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© Plutón Ediciones X, s. l., 2020

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I.S.B.N: 978-84-18211-10-2

Para Victoria de Colombia,

Simone de Ecuador,

Javier de Bolivia,

Edy de Perú

y Omar de Chile,

por abrirme las puertas

de sus leyendas.

Prefacio: Misterios sin resolver

El que no sabe

es como el que no ve,

y no hay peor ciego

que el que no quiere ver.

A primera vista parece que la mitología inca es una de las más sencillas, ya que cuenta con un panteón reducido de dioses y una cosmogonía de cuatro mundos, con un dios creador único, y unas leyendas muy definidas en cuanto a la ética, la moral y el orden social, que en algunos aspectos se acercan bastante a los conceptos occidentales nacidos en Grecia, en lugar de tener una relación más directa con Japón, cultura con la cual siguen teniendo una vinculación muy especial.

El Imperio Inca se extendió por buena parte de la cuenca del Pacífico en la zona sur del continente, desde lo que hoy es Ecuador hasta Chile, con un orden político, social, cultural y militar muy definido, y con una economía más centrada en sus poblaciones internas que en los recursos externos, y en el autoabastecimiento que en la dependencia o el intercambio.

Su sistema impositivo era moderado, pero tan amplio, que permitió a los señores incas acumular grandes riquezas. Buena parte de los tributos iban de los pueblos que tenían más hacia los pueblos que tenían menos.

A diferencia de los aztecas y mayas que cultivaron el comercio interno y externo en forma de tianguis y mercados, los incas no destinaron áreas físicas a esta actividad, con lo que la distribución e intercambio de bienes y productos tuvo que hacerse de otra manera. Gracias a la cerámica y a los tejidos, se sabe, por ejemplo, que el Puerto del Callao ha sido un punto de relaciones comerciales y culturales con Oriente y el norte del continente americano desde hace tres o cuatro mil años, sin embargo en la época prehispánica no contaban con un área física destinada a un mercado propiamente dicho.

Aunque parezca un hecho simple, el no tener un mercado habla de una distribución transversal de productos, y una vida de relaciones sociales diferente y particular, sin un comercio como al que estamos acostumbrados en el resto de culturas prehispánicas, dando lugar a una paradoja en la que no se requieren riquezas ni valores de intercambio para gozar de ciertos productos, a pesar del clasismo y de la exagerada riqueza de las clases dominantes, según nos relata Pedro Cieza de León en su Crónica del Perú.

Buena parte de este comercio sui generis se llevaba a cabo vía marítima, y es muy probable que los incas hayan cruzado el océano Pacífico a menudo, como demostró el Kon-tiki en 1947, así como un fluido contacto con pueblos de la costa del Pacífico que la Corona Española prohibió taxativamente en los primeros años de la Colonia.

¿Hasta dónde llegaron los incas por el mar?

No se sabe, y durante mucho tiempo no se quería saber nada al respecto, incluso se negaba categóricamente la posibilidad de que los incas supieran hacerse a la mar, y que sus naves hechas de cuerdas, como las del lago Titicaca, aguantaran un viaje por el océano.

Durante siglos tampoco se quiso saber nada de la Gran Ciudad de la Vieja Montaña, Machu Picchu, hasta que en los años veinte del pasado siglo XX fue redescubierta para asombrar al mundo.

Lo que no se pudo destruir, se negó y se relegó al universo de los mitos y leyendas propio de las fantasías y los aires de grandeza de los nativos, hasta que la realidad, que es muy persistente, los sacó a la luz.

Desgraciadamente, buena parte de la memoria histórica y colectiva se ha borrado con el paso del tiempo, y nadie sabe quién construyó Machu Picchu o Tiahuanaco, o quiénes dibujaron las líneas de Nazca, entre muchas otras, dejando muchos misterios por resolver en materia incaica.

Como en el caso de los mayas, algunos de los vestigios hallados en el territorio inca carecen de paternidad, pues no se sabe quién los hizo, construyó o erigió, y el mito de la desaparición espontánea toma cuerpo, como en el caso de Amaru, un dios blanco que se asentó en el lago Titicaca, creó una humanidad y luego decayó o desapareció, junto con su creación, para no volver más, dejando barcas y aperos de labranza y pesca como única huella de su paso por esta Tierra.

De los señores de Machu Picchu no se sabe nada, pero parece obvio y patente que alguien vivió en ella durante siglos para dejarla finalmente abandonada.

Para algunos fue construida en el siglo XV, aunque no se tiene la menor idea de cómo fue posible su construcción, como refugio para los gobernantes incas; para otros no hay fecha exacta, ni aproximada; no faltan los que la señalan como un centro ceremonial, y no como una construcción residencial, ni quien asegure que fue simplemente el capricho de un rey ante la inminencia profética de la llegada de los españoles.

Quizá fue la avanzada de una prospección minera que quedó en suspenso, ya que los incas eran mineros expertos en extracción de oro, plata y cobre; o un observatorio astronómico; un monasterio; o una residencia vacacional. Nadie lo sabe con certeza, pero la imaginación es libre y vuela, aunque a menudo en lugar de desvelar un misterio, lo aumenta, como hiciera von Däniken en su Mensaje de los dioses.

La fascinación que produce el mundo prehispánico, ya sea maya o azteca, se incrementa con los misterios sin resolver de la mitología inca, que le da la bienvenida a su enigmático laberinto.

Introducción: La noche de los tiempos

A menudo la realidad

es más legendaria

que los mitos y leyendas

de la noche de los tiempos.

A menudo la realidad es más legendaria que la mitología, y así ha sido en la confección y desarrollo de este libro, porque adentrarse en la mitología inca es como recorrer un laberinto que en un principio parecía sencillo, pero que, a medida que se avanza en su interior, se va haciendo más complicado e interesante, tanto, que llega un momento en el que ya no se quiere encontrar la salida, sino seguir inmerso y fascinado dentro de él, deseando recorrer más y más pasadizos llenos de maravillas y de sorpresas.

La perspectiva científica no es nada despreciable. La arqueología y la historia intentan seguir la estela de la más clara y pura realidad, tropezando a menudo entre ellas y consigo mismas, mientras que la mitología recorre otros senderos haciendo muchas preguntas y dejando abiertas muchas puertas, tanto a la imaginación como a la especulación, sin esperar más certeza que las incontables posibilidades de la leyenda y el mito, que al fin y al cabo son la sustancia de la que está hecha la realidad y, por supuesto, la ciencia.

Miles de kilómetros recorría el Imperio Inca. Miles de años de historia conforman su esencia. Cientos de pueblos, miles de voces, unas a favor del mito y otras en contra, que luchan por desmitificar las leyendas del pasado con las fajas académicas del presente, pretendiendo un futuro seco y sin imaginación, un pensamiento único y exacto, ad hoc a la modernidad y a la tecnología, al estilo de vida occidental, y que no está tan lejos de la forma imperial que practicaron los incas.

Los gobernantes incas pretendieron que en lo que hoy son Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y parte de Argentina y Chile, hablaran la misma lengua, creyeran en los mismos dioses, gestionaran sus bienes, productos y riquezas de acuerdo con las necesidades del Imperio, y se rigieran por las mismas leyes y reglas.

Por supuesto, no lo lograron, pero marcaron un hito en la América prehispánica por su capacidad de organización, superando por mucho a toltecas, aztecas y mayas en esta área del desarrollo humano.

Salvadas las distancias, se podría decir que los incas practicaban una especie de socialismo o estatismo, donde el pueblo gozaba de ciertas prerrogativas transversales, pero no tenía ninguna posibilidad de ascenso o movilidad social ascendente, mientras las élites vivían en la abundancia y la grandeza: muy pocos pobres, una gigantesca clase media productiva, y una élite hegemónica centralizada en Cuzco, pero con una gran capacidad de gobierno e influencia sobre todas sus provincias.

Los mayas tenían cientos de ciudades estado, pero no un estado. Toltecas y aztecas llegaron lejos, pero nunca dominaron del todo a los pueblos tributarios lejanos, y tampoco a los pueblos rebeldes cercanos.

Ni siquiera los conquistadores ejercieron tal dominio y hegemonía sobre los pueblos colonizados, a pesar de su barbarie y crueldad, de sus armas y de sus cruces.

Los historiadores sitúan el apogeo inca en los siglos XIV y XV de nuestra era, pero Cuzco, como Roma, no se construyó en un día, y en tres mil, o cinco mil años de desarrollo se convirtió en la civilización más avanzada del mundo.

Los españoles iniciaron la conquista de esta zona en el 1535, catorce años después de que cayera Tenochtitlan, y el mismo año en que se fundaba formalmente la Ciudad de México de la Nueva España. Hasta el año 1570 no se puede decir que la conquista del Perú y alrededores haya sido un éxito, y hasta nuestros días se puede observar que muchos pueblos andinos jamás fueron conquistados.

Organización política

La organización política y social del Imperio Inca que tuvieron oportunidad de ver directamente los conquistadores, parece más una leyenda que una realidad, y más cerca del mito de Shangri Lá que un hecho histórico, porque no había ningún otro lugar en el mundo donde millones de habitantes vivieran felices y contentos, con todas sus necesidades cubiertas y en continua expansión y desarrollo.

El Imperio Inca, con cuatro grandes provincias (Chinchaysuyo, Antisuyo, Contisuyo y Collasuyo) distribuía la riqueza entre todos y cada uno de sus súbditos, y entre todos y cada uno de sus pueblos, a través de la producción, la solidaridad y la educación. Donde hubiera una carencia, el estado proveía para subsanarla.

La agricultura, la ganadería y la minería estaban muy avanzadas, lo mismo que la arquitectura y la ingeniería. De Cuzco salían cuatro caminos reales que llegaban a todo el imperio. Sus calzadas eran amplias y empedradas incluso en las altas montañas andinas, y de ellas se desprendían un sinfín de caminos secundarios que llegaban a todos y cada uno de los asentamientos humanos, lo que permitía una gran movilidad de personas y de mercancías, así como una comunicación constante entre todos los pueblos Inca.

Si un poblado caía en desgracia, era rescatado de inmediato. Si necesitaba gente, se le mandaba gente para repoblarlo; si hacía falta evacuarlo y llevar a su gente a otra población, se les buscaba y daba asiento con sus vecinos. Como nos cuenta Pedro Cieza de León, donde no había ganado, se llevaba ganado; donde no había maíz, se llevaba maíz; pero no solo se daban bienes materiales, sino que además se enseñaba a cada población a sembrar, cosechar, esquilar, explotar la tierra y sus minerales; tejer, bordar, hilar y fabricar sandalias. Nadie iba mal vestido, mal alimentado o mal calzado.

Aún no habían descubierto el hierro, pero trabajaban el bronce, el cobre, el oro y la plata con precisión, tanto para ornamento como para herramientas.

Las conquistas eran amables, ya que, aunque estaban respaldadas por poderosos ejércitos, se lograban vía diplomática e invirtiendo en los pueblos conquistados, llevando infraestructura, educación, salud y métodos para crear riqueza.

Imponían sus leyes, costumbres, religión y lengua, pero no prohibían ni reprimían la cultura de los pueblos ocupados, sino que los llevaban por el camino de la unión y la cooperación mutua, de tal manera que cada pueblo hacía lo que le correspondía, cooperaba con los necesitados y recibía la ayuda que le hiciera falta.

Impulsaban la civilización y el desarrollo, pero no impedían los rituales ancestrales ni censuraban las creencias. Mantenían una hegemonía, y sus leyes eran claras y expeditivas, pero no impedían que cada pueblo emitiera sus propios juicios basados en sus tradiciones y en su cultura.

Cuzco invitaba de forma regular y organizada a todos y cada uno de los gobernadores de provincia, y les regalaba y proveía de placeres y riquezas durante sus visitas, para que volvieran a sus provincias y rigieran con gusto y lealtad.

Contaban con destacamentos militares en cada provincia, más para proteger a sus pobladores que para reprimirlos, lo mismo que con cuerpos policiales dedicados al orden y servicio de las comunidades, en lugar de corromperse y favorecer a los criminales. Las faltas graves se pagaban con la vida, pero las faltas leves se solucionaban con la redención y la recuperación de los trasgresores.

Quipu, ábaco y medio de comunicación

No tenían un medio de comunicación como la escritura que conocemos, pero usaban los quipus, cordones de colores anudados, tanto para hacer las cuentas de los tributos, como para enviar mensajes; y, como otras culturas prehispánicas, utilizaban pictogramas para hacer referencias, transmitir conocimiento y contar toda clase de historias. Por supuesto, la tradición oral milenaria era la base donde se erigía todo vestigio y documento.

Economía

La economía y la organización política estaban íntimamente ligadas por un orden de derechos y obligaciones que competía y afectaba a todos y cada uno de los habitantes del imperio.

Los pueblos que no tenían nada para dar al imperio en forma de tributo, se les educaba para que supieran que cada cuatro meses tenían que enviar algo al imperio, aunque solo fueran carrizos llenos de piojos, como cuenta Cieza, y así se acostumbraban a cumplir con sus obligaciones mientras el imperio les daba ganado, semillas y especialistas que les enseñaban a esquilar, cultivar y cosechar, o bien los recolocaba en una tierra más próspera.

El imperio contaba con un eficiente aparato recaudatorio, que a la vez tomaba nota de las carencias para darles puntual solución, manteniendo la bonanza del imperio y redistribuyendo la riqueza para que nadie careciera de abundancia.

No había grandes mercados, pero sí una distribución eficaz y un intercambio constante, sobre todo entre pueblos especializados, como los pescadores y los mineros, a los que les llegaban bienes y productos que ellos no producían, a cambio de pescado o mariscos, y metales como el oro, la plata, el cobre y el bronce.

El puerto del Callao goza de la fama de tener relaciones comerciales de orden internacional desde hace miles de años.

Orden social

Las élites vivían en el lujo y la abundancia, con líneas dinásticas y sanguíneas bien definidas, pero nunca cayeron en los excesos ni en los conflictos internos de traición y venganza, asesinato y golpes de estado, como era tan habitual en Europa.

En su estructura social la colla, o esposa oficial del inca, daba a luz al auqui, o heredero, con una nobleza de sangre participativa o panaca, es decir, parientes y familiares del inca reinante y de gobernantes anteriores; y una nobleza meritoria compuesta por gobernantes de las provincias y sus familias, sacerdotes, militares destacados, jueces, contadores de tributos, maestros o sabios, y consejeros.

Todos ellos eran servidos y auxiliados por los yanaconas, especialistas en muchas materias, desde la cocina hasta la construcción, y desde traductores hasta observadores y porteadores que recorrían el imperio. Muchos yanaconas provenían de pueblos conquistados o invasores, e incluso de alzamientos y rebeliones, que eran reconvenidos, escogidos y empleados por el imperio gracias a sus habilidades, capacidades y conocimientos. Los yanaconas gozaban de muchos privilegios y riquezas, pero la corrupción, el robo o el abuso podía costarles la vida. Todos eran estrechamente vigilados, los jueces determinaban si había faltas o no las había, y el brazo policial ejecutaba las sentencias.

El pueblo, o ayllu, estaba formado por los hatun runa, campesinos, obreros y artesanos tributarios y por los mitimaes, emigrantes o desplazados de una zona a otra, que se encargaban de formar nuevas poblaciones o recuperar las que se habían perdido o venido a menos.

En el último escalón estaban los piñas, o prisioneros de guerra que no eran escogidos como yanaconas, o servidores directos del imperio, sino como simples trabajadores tributarios, si se redimían y aceptaban el mando del imperio.

Tanto los hijos de los gobernantes como los hijos de los plebeyos eran educados para que intentaran superar siempre a sus padres, aunque no por la vía de la traición y la ambición desmedida, como se hacía en Europa, sino a través de sus obras y sus avances, de sus construcciones, riqueza, conocimiento y desarrollo personal, así como del de los pueblos a los que pertenecían o que gobernaban.

La familia

Para los incas el linaje y la heredad eran muy importantes, tanto entre los señores y los gobernantes como entre el pueblo en general.

Contaban con una suerte de registro civil donde llevaban la cuenta de los que nacían y de los que morían, quién era hijo de quién y el número de componentes de cada familia, con el fin de mantener los linajes y repartir equitativamente las herencias.

La colla, o primera y oficial esposa, era la encargada del hogar y de escoger o dar a luz al heredero, siempre varón, que podía ser de otra mujer, pero con la sangre del jefe de familia.

Los matrimonios eran concertados desde muy temprana edad, con lo que aquella que iba a ser colla era educada en este sentido desde la infancia. Las que no eran escogidas como colla, pasaban a ser sus asistentas, o bien, si sus méritos y belleza lo permitían, eran enviadas como regalo o tributo a los señores de mayor rango o gobernadores, llegando las mejores a los aposentos del Gran Inca, donde sus hijos, si es que los tenían, pasaban a ser servidores reales y a estar bajo la protección de la corte, porque al fin y al cabo eran parte de la familia del monarca.

La soltería no estaba bien vista en los hombres, a los que prácticamente se les obligaba a formar familia. Las mujeres, de una o de otra manera eran parte de una familia, pero los hombres solteros no; ellos tenían que formar la suya propia y continuar el linaje de donde provenían. Un hombre sin colla no podía tener herederos aunque depositara su simiente en varias hembras, y tampoco podía fundar su propio linaje.

Nacer hombre de madre soltera no era problema, porque el hombre al escoger colla fundaba su propia línea sanguínea; pero nacer mujer de madre soltera y no ser escogida como colla, condenaba a la mujer a ser moneda de cambio hasta que una familia la adoptaba como concubina o como servidora.

Donde faltaban mujeres, se llevaban de otras poblaciones donde sobraban, para que los hombres solteros pudieran escoger colla y formar familia.

La familia inca, en pocas palabras, era cuestión de estado y base de cohesión social y desarrollo de los pueblos incaicos, desde sus gobernantes hasta sus más humildes servidores.

Los observadores que recorrían todo el imperio daban buena cuenta de las necesidades familiares de cada zona, y se apresuraban a subsanar los problemas que cada población presentara, tanto en cuestiones de herencias y de linajes, como de matrimonios y concubinatos, con el fin de mantener el equilibrio, la armonía, la demografía y la paz social. Cuando los españoles llegaron no podían dar crédito a tanto orden y a tanta belleza; no podían comprender esa paz y estabilidad, esa riqueza de un mundo sin hambre, sin guerras, sin pobreza, con educación y ética.

¿Cómo llamar salvajes o reos de evangelización a unos seres que los superaban? ¿Cómo justificar la crueldad, la codicia, la envidia y la invasión malsana? ¿Qué dios podía amparar la destrucción de tanto orden, paz social, desarrollo urbano, equidad económica, conocimiento científico y belleza en sus artes y sus obras?

Religión

Solo había una religión, el culto al Sol, Inti, en la lengua ritual y sagrada, el Quechua, que se fue enriqueciendo con los mitos y leyendas de los pueblos ocupados, que le dieron una cosmovisión más allá del sencillo culto solar, como veremos más adelante.

Tal vez en las leyendas de los pueblos andinos, que hablaban de gigantes, hombres blancos como la cal, seres de cráneos alargados, duendes de las minas, demonios de los caminos, los lagos y los ríos, y no en el culto al Sol, Inti, que era prácticamente monoteísta, lo mismo que la figura del creador Viracocha, susceptibles de ser sustituidos por Jesús y por Jehová.

Mapa del Imperio inca y sus provincias

Los incas, ya como Tahuantinsuyo o Imperio de las cuatro provincias, contaban con una gran civilización, pero los conquistadores europeos tenían a su favor el hierro, la pólvora y la Biblia para llevar hasta la noche de los tiempos la engañosa claridad de un nuevo día. Una civilización mítica devastada por nuevos mitos, una mitología inca que sigue luchando el día de hoy contra la mitología occidental que se ampara con la academia, se camufla con las ropas de la ciencia.

La mitología inca es muy amplia, y en muchos aspectos una gran desconocida, que a menudo se queda en la superficie, en la entrada de ese laberinto que parece fácil, pero en el que pocos se atreven a deambular, ya sea porque es más cómodo quedarse con lo repetido mil veces, con lo visible, o por temor a quedarse dentro, fascinados por lo que se esconde en la noche de los tiempos.

Seis mil kilómetros de longitud y dos millones y medio de kilómetros cuadrados dan para muchas leyendas, con una lengua unificadora, el quechua, un solo gobernante y administrador, el gran Inca, un único culto religioso a Inti, el Sol, pero con una gran diversidad de mitos y tradiciones que van más allá de lo establecido, organizado y ordenado por el imperio.

A los españoles les costó treinta y cinco años justificar la masacre sobre los seres de carne y hueso que habitaban los Andes desde la noche de los tiempos, con la mente puesta en la mítica ruta de ciega codicia hacia El Dorado, en tierras que muy pocos habían penetrado, más allá de las montañas, en pleno Amazonas, donde sí había supuestos salvajes a los que se debía despojar de sus bienes materiales para salvar su alma, y a los que la selva ha protegido tanto de incas como de hispanos.

Este es el marco del laberinto de la mitología inca, y donde iniciamos nuestro viaje en el que esperamos que nos acompañe.

J.T.R.