Cubierta

ANDRÉS ARTEAGA

LEVADURAS DE DESTRUCCIÓN

Melancolía y desvanecimiento del yo en la obra de Álvaro Mutis

Editorial Biblos

Para Maribel, Elisa y Matías, pilares fundamentales de mi vida.

 

A Nelly y Victor Manuel, que desde siempre apoyaron este proyecto y lo inspiraron con su ejemplo.

 

In memoriam Libia Uribe.

LEVADURAS DE DESTRUCCIÓN

Andrés Arteaga analiza cómo la obra del poeta y novelista colombiano Álvaro Mutis está enraizada en una conciencia de época romántica en la cual la melancolía –como condición afectiva existencial de una modernidad tardía– y el desvanecimiento del yo –como imaginario estético-narrativo– ocupan un lugar central en la configuración de su universo de ficción. Desde una lectura crítica basada en el método psicoanalítico propuesto por Jacques Lacan, Julia Kristeva y Shoshana Felman, se propone un análisis original de tres de sus obras más importantes: el poema “El husar” (1953), el relato “La muerte del estratega” (1985) y la novela Amirbar (1990).

Levaduras de destrucción. Melancolía y desvanecimiento del yo en la obra de Álvaro Mutis es un muy bien logrado texto que establece un diálogo entre la interpretación literaria y el psicoanálisis en el cual el autor se propone hacer una crítica literaria que desnuda, no solo la obra de un escritor, sino una propuesta estética y ética en la obra de Álvaro Mutis.

Beatriz Maya

Andrés Arteaga. Profesor asistente en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en el Departamento de Lenguas Modernas y Estudios Clásicos en Saint Mary’s University (Canadá). Doctor en Literatura Hispanoamericana de la University of Ottawa (Canadá). Tiene una maestría en Psicoanálisis en la Université de Paris 8 y un pregrado en psicología en la Universidad de Antioquia (Colombia). Ha publicado artículos en revistas especializadas y capítulos de libros sobre las obras de Álvaro Mutis, Severo Sarduy, Tomás González, Pablo Montoya y José Celestino Mutis. Su área de interés es la relación entre la escritura y el trauma, sobre lo cual ha publicado los libros Notas viajeras. Escritura de viajes y testimonio (2013) y El refugio del fénix. El final de una noche de agonía (2016). Actualmente prepara un volumen sobre escritores contemporáneos colombianos émigré.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Agradecimientos

Esta investigación no hubiera sido posible sin el acompañamiento, dedicación y orientación como director de tesis de Walter Moser durante mis años como estudiante de doctorado en la Universidad de Ottawa. Igualmente le agradezco a cada uno de los miembros del comité de tesis, los profesores Sonia Thon, Fernando de Diego y Jöerg Esleben por sus comentarios, críticas y por las horas compartidas en mi vida como estudiante.

Un agradecimiento muy especial a Santiago Mutis por haberme hecho el contacto con Álvaro y Carmen, y a ellos por haberme recibido en su residencia en la ciudad de México durante mis años como estudiante. Muy especialmente mi agradecimiento a Álvaro Mutis por haberme enseñado los rincones de su biblioteca llenos de secretos y aromas del trópico que ahora recuerdo con tanta nostalgia después de su partida hace ya algunos años.

Quiero agradecerle también a la Universidad de Ottawa, al Departamento de Lenguas Modernas y Literaturas, al Instituto de Estudios Canadienses, al National Arts Center of Canada y al Ontario Graduate Scholarship Program por haberme apoyado financieramente en mis estudios de doctorado.

Agradezco igualmente a Saint Mary’s University por haberme permitido terminar esta investigación con una Internal Faculty Grant y a mis colegas del Departamento de Lenguas Modernas y Estudios Clásicos por sus consejos.

Finalmente quiero agradecer a quien ha estado siempre ahí en las horas de angustia, alegría y alivio, mi compañera de viaje, Maribel, que desde Colombia se subió a este barco con un destino pero sin fecha de regreso.

1. Álvaro Mutis y la posvanguardia latinoamericana

El arte vive de paradojas: cuando los románticos abogaron por un arte americano, proporcionaron cerrados discursos a la europea; cuando los modernistas asumieron con desparpajo democrático las máscaras europeas, dejaron que fluyera libremente la dicción americana, traduciendo en sus obras refinadas un imaginario americano.

Ángel Rama, Las máscaras

 

H.R. Jauss, en su famoso texto La historia de la literatura como provocación (2000), plantea que el siglo XVIII trajo consigo un replanteamiento de la famosa querelle des anciens et modernes que dinamizó el –hasta entonces– histórico concepto de Modernidad, en tanto esta necesita revisitar frecuentemente la Antigüedad para redefinirse a sí misma; este replanteamiento es la puerta de entrada del romanticismo o lo que Jauss nombra “nueva Modernidad”.

En este texto, Jauss traza la historia del concepto de Modernidad, al interior de la cual nos interesan particularmente las características fundamentales de la estética romántica en tanto es definida como “conciencia de la Modernidad” (49). Seguiremos la reflexión de Jauss con el fin de delimitar los componentes fundamentales del imaginario estético y cultural del romanticismo que nos ayudarán a entender el concepto de Spätzeit (o tiempo tardío) propuesto por Walter Moser en su artículo “Mélancolie et Nostalgie” (1999); todo esto con el objetivo de dirigir nuestra reflexión hacia el problema fundamental de investigación que nos hemos propuesto: la melancolía y el fading del sujeto como dos ejes fundamentales sobre los cuales están construidas la visión del mundo y los héroes en la obra del escritor colombiano Álvaro Mutis.

Jauss, al referirse a los románticos, dice:

 

[Es una] nueva generación que anuncia su autocomprensión histórica en el hecho de bautizar su modernidad con nombre propio, Le Romantisme, nombre que combina el presente con su origen autóctono, con la Edad Media cristiana, y, al mismo tiempo se aparta de la Antigüedad clásica como un pasado ya no recuperable, visto desde la perspectiva histórica. (39)

 

Para los románticos, la Edad Media era su propio pasado y la Antigüedad, su pasado remoto; por esta razón Jauss habla de las dos antiquités de los románticos, las cuales comienzan a ser revaloradas. Si bien es cierto que la Antigüedad clásica es vista como una época distante desde una perspectiva histórica y, por ende, imposible de recuperar, sin embargo, desde una perspectiva estética, la Antigüedad comienza a ser idealizada como imagen de época en donde características como lo simple, lo naïve o lo arcaico resultan atractivas y dan lugar a una poesía primitiva. Igualmente, resulta atractiva la concepción heroica de la polis griega y la república romana, al igual que la “sentimental belleza de las ruinas”. Por otra parte, la Edad Media cristiana es recuperada en tanto “pasado nacional modélico” (Jauss 40-41), la cual dará vida al Estado moderno. La literatura de esta época es redescubierta por el romanticismo francés, en particular por Sainte-Palaye, Chateaubriand y Madame de Staël, para quienes la poesía de la Edad Media:

 

Es ahora bella no solo porque el caballero cristiano satisface el más alto concepto de lo heroico y lo idealmente bello –en contraste entre un estado de sociedad bárbaro y una religión perfecta–; sino también porque la verdadera poesía exige esta antigüedad e incertidumbre de una tradición que piden las musas y que, por consiguiente, brota de la distancia histórica y de la sugestión de lejanía. (Jauss, La historia 42, mi énfasis)

 

Chateaubriand habla de lo romántico como un “sentimiento estético de la naturaleza”, el cual solo llegó a ser posible después de unir la poesía de la soledad del cristianismo con el encanto de la poesía medieval por un mundo hundido en la lejanía del tiempo que solo puede captarse en las “reliquias y en las ruinas” (citado por Jauss 46-47).

Por otro lado, Herder –siguiendo a Jauss en este recorrido– añade un nuevo elemento a este cuadro romántico: la historia. Esta no es necesariamente el rescate de un pasado nacional y cristiano, sino un “cuadro de la naturaleza perdida de otro tiempo que se nos ha vuelto ajeno y, sin embargo, familiar” (Jauss 48). Asistimos entonces a una nostalgia por un pasado irrecuperable y a la vez familiar, en donde a partir de objetos como la reliquia y la ruina podemos revivir lo que otrora fuera heroico y que ahora no es más que un recuerdo. Jauss dice que para Goethe será el paisaje lo que definirá lo romántico, “lo que se dice romántico de una región es un sosegado sentimiento de lo sublime bajo la forma del pasado o, lo que viene a ser lo mismo, de la soledad, de la ausencia, del aislamiento” (Jauss 48).

Para los románticos, entonces, se trata de encontrar una relación recíproca entre la historia y el paisaje natural, en donde por un lado hay una búsqueda de una naturaleza perdida y por el otro un sentimiento de disconformidad con un presente precario. Es por esto que Jauss plantea que “el descontento con el propio presente es lo que constituye el denominador común de los románticos” (48). Este autor plantea que en el siglo XIX, más que de Modernidad, se habla de “conciencia de la Modernidad ya que es la que se anuncia en la experiencia de rapidez con que lo romántico de hoy puede parecer de nuevo clásico en cuanto romántico de ayer” (49). Para Stendhal, por ejemplo, “romántico ya no es ahora el encanto de aquello que trasciende lo actual y constituye, respecto a lo real y cotidiano, el polo de tensión de lo lejano y lo pretérito, sino lo actual, lo bello precisamente ahora, que debe perder su encanto directo al convertirse en pasado y que entonces solo podrá seguir interesando desde el punto de vista histórico” (Jauss 51, nuestro énfasis). En este nuevo concepto ya no hay un pasado que se opone al presente; de lo que se trata es que el presente se vuelva historia, de cubrirlo con un manto de antigüedad.

En esta misma línea de análisis encontramos a Baudelaire, para quien además de la relación entre lo actual y lo antiguo se encuentra lo transitorio, “la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo […] la mitad del arte en donde la otra mitad es lo eterno e inmutable” (Jauss 53, mi traducción). Baudelaire no deja de percibir la tensión dinámica entre lo actual y lo eterno, cada modernité debe inevitablemente volver a convertirse en antiquité; en esa tensión el pasado no determina la forma del arte moderno; así como la configuración del arte no puede limitarse a lo momentáneo. Debe existir un balance entre lo pasajero y lo duradero. Es por esto que “la experiencia de la modernité incluye el aspecto de lo eterno como oponente suyo incluso a la conciencia histórica” (Jauss 54).

Habermas, en su conferencia “La Modernité: Un projet inacheve” (1981), retoma algunas de las principales ideas de Jauss y habla igualmente de la Modernidad como una “conciencia de época en relación con la Antigüedad” (Habermas 951). El filósofo alemán sitúa los comienzos de la Modernidad en 1850 bajo la mirada de Baudelaire y del arte de vanguardia; sin embargo, señala que cuando hablamos de moderno nos referimos tanto a Carlo Magno en el siglo VIII como a la época de las luces en el siglo XVIII. Es decir, se habla de Modernidad “cada vez que una relación nueva con la Antigüedad se renovaba y hacía nacer en Europa una conciencia de una época nueva” (951). En este sentido, el autor plantea que han existido diferentes épocas modernas en las cuales cada una guarda una relación particular con la Antigüedad; tales épocas podríamos entenderlas como diferentes fases o etapas de la Modernidad.

Es a través del círculo dadaísta del Café Voltaire que las ideas de Baudelaire y Poe toman una nueva dimensión para establecer una Modernidad estética, la cual tiene como núcleo central una “conciencia transformada del presente”, que deberá desembocar en un culto de lo novedoso, en tanto “novedoso pasado” (Habermas 952). Esto lleva a la toma de conciencia de una sociedad en donde lo transitorio y lo efímero forman parte de una “nostalgia de una verdadera presencia”, que, en palabras de Octavio Paz, es el “verdadero tema oculto de los mejores poetas de la Modernidad” (citado por Habermas 953). Dicha nostalgia guarda una estrecha relación con una pérdida de continuidad histórica, lo que en palabras de Adorno es “un signo de dislocación, un sello de autenticidad de lo moderno” a partir del cual “la Modernidad es un mito vuelto contra sí mismo” (Habermas 953).

Será el pensador alemán Walter Benjamin quien introduzca la relación entre historia y Modernidad, pues para él, el “historiador debe captar la constelación en la cual su época está relacionada con una época anterior” (citado por Habermas 954). De esta manera, funda el concepto de lo “a-presente,” bajo el cual se ingresa al terreno de lo mesiánico. En el campo del arte, esto nos reenvía a una posvanguardia en donde se produce el fracaso de la revolución surrealista al intentar pasar directamente a una posmodernidad sin haber entendido completamente el sentido de la Modernidad y la diferencia con el modernismo y las vanguardias. Si bien en Baudelaire encontramos una cierta promesse de bonheur, según Habermas “la utopía de la reconciliación se ha tornado ya en un cuadro crítico de un mundo social irreconciliable” (961). Las esferas del arte y la vida se separan cada vez más y el artista queda sumido en una incomunicación con el mundo de la vida.

Con la irrupción de las primeras vanguardias europeas a principios del siglo XX hace su aparición la obsesión por lo novedoso y el rechazo a toda forma de pasado. Para Jauss, en su ensayo “El proceso literario de la Modernidad desde Rousseau hasta Adorno” (1995), es claro que cada vez que nace una nueva vanguardia ya está sellada su muerte cuando es alcanzada por otra más nueva, más radical y más futurista. Para este autor los vanguardistas sienten un desprecio por las tradiciones religiosas, culturales y políticas, por lo que su tarea será trazar los lineamientos de una nueva forma de acceder a la experiencia estética.

Esta experiencia consiste en proponer un programa que le permita al hombre alcanzar la realidad sensible a través de lo actual, una acción directa que –en palabras de André Breton– debe “realizar lo real”. Para Jauss hay un síntoma que muestra que este cambio ya se produjo y pone como ejemplo el poema-conversación de Apollinaire “Zone”, aparecido en el libro Alcools:

 

[Se] dice adiós con un gesto patético al viejo mundo del pasado occidental para ensalzar la belleza inesperada de la gran ciudad y del arte industrial. (Jauss, Proceso 88-89)

 

El poema-conversación de Apollinaire descubre “la pluralidad de voces de un sujeto extraño a sí mismo” (Jauss 90), representado bien sea bajo la figura de un individuo o bajo la figura de la masa colectiva. La realidad que construye el sujeto la toma por fragmentos de conversaciones en el café o de vivencias en la ciudad anónima; dicha realidad le da al sujeto acceso a una alteridad radical que le permite identificarse con el otro que es él mismo. En el campo de otras manifestaciones artísticas y siguiendo el mismo principio, nos recuerda Jauss, se dieron el ready made con Marcel Duchamp y los primeros collages de Picasso. Se trata de la representación de la realidad cotidiana a través del arte. Los objetos de uso diario como el urinal o la rueda de una bicicleta, al estar enmarcados en la producción artística, se convierten en objetos de arte y el sujeto con esto adquiere una conciencia de una realidad alienada.

Esto conduce a tres consecuencias: la primera es que se pone en cuestión las fronteras de lo que es arte y lo que no lo es; la segunda tiene que ver con lo irrepetible y único del momento elegido para la contemplación estética; y la tercera tiene que ver con la posición del espectador frente a la obra de arte, en tanto este debe completar el significado de la misma desde sus coordenadas subjetivas; así, la obra será diferente para cada espectador.

La segunda oleada vanguardista –en donde encontramos el surrealismo, el dadaísmo francés, el productivismo soviético, el futurismo y la posvanguardia latinoamericana– aportó menos a la experiencia estética en la Modernidad en tanto muchas de sus propuestas ya habían sido anunciadas décadas antes por otros movimientos artísticos. Muchas de las reflexiones de Apollinaire y Marinetti están basadas en algunos escritos de Georges Sorel en los cuales habla de una “revolución futura” que debe surgir del proletariado como portavoz de un ser ideal lejano a la corrupción industrial. Los surrealistas recurren a lo inconsciente para hablar de la “imaginación auténtica, separada de la realidad burguesa normal” (citado por Jauss 92).

Jauss muestra cómo estos movimientos apologéticos terminaban muchas veces sumidos en su propio veneno en tanto sus tesis tomaban rumbos contrarios a su punto de partida original; por ejemplo, las ideas marxistas de Sorel fueron retomadas por los fascistas italianos haciendo de Mussolini el “heraldo de la gran destrucción” (92). Para el autor alemán, el ambiente raído de vanguardias y posvanguardias, de sobremodernidades y ultramodernidades, no hace más que oscurecer el panorama complejo del mundo del arte y de la política. Esto tiene como consecuencia que el sujeto contemporáneo se encuentre sumido en una confusión tal que lo hace más proclive a caer en los brazos de los discursos catastróficos donde el fin de todas las cosas está referido a un origen mítico.

Este análisis nos muestra un panorama mucho más amplio sobre los discursos y las prácticas estéticas posteriores a la llamada Modernidad clásica. Es claro que para Jauss ha habido una ruptura, al igual que para Habermas, pero mientras el primero la intenta descifrar, trazar su origen y posible destino, el segundo lamenta que los filósofos contemporáneos hayan descuidado este legado y se hayan dedicado a extraviarse por caminos sin mucha luz.

Jauss sitúa el origen de la primera vanguardia en la misma Modernidad, en tanto señala una continuidad ideológica entre varios pensadores, como son Sorel y Apollinaire, Rousseau y Adorno, entre otros. Para este autor sí hubo un cambio de paradigma entre la Modernidad y las vanguardias, así las segundas se nutran de la primera, y esto nos parece muy significativo, pues de alguna manera reconoce que el movimiento literario que se produjo después de la Primera Guerra Mundial tuvo un impacto muy importante en la mirada del mundo posterior a la guerra y en la relación entre la ciencia y las artes.

Con las primeras vanguardias literarias hay un cambio radical de mentalidad en las nuevas generaciones de artistas, ya no hay una confianza ni en el futuro, ni en el pasado, a diferencia de los primeros modernos en el siglo XVIII. Para los vanguardistas, el arte tiene un carácter de inmediatez, de atemporalidad, lo cual permite la inclusión del sujeto en la experiencia artística. Ya no se trata del clasicismo alemán o del impresionismo francés, ni del “arte por el arte” simbolista; se trata ahora más bien de incorporar los objetos del mundo real al interior de la experiencia subjetiva. Por eso, la nacionalidad del artista o la fecha de la obra de arte ya no tienen tanta importancia.

A partir de la irrupción de las nuevas tendencias como el objet trouvé y el ready made, el arte deviene universal y particular al mismo tiempo, pues se trata de una apropiación del mundo real por parte de quien participa en la obra como espectador.

Otro aspecto importante que merece destacarse en este análisis es el estado de las vanguardias a mediados del siglo pasado; hay una clara diferencia entre las primeras vanguardias y las siguientes. En las primeras vanguardias se habla de la ruptura con la tradición y de la desconfianza en el futuro, al igual que se resalta la inmediatez de la obra de arte, tal como lo veíamos más arriba. En las siguientes vanguardias es claro que hay un movimiento de desintegración justo en el momento de su nacimiento. El hecho de que el maestro sea sobrepasado rápidamente por sus alumnos y que posteriormente el movimiento artístico sea una huella del pasado da cuenta bien sea de lo frágil que es la vanguardia o del cumplimiento de su objetivo primordial: la no perdurabilidad.

Lo interesante de este movimiento de desintegración es lo que se produce en la escena de las artes y de la política: desorientación. Tal como lo señala Jauss al final de su artículo:

 

El quid pro quo entre progreso y reacción, que hoy continúa, produce el efecto de hacer extremadamente difícil orientarse en el arte contemporáneo como en la política, paralizando la producción misma, pues el que se atiene a intenciones radicales tiene que sentirse como un provinciano, mientras que el conformista ya no se sienta avergonzado en la glorieta del jardín, sino que a bordo de un avión a reacción se dirige a lo pluscuamperfecto. (92)

 

Esto nos muestra la difícil tarea de la estética en el mundo contemporáneo, pues al no postularse como un ente educativo –bien a pesar del proyecto romántico de Friedrich Schiller– ni tampoco como una institución reaccionaria, no le queda más remedio que estar al margen de lo que pasa, ser un espectador de su propio teatro. La tarea de las artes ahora no es uniforme, no hay un solo programa que seguir, cada uno busca su pequeña historia para poder entender su pequeña parcela. El discurso de la posmodernidad trajo como consecuencia la desaparición de los grandes objetos de estudio, de los grandes relatos, de la cultura (Kultur). Ahora se trata más bien de entender las pequeñas historias, los intercambios entre las comunidades, los relatos que hacen que cada individuo sea un universo.

La apuesta de Jauss es doble: por un lado nos recuerda que el origen de las vanguardias se encuentra en los clásicos de la Modernidad y por lo tanto hay una deuda con ellos; por el otro lado, nos señala que si bien esta nueva época tiene características diferentes a las de sus predecesoras, no hay que dejarla por fuera del discurso filosófico contemporáneo, pues ya está en medio de la experiencia del hombre actual, ya se instaló como parte de su cotidianidad y de ahí no se puede mover. Si bien hay un peligro de extrapolación de su discurso, como lo señalaba con el uso del marxismo de Sorel por parte de los fascistas italianos, hay una potencialidad estética que debe explorarse.

Una manera de volver a pensar la Modernidad y sus efectos en la época actual es a partir de una reflexión en donde se involucre el campo de la estética en una fase tardía de esta, la Spätzeit, término que podría ser traducido como época tardía o tiempo posterior. Más que un concepto historiográfico definido, la Spätzeit es para Walter Moser, en su ensayo “Mélancolie et Nostalgie: affects de la Spätzeit” (1999), un concepto que surge de la reflexión de teóricos como Alois Riegl, Walter Benjamin y Harold Bloom, el cual tiene cinco componentes semánticos: la pérdida de energía, la decadencia, la saturación cultural, la producción secundaria y la posterioridad. Para Moser no se trata de situar a la Modernidad como un proyecto inacabado, tal como lo plantea Habermas, sino de analizar la Spätzeit como una “crisis no recuperable de la Modernidad utópica” (84).

La primera característica de la Spätzeit es “la pérdida de energía” en el campo de la experiencia estética, y esta la entiende Moser como la consecuencia de un modelo entrópico en donde:

 

El sujeto humano de la Spätzeit tiene la conciencia de encontrarse en un mundo reducido, en el cual desarrolla un imaginario con tres temas recurrentes: la pérdida de energía, la disminución de talla y el agotamiento del impulso creador. (84, mi traducción)

 

Se trata para este autor de un topos que se puede encontrar tanto en el campo de las ciencias naturales como en otras esferas de la experiencia humana como la literatura, en el cual lo relevante es el estado de desgaste, de agotamiento, de deterioro de un mundo anterior que ahora es añorado con una nostalgia existencial.

A partir de los conceptos de decadencia y caducidad que trata Walter Benjamin en The Origin of German Tragic Drama (1998), Moser sitúa “la decadencia” como segunda característica de la Spätzeit. Esta representa un estado posterior a un pasado glorioso del cual solo quedan las ruinas como testimonio. Estas ruinas simbolizan “al hombre que tiene como destino caer bajo la ley de la naturaleza” (Moser 85). Esta segunda característica no solo introduce el hecho de que el hombre ha llegado tarde, sino que encuentra en el mundo que habita la huella de una grandiosidad pasada sobre la que, o bien podría crear su lugar en el mundo, o bien sucumbir ante la magnitud de tal empresa. Un ejemplo de esta característica es la obra pictórica de J.H. Füssli L’artiste ému par la grandeur des ruines antiques (1779), en la cual vemos a un artista llorando desesperado ante una escultura colosal de la que solo quedan fragmentos. Ante la magnitud de las ruinas de civilizaciones antiguas, el artista no sabe muy bien qué hacer, si imitar su ejemplo o crear un nuevo referente estético que sobrepase sus antecesores, tomando de ellos algunos elementos.

La tercera característica propuesta por Moser es la “saturación cultural” producida precisamente por el hecho de que el hombre llega tarde –Spät– al tiempo –Zeit– que le ha correspondido vivir. Ante un pasado glorioso que ha dejado esparcidas sus huellas, el artista tiene dos actitudes posibles: una actitud positiva que le permite crear sobre lo que otros han hecho o una actitud negativa que lo paraliza ante la abundancia de materiales. Es desde este punto desde donde las vanguardias crean algo nuevo.

La cuarta característica es la “producción secundaria”, que es una consecuencia de la actitud positiva frente a la saturación cultural en la cual habita el hombre; frente a esta el artista opta, en este caso, por la reutilización de materiales que ya han sido usados en su forma original. Moser nombra estos procesos de producción como “reciclaje cultural, cultura citacional, fagocitaje, canibalismo cultural o cultura del pastiche” (86). Todas estas son manifestaciones estéticas de la renovación de materiales que han sido utilizados de primera mano en un nuevo contexto cultural.

Finalmente encontramos como última característica “la posterioridad”, la cual está relacionada con el concepto freudiano de Nachträglichkeit –o après-coup en Lacan– entendido este como la experiencia por parte del sujeto de una segunda escena en la cual un contenido de una primera escena ya vivida se vuelve traumático a posteriori. En el caso de la Spätzeit se trata de la experiencia subjetiva de saber que se está al final de un período, en “donde los recursos y los héroes están agotados, en donde la fuerza vital ha disminuido, en donde todo ha sucumbido, y justo antes del final decisivo se anuncia un nuevo ciclo” (Moser 87), un nuevo comienzo que marca una lógica propia de cada época. Sin caer en un modelo de circularidad histórica asistimos –según Moser– a una conciencia de época en la cual el sujeto siente que ha llegado tarde, siente que es, siguiendo a H. Bloom, alguien que ha llegado tarde (un latecomer).

El campo semántico de la Spätzeit no solo tiene unos componentes estéticos específicos –que deben interactuar entre sí para poder entender la operacionalización de este– sino que también tiene lo que Moser llama unos “afectos de la Spätzeit: la nostalgia y la melancolía” (89). Se trata del resultado de la actitud negativa frente a la pérdida de un objeto imaginario cargado de valores positivos al cual el sujeto no tuvo acceso: un tiempo mejor, un equilibrio entre el hombre y la naturaleza, un sentimiento de plenitud inicial, etc. En el caso de la nostalgia, el sujeto cree poder recuperar este objeto y lo evoca, bien sea en su forma simbólica o imaginaria. Para ello invierte una cantidad de energía libidinal en su intento por recuperarlo, resultando en muchos casos en la desazón frente a lo imposible de su tarea. En el caso de la melancolía, en cambio, el sujeto sabe que este objeto está perdido para siempre y por lo tanto no invierte libidinalmente en su búsqueda, pero sí en la adquisición de una conciencia que le permita “elaborar una representación estética de esta situación” (Moser 89).

Este campo semántico está presente en la producción literaria y artística de lo que teóricos como Octavio Paz y Roberto González Retamar han llamado la “posvanguardia latinoamericana” (Paz, Los hijos 32). En este movimiento encontramos una herencia del modernismo hispanoamericano, dentro del cual está el autor colombiano Álvaro Mutis. Siguiendo entonces a autores como Jauss, Habermas y Paz, la Modernidad literaria, más que un período histórico, la entendemos como una conciencia de época, esta vez tardía –Spätzeit (Moser)– que está de nuevo en el campo de la reflexión y producción cultural de la generación de la posvanguardia, la cual comienza su producción literaria más importante alrededor de 1940. Esta generación incorpora entre sus temas las angustias y los temores del hombre ante un mundo cada vez más tecnificado en el que su lugar está cada vez más relegado por la ciencia y la tecnología.

Modernismo, vanguardia, posvanguardia

El modernismo hispanoamericano será para críticos como Octavio Paz en Los hijos del limo (1987) una literatura de fundación en América Latina y la entrada de las letras hispánicas en la Modernidad literaria. Fue un movimiento literario de importantísimas consecuencias en Hispanoamérica, que en solo cuarenta años (1880-1920) marcó para siempre la relación entre las literaturas europeas y la literatura hispanoamericana (incluyendo por supuesto la peninsular). Álvaro Mutis no es un poeta modernista –ya que no pertenece a esta generación– pero se nutre de esta experiencia estética y vital, y su obra –al igual que su concepción del mundo– lleva la impronta del modernismo.

Rafael Gutiérrez Girardot, en su ensayo Modernismo, supuestos históricos y culturales (2004), plantea que los grandes temas del modernismo fueron “la secularización de la vida, el lugar del poeta en la sociedad burguesa moderna y las utopías” (34). Para este autor la secularización es el primero de los conceptos sobre el cual habría que pensar el modernismo, y para esto trae a colación el concepto “desmiracu[la]rización del mundo”, de Max Weber y Ernst Troeltsch, que entiende como “un proceso por el cual partes de la sociedad y trozos de la cultura se liberan del dominio de las instituciones y símbolos religiosos” (Berger citado por Gutiérrez Girardot 35). Para el artista, la llamada muerte de Dios proclamada por Nietzsche –que en realidad es la ausencia de Dios– fue un acontecimiento con tintes apocalípticos que provocó todo un proceso de racionalización de casi un siglo en Europa pero que en Iberoamérica se manifestó como una profunda crisis de fe, una ruptura del yo cuya consecuencia fue la duda religiosa, el vacío existencial que se transmuta en la búsqueda de un ideal, de un mundo en donde bajo el reinado de un nuevo cristo-soldado-liberador, como en Martí, se puedan encontrar los valores de la fe perdida en objetos de culto como la patria, la nación, el hombre nuevo, es decir, el mundo de la utopía.

José Martí, en el prólogo al poema “Niágara” de Juan Antonio Pérez Bonalde, escribió:

 

Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen, se engañan. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben […] Un inmenso hombre pálido, de rostro enjuto, ojos llorosos y boca seca, vestido de negro anda con pasos graves, sin reposar ni dormir, por toda la tierra –y se ha sentado en todos los hogares, y ha puesto su mano trémula en todas las cabeceras. ¡Qué golpeo (sic) en el cerebro!, ¡Qué susto en el pecho!, ¡Qué demandar lo que no viene!, ¡Qué no saber lo que se desea! […] no hay caminos constantes, vislúmbranse apenas los altares nuevos, grandes y abiertos como los bosques. (Citado por Gutiérrez-Girardot 75-76)

 

Los primeros modernistas como Darío y Martí fueron revolucionarios en tanto vieron en esta crisis de fe la posibilidad de fundar una nueva estética, cuyo lenguaje inspirado en el simbolismo francés y refinado en la más alta estilística giraba en torno a un pathos común: la sacralización de símbolos como la patria, la nación, el pueblo, lo propiamente (latino)americano. “El hombre pálido de rostro enjuto, ojos llorosos y boca seca” del cual habla el poeta cubano es el hombre contemporáneo que no encuentra en la antigua fe católica una respuesta frente a sus nuevas preguntas –ahora modernas–. El modernismo intenta llenar el vacío de la fe perdida usando un lenguaje antiguo, con tintes apocalípticos en muchos casos, cuyo objeto es ahora el mundo moderno. Gutiérrez Girardot dice que “la secularización del siglo XIX fue no solo una mundialización de la vida, una desmiracularización del mundo sino a su vez una sacralización del mundo” (79-80). Algunos textos anteriores al modernismo –pertenecientes al romanticismo latinoamericano– como El matadero (1838-1840), de Esteban Echeverría, y las novelas Facundo (1845), de Domingo Sarmiento, o Cecilia Valdés (1839), de Cirilo Villaverde, señalaban ya la necesidad de un proyecto de modernidad e identidad. Pero serán los modernistas quienes le darán un nuevo aire de fines de siglo a este proyecto panamericano. Se buscará una expresión americana a partir del criollismo en textos como Versos sencillos (1891), de José Martí, Cantos de vida y esperanza (1888), de Rubén Darío, o en novelas como Ariel (1900), de José Enrique Rodó, que vendrían cargados de una prosa adornada con un mensaje claro de renovación cultural y social que sientan las bases de una literatura de fundación del continente latinoamericano.

A pesar del esfuerzo por descristianizar las instituciones sociales, el lenguaje poético de muchos artistas de finales del siglo XIX, tanto en la Europa continental como en Hispanoamérica, seguía teniendo un tinte religioso. Autores como Baudelaire, Huysmans, Barrès, Darío o Machado utilizaron en algunos de sus poemas imágenes religiosas para crear un lenguaje profano. Un ejemplo es el poema “Soledades” (XXXVII) de Antonio Machado en donde hay un diálogo entre la noche y el amado, que recuerda el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, y que dice:

 

¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja,

que me traes el retablo de mis sueños

siempre desierto y desolado, y solo

con mi fantasma dentro,

mi pobre sombra triste

sobre la estepa y bajo el sol de fuego,

o soñando amarguras

en las voces de todos los misterios,

dime, si sabes, vieja amada, dime

si son mías las lágrimas que vierto!

Me respondió la noche:

Jamás me revelaste tu secreto.

Yo nunca supe, amado,

si eras tú ese fantasma de tu sueño,

ni averigüé si era su voz la tuya,

o era la voz de un histrión grotesco.

(Citado por Gutiérrez Girardot 85)

 

El poeta utiliza un lenguaje con evocación mística para expresar un tema profano, el vacío existencial frente a la inmensa nada; este deviene una especie de nuevo sacerdote de una religión profana. “La nueva mitología fue la poesía, sustituto de la religión perdida, que al consagrarse como religión del futuro no solamente se imponía una tarea redentora secular, sino que de antemano condenaba al artista a un fracaso” (Gutiérrez Girardot 86). El artista debió encontrar un lugar al interior de la sociedad burguesa que definiera lo que era la belleza, los símbolos de la nueva época. Esta era una tarea que estaba condenada al fracaso, en tanto la introspección del poeta no fue escuchada lo suficientemente como para quebrantar la revolución positivista que ya estaba en marcha y que ponía al mundo industrial en la cima de la Modernidad.

El lugar del poeta modernista en la sociedad industrial fue entonces ambiguo en tanto no hubo un pleno reconocimiento de su valor y, en muchos casos, tuvo que tener una naturaleza anfibia que le garantizara la supervivencia, vida de burgués de día, ensueño de artista en su obra creativa nocturna. Oficios como la diplomacia, el comercio o el periodismo fueron ejercidos por los modernistas ya que de su producción poética no alcanzaron a vivir, al menos no tal como lo esperaban. Martí, Nájera, Casal, Darío o Silva alternaban las misiones consulares con el periodismo, el comercio y su profesión de escritores. Esto se dio en parte gracias a que había dos condiciones ineluctables que imponía la vida del modernista, hedonismo y cosmopolitismo, el primero sustentado en la idea de la contemplación y reproducción de las formas bellas, y el segundo en la aspiración de universalidad de la tarea poética y el contacto de primera mano con la experiencia de la gran ciudad –París y Londres–, las cuales eran los símbolos del spleen y del dandismo que los modernistas querían experimentar.

En este sentido, la experiencia modernista produjo un nuevo tipo de intelectual que, o bien se encerró en su torre de marfil –de allí que algunos críticos de este período lo nombren como torremarfilismo–, o bien se preocupó por el cambio social a partir de la creación de una utopía. Según Gutiérrez Girardot, ambos caminos fracasaron en los escritores hispanoamericanos. “Los escritores de lengua española de fin de siglo que llegaron tarde a esa «última cena» de la Modernidad tomaron conciencia de esta situación y se enfrentaron a ella” (90). De allí que había una clara conciencia de Spätzeit en autores que veían que el proyecto de modernización no solo había llegado tarde a Hispanoamérica sino que además había una distancia geográfica y cultural que había que sortear; algunos de ellos crearon su obra modernista y utópica dando a la luz mundos de ficción que les permitían escapar de la realidad circundante de sus pequeñas aldeas, otros simplemente no aguantaron enfrentar el mundo positivista y se quitaron la vida, como en el caso de José Asunción Silva, o quisieron realizar en carne propia la utopía libertaria en su patria natal como el caso de Martí, que muere en la batalla de independencia de Cuba de 1895.

Otro elemento importante de la experiencia modernista fue su fascinación con la decadencia, herencia directa del simbolismo francés, la cual fue para muchos la inevitable consecuencia de la revolución positivista comptiana; la entropía fue vista como un futuro plausible. Obras como De sobremesa (1925), de José Asunción Silva, o Prosas profanas (1896), de Rubén Darío, dan cuenta de ese mundo interior que privilegia la sensualidad del lenguaje y la experiencia bohemia, y al mismo tiempo establecen un diálogo transatlántico directo con autores como Huysmans y su novela À Rebours (1884), o Charles Baudelaire y sus obras Les Fleurs du mal (1857), Le Spleen de Paris (1869), Petits poèmes en prose (1869).

El fin del siglo XIX trajo consigo el anhelo de cambio y la utopía se instala como la punta de lanza de la prosa modernista, desde la llegada de un nuevo cristo-soldado-futurista como Martí hasta la búsqueda de una identidad americana en donde se rastrea en lo vernacular –sea esto lo indio, el pueblo, la patria o la identidad–, el eco de las voces calladas por el yugo de la conquista española y ahora por el nuevo yugo de la colonización industrial. La utopía se fundó como la respuesta del modernismo americano a las exigencias de un presente cada vez más deleznable:

 

El paisaje castellano, la América de Manuel Ugarte y Darío o la de Martí, la España interior de Ganivet la “otra España” eran esbozos de regiones pacíficas, de mundos mejores, de lejanas unidades realizables solo bajo condición de que al mapa utópico se le dieran contenidos concretos y fines alcanzables. (Gutiérrez Girardot 155)

 

No fue así, y muchos de los sueños utópicos se convirtieron en la pesadilla de regímenes nacionalistas en donde la búsqueda de lo puramente nacional llevó al colapso de la fantasía poética transformada en programa político. Lo que sí dejó fue un gran campo de análisis literario en donde la fantasía ocupa el lugar preponderante, no extraño, en palabras de Gutiérrez Girardot, a la mentalidad hispana:

 

Con el modernismo esta mentalidad se había abierto al mundo, había asimilado el pensamiento y la literatura europeas del s. XIX. Los países de lengua española ya no debían considerarse zonas marginales de la literatura mundial. (156).

 

El modernismo es entonces la puerta de entrada de la poesía hispanoamericana al conjunto de tendencias literarias que se venían dando en Europa –tales como el parnasianismo, el simbolismo, el realismo, el naturalismo, el impresionismo y, por supuesto, el romanticismo del cual, según Max Henríquez Ureña, los modernistas “rechazaban sus excesos pero alababan la honda emoción lírica y sonoridad verbal” (Breve 12)– y de las cuales se alimentaron autores como Martí, Darío, Silva, Casal y Gutiérrez Nájera. El modernismo entonces no fue un movimiento ni de imitación ni de “aculturación”, según el concepto de Ángel Rama; fue un movimiento de fundación de la literatura hispanoamericana y de inclusión de las letras hispánicas en el panorama literario universal que requirió un diálogo necesario con Europa, particularmente con Francia. De allí que a muchos modernistas se les critique por su estilo afrancesado e incluso que algunos de ellos hayan escrito algunos de su poemas en francés como es el caso de Darío. Sin embargo, no solo con poetas o tendencias de la poesía francesa hubo un incesante diálogo, como lo plantea Henríquez Ureña; también figuras como Edgar Allan Poe y Heinrich Heine fueron decisivas en la formación de una prosa modernista, particularmente a través de las traducciones de Juan Antonio Pérez Bonalde de The Raven (El Cuervo), de Poe, y del Lyrisches Intermezzo (Intermezzo lírico), de Heine (Henríquez Ureña 30-31).

Vale la pena mencionar la presencia igualmente determinante de temas americanos desde la temprana producción de los primeros modernistas. Según Henríquez Ureña, textos de Rubén Darío como Del Trópico, Tutecotzimi, Caupolicán, Momtombo son fundamentales en su primera producción poética, así como el Alma Americana, de Leopoldo Lugones, y el Ariel, de José Enrique Rodó, que tendrán como tema central de la acción las tierras americanas (32-33). Sin embargo, los modernistas buscaban encontrar los temas que dieran curso libre a su expresión lírica y no se circunscribían necesariamente a un continente o una realidad cultural; la presencia del cosmopolitismo es decisiva en la prosa modernista y tendrá un impacto central en las generaciones posteriores.

A partir de Max Henríquez Ureña y su Breve historia del modernismo sabemos que Gutiérrez Nájera escribió algunos de sus últimos poemas inspirados en Grecia (Odas Breves), al igual que Casal (Las oceánides, Mi museo ideal); y que en el Ariel de José Enrique Rodó hay una exaltación magistral de la civilización helénica. Igualmente, la mitología nórdica está presente en el poemario Castalia bárbara, de Ricardo Jaimes Freyre; las cortes francesas del siglo XVIII, tan presentes en poetas franceses como Verlaine (Fêtes galantes) y Samain (Au jardin de l’Infante) o en los estudios de los hermanos Goncourt sobre este siglo, influyen decididamente en algunos de los grandes representantes del modernismo hispanomericano como el poema de Rubén Darío “Era un aire suave”, el Asunto Watteau, del peruano José Santos Chocano, o el Soneto Watteau, de José Juan Tablada. Otras civilizaciones como China y Japón despiertan el interés de los modernistas como se aprecia, por ejemplo, en el cuento “La muerte de la emperatriz de la China”, de Rubén Darío, en los libros Kakemoto y Sourimoto, de Julián del Casal, y en poemarios como El florilegio y Li-Po, de José Juan Tablada; y también en el poema “Estampas japonesas” (aparecido en Las horas doradas), de Leopoldo Lugones (Henríquez Ureña 19-22). Son estos apenas algunos ejemplos del vivo interés de los poetas modernistas en buscar imágenes y temas en otras esferas culturales.

Para Ángel Rama hay una tarea unificadora continental en la prosa modernista, que se alimenta de la lección extranjera en la cual:

 

El esfuerzo de interpretación de un texto que abarca Europa y América [Asia y Oceanía], no se orienta ya hacia los objetos concretos e individuales, sino hacia los instrumentos con que se fabrican los objetos culturales. En primer término quiere decir la lengua, la prosodia, el léxico que se han de aplicar, y en el nivel superior, estrictamente literario, la construcción de una lengua culta americana que no perteneciera a otra región, sino que también expresara la totalidad convergente de los hablantes del continente. (Máscaras 192, énfasis nuestro)

 

Dichos instrumentos –la lengua, la producción literaria– son los que finalmente dan cuenta de un cambio de paradigma cultural a través de sus manifestaciones concretas: el arte y la literatura. De allí que a pesar de que los marcos de referencia iniciales del modernismo estuvieran trasplantados de Europa, el producto final es profundamente americano. Es de esto de lo que habla Rama en la cita que da inicio a este capítulo; el “imaginario americano” fluye a través de la dicción propia del continente que da cuenta de una plasticidad cultural capaz de expresar en su propia lengua lo que antes no existía. Esta tarea la tomó como frente de batalla la generación siguiente, la vanguardia.

La generación posterior al modernismo es conocida como la “vanguardia”. Inicia alrededor de los años 20 y permanece activa hasta finales de los años 40, y tiene dos figuras centrales en su acta de fundación: Vicente Huidobro y César Vallejo. Huidobro publica Ecuatorial y Poemas árticos en 1918 y es considerado el primer vanguardista; por su parte, Vallejo, con sus Heraldos negros y, especialmente, con el poemario Trilce, es quizás el ejemplo más logrado de una poesía vanguardista experimental. Para el crítico uruguayo Ángel Rama, Huidobro y Vallejo representan dos polos de la vanguardia o lo que él define como “dos vanguardias: la cosmopolita y la transculturada” (Tecnificación