombre me pareció patético. En la segunda, una auténtica burla a la naturaleza. Bigote excesivamente largo y rubio, media cara oculta tras un flequillo del mismo color y uñas pintadas de amarillo. Por no hablar de las gafas doradas, a juego con el pañuelo que le cubría la garganta. Parecía un polluelo recién salido del cascarón. 

Sin embargo, su reputación lo precedía y estaba en juego la exposición de mis obras en su galería. Un solo cuadro colgado en alguna de esas cuatro paredes se convertiría automáticamente en una máquina de hacer dinero. Así que cambié el “¡que te jodan!” por un:

—Lo siento.

Parecía satisfecho con la respuesta.

Ricardo, visiblemente nervioso, nos observaba desde la puerta. Ambos necesitábamos sacarle el máximo beneficio a mis obras, por lo que éramos conscientes de que nos apostábamos mucho con aquella reunión. Aunque en un principio tratase de ocultarlo, Ricardo acabó confesando su adicción al juego hacía un par de años. Llegó un momento en que las deudas le impidieron llegar a fin de mes y su vida en familia acabó tan desatendida que le costó el divorcio y la custodia de su hija, Lucía. Aunque aseguraba que lo hacía porque confiaba en mi talento, yo era consciente de que si me había acompañado a la capital era, en gran parte, para tratar de solucionar sus problemas económicos y recuperar así a su familia. 

En mi caso, conseguir aquel dinero era una cuestión de vida o muerte en un sentido mucho más literal del que me habría gustado aceptar y Ricardo jugaba un papel tan importante en ello que poco me importaba cuál fuese su verdadera motivación. De hecho, fue él quien concertó la cita con Fontaine. Su labia y habilidad para los negocios lo convertían en el mejor de los representantes.

—Confieso que he oído hablar de ti. Por eso he decidido darte una oportunidad. Bueno, por eso y por tu charme naturel. Me alegra saber que no exageraban. —Empujó ligeramente sus gafas con el dedo índice y me examinó de arriba abajo con una mirada asquerosamente lasciva—. Me intriga saber si es verdad eso que cuentan sobre tus dibujos.

Una vez más, la ignorancia por encima del arte. No pude evitar sonreír con cierta compasión en la mirada. La gente siempre se queda en lo superficial. Rara vez profundiza. Si lo hiciese, se daría cuenta de que son mis dibujos los que hablan de la gente. No al revés. 

Ni siquiera me molesté en sacarlo de su error. Abrí la carpeta y esparcí mis bocetos por encima de la mesa. 

Fontaine se acercó. Los observó durante varios minutos con cierto detenimiento. De vez en cuando se inclinaba sobre alguno de ellos y murmuraba algo ininteligible mientras se acariciaba el bigote. Una burda forma de fingir interés. Desde luego, aquel tipo era un completo imbécil.

—¿Son ellos? ¿Los hommes con los que te has acostado? —se pronunció al fin.

—Eso dicen.

—¿No es cierto, entonces?

—Hasta donde yo conozco, nadie puede acostarse con sus dibujos.

Esta vez captó la ironía. Me dedicó una sonrisa forzada y yo le respondí con otra.

Después volvió la vista a los bocetos.

—No están mal. Los trazos son finos y los détails perfectamente cuidados. Sin embargo, diría que les falta esencia. Algo por lo que destacar, que los haga différents. ¿Cómo diría yo? Algo fuera de guion. Tu me comprends? Lo siento, pero si esto es todo lo que puedes ofrecerme me temo que no será suficiente. Dibujos como estos me sobran en cada rincón de esta galería.

Un silencio incómodo hizo acto de presencia en la habitación. Ricardo resoplaba dando por perdido el trato con Fontaine. Éste, por su parte, mantenía su mirada fija en la mía. Ninguno de los dos abandonamos nuestra posición, como si el más mínimo movimiento desencadenase una lucha por hacernos con el pañuelo blanco. Igual que cuando éramos pequeños.

—Bájate los pantalones.

—¿Cómo dices? —Se llevó las manos al pecho en una mezcla de sorpresa e intimidación.

—Quieres algo fuera de guion, ¿no? Algo différent —resalté esa última palabra—. Muy bien. Desnúdate.

De reojo pude ver cómo Ricardo se revolvía al escucharme.

—Gino —susurró a modo de advertencia.

Sin apartar la mirada de los ojos de Fontaine, indiqué a Ricardo con un gesto de la mano que no se entrometiese.

—Déjanos solos.


 

 ÁLEX

PUNTO DE NO RETORNO

-Domingo, 13 de noviembre-



Nunca me han gustado los hospitales. En eso supongo que me parezco a la mayoría de personas. Hay algo en esa clase de edificios que absorbe toda mi energía nada más plantar un pie en ellos.  Desde el momento en que se abren las puertas automáticas se me ponen los pelos de punta y un dolor extraño en el estómago. Por no hablar del olor a desinfectante que emana de cada rincón y que siempre acaba provocándome náuseas. Son sitios fríos y asépticos. Sin vida. Sumidos en un silencio extraño interrumpido de vez en cuando por un teléfono o el llanto de quien se sabe sin esperanzas por volver a ver a un familiar con vida.

Cuando por fin abrí los ojos fui incapaz de distinguir nada más allá de una extraña neblina. Junto a la camilla, un foco desprendía una luz tan intensa que acabó haciéndome llorar. A medida que mis ojos se adaptaban al brillo artificial, comenzó a dibujarse una figura recostada sobre un sillón a tan solo unos pasos de distancia.

—¿Mamá? 

Mi voz sonó tan débil que ni siquiera fue capaz de escucharme. A duras penas yo lo hice. Traté de incorporarme y solté un quejido de dolor lo suficientemente potente como para despertarla.

—¡Álex! —Se abalanzó sobre mí con lágrimas en los ojos. Estaba tan nerviosa que no se atrevía a tocarme—. Gracias a Dios. Menudo susto nos has dado. ¿Estás bien?

—Sí, creo que sí —susurré. Tenía la boca tan seca que se me pegaba la lengua al paladar—. ¿Qué ha pasado? 

Apenas recordaba nada.

—Ten. Bebe un poco de agua. Voy a avisar a la enfermera. No te muevas.

Me dolía cada palmo del cuerpo. Me llevé una mano a la cabeza y palpé la venda que cubría gran parte de la misma. Di un sorbo de agua y posé el vaso encima de la mesa. Una ligera molestia en la muñeca hizo que centrase toda mi atención en la aguja que tenía clavada en ella. Cuando era pequeño tuvieron que sacarme una parecida para evitar que se desplazase por el resto de tejidos después de romperse al traspasar mi piel durante una vacuna. Esta vez la aguja estaba conectada a una bolsa de suero intravenoso.

Al cabo de unos minutos apareció la enfermera. Le acompañaban mi madre y Jonás, mi hermano pequeño.

—Hola, Álex. ¿Cómo te encuentras? —preguntó con voz exageradamente amable. No tuve tiempo de responder antes de que me enfocase directamente a los ojos con una pequeña linterna. Primero uno, luego el otro. Como si el enorme foco de la habitación no fuese suficiente—. Sigue la luz con la mirada. Eso es. Perfecto. ¿Qué tal esa cabeza?

—Me duele bastante —contesté.

—Has tenido mucha suerte. —Guardó la linterna en el bolsillo de su uniforme y escribió algo en las hojas que traía consigo dentro de una carpeta azul—. ¿Recuerdas algo del accidente?

—No mucho. 

Lo tenía todo bastante borroso.

—¿Se puede saber a dónde ibas? 

—Señora, ¿puede apartarse un poco? Necesito hacerle las pruebas pertinentes. Gracias.

—Claro, por supuesto. —Dos centímetros fue lo que mi madre entendió por un poco—. ¡Con pijama y en bicicleta! Por el amor de Dios. ¡Con la que estaba cayendo! ¿Es que queréis matarme a disgustos entre tu hermano y tú?

—Eh, que yo sigo de una pieza —dijo Jonás apoyado en la pared, al otro lado de la sala.

Jonás siempre había sido el más rebelde de los dos. Con casi una decena de expulsiones disciplinarias del instituto y algún que otro castigo por delitos menores como robos en tiendas y pintadas en las calles, Jonás se había convertido en la oveja descarriada de la familia. 

Al poco de nacer Jonás, mi padre murió y mi madre tuvo que hacerse cargo de los dos sin más ayuda que la de mis abuelos. Que no era poca, pero tampoco suficiente. Supongo que por eso se mostraba siempre tan sobreprotectora con nosotros a pesar de mis veinticuatro años y los dieciocho que tenía mi hermano. 

—Señora, por favor. No creo que sea el momento. Álex, déjame las muñecas. ¿Te duele? —preguntó al tiempo que las flexionaba arriba y abajo—. Muy bien. ¿Y ahora? —Hizo lo propio con los tobillos—. Perfecto.

Y mientras la enfermera volvía a tomar anotaciones, la neblina en mi cabeza empezó a disiparse como si alguien hubiese soplado a través de mis oídos. Me revolví en la cama levantando las sábanas, rebuscando entre mi ropa, la cual se limitaba a una simple bata de hospital.

—¡Eh, eh, tranquilo! ¿Qué ocurre? —La enfermera trató de calmarme, pero a duras penas la escuché. Tenía que encontrarlo.

—Mi teléfono. ¿Dónde está mi teléfono? —Miraba desesperado a mi madre y mi hermano como si ellos tuviesen la respuesta—. Tengo que hablar con María. Necesito verla. ¿Dónde está?

—Vale, cálmate. Vamos a encontrar tu móvil, ¿de acuerdo? Pero tienes que tranquilizarte. Has sufrido un fuerte golpe en la cabeza. Las pruebas parecen estar bien, pero llevas inconsciente casi un día entero. Es muy importante que durante las próximas cuarenta y ocho horas permanezcas en reposo y bajo observación. Nada de sobresaltos. ¿Entendido?

Aunque solo la escuché a medias, comprendí que no serviría de nada mostrarme agitado mientras ella estuviera allí. Dejé que terminara de examinarme y esperé a que saliera de la habitación antes de volverme hacia mi madre.

No fue necesario formular de nuevo la pregunta.

—Álex, olvídate de María ahora, ¿quieres? Le preguntaré al doctor si puedes comer algo. ¡Debes de estar muerto de hambre! Jonás, quédate con él. Vuelvo enseguida.

—Claro.

Nos quedamos en silencio esperando a que saliese y cerrase de nueva la puerta. En ese instante, Jonás se acercó a la cama y me tendió un sobre arrugado.

—Me lo dio cuando vino a verte esta mañana. No he querido enseñárselo a mamá. Ya sabes cómo es. Lo habría leído antes de entregártelo. 

Miré extrañado el sobre. Mis manos se echaron a temblar a modo de advertencia ante el punto de no retorno que sabía que se escondía en aquella carta.

—¿No vas a cogerlo?

—Sí, claro —Mis dedos se aferraron a aquel trozo de papel como si quisieran destruirlo sin leerlo siquiera.

—Será mejor que te deje solo. Estaré ahí fuera por si necesitas algo, ¿de acuerdo?

—Gracias.

Justo cuando se marchaba, percibí el olor a tabaco.

—¿Has vuelto a fumar?

—A ti qué te parece. No se lo digas a mamá. Suficiente tiene con lo tuyo.

Me armé de valor y abrí el sobre.


Álex,

Mentiría si dijera que lo que voy a decirte no me duele en el alma. Te aseguro que soy la primera que me odio a mí misma por no tener el valor suficiente de quedarme y hacerlo a la cara, pero no sé si podría soportarlo.

Una vez me dijiste que si tuviera que escoger entre mi vida y la tuya, serías quien me obligase a elegir la primera opción. En aquel momento pensé que era una estupidez. ¿Por qué tendría que decantarme por una vida u otra pudiendo tener la mía contigo? Ahora lo entiendo. 

Hace unos días recibí una carta del conservatorio. Me han concedido la beca. Si no te lo he dicho antes es  porque tenía miedo a hacerlo. Y miedo, sobre todo, de la decisión que he tomado. Lo he pensado mucho y créeme cuando te digo que no ha pasado una sola noche sin que me haya arrepentido de ello. Pero estoy convencida de que, por más que duela, es la mejor opción para ambos.

Ya sabes cómo es la vida en Viena. Entre ensayos y conciertos apenas podré dedicarte el tiempo que te mereces y seré incapaz de seguir adelante estando a miles de kilómetros de ti. Tú te quedarás aquí, esperando a hablar conmigo, a recibir una mínima señal que te diga que estoy ahí. Una señal que no siempre podré enviarte.

Sé que irme a Viena a estudiar es una oportunidad única que no puedo dejar escapar. Tú mismo me lo has dicho mil veces. Pero también sé que si no dejo atrás lo que ha formado parte de mí hasta ahora, quedaré siempre atada a mi vida de antes y mi estancia en Austria se hará insoportable.

No hace falta decir que los últimos años a tu lado han dado sentido a mi vida. Me has hecho inmensamente feliz, Álex. Y eso es algo que nunca voy a olvidar. Pero tenemos que dejarlo aquí. Por los dos. Porque si no puedo hacerte feliz, tampoco puedo amarte.

Mi avión sale en tres horas. Me habría gustado volver a hablar contigo y, aunque no tengo ningún derecho a pedírtelo, perdóname. 

Espero que lo entiendas, 

María.


El papel se me escurrió de las manos. La puerta se abrió y vi entrar a mi madre seguida de otra enfermera diferente a la anterior. Se acercó y depositó con cuidado una bandeja de comida justo delante de mí. Como si temiera hacerme daño con ella. ¿Acaso se puede hacer daño a algo que ya está roto?

Hablaban entre sí. Sonreían y bromeaban tratando de arrancarme una sonrisa a también. Se esforzaban por hacer menos dura mi estancia en aquella habitación de hospital en la que había entrado con un golpe en la cabeza y de la que saldría con el corazón hecho pedazos. De vez en cuando se detenían junto a la cama para formularme alguna pregunta. Mi mirada, en cambio, seguía fija en la pared de enfrente y no fui capaz de responder a ninguna de ellas.

Tampoco probé el pescado.

ÁLEX

LA LLUVIA EN VIENA

-Madrugada del sábado, 19 de noviembre-



Dejé caer el lápiz sobre mis piernas para llevarme las manos a los labios y soplé lo más fuerte que pude. Una nube de vapor ascendió desde mi boca a medida que mis dedos fueron entrando en calor. Miré la hora en el panel digital de una farmacia cercana. Eran casi las cinco de la mañana. Llevaba sentado en aquel bordillo desde las doce y, lejos de estar cansado, me sentía más despierto que en los últimos días. 

Los médicos me dieron el alta el martes por la tarde. A pesar de que el doctor asegurase que con dos días de reposo sería suficiente, mi madre insistió en que durante el resto de semana debía quedarme en casa recuperándome del accidente. Desde entonces mi hogar se había convertido en una cárcel de alta seguridad y mi madre en un incansable centinela velando por mi aislamiento. 

Los días pasaban lentos y, por más que lo intentaba, no podía dejar de pensar en María. Todavía guardaba su carta en un bolsillo del abrigo. Me la sabía de memoria de todas las veces que la había leído y, aunque una parte de mí insistía en lo contrario, seguía pensando que no era real. Mi historia con María no podía terminar en un papel. Debía de tratarse de una pesadilla, solo tendría que pellizcarme fuerte y acabaría despertando, volviendo a mi vida de siempre. Sin embargo, ninguno de esos pellizcos tuvo más efecto que los moratones que ahora adornaban mi brazo. La desesperación por salir de entre aquellas cuatro paredes se volvió cada vez más insoportable con cada hora que pasaba sin saber de ella. Necesitaba escapar de allí o acabaría volviéndome loco.