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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 112 - diciembre 2018

© 2010 Diana Palmer

En el punto de mira

Título original: Dangerous

© 2012 Diana Palmer

Tierras salvajes

Título original: Courageous

Publicadas originalmente por HQN™ Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-762-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En el punto de mira. Diana Palmer

Dedicatoria

Nota de la autora

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Tierras salvajes. Diana Palmer

Dedicatoria

Prólogo

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

En el punto de mira.
Diana Palmer

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Cindy Angerett, operadora del número de emergencias del condado de Beaver, Pennsylvania, y para el personal de emergencias de todas partes, por entregar generosamente su tiempo, en horario de trabajo y fuera de él, para ayudar a quienes lo necesitan.

Nota de la autora

 

 

 

 

 

Queridos lectores:

 

De los libros que he escrito en meses recientes, este es el que más me ha afectado anímicamente. Sabía desde Un hombre sin piedad que la familia de Kilraven había sido asesinada. Sabía desde Rebelde que su hija de tres años era una de las víctimas. Pero enfrentarse a las emociones que origina una tragedia como esa, aunque sea en una novela, puede ser complicado.

Gracias a Dios, nunca he perdido a un hijo. Pero mientras escribía las escenas relativas a la tragedia de Kilraven, desarrollé un nuevo vínculo con las cajas de clínex. Este hombre, aparentemente duro como el acero, tiene un corazón muy tierno, y descubrirlo resultó fascinante.

Descubrí además un hecho sorprendente al encarar los últimos capítulos del libro. El hombre al que había señalado como culpable me informó sin ambages de que no tenía nada que ver con el asesinato (los personajes suelen tener vida propia), así que tuve que volver atrás y repensar mi estrategia y mi argumento. No me importó, en realidad. Fue bastante divertido.

Winnie empezó siendo una mujer apocada e incapaz de enfrentarse a su hermano. En el transcurso del libro, en el que trabaja como operadora del servicio de emergencias, se convierte en una fuente de serenidad y sensatez y descubre la valentía que siempre ha poseído. De hecho, se convierte en una «pequeña sierra mecánica», como la apoda su flamante suegra.

Para esta novela conté con la ayuda de Cindy Angerett, una señora encantadora que trabaja como operadora del número de emergencias. Cindy me permitió conocer a fondo su trabajo, y por ello le dedico este libro con toda mi gratitud. Tened presente, os lo ruego, que a veces cometo errores (últimamente más que nunca, porque mi mente envejece conmigo). Pero las equivocaciones que haya en el libro son mías, y me inculpo de todas ellas. Le debo la vida a una operadora de emergencias que actuó con diligencia. Son un regalo de Dios en momentos de extremo peligro. Mi afecto para todos ellos.

Gracias de nuevo a todos mis lectores por la fidelidad y la generosidad que han demostrado a lo largo de los años. Para mí, el mayor gozo de este oficio son los amigos que me permite hacer: no solo mis editores y correctores, la gente de marketing, diseño y publicidad, los libreros y los distribuidores, sino también los lectores, que se han convertido en una gran familia para mí.

 

Con cariño de vuestra mayor admiradora,

 

Diana Palmer

1

 

 

 

 

 

Kilraven odiaba las mañanas. Y odiaba especialmente las mañanas de un día como aquel, en el que se esperaba de él que acudiera a una fiesta y participara en el reparto de regalos navideños del amigo invisible. Él, sus compañeros del cuerpo de policía y todos los miembros del servicio de emergencias y el cuerpo de bomberos de Jacobsville, Texas, habían ido sacando papelitos en torno al gran árbol de Navidad del centro de operaciones del Servicio de Emergencia. Y ese día tocaba el intercambio de regalos, todos ellos anónimos.

Mientras bebía café solo en la jefatura de policía de Jacobsville, Kilraven habría deseado escapar de allí. Miró a Cash Grier, que sonrió distraídamente y siguió a lo suyo.

La Navidad era la época del año más penosa para él. Le traía el recuerdo de lo ocurrido siete años atrás, cuando su vida pareció llegar a su fin. Visiones de pesadilla lo atormentaban. Las veía cuando dormía. Trabajaba cuando le tocaba su turno y hasta se ofrecía a sustituir a otros policías de Jacobsville si les hacía falta un relevo. Se odiaba a sí mismo. Pero odiaba más aún a las multitudes. Además el día era triste en sí mismo, en cierto modo. Kilraven tenía en su casa alquilada un gran chow chow negro que le hacía compañía. Pero había tenido que regalarlo porque en su apartamento de San Antonio, al que volvería pronto, estaba prohibido tener animales. Bibb, el chow chow, había ido a vivir con un chaval del barrio al que le encantaban los animales y que acababa de perder a su perro, otro chow chow. Así que Kilraven suponía que era cosa del destino. Pero aun así echaba mucho de menos a Bibb.

Ahora se esperaba de él que sonriera y se relacionara en una fiesta, y hasta que se entusiasmara con un regalo que casi con toda seguridad sería una corbata que aceptaría y no se pondría jamás, o una camisa de talla pequeña, o un libro que nunca leería. La gente hacía regalos con buena intención, pero casi siempre compraba cosas guiándose por su propio gusto. Era rara la persona que observaba a los demás y hacía el regalo idóneo; un regalo que conservar como un tesoro.

En su trabajo (en su trabajo de verdad, no en aquel papel de policía de pueblo que había asumido como parte de su misión secreta en el sur de Texas, cerca de la frontera con México) tenía que ponerse traje de cuando en cuando. Allí, en Jacobsville, nunca se lo ponía. Quien le regalara una corbata por Navidad estaría tirando su dinero. Estaba seguro de que sería una corbata. Odiaba las corbatas.

–¿Por qué no, mejor, me atáis, me sacáis a la calle y me prendéis fuego? –le preguntó a Cash Grier con una mirada de fastidio.

–Las fiestas de Navidad son divertidas –contestó Cash–. Solo tienes que ambientarte. Seis o siete cervezas y estarás como pez en el agua.

La mirada de Kilraven empeoró.

–Yo no bebo –le recordó a su jefe temporal.

–¡Vaya, qué coincidencia! –exclamó Cash–. Yo tampoco.

–Entonces, ¿para qué vamos a una fiesta, si ninguno de los dos bebe? –preguntó el más joven de los dos.

–En la fiesta no servirán alcohol. Y, además, es una cuestión de relaciones públicas.

–Odio al público y no tengo relaciones –gruñó Kilraven.

–Sí que las tienes –contestó Cash con sorna–. Un medio hermano llamado Jon Blackhawk. Y también una madrastra, no sé dónde.

Kilraven hizo una mueca.

–No va a ser más que una hora –dijo Cash en tono más suave–. Casi es Navidad. No querrás echar a perder la fiesta del personal a estas alturas, ¿no?

–Sí –contestó Kilraven con una nota de acritud en su voz profunda.

Cash miró su taza de café.

–Winnie Sinclair se llevará un disgusto si no vas. Te marcharás muy pronto para volver a San Antonio. Le hace mucha ilusión que vayas a la fiesta.

Kilraven miró la ventana, más allá de la cual los coches circulaban en torno a la plaza del pueblo, decorada con su Papá Noel, su trineo y sus renos y un enorme árbol de Navidad. En la jefatura de policía también había un árbol adornado con colores de fiesta. Sus adornos eran únicos, por decir algo: pequeñas esposas, pistolas de juguete y diversos vehículos de emergencias en miniatura, coches patrulla incluidos. En broma, alguien lo había envuelto todo con cinta policial amarilla.

Kilraven no quería pensar en Winnie Sinclair. Durante los meses anteriores, Winnie se había convertido en una parte de su vida de la que le costaba desprenderse. Pero ella no sabía lo suyo, lo de su pasado. Alguien tenía que habérselo insinuado, porque su actitud hacia él había cambiado de pronto. Las sonrisas tímidas y las miradas de arrobo que le lanzaba se habían eclipsado, y ahora, cuando hablaban por la emisora de la policía, mientras él estaba de servicio, Winnie se mostraba educada y formal. Kilraven apenas la veía. No sabía si era buena idea relacionarse con ella. Winnie se había replegado sobre sí misma, y sería menos doloroso no acortar distancias. Desde luego que sí.

Kilraven encogió sus anchos hombros.

–Supongo que no voy a morirme por unos cuantos villancicos –masculló.

Cash sonrió.

–Voy a decirle al sargento Miller que te cante el que nos compuso.

Kilraven lo miró con enojo.

–Ya lo he oído, así que, por favor, no.

–No tiene mala voz –repuso Cash.

–No, para una carpa.

Cash soltó una carcajada.

–Como quieras, Kilraven –frunció el ceño–. ¿Es que no tienes nombre de pila?

–Sí, pero no lo uso y no pienso decírtelo.

–Seguro que en personal lo saben –se dijo Cash–. Y en el banco.

–No te lo dirán –contestó Kilraven–. Tengo un arma.

–Yo también, y la mía es más grande –replicó Cash mordazmente.

–Oye, en mi verdadero trabajo tengo que llevar la pistolera oculta –le recordó Kilraven–, y cuesta encajar una Colt 45 1911 en la cinturilla del pantalón para que no se note.

Cash levantó las manos.

–Lo sé, lo sé. Yo antes también la llevaba oculta. Pero ahora no hace falta y puedo llevar un pistolón, si quiero.

–Por lo menos no llevas un revólver, como Dunn –suspiró y señaló al subcomisario Judd Dunn, que estaba sentado al borde de su mesa, hablando con un compañero, con un Ruger Vaquero del calibre 45 metido en una bonita funda de cuero ajustada a la cintura.

–Pertenece a la Asociación de Tiro en Defensa Propia –le recordó Cash–, y esta tarde tienen un torneo. Es nuestro mejor tirador.

–Después de mí –dijo Kilraven con aire satisfecho.

–Es nuestro mejor tirador residente –fue la respuesta–. Tú eres nuestro mejor tirador emigrante.

–No voy a emigrar muy lejos. Solo a San Antonio –los ojos grises de Kilraven se volvieron sombríos–. Me lo he pasado bien aquí. Hay menos presión.

Cash imaginaba que ello se debía a la ausencia de los malos recuerdos que Kilraven no había afrontado aún: la muerte de su familia siete años atrás en un sangriento tiroteo. Lo cual traía a la mente un caso más reciente: un asesinato que el departamento del sheriff investigaba aún con ayuda de Alice Mayfield Jones, la criminóloga de San Antonio prometida con Harley Fowler, un ranchero del pueblo.

–¿Le has dicho a Winnie Sinclair lo de su tío? –preguntó Cash bajando la voz para que no le oyeran.

Kilraven negó con la cabeza.

–No estoy seguro de que convenga decírselo a estas alturas de la investigación. Su tío está muerto. Nadie va a amenazar a Winnie, a Boone o a Clark Sinclair por su culpa. Ni siquiera estoy seguro de cuál es su relación con la víctima del asesinato. No quiero disgustar a Winnie, si no es imprescindible.

–¿Alguien ha seguido la pista de la amiga con la que vivía?

–Sí, pero ha servido de tan poco como el primer interrogatorio –contestó Kilraven–. Toma tanta cocaína que no sabe ni en qué día vive. No recuerda nada que pueda sernos de ayuda. Mientras tanto, la policía está visitando puerta por puerta los locales de ese pequeño centro comercial que hay cerca de donde vivía la víctima, intentando encontrar a alguien que conozca a ese tipo. Un caso complejo. Complejo de verdad.

–Hubo otro caso, esa chica a la que encontraron en un estado muy parecido, hace siete años –recordó Cash.

Kilraven asintió.

–Sí. Justo antes de que… perdiera a mi familia –dijo titubeante–. Las circunstancias eran similares, pero no hemos podido encontrar ningún vínculo entre los casos. La chica fue a una fiesta y desapareció. De hecho, los testigos dijeron que no apareció por la fiesta, y la cita que tenía resultó ser ficticia.

Cash observó en silencio al más joven de los dos.

–Kilraven, no te recuperarás nunca, si eres incapaz de hablar de lo que pasó.

Los ojos plateados de Kilraven centellearon.

–¿De qué sirve hablar? Yo quiero al culpable.

Quería venganza. Se le notaba en los ojos, en la tensión de la mandíbula, en la postura.

–Sé lo que es eso –comenzó a decir Cash.

–Y una mierda –le espetó Kilraven–. ¡Y una mierda! –se levantó y salió sin decir nada más.

Cash, que había visto las fotos de las autopsias, no se ofendió. Se compadecía de Kilraven. Pero nadie podía hacer nada por él.

 

 

Al final, Kilraven había ido a la fiesta. Estaba junto a Cash, pero no lo miraba.

–Siento haber perdido los papeles de esa manera –dijo a regañadientes.

Cash se limitó a sonreír.

–Bah, ya no me enfado por un estallido de mal genio –se rio–. Me he ablandado.

Kilraven se volvió para mirarlo, sorprendido.

–¿Ah, sí?

Cash lo miró con fastidio.

–Fue un accidente.

–¿El qué? ¿El cubo de agua con jabón, o la esponja en la boca?

Cash hizo una mueca.

–No debió insultarme cuando estaba lavando el coche. Ni siquiera fui yo quien lo arrestó. Yo acababa de empezar a patrullar.

–Se imaginó que eras el mandamás, y no le hizo gracia que la gente viera que lo sacaban de la consulta del dentista en un coche patrulla –dijo Kilraven con desenfado.

–Evidentemente, teniendo en cuenta que el dentista era él. Había dormido a una paciente muy guapa con gas de la risa, y se lo estaba pasando en grande cuando entró la enfermera y lo pilló con las manos en la masa. Eso explica por qué se mudó aquí y por qué puso una consulta en un pueblecito, cuando había estado viviendo en una gran ciudad –argumentó Cash–. Solo llevaba un mes ejerciendo aquí cuando ocurrió, el verano pasado.

–Un grave error, insultarte en tu propio jardín.

–Estoy seguro de que se dio cuenta de ello –contestó Cash.

–¿No tuviste que pagarle el traje…?

–Le compré uno precioso –respondió Cash–. La juez dijo que tenía que ser del mismo precio que el que había echado a perder con agua y jabón –sonrió angelicalmente–. Pero no dijo que tuviera que ser del mismo color.

Kilraven hizo una mueca.

–¿Dónde demonios encontraste un traje a cuadros amarillos y verdes?

Cash se inclinó hacia él.

–Tengo contactos en la industria textil.

Kilraven se echó a reír.

–El dentista se fue del pueblo ese mismo día. ¿Crees que fue por el traje?

–Lo dudo mucho. Creo que fue más bien por la denuncia que le puse –contestó Cash–. Le dejé caer que había contactado con dos víctimas anteriores.

–Y le diste el nombre de un detective de Houston muy tenaz, según tengo entendido.

–Los detectives son muy útiles.

Kilraven seguía mirándolo fijamente. Luego se encogió de hombros.

–Bueno, yo no pienso dirigirte la palabra cuando estés lavando el coche, de eso puedes estar seguro –concluyó.

Cash se limitó a sonreír.

El centro de operaciones de emergencias estaba lleno. Las luces del enorme árbol de Navidad eran cortesía del personal de servicio. Las bombillas LED brillaban alegremente en todos los colores. Debajo había un tesoro oculto de paquetes envueltos en papel de regalo. Eran todos anónimos. Kilraven los miraba con fastidio, esperándose ya la dichosa corbata.

–Es una corbata –masculló.

–¿Perdona? –preguntó Cash.

–Mi regalo. El que me haya comprado algo, me habrá comprado una corbata. Siempre es una corbata. Tengo un armario lleno de ellas.

–Nunca se sabe –dijo Cash filosóficamente–. Puede que te lleves una sorpresa.

Entre la festiva música navideña, el director del centro de operaciones dio la bienvenida a sus invitados con un breve discurso acerca del duro trabajo que habían hecho durante todo el año y enumerando algunos de sus logros. Dio las gracias por su ayuda al personal de todos los servicios de emergencias, incluidos los sanitarios, los bomberos, la policía del estado y la del departamento del sheriff, los Rangers de Texas y los cuerpos de seguridad estatales y federales. Indicó las largas mesas de los canapés e invitó a los asistentes a servirse. Luego se repartieron los regalos.

A Kilraven le sorprendió un momento el tamaño del suyo. A no ser que fuera una corbata muy grande, o estuviera camuflada, no sabía qué iba a tocarle. Dio la vuelta a la gran caja cuadrada con evidente curiosidad.

La rubita Winnie Sinclair lo observaba por el rabillo de sus ojos oscuros. Se había dejado suelto alrededor de los hombros el pelo rubio y ondulado, porque alguien le había dicho que a Kilraven no le gustaban las coletas, ni los moños. Llevaba un bonito vestido rojo, muy recatado, con el cuello alto. Habría deseado saber algo más sobre el enigmático policía. El sheriff Carson Hayes decía que la familia de Kilraven había muerto asesinada años antes, pero Winnie no había podido sonsacarle nada más. Ahora tenían una auténtica víctima de asesinato en el condado de Jacobs (la segunda, en realidad), y en círculos policiales corría el rumor de que una mujer de San Antonio que conocía a la víctima había muerto por ello. Pero aún más insistentes eran los rumores de que el caso, archivado hacía tiempo, estaba a punto de reabrirse.

Pasara lo que pasase, Kilraven tenía que volver a su puesto federal en San Antonio después de Navidad. Winnie llevaba días muy callada y desanimada. Había sacado el nombre de Kilraven para el regalo del «amigo invisible», aunque tenía el presentimiento de que ello había sido cosa de sus compañeros. Sabían lo que sentía por él.

Había pasado horas intentando decidir qué regalarle. Una corbata no, pensó. Todo el mundo regalaba corbatas, pañuelos o trastos de afeitar. No, su regalo tenía que ser distinto, algo que Kilraven no pudiera encontrar en la estantería de una tienda. Al final, puso a funcionar su talento para el arte y le pintó un retrato muy realista de un cuervo, rodeado por un borde de cuentas de colores. No sabía por qué. Le parecía el tema perfecto para el cuadro. Los cuervos eran animales solitarios, extremadamente inteligentes y misteriosos. Igual que él. Hizo que se lo enmarcaran en la tienda de láminas del pueblo. No quedaba mal del todo, pensó. Confiaba en que le gustara. Naturalmente, no podía decirle que era un regalo suyo. Se suponía que los regalos tenían que ser anónimos. Pero de todos modos Kilraven no se daría cuenta de que era ella, porque nunca le había hablado de su afición a la pintura.

Su vida era mágica, pero solo porque Kilraven había entrado en ella. Winnie procedía de una familia muy rica, pero sus hermanos y ella rara vez dejaban que se les notara. Le gustaba trabajar para vivir, ganar su propio dinero. Tenía un pequeño Volkswagen rojo que lavaba y enceraba a mano, comprado con su salario semanal. Era su orgullo y su alegría. Al principio, le preocupaba que a Kilraven le intimidara su dinero. Pero él no parecía sentir resentimiento alguno, ni envidia. De hecho, Winnie lo había visto con traje una vez, para una conferencia a la que iba a asistir. Y su sofisticación resultaba evidente. Kilraven parecía desenvolverse como pez en el agua en todas partes.

Winnie iba a pasarlo muy mal cuando se marchara. Pero tal vez fuera lo mejor. Estaba loca por él. Cash Grier decía que Kilraven nunca había afrontado sus demonios, y que hasta que no lo hiciera no podría embarcarse en una relación de pareja. Aquello había deprimido a Winnie y había cambiado su actitud hacia Kilraven. Pero no había alterado lo que sentía por él.

Mientras Winnie lo miraba con arrobo, sin poder evitarlo, él abrió el regalo. Estaba apartado de los demás agentes de su departamento, con su cabeza morena agachada sobre el papel de envolver y los ojos grises fijos en lo que hacía. Al fin apartó la cinta y el papel. Levantó el cuadro y lo miró con los ojos entornados, tan inmóvil que parecía haber dejado de respirar. De repente levantó la vista y clavó sus ojos plateados directamente en los de Winnie. A ella se le paró el corazón en el pecho. ¡Él lo sabía! Pero eso no podía ser.

Kilraven le lanzó una mirada de enfado que podría haber detenido el tráfico, dio media vuelta y se marchó de la fiesta con el cuadro en la mano. No volvió.

Winnie se sintió fatal. Lo había ofendido. Sabía que lo había ofendido. Estaría furioso. Intentó contener las lágrimas mientras bebía ponche y mordisqueaba galletas, y fingió pasárselo en grande.

 

 

Kilraven hizo su trabajo maquinalmente hasta que acabó su turno. Luego montó en su coche y se fue derecho a San Antonio, al apartamento de su medio hermano, Jon Blackhawk.

Jon estaba viendo la repetición de un partido de fútbol. Se levantó a abrir la puerta, vestido únicamente con unos pantalones de chándal y el pelo largo y negro colgándole hasta la cintura.

Kilraven lo miró con dureza.

–¿Te estás probando el disfraz de indio?

Jon hizo una mueca.

–Solo me he puesto cómodo. Pasa. ¿No es un poco tarde para una visita fraternal?

Kilraven levantó la bolsa que llevaba, la puso sobre la mesa baja y sacó el cuadro. Sus ojos brillaban.

–Le has dicho a Winnie Sinclair lo de los cuadros de los cuervos.

Jon contuvo el aliento al ver la pintura. No solo era de un cuervo, el pájaro favorito de Melly, sino que hasta tenía aquel reborde de abalorios en los mismos colores, sobre un fondo de tonos anaranjados y rojos.

Después se dio cuenta de que su hermano le estaba haciendo un reproche. Clavó en él sus ojos oscuros.

–No he hablado con Winnie Sinclair. Nunca, si no me equivoco. ¿Cómo lo sabía?

Los ojos del más mayor de los dos seguían brillando.

–Alguien ha tenido que decírselo. Cuando descubra quién ha sido, lo estrangulo.

–Es solo una idea –dijo Jon–, pero ¿no me dijiste que Winnie llamó pidiendo refuerzos para una pelea doméstica, aunque tú no los habías pedido?

Kilraven se calmó un poco.

–Sí –recordó–. Y me salvó el pellejo. Ese tipo tenía una escopeta y tenía retenidas a su mujer y su hija porque la mujer quería divorciarse. Los refuerzos llegaron con las sirenas y las luces puestas. El tipo se distrajo y pude reducirlo.

–¿Cómo se enteró Winnie? –preguntó Jon.

Kilraven frunció el ceño.

–Se lo pregunté. Y me dijo que había sido una corazonada. La persona que llamó no le dijo nada de la escopeta, solo que el marido había entrado en la casa haciendo amenazas.

–Nuestro padre solía tener ese tipo de presentimientos –le recordó Jon–. Y le salvaron la vida más de una vez. Decía que eran sensaciones inquietantes.

–Como la noche en que murió mi familia –dijo Kilraven, dejándose caer en la tumbona que había delante del televisor con el volumen apagado–. Fue a poner gasolina porque al día siguiente tenía que salir de viaje. Podría haber ido a cualquier hora, pero eligió ese momento. Y cuando volvió…

–Tú y la mitad de la policía de la ciudad estabais dentro –dijo Jon–. Ojalá te hubieran ahorrado eso.

Los ojos de Kilraven tenían una expresión terrible.

–No puedo quitármelo de la cabeza. Vivo con ello día y noche.

–Igual que papá. Se mató bebiendo. Creía que quizá, si no hubiera ido a poner gasolina, todavía estarían vivos.

–O él también habría muerto –se acordó de la charla de Alice Mayfield Jones, la semana anterior–. Alice Jones me echó la bronca por pensar en eso, en lo que habría pasado si… –sonrió con tristeza–. Supongo que tiene razón. No podemos cambiar lo que pasó –miró a Jon–. Pero daría diez años de mi vida por atrapar a los tipos que lo hicieron.

–Los atraparemos –dijo Jon–. Te lo prometo. ¿Has cenado ya? –añadió.

Kilraven sacudió la cabeza.

–No tengo apetito –miró el cuadro que había pintado Winnie–. ¿Recuerdas cómo usaba Melly sus ceras? –preguntó suavemente–. Tenía mucho talento, aunque solo tenía tres años… –se detuvo de pronto.

Los ojos oscuros de Jon se suavizaron.

–Es la primera vez que te oigo decir su nombre en siete años, Mac –dijo en voz baja.

Kilraven hizo una mueca.

–¡No me llames…!

–Mac es un diminutivo perfecto de McKuen –dijo Jon tercamente–. Te pusieron ese nombre por uno de los poetas más famosos de los años setenta, Rod McKuen. Tengo un libro de poemas suyos por ahí. Muchos de ellos han sido musicados.

Kilraven miró las estanterías rebosantes de libros. En un rincón había cajas de plástico llenas de libros.

–¿Cómo consigues leerlos todos? –preguntó, sorprendido.

Jon lo miró con fastidio.

–Yo podría preguntarte lo mismo. Tú tienes aún más libros que yo. Y todavía más juegos de la videoconsola.

–Será para compensar que no tengo vida social, supongo –confesó Kilraven con una tímida sonrisa.

–Lo sé –Jon hizo una mueca–. Nos afectó a los dos. Después de aquello, empezó a darme miedo liarme en serio con una mujer.

–A mí también –confesó Kilraven. Observó la pintura–. Me puse furioso –dijo, señalándola–. Las cuentas son iguales que las que dibujaba Melly.

–Era una niña preciosa –dijo Jon suavemente–. No es justo que la relegues en tus recuerdos hasta el punto de que se pierda para siempre.

Kilraven exhaló un largo suspiro.

–Supongo que no. La culpa me come vivo. Puede que Alice tenga razón. Tal vez solo creemos tener control sobre la vida y la muerte.

–Puede que sí –sonrió Jon–. Tengo un poco de pizza en el frigorífico, y hay refrescos. Están poniendo un partido de fútbol estupendo. El año que viene hay Mundial.

–Bueno, vaya con quien vaya, acabarán perdiendo –contestó Kilraven. Se sentó en el sofá–. ¿Quién juega? –preguntó, señalando con la cabeza el televisor.

 

 

Winnie estaba destrozada cuando salió de la fiesta para irse a casa. Había puesto furioso a Kilraven, y justo antes de que se fuera de Jacobsville. Seguramente no volvería a verlo, y menos ahora.

–¿Se puede saber qué te pasa? –preguntó su cuñada Keely cuando Winnie entró en la cocina, donde la más joven de las dos estaba haciendo palomitas.

–¿A qué te refieres? –preguntó Winnie, intentando ganar tiempo.

–No me vengas con esas –Keely la abrazó–. Vamos, cuéntaselo todo a Keely.

Winnie rompió a llorar.

–Le regalé un cuadro a Kilraven. Se suponía que no tenía que saber que era yo. ¡Pero lo sabía! Me miró fijamente, como si me odiara –sorbió por la nariz–. ¡Lo he echado todo a perder!

–¿El cuadro del cuervo? –preguntó Keely–. Pero si era precioso.

–A mí me parecía que estaba bastante bien –dijo Winnie–. Pero él me taladró con la mirada y luego se marchó de la fiesta y no volvió.

–Puede que no le gusten los cuervos –sugirió la otra mujer suavemente–. A algunas personas les dan miedo los pájaros.

Winnie se rio y asintió con la cabeza, agradecida, cuando Keely le puso un pañuelo de papel en la mano. Se secó los ojos.

–A Kilraven no le da miedo nada.

–Supongo que no. Se arriesga mucho, desde luego –frunció el ceño. ¿No le enviaste refuerzos hace poco, después de un amago de tiroteo? Hablaron de ello en el trabajo. Una de nuestras chicas es familia de Shirley, la que trabaja contigo en el centro de operaciones –le recordó Keely.

Winnie hizo una mueca. Se quitó el bolso del hombro, lo dejó en la encimera y se sentó a la mesa.

–Sí, se los mandé. No sé por qué. Tuve el horrible presentimiento de que, si no lo hacía, iba a pasar algo malo. La persona que llamó no dijo que el agresor fuera armado. Pero llevaba una escopeta y estaba tan borracho que no le habría importado matar a su mujer y a su hijita. Kilraven se metió allí a ciegas.

Estaban pensando ambas en un incidente anterior, cuando Winnie acababa de empezar a trabajar como telefonista del servicio de emergencias y no mencionó que había un arma envuelta en una trifulca doméstica. Kilraven intervino en aquel asunto y luego le echó la bronca por no haber avisado. Ahora Winnie tenía mucho más cuidado.

–¿Cómo lo sabías? –insistió Keely.

–No sabría decirte –Winnie se rio–. Siempre he tenido presentimientos de ese tipo, siempre he sabido cosas que no tenía por qué saber. Mi abuela solía poner más cubiertos en la mesa cuando ni siquiera sabíamos que iba a venir alguien. Y las visitas llegaban justo cuando ella creía. La segunda vista, lo llamaba ella.

–Un don. He oído decir que Tippy, la mujer de Cash Grier, también la tiene.

–Yo también –Winnie se encogió de hombros–. Pero no sé. Yo solo tengo presentimientos. Normalmente, malos –miró a Keely–. He tenido uno todo el día. No puedo sacudírmelo. Y no creo que sea por cómo ha reaccionado Kilraven por mi regalo. Me pregunto…

–¿Quién viene? –preguntó Boone Sinclair, entrando en la cocina. Dio un rápido beso en la boca a Keely–. ¿Esperáis a alguien? –les preguntó.

–No –contestó Keely.

–Yo tampoco –dijo Winnie–. ¿No es Clark?

Él negó con la cabeza.

–Se fue a Dallas esta mañana, a una reunión con unos ganaderos para comprarme unas reses –frunció el ceño al acercarse a la ventana–. Es un coche viejo –dijo–. Bien cuidado, pero viejo. Y hay dos personas dentro –su cara se crispó cuando una mujer salió del asiento del conductor y se acercó al lado del copiloto. Había oscurecido y se mantenía al borde de las luces de seguridad. Boone la reconoció por su forma de andar. La mujer se dirigió a la persona que había dentro del coche, que le pasó un pañuelo por la ventanilla. Sonrió, inclinó la cabeza y se volvió hacia la casa. Titubeó un momento antes de subir los escalones de la puerta principal. En ese momento, Boone pudo verla con claridad. Era el vivo retrato de Winnie, se dijo. Su rostro se endureció.

Keely comprendió que pasaba algo por la expresión de ambos. Winnie estaba mirando por la ventana, al lado de Boone, y sus ojos oscuros brillaban como sirenas. Antes de que Keely pudiera preguntar nada, Winnie estalló:

–¡Es ella! ¿Cómo se atreve a venir aquí? ¡Cómo se atreve!