Jordi Sierra i Fabra

La memoria de los seres perdidos


A los desaparecidos de todo el mundoa sus familias, y a quienes han consagrado su vida a buscarlos.

Primera Parte 

luna llena

1

La pequeña revolución se inició en el instante en que sonó el timbre de la puerta.

Y con ella, los últimos nervios acabaron por desaparecer.

Era la hora.

El gran momento.

La propia Estela salió de su habitación y recorrió el pasillo de la casa para ir a abrir la puerta. Alexandra le guiñó un ojo al verla pasar, asomada a su dormitorio. Por detrás, en la sala, se escuchó el movimiento de sus padres, uno incorporándose de la butaca y otra suspirando por el final de la espera.

Estela se detuvo sólo un instante, para girar la cabeza y ver su aspecto en el espejito del recibidor. No hizo nada. Ya no era necesario. En realidad jamás se había sentido más hermosa. Y no únicamente por su imagen exterior. Sonrió. Finalmente hizo girar el tirador con su mano derecha y abrió. El rostro plácido y la figura de Miguel quedaron enmarcados por el quicio de la puerta, recortados contra la tenue y difusa luminosidad que procedía de la vieja escalera situada a su espalda.

Los dos se miraron. Los dos sonrieron.

Y después se besaron.

De forma suave, en los labios.

—Hola —dijo él.

—Hola —dijo ella.

—¿Qué tal?

—Ánimo.

—Ya.

Miguel entró y ella cerró la puerta. Luego lo cogió de la mano libre, porque en la otra llevaba una caja con un lazo perfectamente envuelta en papel de regalo, para avanzar juntos por el pasillo. La primera en aparecer, cómo no, fue Alexandra. Estela hizo la primera parada.

—Alexandra... —comenzó a hablar su hermana mayor.

—¡Hola, cuñado! —le saludó ella con abierta cordialidad, sin dejar que terminara la presentación.

Y lo besó en ambas mejillas.

Sus ojos chisporroteaban, su sonrisa era pícara y al mismo tiempo ingenua, feliz y radiante. Obviamente estaba de su parte. Como cualquier adolescente, el amor se presentaba siempre con una fascinación de mágica aureola que lo convertía en Lo-Más-lmportante-Del-Mundo. Miguel ya la conocía de sobra a través de los comentarios de Estela, así que estaba preparado.

Él también sonrió.

Alexandra miró a su hermana.

—No sé de dónde sacaste lo de que era feo. A mí me parece bastante bien.

—¡Oh, cielos! —gimió Estela sin ofenderse por la broma.

—Venga, vamos —tomó la iniciativa Alexandra pasando de su propia broma—, que quiero ver la cara que ponen.

Ella misma se puso en medio de los dos, los agarró del brazo y los arrastró en dirección a la sala. Fueron tan sólo cinco pasos. Armando Lavalle estaba de pie en mitad de la estancia. La madre, Petra, junto a la mesa ya preparada para la cena. La primera cena. En medio del nuevo silencio, las miradas abrieron rápidos surcos en el aire, multiplicándose y concentrándose en dos direcciones: las de ellos, en el recién llegado; y la del recién llegado, en ellos, especialmente en el padre de su novia. Fue como un ligero intercambio de sensaciones, a la búsqueda de una primera impresión que diera nuevas pistas o reforzara las ideas preconcebidas. La que seguía estando más tranquila era Estela. Quería a todas las personas que se encontraban en la sala en ese instante. De muy distintas formas pero las quería. Eran su mundo, su familia y, por supuesto y con respecto a Miguel, también su futuro. Todo estaba allí.

No dudaba de que todo iría bien.

—Papá, mamá —anunció con solemnidad—. Este es Miguel.

Los dos hombres extendieron su mano derecha hacia el espacio abierto entre ellos. Se la estrecharon con fuerza, mirándose a los ojos. La seriedad del padre de Estela no hizo que menguara la sonrisa en la cara de él. El intercambio, de manos y miradas, duró apenas dos segundos, pero fue intenso. Fue Miguel quien cedió para dirigirse a la madre de su novia, a la que besó en ambas mejillas con decisión.

—Señora...

El rostro de Petra Puigbó de Lavalle se inundó con una sonrisa serena, y acto seguido dirigió la mirada en dirección a su hija mayor. Fue también muy breve y fugaz, pero en ella encerraba un completo universo de sensaciones, o más aún: de aprobaciones. Volvió a centrar sus ojos en el muchacho, e instintivamente, levantó su mano y le presionó el brazo con nada disimulado afecto. Sus palabras fueron más que una salutación. Fueron una llave de paz y aceptación.

—Bienvenido a esta casa, hijo.

—He traído esto. He pensado que para celebrar el momento...

Le entregó la caja. La madre de Estela formuló las habituales reconvenciones: «No tenías que haberte molestado», «Qué detalle»... y procedió a romper el envoltorio de la caja de madera para descubrir el cava Gran Reserva que contenía. Mientras lo hacía, Miguel sintió clavados en su perfil los ojos de Armando Lavalle. El hombre todavía no había hablado. Estela tenía razón: impresionaba bastante.

Y no por ser el padre de la mujer que amaba, sino por su estatura, sus penetrantes ojos, su seriedad. Estela le había definido como un «hombre de silencios que mataba con la mirada». Y era verdad. Aun así, siguió relativamente tranquilo. No era un monstruo. No iba a quitarle nada. Sólo estaba enamorado de su hija.

Y ella de él.

Perdidamente.

Petra sacó la botella de la caja. Se la pasó a su marido.

—Buena marca —concedió él—, y buena elección.

Su voz era recia, su tono fuerte, endulzado por el característico acento de su país de origen.

—Gracias, señor. Estela ya me advirtió que era usted un experto.

—Voy a ponerlo en la nevera —anunció su madre.

Fue Alexandra la que, cómo no, rompió el pequeño estatismo de la escena.

—Bueno, ¿qué?, ¿nos ponemos solemnes o nos relajamos?

—Haz los honores, venga —la invitó su hermana mayor—. Yo voy a ayudar a mamá.

Y siguió los pasos de la mujer, dejando solos a los tres.

Por primera vez, Miguel se sintió un poco perdido. La necesitaba a su lado, por lo menos hasta que no tuviera un mínimo de confianza con Armando Lavalle.

—¿Qué quieres tomar, cuñado? —escucharon la voz llena de tintineos de Alexandra.

Estela y su madre salieron de la sala. No hicieron más que entrar en la cocina cuando la muchacha la detuvo en seco y la miró fijamente, con una sonrisa abierta de oreja a oreja.

—¿Qué tal? —quiso saber.

—¡Hija, pero si acabo de conocerle! —protestó ella.

—Bueno, pero la primera impresión es la que cuenta, y tú eres muy perceptiva, mamá.

—Parece buen chico, pero sois tan jóvenes que...

—Vale, pero te gusta, ¿verdad?

Petra Puigbó esbozó la más conocida de sus sonrisas, la que motivaban la ternura y la paz, la sensación de haber hecho las cosas bien y comprender que todo seguía su camino, un camino estable y serenamente delimitado. Sus ojos se convirtieron en dos rendijas de amor humedecidas por la conjura de todos sus sentimientos. Volvió a levantar su mano derecha, pero no para presionar el brazo de su hija, como acababa de hacer con su novio, sino para acariciarle la mejilla.

Después, por toda respuesta, se acercó a ella y la besó en la frente.

Un beso largo, cálido y profundo que contenía todo lo demás.


2

La aparición de Fina cambió la paz por la guerra, el silencio por la furia, la calma por la convulsión. No por esperada, su llegada fue menos tempestuosa. Su amiga la abrazó por detrás, la besó en la mejilla, la presionó con fuerza y acabó estallando junto a su oreja:

—¡Ya estoy aquí! ¡Vamos, suéltalo todo que me muero de ganas!

Estela dejó que la rodeara y se sentara en la mesa, frente a ella. No había nadie cerca, así que su intimidad quedaba a salvo de miradas u oídos ajenos. Le hizo gracia el comportamiento expansivo de Fina. Desde que todo aquello había comenzado, parecía vivir mucho más intensamente su amor que cualquiera de los muchos que ella ya había tenido a lo largo de ¡os últimos tres años. Probablemente porque Fina se enamoraba y desenamoraba a una velocidad tres veces superior a la del sonido, y también porque más de una vez le había dicho que, en su caso, el día que se enamorara, sería para siempre. Y Fina sabía que hablaba en serio.

—¡Venga, empieza! —protestó su amiga al ver la calma con que se lo tomaba ella.

—Mujer, ¿qué quieres que te diga?, fue todo bastante normal.

—¿Cómo que normal? Les presentas a tu novio, ¡tu-no-vio! —recalcó las dos últimas palabras con un gesto de clara afectación—, y dices que todo fue «bastante normal». ¡No me vengas con chorradas!, ¿quieres?

—Pues lo fue.

—Vale, eso lo decidiré yo. Tú suéltalo, al detalle. Y por orden: ¿qué pasó al llegar?

—Pues que Miguel trajo una botella de cava que le costó un pastón y que no sé de dónde sacó, porque aún no he podido hablar con él, y que a mi padre le gustó el detalle. A mi madre se le caía la baba y la pesada de Alexandra no paró de llamarle «cuñado».

—¡Cómo se pasa tu hermana, qué morro! —alucinó Fina.

—Huy, pues ella estaba encantada.

—No te fíes: todas las hermanas pequeñas se enamoran secretamente de los novios de sus hermanas mayores. Mírame a mí con Pascual.

—Anda, no exageres.

—Allá tú. ¿A que estuvo cariñosísima y se le colgó del brazo y le dedicó sus mejores coqueterías y tonteó como una loca con él?

—Sí, pero...

—Lo que yo te diga —y para zanjar el tema pasó la mano derecha, con su palma hacia abajo, por entre las dos y por encima de la mesa, haciendo un gesto rápido—. ¿Qué dijo tu madre además de caérsele la baba?

—Que era guapo, muy educado, que vestía bien, que parecía listo...

—¡Anda que tu madre! —sonrió Fina—. No diré que Miguel no sea todo eso y más, pero así, a la primera de cambio...

—También me dijo que me quería mucho, porque cada vez que me miraba se derretía.

—Mujer, es que le tienes colado.

—Y él a mí.

—Sí, la verdad es que dais asco —puso una cara acorde con sus palabras, fingiendo repulsa. Luego la cambió tan inesperadamente como solía hacer para no perder el hilo del interrogatorio—, ¿Y tu padre? ¿Qué dijo Don Feroz?

—Pues... nada.

—¿Nada? ¿Cómo que nada?

—Ya le conoces. No es de los que exteriorizan sus emociones. Sé que le cayó bien, pero por detalles, por impresiones, no porque me lo haya dicho. Ni creo que me lo diga. Me deja hacer, y no creas que no es poco tal y como es él, aunque ha cambiado bastante en estos últimos años.

—Pero ¿no te hizo ningún comentario cuando se fue?

—No. Despedí a Miguel en la puerta, pasamos cinco o diez minutos con el último beso y cuando volví él ya estaba en la cama. Y esta mañana no lo he visto. Eso sí, mi madre seguía muy feliz, lo cual indica que se siente bien, que no le puso pegas. Supongo que esperará a conocerle mejor. Mi padre nunca se precipita por nada. Se piensa las cosas y luego, ¡zas!, te las suelta. ¿Recuerdas lo que me dijo cuando le conté que tenía novio formal y que iba en serio?: que tenía diecinueve años y ya no era una niña, así que como mujer sabía lo que era el amor, pero que, de la misma forma, tampoco era una mujer del todo ya que acababa de dejar la adolescencia, que no quería que nadie me hiciera sufrir. En pocas palabras me dijo que era mi responsabilidad y que no se metería en mi vida, pero que tuviera cuidado.

—¡Tía, pues eso vale por todo! Mi padre, chico que ve, chico que se carga. Les encuentra todos los defectos del mundo, ya lo sabes.

—Bueno, tú también se los encuentras cuando acabas con ellos.

—¡Es que yo no he tenido tu suerte! —protestó Fina—. Al principio sí, no están mal, pero luego... siempre les sale una tara, un defecto de fabricación. Yo creo que es eso, que están mal fabricados.

—Tú sí que estas tarada. Ya verás el día que te enamores en serio.

—¿Tú crees? —puso cara de dolor de estómago.

—Puedes tomar el relevo de tu tía Augusta, mariposear como ella y pasarte la vida yendo de capullo en capullo.

—Lo de capullo no lo dirás con segundas, ¿vale?

—¡Nooo! —fingió sinceridad Estela.

Fina pasó del ataque de su mejor amiga. Las preguntas seguían bullendo en su ánimo.

—Bueno, y él, ¿qué?

—Ah, estuvo muy bien.

—¿No se cortó para nada?

—Le aleccioné bastante bien, y entendió que, teniendo una familia tan católica y tradicional como la mía, era necesario el formulismo. Estuvo afable, educado, correcto, simpático...

—Una joya, vaya.

—Así es.

—¿Y no le pareció mucho rollo?

—¿Y qué quieres que te diga? En mi casa las palabras «novio», «formal» y cosas así aún tienen un peso. Bastante me dejan hacer teniendo en cuenta que tengo toda la libertad del mundo.

—Ya, pero ahora te controlarán, seguro.

—Cuando le dije a mi madre que tenía novio, me pidió que tuviera cuidado, que no hiciera nada que les avergonzase.

—¿No me digas? —se envaró Fina—. No me lo habías contado, so guarra. ¡Es fantástico!

—No sé qué tiene de fantástico.

—Es tan... no sé, tan antiguo, tan carca, tan de película de esas del siglo pasado con la Emma Thompson esa...

—Tú dile a tu madre que estás en estado y ya verás si es antiguo o carca o de película del XIX.

—Está bien, ¿vale? —Fina se dejó caer hacia atrás y miró fijamente a su compañera, mitad con admiración, mitad con envidia sana, mitad con orgullo y mitad con sincero afecto. Envolvió sus siguientes palabras en un prolongado suspiro—. O sea que... ya lo tienes todo claro.

—Sí.

—Y decidido.

—Bastante.

—¿Cuándo calculas...?

—No lo sé, pero aún falta mucho, mujer. En cuanto acabe los estudios... o a lo mejor antes, si podemos. Por eso he querido que se conocieran y empezaran a quererse.

—Pudo haberte salido mal.

—No, estaba segura de que no. Miguel es un cielo.

—Ya, pero si al final decidís iros a vivir juntos... Seguro que se lo toman fatal.

—Es que a los dos nos parece un poco palo eso de casarnos, y tampoco vamos a esperar, así que...

—Sea como sea, no sabes la envidia que me das. Anda que si pudiera yo largarme de casa...

—Pero si siempre has dicho que con lo bien que estás, a ti te darán la sopa boba hasta los treinta, por lo menos.

Y más ahora que estás sola.

—Sí, ya, pero viéndote a ti... Yo tomo nota, ¿sabes? Eres mi mejor ejemplo.

—Qué burra eres, por Dios.

Fina se desperezó, estirando los brazos. Eso hizo que el camarero, un chico joven y de buena planta, se acercara a ellas. Estela tenía ya un refresco de limón sobre la mesa, así que miró a su amiga con ojos críticos y una sonrisa de ánimo en los labios.

—¿Qué va a ser?

Fina se lo dijo. Y en cuanto el muchacho se dio la vuelta, se inclinó sobre la mesa para confesarle a su compañera.

—Es mono, ¿no?


3

Miguel la esperaba a la salida de las clases, sentado en la moto. Estela se despidió de sus dos compañeras al verle y cruzó la calle en su dirección. Primero le dio un beso en los labios, muy rápido, pero después, al ver que él no se movía, le ofreció un segundo mucho más denso y duradero. Pese a todo, fue ella misma la que lo cortó separándose un poco para vencer la resistencia del brazo que la mantenía retenida por la cintura.

—Venga, vámonos —le apremió.

—Nadie nos mira.

—Ya, que te lo crees. El mundo está lleno de expertos en mirar por el rabillo del ojo.

—Vale. Toma.

Se puso el casco que le ofrecía Miguel, y luego se subió a la grupa de la máquina, por detrás de su novio, aferrándose a su cuerpo. Le gustaba el contacto. Se sentía segura agarrada a él. Podía hacer los kilómetros que hiciera falta. La única pega residía en llevar el dichoso casco y no poder apoyar su cara desnuda en su espalda.

El motor rugió al abrir Miguel el contacto. Una, dos, tres veces. Tras ello el vehículo se puso en movimiento, esperó a que les rebasara uno de los automóviles que circulaban por la misma calle, y por último se alejaron despacio de las inmediaciones de la facultad. Fue un paseo breve, para apartarse del enjambre de chicos y chicas que pululaban por allí, porque en menos de tres minutos Miguel se detuvo en la parte más discreta de los jardines, en la misma Diagonal. Al apagar el tronar del motor Estela comprendió que no iban a seguir.

—¿Qué haces?

—Venga, dime. Me muero de impaciencia.

—Eres peor que Fina —se burló ella.

—¿Ya has visto a Fina?

—Sí, este mediodía, entre clases.

—O sea que le cuentas todo a tu mejor amiga antes que a mí. Genial.

—No seas burro.

Miguel cambió su gesto de resignación por otro de renovada impaciencia.

—Bueno, ¿qué?, ¿pasé el examen?

—Yo diría que con matrícula.

—¿En serio? —pareció quitarse un peso de encima.

—Mi madre ya debe de estar llamando a todas sus amigas para contarles cómo eres, y no digamos mi hermana.

—Ya, tu madre es una santa y Alexandra un bicho, lo sé, y a mí también me parecieron geniales, pero, ¿y él?

—No me ha dicho nada.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Y eso es bueno?

—Mucho. Si no le hubieses gustado ya lo habría hecho saber de alguna forma.

—O sea que como no me ha masacrado es buena señal.

—La mejor.

Miguel plegó los labios resignado aunque con un deje irónico en la expresión.

—Retorcidillo tu padre, ¿no te parece?

—Ya le irás conociendo.

—Bueno, me lo esperaba, porque ya me habías hablado mucho de él, pero en persona...

—A la gente le asusta un poco.

—¿Un poco? A muchos debe acojonarles del todo.

—Tampoco hay para tanto.

—No, qué va. Te mira como si se metiera dentro de ti.

—Es que vas a llevarte a la joya de la corona, querido —Estela se señaló a sí misma, orgullosa—. No va a darme al primero que pase.

—Cuando nos quedamos solos tuve hasta miedo de que me preguntara si iba en serio o si ganaría lo suficiente para mantenerte.

—Es cierto, ¿de qué hablasteis?

—De vaguedades. Me preguntó si me gustaba el fútbol.

—Qué manía con el dichoso fútbol —suspiró Estela.

—Pues se enrolló bastante con lo de la Copa América y las posibilidades de Argentina y el post-maradonismo y qué se yo. Tendré que ponerme al día.

—Tú hazlo y se acabó. Aparte de no fumar, ese es uno de tus encantos más sobresalientes.

—¿O sea que mi suegro y yo no vamos a ver los partidos como auténticos colegas, gritando y abrazándonos cuando nuestro equipo marque un gol?

—Allá, en Buenos Aires, era del Boca. Ahora sólo es de la selección nacional, aunque siempre mira en los periódicos qué ha hecho el Boca.

—Después de tantos años aquí, y de estar casado con una española, debería ser del Barça o del Madrid.

—Así que en esos cinco minutos sólo hablasteis de fútbol.

—No, también me preguntó cuándo acababa la carrera y cómo me iba.

—Una forma muy sutil de calcular cuándo vamos a vivir juntos o a casarnos.

—Así que... ¿te pareció bien?

—Oye, que voy a pasar el resto de mi vida contigo, no con él.

—¿En serio?

—De verdad que sí, que lo encontré serio pero normal.

—No, tonto, que si es en serio lo de que vas a pasar el resto de tu vida conmigo.

—Ah, pues sí, parece que eso ya está más o menos...

Estela no le dejó seguir. Le tapó la boca con un beso y los dos se apretaron el uno contra el otro hasta que sus respiraciones se acompasaron. El tiempo dejó de existir en ese instante para ambos.

No se separaron hasta que el aullido de una ambulancia, circulando por la Diagonal en dirección al centro de Barcelona, les arrancó de su éxtasis romántico. Miraron hacia los carriles centrales de la avenida, justo para ver la estela blanca y las luces rojas del vehículo con alguien que estaría debatiéndose entre la vida y la muerte en su interior. Cuando Estela giró la cabeza para volver a besarle, se encontró con su mirada dulce y cargada de luces.

—Es increíble —musitó Miguel.

—¿Qué es increíble?

—Lo hermosa que eres.

—Bueno, tengo mis cositas, ¿eh?

—No seas tonta. Eres la mujer más hermosa que he conocido en la vida.

—Mi hermana aún lo es más.

—Para tener dieciséis años es un dulce, desde luego. Pero tú aún eres más hermosa que ella.

—No nos parecemos en nada.

—Ya me fijé, pero no me refiero a eso. Alexandra es guapa, exuberante, con una chispa natural que es muy importante, y será... ¡qué sé yo!, modelo, presentadora de televisión, actriz o lo que quiera. Pero es distinto. Tú eres hermosa. Y ser hermosa es distinto a ser guapa o estar como un tren.

—Gracias.

—Ni siquiera te pareces a tus padres.

—No. No me parezco a nadie.

—Bien. Pieza única.

Volvieron a besarse, y esta vez no se apartaron un ápice en bastantes minutos, tantos que cualquiera habría podido llevarse la moto sin que se hubieran dado cuenta.

Y eso que estaban sentados encima de ella.


4

Le dio un último beso, desesperado y fuerte, como si deseara fundirse con su esencia para no separarse jamás de su lado, y luego él se embutió el casco en la cabeza. El de ella ya estaba guardado bajo el asiento.

Se dirigieron una mirada final.

—No sé si mañana lo tendré bien para ir —dijo Miguel.

—No importa. Yo tengo que ir a la AAD.

—Te llamaré esta noche y te diré algo.

—Vale.

Estela lo vio arrancar, enfilar la calle en que vivía y doblar la esquina de la izquierda en dirección al mar. El rugido de la moto la acompañó todavía unos instantes sin que se moviera de donde estaba. Prefería el coche, más seguro, más íntimo. En el coche podían besarse aprovechando cada momento, cada semáforo, y él le acariciaba la rodilla, o la atraía hacia sí en uno de sus habituales gestos, o mejor llamarlos arrebatos. Ella también le ponía la mano en la nuca, y jugaba con los remolinos de su cabello. Pero el padre de Miguel no siempre le dejaba el coche, y después de todo, la moto sí era de él. Su juguete.