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• Colección Stadium – 9 •

Zaid Ait Malek

La eterna sonrisa del trail

Anna Comet

Illustration

 

Primera edición: octubre de 2018

© del texto: Anna Comet

© de la fotografía de la cubierta: Marta Bacardit

© de la fotografía de la biografía: Philippe Boissy

© de la edición:

9 Grupo Editorial

Lectio Ediciones

C/Mallorca, 314, 1.º 2.ª B • 08037 Barcelona

Tel. 977 60 25 91 – 93 363 08 23

lectio@lectio.es

www.lectio.es

Diseño y composición: 3 × Tres

ISBN: 978-84-16918-49-2

Producción del ebook: booqlab.com

Prólogo

José Antonio de Pablo, conocido, allá donde se vaya, como Depa, es el director de contenido de una de las revistas más leídas del trail en lengua hispánica, la revista Trail Run. Depa también es conocido, reputado, pero sobre todo querido en este entorno por ser uno de los mayores dinamizadores y speakers en carrera tanto en las competiciones nacionales como en muchos de los grandes eventos internacionales. Se conoce al dedillo cada uno de los corredores, su palmarés, sus patrocinadores y tiene el detalle de interesarse también por la parte más humana de los corredores, cosa que le convierte en un agradable compañero de viaje vayas donde vayas.

Con Zaid le pedimos si le gustaría escribir el prólogo para este libro y nos emocionó su respuesta efusivamente afirmativa. Es una de las personas que nos acompaña en algunos momentos del libro, como no podía ser de otra manera.

Gracias, Depa, os dejo con él.

La sonrisa de Oudaddi

Soy un tipo con suerte. Quizá utilizar semejante afirmación para abrir cualquier texto pueda resultar un poco aventurado y tal vez demasiado pretencioso. Como todo en la vida, seguro que visto con una cierta relatividad y poniéndolo en un contexto adecuado, acaba no pareciéndolo tanto.

Lo he dicho muchas veces: lo mejor de mi trabajo es que tengo la posibilidad de acercarme a personas, a corredores a los que les acompaña una historia y para mí es un verdadero placer conocer esas historias y es un motivo de orgullo el poder desvelar al público lo que hay detrás de esos nombres, de esos dorsales, detrás de los uniformes deportivos de cada equipo. Detrás de cada palmarés, hay una persona y una vida.

La historia de Zaid Ait Malek es de sobra conocida por muchos de los aficionados a las carreras de montaña en medio mundo. Ya sabéis, un joven adolescente procedente de un país de África que decide abandonarlo todo en su tierra para intentar hacer realidad su sueño de poder vivir en la moderna y llena de oportunidades sociedad europea (no obviar, por favor, el ligero barniz irónico con el que intento dar brillo a esta presentación de nuestro europeo día a día).

Mi labor como prologuista no es contar ni la historia de la vida de Zaid; eso lo ha hecho, y muy bien, Anna Comet en estas páginas que estáis a punto de disfrutar leyendo. Sí que os quiero contar muy brevemente, prometido, un pequeño capítulo de mi vida. No llegó a una semana el tiempo que pasé junto a Zaid y a su familia en Marruecos, pero fue más que una experiencia, fue una lección, un aprendizaje.

Si hay algo por lo que se caracteriza Zaid es por su sonrisa, perenne y contagiosa. Puede ser comprensible; él es un hombre afortunado, la vida le ha sonreído, escapó de un futuro incierto de privaciones y ajustes para dejarse mecer por los vientos de libertad de la ilustrada Europa llena de oportunidades y de amigos dispuestos a echarle una mano (de nuevo, se me ha deslizado la pátina de ironía en estas líneas). A tenor del resultado final, el desarrollo de la ecuación de la vida de Zaid parece así de sencillo y su característica sonrisa más que justificada. Sin duda se trata de un tipo con suerte. ¿Les suena de algo esta afirmación?

La suerte de Zaid es la de poder volver cada poco tiempo a su casa en Marruecos para estar con su mujer y con su hijo, para visitar a su madre y a sus hermanos en Oudaddi y jugar con sus sobrinos, para correr por las montañas del Atlas y hablar con sus vecinos, para ir al mercado de Imilchil y sentir el cariño de sus gentes. La suerte de Zaid es que cada vez que vuelve a España lo hace con la mochila cargada de sonrisas y cariño. Ese es el secreto de la sonrisa de Zaid.

La suerte de todos nosotros está en tener la posibilidad de ser contagiados por esa sonrisa para la que, por suerte, no hay antídoto ni vacuna y que se propaga a lo largo de todo este libro con el que estáis a punto de contagiaros; no os prevengáis, no merece la pena, disfrutad y transmitid esta bendita epidemia que se llama Zaid Ait Malek: la eterna sonrisa del trail.

JOSÉ ANTONIO DE PABLO, Depa

Capítulo 1
Fútbol y casas de barro

—Pero, a ver, Zaid, ¿tú qué día naciste?

—Nací un día de septiembre en una jaima. Mis padres han sido nómadas casi toda su vida.

—¿Y no sabes el día exactamente? ¿Qué día celebras tu cumpleaños? ¿O en Marruecos no se celebra?

—El 1 del 1. Pero para nosotros no es importante, no lo celebramos.

—¿Por qué decidiste el uno de enero?

—Es lo que pusieron en los papeles cuando entré en la escuela a estudiar. Fecha de nacimiento: 1/1/1984.

Esta conversación me choca. Para nosotros el día de nuestro nacimiento es un día importante, trascendental que, año tras año, celebramos con más o menos entusiasmo y me hace plantear que, a lo mejor, le damos demasiado protagonismo. Pero a mí me gusta que lo tenga; al final, somos nosotros quienes establecemos las reglas del juego.

En Marruecos el sentido de la vida es algo distinto y no porque su existencia sea más o menos valiosa, sino porque es la forma que tienen de entender la vida.

La familia de Zaid es nómada. Han sido pastores que han cuidado las cabras mudándose de una zona a otra en busca de comida para su ganado.

Zaid me cuenta esto mientras esperamos la entrega de premios de la Ultra Pirineu de 2015 en la plaza Porxada de Bagà. Esta pequeña plaza empedrada, que muestra el estilo románico de esta zona de los Pirineos, ya es todo un mito internacional en el ambiente de las carreras de montaña. Es de aquellos lugares que tanto la élite como los entusiastas amateurs sueñan en pisar algún día. Es desde donde se da la salida de la Ultra Pirineu un sábado de finales del mes de septiembre a las siete en punto de la mañana, al épico compás de El último mohicano y de la voz ronca de Depa. Y también es donde se celebra la entrega de premios a la mañana siguiente.

Ayer Zaid protagonizó una de sus mejores carreras tanto a nivel físico como emocional tras un año convulso.

Por casualidad, es septiembre y esto me hace pensar que, sin que él lo sepa ni le dé ningún tipo de importancia, a lo mejor esta segunda posición, detrás de Kilian Jornet, es como un regalo de aniversario. Quién sabe… A lo mejor justo hoy hace treinta y un años que llegó a la vida en aquella jaima en el corazón de las montañas del Atlas a 3.000 metros de altura.

—En casa teníamos cabras y cuidábamos el campo. Yo era el más joven de seis hermanos. Los mayores estaban en el pueblo cultivando el campo y mis padres viajaban con las cabras y los hijos menores.

—Son pocos hijos para una familia bereber, ¿no?

—Bueno, en realidad éramos once. Seis chicos y cinco chicas. Detrás de mí todavía nació Eto, una mujer.

No comprendo demasiado esta aclaración… pero tampoco me atrevo a rascar más en el tema, cada cual concibe la familia a su manera y la cuestión de la trashumancia me llama bastante más la atención.

Zaid recuerda su niñez en completa libertad por las montañas. Sus padres se movían de un lugar a otro en busca de hierba para las cabras, acostumbraban a pasar unos veinte o veinticinco días de media en cada lugar antes de cambiar de nuevo. En algunos puntos tenían casa donde vivir, pero la mayoría del tiempo lo pasaban en la jaima.

—Viví en las montañas hasta los siete años, cuando regresé al pueblo para empezar el colegio. Fui el primer hermano de la familia en ir a la escuela. Hasta entonces, en Oudaddi, solo estudiaban los niños de las familias que se podían permitir desplazarse a pueblos vecinos. No fue nuestro caso y, en realidad, tampoco era el de la gran mayoría de familias del pueblo.

—¿No había escuela en Oudaddi?

—No, la inauguraron en 1991, el año que cumplí los siete, que es a la edad con la que se empiezan los estudios en Marruecos. Coincidió.

Entonces, cuando cumplió los siete años, entre semana vivía en el pueblo con sus hermanos mayores, los que trabajaban el campo. Sus padres, su hermano pequeño y las hermanas más jóvenes seguían en la montaña y su madre era la que, a menudo, bajaba al pueblo a llevar algo de comida. Zaid, que se sentía mejor en las montañas que en casa, aprovechaba estas visitas de su madre, quien se lo hacía venir bien para que coincidiesen con el inicio de los días festivos de su hijo, para volver con ella a las alturas todo el fin de semana y, evidentemente, durante los días de vacaciones como el verano.

Las entregas de premios siempre se retrasan un poco, pero hoy no es algo que nos moleste. Estamos calmados tras los kilómetros de ayer y ha salido un sol muy agradable que nos calienta sin extralimitarse. La plaza se va llenando y ya tienen todos los trofeos ordenados en una mesa, al lado del podio, pero siguen sin empezar.

Zaid transpira felicidad, no puede contenerse. Ayer compitió como hacía tiempo que no lo hacía. La Ultra Pirineu es una carrera de 110 kilómetros y algo más de 6.000 metros de desnivel positivo. Sale y llega en Bagà y transcurre por el Parque Natural del Cadí-Moixeró, a caballo entre la Cerdaña y el Berguedà. La primera subida es larga, muy larga, de las que te ponen en órbita sin pedir permiso. Seguidamente, unos kilómetros engañosos te mantienen distraído para arriba y para abajo sobre un terreno entre rocoso y lleno de raíces. Hay que estar atento hasta que coronas una cima llamada Penyes Altes y, entonces, viene una larga bajada. Bellver es un punto de inflexión, es el paso por el maratón y llegar con fuerzas y ganas de correr es una de las determinaciones de los corredores.

Kilian Jornet y Zaid compitieron juntos gran parte de la carrera. Se hicieron compañía mutuamente liderando la prueba hasta los tres cuartos de carrera más o menos. A partir de allí, Kilian se marchó en solitario.

Cuando se deja atrás Bellver, hay que ser paciente hasta un refugio llamado Prat d’Aguiló para seguir subiendo hasta el Pas dels Gosolans. Una zona alta, preciosa, rocosa y abierta, que te transporta a otros parajes del mundo. Una bajada larga hasta Gósol y, a partir de aquí, queda el último maratón, donde hay que apretar los dientes y no rendirse.

La meta en Bagà es de ensueño. El ambiente es indescriptible para todos los corredores, pero sobre todo para los primeros. Aquello queda abarrotado y, a medida que te vas acercando, ya oyes el griterío animado por la incansable voz de Depa. Corres agotado, emocionado, exhausto, exultante… Se te pone la piel de gallina, la mirada se difumina con los lagrimales a punto de estallar y bajas unos escalones empedrados, giras a la derecha y te plantas en la línea de meta, corriendo sobre una alfombra de color. En ese instante, la película se mueve a cámara lenta y gesticulas impulsado por unos sentimientos que no puedes ni quieres controlar. Conozco bien estas sensaciones, las saboreé en 2016 con la tercera posición cuando era la prueba final de las World Series.

Cada cual reacciona a su manera. No vi llegar a Zaid, en esta ocasión estaba volviendo en coche desde Prat d’Aguiló después de retirarme por lesión cuando ocupaba, como él, la segunda posición detrás de Núria Picas. Puedo imaginarlo saltando, riendo, chocando la mano con todo el mundo, bailando con Depa, volviendo atrás a saludar a alguien que se había olvidado y, finalmente, tras repartir su sonrisa a todas y cada una de las personas que se habrían acercado a la meta, cruzaría el arco, se medio arrodillaría, giraría un poco el tronco y con un dedo señalaría su otro brazo con un gesto como de sacar bola donde, sobre su bíceps hambriento, está el logo de Buff.

Viendo el ritmo tranquilo que llevan para la entrega de trofeos, buscamos un rincón bajo los arcos empedrados de la plaza para sentarnos sobre la piedra tibia que nos genera una agradable sensación en las piernas cansadas.

—¿Cómo es tu pueblo?

—Oudaddi está en la zona del Alto Atlas, en el valle de Assif Melloul. Es una zona de montañas altas. Nosotros vivimos a 2.200 metros de altitud. La latitud del pueblo y su altura hacen que sea una zona árida.

Sigue contándome que el nombre del valle viene dado por el río principal de la zona. Un río que durante algunas épocas del año baja con fuerza y, últimamente, se ha puesto de moda entre los turistas amantes de las actividades acuáticas, como el kayak o el rafting, aunque no exactamente en su zona.

Oudaddi forma un triángulo con dos de las principales ciudades de Marruecos: queda a 353 kilómetros al interior y un poco al sur desde Casablanca y a 358 kilómetros en dirección nordeste desde Marrakech.

Se trata de un pueblo árido, ya que la altura despoja de vegetación casi todo su entorno, donde únicamente en la entrada del pueblo luce el verde de unos árboles larguiruchos que dan la bienvenida a los pueblerinos y visitantes que llegan por unas pistas bien arregladas pero sin asfaltar.

Oudaddi es un pueblo marrón, como la gran mayoría de los pueblos del valle. Montañas marrones que en invierno se tiñen de blanco por la nieve, casas de barro marrones, vegetación a modo de matorrales de secano, pero la vestimenta y el carácter bereber compensan la gama de colores que le pueda faltar.

—Mi casa, como las demás del pueblo, es muy humilde. Está pensada para guardar el ganado durante el invierno y, en su interior, hay una habitación central con una estufa que hace de centro de convenciones familiar. Allí nos juntamos, sentados sobre alfombras de colores y comemos, tomamos té y charlamos. Aunque el pueblo bereber vivimos bastante en el exterior.

—Cierto, tú eres bereber, ¿qué significa esto?

—Los bereberes somos un pueblo con orígenes muy antiguos, ancestrales, con lengua, costumbres y cultura propia. En gran parte somos nómadas y campesinos. Somos gente sencilla y humilde pero muy luchadora. Funcionamos un poco diferente al resto de Marruecos, aunque también hablamos árabe y vivimos allí.

—¿Entonces tú qué eres: bereber o marroquí?

—Bereber marroquí —responde entre risas—. O bereber dentro de Marruecos…

No me apetece entrar en temas políticos ahora, estoy demasiado cansada y la conversación es agradable, así que no sigo por este camino.

—¿Qué hace un niño en Oudaddi?

—Pasábamos horas y horas jugando al fútbol. Ahora el pueblo ha cambiado mucho y la zona donde jugábamos está cubierta de campos de cultivo. Pero recuerdo que nos podíamos pasar ocho horas seguidas jugando sin cesar.

La exageración que sale de su boca sobre «las ocho horas jugando» me transporta a recuerdos idealizados de la niñez y me parece un gesto muy simpático, casi enternecedor, y no dudo que jugaran hasta extasiarse. Puedo visualizar aquellos cuerpecitos delgados, con pantalones cortos arañados por las caídas, corriendo tras el balón con la forma natural, elegante e inconfundible de correr que tienen los marroquíes.

—Después de desayunar ya nos íbamos reuniendo en el campo hasta que, desde las casas, volvían a llamarnos para comer —sigue—. Jugábamos entre nosotros y, cuando ya fuimos creciendo, organizábamos partidos con los pueblos vecinos.

Ahora sí. Vemos que la gente se va concentrando en la parte septentrional de la plaza donde se alza un altillo amplio de piedra que glorifica, año tras año, a los ganadores de esta carrera tan emblemática. Por los altavoces, de nuevo, la voz de Depa saluda a todos los asistentes y pasa el micro a las diferentes autoridades, que, sin alargarse demasiado para no acaparar un protagonismo que hoy no es para ellos, felicitan a todos los participantes. La entrega de premios empieza por las diferentes categorías y, finalmente, el podio más esperado, el absoluto. El público aclama a las y los cinco mejores del día de ayer. Cinco de los y las mejores corredores del mundo. Se felicitan respetuosos los unos a los otros en el altillo empedrado y sonríen gozosos saludando a los asistentes. Zaid, exultante, está entre ellos.

Capítulo 2
Águilas y palomas

Los pájaros eran su obsesión. Se podía perder buscándolos o persiguiéndolos. Su gran diversión de niñez era correr libre por las montañas como un pájaro. Trepar, escalar, meterse por todas partes. Los largos días de verano tenían muchas horas para explorar mientras sus padres se hacían cargo de los rebaños.

—¡Nada me daba miedo! Era mi espacio natural y me relacionaba con los animales de tú a tú. Me movía por aquellas montañas escarpadas con la confianza con la que se mueve un niño en un parque.

Esto nos cuenta Zaid un sábado por la tarde del mes de agosto sentados en círculo alrededor de botas de vino a modo de mesa y sobre unas sillas de barra de bar, de aquellas en las que los pies no alcanzan el suelo y que son tan incómodas, tras una carrera de treinta y tantos kilómetros. Estamos en Suiza, un lugar tan precioso como caro, en el extremo de uno de los muchos valles que dibuja el país, en la zona del Valais, reseguido por un río gélido que baja directo de algún glaciar.

La mañana ha sido fresquita, húmeda y gris, pero no ha llovido. Por la tarde, aunque parece que quiere hacerlo, tampoco. De momento nos respeta y podemos seguir sentados con las piernas colgando y abrigados con unas mantas rojas que tienen muchos de los bares de la zona de los Alpes en las terrazas para que los clientes puedan gozar del exterior incluso en días menos apetecibles.

Zinal es un pueblo con estación de esquí, que lleva el mismo nombre, y es donde se coloca la meta, a treinta y un kilómetros y dos mil dos cientos metros de desnivel positivo de la salida, en Sierre. Sierre se encuentra en el valle central, del que van partiendo estos subvalles como el de Zinal. Sierre está situado en la planicie suiza y es conocido como la capital vinícola de la región del cantón Valais.

Esta prueba es una de las más emblemáticas del continente europeo, en 2018 cumplirá su cuadragésimo quinto aniversario, pero aun así es simple y austera. Incluso su nombre, Sierre-Zinal, no exhibe ni épica ni busca ostentar. Aquí reside parte de su encanto. Lo que ves es lo que hay y la relación de corredores que se han colgado un dorsal a lo largo de la historia de la competición no debe envidiar a ninguna otra prueba de estas características.

Impacta la zona de salida. Hoy en día que estamos acostumbrados a tener organizaciones pomposas, esta diríamos que es tan simple que raya el cutrerío. Cortan una carretera nacional y montan allí mismo un sencillo arco, un poco de cinta para acordonar la bolsa de salida y ¡pam!, pistoletazo y todos a correr, tras haber calentado carretera arriba, carretera abajo.

—Un día vi un nido de águila en una pared de roca. Quedé hipnotizado, como si me estuviera llamando. Trepé hasta alcanzarlo y me encontré con dos pollitos de águila. Me los quise llevar pero los dejé.

—Hombre… ¿cómo te vas a llevar los pollitos?

—Los dejé porque eran muy pequeños y pensé que se morirían, no tenían ni fuerza para volar.

Las tardes postcompetición son agradables. Se ha terminado la entrega de premios y nos hemos reunido unos cuantos corredores en un bar del pueblo. Entre cervezas y alguna copita de vino —bueno, Zaid no… él, de clara tradición musulmana, nunca bebe alcohol—, sigue contándonos la historia con sus pollitos de águila.

Así que, cuando se dio cuenta de que eran demasiado pequeños, pensó que volvería al cabo de unos quince o veinte días.

—Mi madre me tenía muy advertido de que no tocara nada y, mucho menos, de que no matara a ningún pájaro. Iba todo el día con un tirachinas casero, pero a mí tampoco me gustaba matarlos.

—¿Volviste al nido?

—Sí, sí. Obviando la advertencia de mi madre, subí de nuevo, al cabo de quince días, y habían crecido un montón, les quedaba poco ya para salir volando.