Portada: Los últimos libertinos. Benedetta Craveri
Portadilla: Los últimos libertinos. Benedetta Craveri

 

Edición en formato digital: mayo de 2018

 

Título original: Gli ultimi libertini

En cubierta: Retrato de María Luisa de Parma (1765) de Anton Raphael Mengs

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© 2016 by Adelphi Edizioni S.p.A., Milano
This book was negotiated through Ute Körner Literary Agent,
Barcelona - www.uklitag.com

© De la traducción, Mercedes Corral

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17454-11-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prefacio

 

El duque de Lauzun

 

El vizconde Joseph-Alexandre de Ségur

 

El duque de Brissac

 

El conde de Narbonne

 

El caballero de Boufflers

 

El conde Louis-Philippe de Ségur

 

El conde de Vaudreuil

 

1789

 

Pasando página

 

Agradecimientos

 

Índice onomástico

 

Para Bernard Minoret

Prefacio

Este libro cuenta la historia de un grupo de aristócratas cuya juventud coincidió con el último momento de gracia de la monarquía francesa, cuando toda una élite consideró posible conciliar un arte de vida basado en el privilegio y el espíritu de casta con la exigencia de cambio acorde con los nuevos ideales de justicia, tolerancia y ciudadanía propugnados por la filosofía de la Ilustración. «Siempre es hermoso tener veinte años», escribió sobre ellos Sainte-Beuve; pero más hermoso aún era tenerlos precisamente en 1774, cuando la llegada al trono de Luis XVI pareció anunciar el comienzo de una nueva época que permitiría a aquellos «príncipes de la juventud» «ir al paso» de los tiempos, en perfecta armonía con el mundo que los rodeaba. «Nos burlábamos de las antiguas usanzas, del orgullo feudal de nuestros padres y de la solemnidad de su etiqueta, pero sin dejar de disfrutar de todos nuestros privilegios», escribiría muchos años más tarde el conde de Ségur. «Libertad, realeza, aristocracia, democracia, prejuicios, razón, novedades, filosofía, todo esto contribuiría a hacer felices nuestros días, y nunca un despertar tan terrible fue precedido por un sueño tan dulce y por unos sueños tan seductores». Pero ¿realmente la nobleza liberal, que vio en la convocatoria de los Estados Generales la ocasión de poner en marcha las reformas que el país necesitaba y de crear una monarquía constitucional de cuño inglés, no tuvo sentido de la realidad y —jugando imprudentemente con unas teorías filosóficas cuyo alcance no comprendía— se percató demasiado tarde de haber contribuido a su propia ruina? No es esa la impresión que se tiene al pasar revista a las vidas y las posiciones del duque de Lauzun, del conde y del vizconde de Ségur, del duque de Brissac, del conde de Narbonne, del conde de Vaudreuil y del caballero de Boufflers, los siete protagonistas de este libro. Lo que me ha hecho elegirlos precisamente a ellos entre los muchos personajes brillantes y representativos de la época ha sido ciertamente el carácter novelesco de sus aventuras y de sus amores, pero también la conciencia con la que vivieron la crisis de aquella civilización del Antiguo Régimen, de la que ellos mismos eran el emblema, con la mirada puesta en el mundo nuevo que estaban construyendo. Todos ellos pertenecían a la antigua nobleza de espada y poseían las características de las que esta más se vanagloriaba: el orgullo, el valor, la elegancia de las maneras, la cultura, el ingenio, la virtud de agradar. Conscientes de sus privilegios y decididos a conseguir el aplauso, respondían plenamente a las exigencias de una sociedad profundamente teatral en la que era obligado mantener viva la atención. Fueron también maestros en el arte de la seducción, y sus numerosos éxitos galantes con las señoras de la alta sociedad no les impidieron practicar el libertinaje en su acepción más amplia. Por ello los he definido como «los últimos libertinos», si bien todos conocieron antes o después a la mujer capaz de conquistarlos durante el resto de sus vidas.

Algunos estuvieron unidos por una profunda amistad; otros, por una larga relación mundana. Todos frecuentaron los mismos ambientes, compartieron los mismos intereses y cortejaron a menudo a las mismas mujeres. No solo sus historias presentan muchas analogías y se iluminan mutuamente, sino que recuerdan unas a otras. En no pocas ocasiones lo que influyó en su conducta y en sus decisiones fueron los vínculos familiares, las alianzas matrimoniales, los amores, las relaciones públicas, así como las rivalidades, los rencores y el deseo de revancha. El lector verá desfilar en estas páginas a María Antonieta y a Catalina de Rusia, al duque de Choiseul y a Talleyrand, al barón de Besenval y al clan de los Polignac, al duque de Orleans y a Laclos, a Chamfort y a Mirabeau, a la princesa Izabela Czartoryska y a lady Sarah Lennox, al príncipe de Ligne —que fue incansable cronista de aquella élite cosmopolita—, a Élisabeth Vigée Le Brun —que en sus pinturas captó «la dulzura de vivir» de aquella época— y a otras personalidades esenciales para comprender las decisiones de nuestros siete caballeros. Por otra parte, si sabemos tanto de ellos no es solo porque, por lo general, han sido los primeros en hablar de sí mismos en un gran número de memorias, de cartas y de versos, sino porque también se habla de ellos en los diarios y en las correspondencias de cuantos los conocieron.

Y, sin embargo, aunque tallados por el mismo molde, productos de la misma «civilización perfeccionada» absorta en comentarse a sí misma de manera interminable, los protagonistas de este libro fueron unos individualistas impenitentes. Cada uno de ellos quiso forjarse un destino a imagen y semejanza de la idea que se había hecho de sí mismo. Hijos de la cultura de la Ilustración, dotados de una sorprendente energía, tuvieron una confianza ilimitada en sus propias capacidades, abarcando desde la política a la economía, pasando por la literatura y el arte, sin dejar de ser, ante todo, soldados. Interesados por todo, a gusto dondequiera que se encontraran, Lauzun, Boufflers, el mayor de los Ségur, Narbonne y Vaudreuil fueron también grandes viajeros, y seguiremos su rastro en África, América, Inglaterra, Italia, Alemania, Polonia y Rusia. Muchos de ellos, sin embargo, se vieron obligados a constatar que el mérito personal era un factor irrelevante a la hora de obtener un puesto de mando desde el que poder servir al rey. Súbditos de una monarquía absoluta, quizá habrían podido agachar la cabeza ante el arbitrio del favor real, pero no estaban dispuestos a aceptar que lo que decidiera su suerte fueran las intrigas de palacio y el poder de los ministros. Lo que les llevó a distanciarse de la política de Versalles no fueron únicamente razones de carácter personal. Su experiencia, forjada en el Ejército, en la Administración y en la diplomacia, y haber podido establecer una comparación con los sistemas de otros países, les convencieron de que la monarquía debía cambiar los métodos de Gobierno y dotarse de nuevas instituciones para poder responder a la crisis política, económica y social que sacudía al país. En Londres, por ejemplo, además de participar en la season pública y apasionarse por las carreras de caballos, algunos pudieron envidiar la eminente posición que ocupaba en la vida pública una nobleza empresarial dedicada a la política y a los negocios. No menos decisiva fue, para el duque de Lauzun y para el conde de Ségur, su participación en la guerra de la Independencia americana, que les hizo ver cómo un país democrático gobernado por ciudadanos libres no era solo una utopía literaria.

De ese modo, casi todos los protagonistas de este libro saludaron con entusiasmo la convocatoria de los Estados Generales, y solo durante la Revolución tomaron, sucesivamente, caminos diferentes. Entre los que se pusieron del lado de los monárquicos de estricta observancia, hubo quien decidió emigrar de inmediato y quien cayó víctima de la furia popular por haber permanecido hasta el final junto al rey; quien luchó por una monarquía constitucional y se vio obligado a exiliarse con la llegada de la dictadura jacobina; quien sirvió en los Ejércitos revolucionarios para defender a la patria de la invasión extranjera aun sabiendo que acabaría en la guillotina; y quien eligió, en cambio, quedarse en Francia tratando de borrar su rastro y salvó la cabeza solo de milagro.

Los que se salvaron del Terror se vieron obligados a elegir de nuevo: algunos optaron por Napoleón, y solo uno de ellos volvió a Francia con Luis XVIII. Todos ellos llevaban en el corazón el dolor por sus parientes, amigos y conocidos muertos en el patíbulo, la conciencia de no haber cumplido su destino y el sentimiento de culpa por haber sobrevivido a la desaparición de un mundo que habían amado intensamente y cuyo final habían contribuido a acelerar. Sin embargo, cualesquiera que hubieran sido sus convicciones, responsabilidades y debilidades, habían sabido afrontar el peligro, la pobreza y el exilio, manteniendo la tradición de valor y de estoicismo de su clase. Y, ahora que comenzaban a vivir en una sociedad nueva en la que trataban de encontrar su sitio, consideraron una cuestión de honor testimoniar, con su amabilidad exquisita, la elegancia de sus modos y su imperturbable buen humor, la fidelidad a una civilización aristocrática de la que se sabían los últimos representantes.