Índice
Moby Dick
I.— Espejismos
II.— El saco de marinero
III.— La Posada del Chorro
IV.— La colcha
V.— Desayuno
VI.— La calle
VII.— La capilla
VIII.— El púlpito
IX.— El sermón
X.— Un amigo entrañable
XI.— Camisón de dormir
XII.— Biográfico
XIII.— Carretilla
XIV.— Nantucket
XV.— Caldereta de pescado
XVI.— El barco
XVII.— El Ramadán
XVIII.— Su señal
XIX.— El profeta
XX.— En plena agitación
XXI.— Yendo a bordo
XXII.— Feliz Navidad
XXIII.— La costa a sotavento
XXIV.— El abogado defensor
XXV.— Apéndice
XXVI.— Caballeros y escuderos
XXVII.— Caballeros y escuderos
XXVIII.— Ahab
XXIX.— Entra Ahab; después, Stubb
XXX.— La pipa
XXXI.— La Reina Mab
XXXII.— Cetología
XXXIII.— El «Troceador»
XXXIV.— La mesa de la cabina
XXXV.— La cofa
XXXVI.— La toldilla
XXXVII.— Atardecer
XXXVIII.— Oscurecer
XXXIX.— Primera guardia nocturna
XL.— Medianoche. Castillo de proa
XLI.— Moby Dick
XLII.— La blancura de la ballena
XLIII.— ¡Escucha!
XLIV.— La carta
XLV.— El testimonio
XLVI.— Hipótesis
XLVII.— El esterero
XLVIII.— El primer ataque
XLIX.— La hiena
L.— La lancha y la tripulación de Ahab. Fedallah
LI.— El chorro fantasma
LII .— El Albatros
LIII.— El Gam
LIV.— La historia del Town-Ho
LV.— De las imágenes monstruosas de las ballenas
LVI.— De las imágenes menos erróneas de las ballenas, y de las imágenes verdaderas de escenas de la caza de la ballena
LVII.— Sobre las ballenas en pintura, en dientes, en madera, en plancha de hierro, en piedra, en montañas, en estrellas
LVIII.— Brit
LIX.— El pulpo
LX.— La estacha
LXI.— Stubb mata un cachalote
LXII.— El arponeo
LXIII.— La horquilla
LXIV.— La cena de Stubb
LXV.— La ballena como plato
LXVI.— La matanza de los tiburones
LXVII.— Descuartizando
LXVIII.— El cobertor
LXIX.— El funeral
LXX.— La esfinge
LXXI.— La historia del Jeroboam
LXXII.— El andarivel
LXXIII.— Stubb y Flask matan una ballena, y luego tienen una conversación sobre ella
LXXIV.— La cabeza del cachalote: vista contrastada
LXXV.— La cabeza de la ballena franca: vista comparada
LXXVI.— El ariete
LXXVII.— El Gran Tonel de Heidelberg
LXXVIII.— Cisterna y cubos
LXXIX.— La dehesa
LXXX.— El núcleo
LXXXI.— El Pequod encuentra al Virgen
LXXXII.— El honor y la gloria de la caza de la ballena
LXXXIII.— Jonás, considerado históricamente
LXXXIV.— El marcado
LXXXV.— La fuente
LXXXVI.— La cola
LXXXVII.— La gran armada
LXXXVIII.— Escuelas y maestros
LXXXIX.— Pez sujeto y pez libre
XC.— Cabezas o colas
XCI.— El Pequod se encuentra con el Capullo de Rosa
XCII.— Ámbar gris
XCIII.— El náufrago
XCIV.— Un apretón de manos
XCV.— La sotana
XCVI.— La destilería
XCVII.— La lámpara
XCVIII.— Estiba y limpieza
XCIX.— El doblón
C.— Pierna y brazo. El Pequod, de Nantucket, encuentra al Samuel Enderby, de Londres
CI.— El frasco
CII.— Una glorieta entre los arsácidas
CIII.— Medidas del esqueleto del cachalote
CIV.— La ballena fósil
CV.— ¿Disminuye el tamaño de la ballena? ¿Va a desaparecer?
CVI.— La pierna de Ahab
CVII.— El carpintero
CVIII.— Ahab y el carpintero
CIX.— Ahab y Starbuck en la cabina
CX.— El Pacífico
CXI.— El herrero
CXIII.— La forja
CXIV.— El dorador
CXV.— El Pequod encuentra al Soltero
CXVI.— La ballena agonizante
CXVII.— La guardia a la ballena
CXVIII.— El cuadrante
CXIX.— Las candelas
CXX.— La cubierta, hacia el final del primer cuarto de guardia de noche
CXXI.— Medianoche. Las almuradas del castillo de proa
CXXII.— Medianoche; arriba. Truenos y rayos
CXXIII.— El mosquete
CXXIV.— La aguja
CXXV.— La corredera y el cordel
CXXVI.— La boya de salvamento
CXXVII.— En cubierta
CXXVIII.— El Pequod encuentra al Raquel
CXXIX.— La cabina
CXXX—. El sombrero
CXXXI.— El Pequod encuentra al Deleite
CXXXII.— La sinfonía
CXXXIII.— La caza. Primer día
CXXXIV.— La caza. Segundo día
CXXXV.— La caza. Tercer día
Epílogo
Bartleby, el escribiente
Benito Cereno
El vendedor de pararrayos

 

Herman Melville

Moby Dick

I.— Espejismos

 


 

Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.

Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.

Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?

Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos?

Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra con lagos. Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres esté sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese hombre, haced que mueva las piernas, e infaliblemente os llevará al agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna vez tengáis sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra caravana está provista por casualidad de un cultivador de la metafísica. Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre.

Pero aquí hay un artista. Desea pintaros el trozo de paisaje más soñador, más sombrío, más callado, más encantador de todo el valle del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea? Ahí están sus árboles cada cual con su tronco hueco, como si hubiera dentro un ermitaño y un crucifijo; ahí duerme su pradera, y allí duermen sus ganados; y de aquella casita se eleva un humo soñoliento. Hundiéndose en lejanos bosques, serpentean un revuelto sendero, hasta alcanzar estribaciones sobrepuestas de montañas que se bañan en el azul que las envuelve. Pero aunque la imagen se presente en tal arrobo, y aunque ese pino deje caer sus suspiros como hojas sobre esa cabeza de pastor, todo sería vano, sin embargo, si los ojos del pastor no estuvieran fijos en la mágica corriente que tiene delante. Id a visitar las praderas en junio, cuando, a lo largo de veintenas y veintenas de millas, andáis vadeando hasta la rodilla entre tigridias: ¿cuál es el único encanto que falta? El agua, ¡no hay allí una gota de agua! Si el Niágara no fuera más que una catarata de arena ¿recorreríais vuestras mil millas para verlo? ¿Por qué el pobre poeta de Tennessee, al recibir inesperadamente un par de puñados de plata, deliberó si comprarse un abrigo, que le hacía mucha falta, o invertir el dinero en una excursión a pie hasta la playa de Rockaway? ¿Por qué casi todos los muchachos sanos y robustos, con alma sana y robusta, se vuelven locos un día u otro por ir al mar? ¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros, sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dijeron que, en unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que todo esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la vemos nosotros mismos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la clave de todo ello.

Ahora, cuando digo que tengo costumbre de hacerme a la mar cada vez que empiezo a tener los ojos nebulosos y que empiezo a darme demasiada cuenta de mis pulmones, no quiero que se infiera que me hago jamás a la mar como pasajero. Pues para ir como pasajero, por fuerza se ha de tener bolsa, y una bolsa no es más que un trapo si no se lleva algo dentro. Además, los pasajeros se marean, se ponen pendencieros, no duermen por las noches, y en general, no lo pasan muy bien: no, nunca voy como pasajero; ni, aunque estoy bastante hecho al agua salada, tampoco me hago jamás a la mar como comodoro, como capitán ni como cocinero. Cedo la gloria y distinción de tales cargos a aquellos a quienes les gusten. Por mi parte, abomino de todas las honorables y respetables fatigas, pruebas y tribulaciones de cualquier especie. Todo lo que sé hacer es cuidarme de mí mismo, sin cuidarme de barcos, barcas, bergantines, goletas, y todo lo demás. Y en cuanto a ir de cocinero —aunque confieso que hay en ello considerable gloria, porque un cocinero es a bordo una especie de oficial—, no sé por qué, sin embargo, nunca se me ha antojado asar pollos, por más que, una vez asados, juiciosamente untados de manteca, y legalmente salados y empimentados, no haya nadie que hable de un pollo asado con más respeto, por no decir con más reverencia, que yo. A causa de las manías idólatras de los antiguos egipcios por el ibis a la parrilla y por el hipopótamo asado, se pueden ver las momias de esas criaturas en sus grandes hornos, que eran las pirámides.

No: cuando me hago a la mar, voy como simple marinero, delante del mástil, al fondo del castillo de proa, o allá arriba en el mastelero de juanete. Cierto es que me dan muchas órdenes y me hacen saltar de verga en verga como un saltamontes en un prado de mayo. Y al principio, este tipo de cosas es bastante desagradable. Le toca a uno en su sentido del honor, especialmente si uno procede de una familia establecida desde antiguo en el país, los Van Rensselaer, los Randolph o los Hardicanute. Y más aún si antes mismo de meter la mano en el cubo del alquitrán, ha estado uno hecho un señor como maestro rural, dando miedo a los muchachos más grandullones. La transición es dura, os lo aseguro, de maestro de escuela a marinero, y se requiere una recia infusión de Séneca y de los estoicos para hacerle a uno capaz de sonreír y aguantarlo. Pero hasta eso se pasa con el tiempo.

¿Qué ocurre, si algún viejo tacaño de capitán me manda traer la escoba y barrer la cubierta? ¿A cuánto asciende esta indignidad, quiero decir, pesada en las balanzas del Nuevo Testamento? ¿Creéis que el arcángel Gabriel me va a tener en menos porque obedezca con prontitud y respeto a aquel viejo tacaño en ese caso particular? ¿Quién no es esclavo? Decídmelo. Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más que me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo está muy bien; que todos los demás, de un modo o de otro, reciben algo parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el porrazo universal pasa de uno a otro, y todos los hombres deberían restregarse la espalda unos a otros, y quedar contentos.

Además, yo siempre me hago a la mar como marinero porque se empeñan en pagarme por la molestia, mientras, que yo sepa, jamás pagan un solo penique a los pasajeros. Al contrario, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal. Pero que le paguen a uno, ¿qué se puede comprar con esto? Es realmente maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición!

Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero a causa del sano ejercicio y del aire puro que hay en la cubierta del castillo de proa. Pues como, en este mundo, los vientos de proa son mucho más dominantes que los vientos de popa (es decir, si no se viola jamás la máxima pitagórica), así, casi siempre el comodoro en el alcázar recibe su atmósfera de segunda mano, procedente de los marineros del castillo de proa. Él cree que es el primero que respiraría, pero no es así. De modo muy parecido, la comunidad conduce a sus jefes en muchas otras cosas, mientras que sus jefes lo sospechan muy poco. Pero por qué ocurrió que, después de haber olido la mar muchas veces como marino mercante, ahora se me metiera en la cabeza ir en una expedición ballenera, eso lo puede contestar mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados que tiene constante vigilancia sobre mí, y me rastrea secretamente, y me influye de algún modo inexplicable. Y no cabe duda de que el marcharme en ese viaje ballenero formaba parte del programa general de la Providencia que estaba trazado hacía mucho tiempo. Llegaba como una especie de breve intermedio de solista entre interpretaciones más amplias. Supongo que esa parte del cartel debía estar hecha de un modo parecido a éste:


 

Reñidas Elecciones para la Presidencia de Estados Unidos EXPEDICIÓN BALLENERA, POR UN TAL ISMAEL SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN
 

Aunque no sé decir por qué razón precisa esos directores de escena que son los Hados me eligieron para tan mezquino papel en una expedición ballenera, mientras que a. otros les reservaban para esplendorosos papeles en elevadas tragedias, o para breves y fáciles papeles en comedias elegantes, o para papeles divertidos en farsas; aunque no sé decir por qué precisamente fue así, sin embargo, ahora que evoco todas las circunstancias, creo que puedo penetrar un poco en los resortes y motivos que, al presentárseme astutamente bajo diversos disfraces, me indujeron a disponerme a representar el papel que he hecho, además de lisonjearme con la ilusión de que era una elección resultante de mi propio y recto libre albedrío y de mi juicio discriminativo.

El principal de estos motivos fue la abrumadora idea del gran cetáceo en sí mismo. Tan portentoso y misterioso monstruo despertaba toda mi curiosidad. Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su masa de isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena: todas estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mí deseo. Quizá, para otros hombres, tales cosas no hubieran sido atractivas, pero en cuanto a mí, estoy atormentado por el perenne prurito de las cosas remotas. Sueño con navegar por mares prohibidos y abordar costas bárbaras. Por no ignorar lo que es bueno, me doy cuenta en seguida de los horrores, pero puedo mantenerme en su compañía, si me dejan, ya que está bien mantenerse en términos amistosos con todos los residentes del lugar en que uno se aloja.

A causa de todo esto, entonces, el viaje ballenero fue muy bien acogido; se abrieron de par en par las grandes compuertas del mundo de las maravillas, y en las locas manías que me arrastraron hacia mi designio, flotaban, de dos en dos, en lo más hondo de mi alma, interminables procesiones de cetáceos, y en medio de todos, un gran fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire.

 




 

II.— El saco de marinero

 


 

Metí una camisa o dos en mi viejo saco de marinero, me lo encajé bajo el brazo, y zarpé hacia el cabo de Hornos y el Pacífico. Abandonando la buena ciudad de los antiguos Manhattos, arribé debidamente a New Bedford. Era una noche de sábado, en diciembre. Muy decepcionado quedé al saber que el pequeño paquebote para Nantucket ya se había hecho a la vela y que hasta el lunes siguiente no se ofrecía medio de alcanzar ese lugar.

Como la mayor parte de los jóvenes candidatos a las penas y castigos de la pesca de la ballena se detienen en el mismo New Bedford, para embarcarse desde allí para su viaje, no está de más contar que, por mi parte, no tenía idea de hacerlo así. Pues mi ánimo estaba resuelto a no navegar sino en un barco de Nantucket, porque había un no sé qué de hermoso y turbulento en todo lo relacionado con esa antigua y famosa isla, que me era sorprendentemente grato. Además, aunque New Bedford, en los últimos tiempos, ha ido monopolizando poco a poco el negocio de la pesca de ballenas, y aunque en este asunto la pobre y vieja Nantucket ya se le ha quedado muy atrás, con todo, Nantucket era su gran modelo, la Tiro de esta Cartago, el sitio donde se varó la primera ballena muerta de América. ¿De dónde, si no de Nantucket, partieron por primera vez aquellos balleneros aborígenes, los pieles rojas, para perseguir con sus canoas al leviatán? ¿Y de dónde también, si no de Nantucket, partió aquella primera pequeña balandra aventurera, parcialmente cargada de guijarros, transportados —así cuenta la historia— para tirárselos a las ballenas y observar si estaban bastante cerca como para arriesgar un arpón desde el bauprés?

Ahora, teniendo por delante una noche, un día y otra noche siguiente en New Bedford antes de poder embarcar para mi puerto de destino, me tuve que preocupar de dónde iba a comer y dormir mientras tanto. Hacía una noche de aspecto muy dudoso, mejor dicho, muy oscura y lúgubre, triste y con un frío que mordía. No conocía a nadie allí. Con ansiosos rezones había sondeado mi bolsillo, y sólo había sacado unas pocas monedas de plata.

«Así, donde quiera que vayas, Ismael —me dije a mí mismo, parado en medio de una desolada calle con el saco al hombro, y comparando la tiniebla al norte con la oscuridad al sur—, donde quiera que, en tu sabiduría, decidas que vas a alojarte esta noche, mi querido Ismael, ten cuidado de preguntar el precio, y no seas demasiado delicado.»

Con pasos vacilantes recorrí las calles, y pasé ante la muestra de Los Arpones Cruzados, pero allí parecía muy caro y espléndido. Más allá, por las luminosas ventanas rojas de la Posada del Pez Espada, salían tan fervientes rayos que parecían haber fundido la nieve y el hielo amontonados ante la casa, pues en todos los demás sitios la helada endurecida formaba un pavimento duro como el asfalto, de diez pulgadas de espesor; bastante fatigoso para mí, al dar con los pies contra sus empedernidos salientes, porque, del duro e implacable servicio, las suelas de mis botas estaban en situación lamentable. «Demasiado caro y espléndido», volví a pensar, parándome un momento a observar el ancho fulgor en la calle, y a escuchar el ruido de los vasos que tintineaban dentro.

«Pero sigue allá, Ismael —me dije por fin—; ¿no oyes? Quítate de delante de la puerta; estás estorbando la entrada con tus botas remendadas.»

Así que continué adelante. Ahora, por instinto, seguía las calles que me llevaban a la orilla, pues así sin duda estarían las posadas más baratas, si no las más gratas.

¡Qué desoladas calles! Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro, y acá y allá, una vela, como una vela ante un sepulcro. A esa hora de la noche, y en sábado, aquel barrio de la ciudad aparecía desierto. Pero por fin llegué ante una luz que, con mucho humo, salía de un edificio bajo y ancho, cuya puerta estaba invitadoramente abierta. Tenía un aspecto descuidado, como si se destinara a uso del público; así que entré y lo primero que hice fue tropezar con una caja de cenizas en el zaguán.

«¡Ah! —pensé, mientras las partículas volantes casi me sofocaban—, ¿son estas cenizas de aquella ciudad destruida, Gomorra? Pero ¿“Los Arpones Cruzados” y “El Pez Espada”? Entonces es preciso que esto se llame “La Nasa”.»

Sin embargo, me incorporé, y, oyendo dentro una sonora voz, empujé y abrí una segunda puerta interior.

Parecía el gran Parlamento Negro reunido en Tofet. Cien caras negras se volvieron en sus filas para mirar; y más allá, un negro Ángel del Juicio golpeaba un libro en un púlpito. Era una iglesia de negros, y el texto que comentaba el predicador era sobre la negrura de las tinieblas, y el llanto y el rechinar de dientes que habría allí.

« ¡Ah, Ismael —murmuré, retrocediendo para salir—, mala diversión en la muestra de “La Nasa’!»

Siguiendo adelante, al fin llegué ante una débil especie de luz, no lejos de los muelles, y escuché un desesperado chirrido en el aire; y al levantar los ojos, vi una muestra que se balanceaba sobre la puerta, con una pintura blanca encima, representando débilmente un chorro alto y derecho de rociada nebulosa, con estas palabras debajo: «Posada del Chorro. Peter Coffin».

« ¿El chorro de la ballena? ¿Coffin, el ataúd? Bastante fatídico en esta situación precisa —pensé—. Pero es un apellido corriente en Nantucket, según dicen, y supongo que este Peter será uno que ha venido de allí.» Como la luz estaba tan desmayada, y el lugar, a aquellas horas, resultaba bastante tranquilo, y la propia casita de madera carcomida parecía como si la hubieran traído en carro desde las ruinas de algún distrito incendiado, y puesto que la muestra balanceante tenía un modo de rechinar como herido por la miseria, pensé que allí era el sitio adecuado para obtener alojamiento barato y el mejor café de guisantes.

Era un sitio extraño; una vieja casa, acabada en buhardillas en pico, con un lado hemipléjico, por así decir, e inclinándose lamentablemente. Quedaba en una esquina abrupta y desolada, donde el tempestuoso viento Euroclydón aullaba peor que nunca lo hiciera en torno a la zarandeada embarcación del pobre Pablo. «Juzgando ese tempestuoso viento llamado Euroclydón —dice un antiguo escritor de cuyas obras poseo el único ejemplar conservado—, resulta haber una maravillosa diferencia si lo miras desde una ventana con cristal, donde la helada queda toda en el lado de fuera, o si lo observas por una ventana sin bastidor, donde la helada está en los dos lados, y cuyo único cristalero es la inexorable Muerte.» «Muy cierto —pensé, al venírseme a la cabeza ese pasaje—; muy bien que razonas, viejo mamotreto. Sí, estos ojos son ventanas, y este cuerpo mío es una casa. Pero ¡qué lástima que no hayan calafateado las grietas y agujeros, metiendo acá y allá un poco de hilas!»

Sin embargo, ya es tarde para hacer mejoras ahora. El universo está concluido; la clave está en su sitio, y se han llevado en carro los escombros hace un millón de años. Aquí, el pobre Uzaro, castañeteando los dientes, con el borde de la acera por almohada, y sacudiéndose de encima los harapos al tiritar, podría taparse ambos oídos con trapos, y meterse en la boca una panocha, y sin embargo eso no le pondría al resguardo del tempestuoso Euroclydón. « ¡Euroclydón!», dice el viejo Epulón, en su manto de seda roja —luego tuvo otro cobertor aún más rojo—. « ¡Bah, bah! ¡Qué hermosa noche de helada; cómo centellea Orión; qué luces al norte! Ya pueden hablar de los climas estivales de oriente, como perpetuos invernaderos; a mí que me den el privilegio de hacerme mi propio verano con mis propios carbones.»

Pero ¿qué piensa Lázaro? ¿Puede calentarse las azuladas manos levantándolas hacia las grandiosas luces del norte? ¿No preferiría Lázaro estar en Sumatra que aquí? ¿No preferiría con mucho tenderse cuan largo es siguiendo la línea ecuatorial?; ah, sí, ¡oh dioses!, ¿descender al mismísimo abismo terrible, con tal de escapar de esta helada?

Ahora bien, que Lázaro esté tendido, varado en la acera ante la puerta de Epulón, eso es más asombroso que si un iceberg se encallase en una de las Molucas. Sin embargo, el propio Epulón vive también como un zar en un palacio de hielo hecho de suspiros congelados, y, siendo presidente de una sociedad antialcohólica, sólo bebe tibias lágrimas de huérfanos.

Pero basta ya de estos gimoteos; nos vamos a la pesca de la ballena, y todavía habremos de tenerlos de sobra. Rasquémonos el hielo de nuestros congelados pies, y veamos qué clase de sitio puede ser esta Posada del Chorro.

 




 

III.— La Posada del Chorro

 


 

Al entrar en esta Posada del Chorro, coronada de buhardillas, uno se encontraba en un ancho vestíbulo, bajo e irregular, lleno de entablamentos pasados de moda, que recordaban las amuradas de alguna vieja embarcación desechada. A un lado colgaba un enorme cuadro al óleo tan enteramente ahumado y tan borrado por todos los medios, que, con las desiguales luces entrecruzadas con que uno lo miraba, sólo a fuerza de diligente estudio y de una serie de visitas sistemáticas y de averiguaciones cuidadosas entre los vecinos, se podía llegar de algún modo a entender su significado. Había tan inexplicables masas de sombras y claroscuros, que al principio casi se pensaba que algún joven artista ambicioso, en los tiempos de las brujas de New England, había intentado delinear el caos embrujado. Pero a fuerza de mucho contemplar con empeño, y de abrir del todo la ventanita al fondo del vestíbulo, se llegaba por fin a la conclusión de que tal idea, por descabellada que fuera, podría no carecer completamente de fundamento.

Pero lo que más desconcertaba y confundía era una masa negra, larga, blanda, prodigiosa, de algo que flotaba en el centro del cuadro, sobre tres líneas azules, borrosas y verticales, en medio de una fermentación innominada. Ciertamente, un cuadro aguanoso, empapado, pútrido, capaz de sacar de quicio a un hombre nervioso. Pero había en él una suerte de sublimidad indefinida, medio lograda e inimaginable, que le pegaba a uno por completo al cuadro, hasta que involuntariamente se juramentaba uno consigo mismo para descubrir qué quería decir esa maravillosa pintura. De vez en cuando, cruzaba como una flecha alguna idea brillante, pero ¡ay!, engañosa: «Es el mar Negro en noche de galerna», «Es el combate antinatural de los cuatro elementos primitivos», «Es un matorral maldito», «Es una escena invernal hiperbórea», «Es la irrupción de la corriente del Tiempo, rompiendo el hielo». Pero todas esas fantasías cedían ante aquel portentoso no sé qué había en el centro del cuadro. Una vez averiguado aquello, lo demás estaría claro. Pero, alto ahí: ¿no muestra un leve parecido con un gigantesco pez? ¿Incluso, con el propio gran Leviatán?

Efectivamente, la intención del artista parecía ésa: conclusiva opinión mía, basada en parte sobre las opiniones reunidas de diversas personas ancianas con quienes conversé sobre el tema. El cuadro representa un navío del Pacífico, en un gran huracán; el barco, medio sumergido, se revuelve allí en las aguas, con sus tres mástiles desmantelados solamente visibles; y una ballena exasperada, al intentar dar un salto limpiamente sobre la embarcación, se ha empalado en los tres mastelerillos.

La pared de enfrente, en este zaguán, se había decorado toda ella con una pagana ostentación de monstruosos dardos y rompecabezas. Algunos estaban densamente incrustados de dientes brillantes, pareciendo sierras de marfil; otros estaban coronados con mechones de pelo humano; uno tenía forma de guadaña, con un amplio mango que barría en torno como el sector que deja en la hierba recién segada un segador de largos brazos. Uno se estremecía al mirar, preguntándose qué monstruoso caníbal salvaje podría haber ido jamás a cosechar muerte con tan horrible herramienta tajadora. Mezclados con esto, había viejos y enmohecidos arpones balleneros, deformados y rotos. Algunos eran armas con mucha historia. Con aquella vieja lanza, ahora brutalmente torcida, cincuenta años antes, Nathan Swain mató quince ballenas de sol a sol. Y ese arpón —ahora tan parecido a un sacacorchos— se lanzó en mares de Java, y lo arrastró una ballena que años después fue muerta a la altura del cabo del Blanco. El hierro primitivo había entrado junto a la cola, y como una aguja móvil dentro del cuerpo de un hombre, había viajado sus buenos cuarenta pies, hasta que por fin se encontró incrustada en la joroba.

Cruzando este sombrío vestíbulo, y a lo largo de ese pasadizo de arcos bajos abierto a través de lo que en tiempos antiguos debió ser una gran chimenea central con hogares alrededor), se entra en la sala común. Ésta es un lugar aún más sombrío, con tan pesadas vigas por encima, y tan agrietadas tablas viejas por debajo, que uno casi se imaginaría que pisa la enfermería de alguna vieja embarcación, sobre todo en tal noche ululante, cuando esa vieja Arca, anclada en su esquina, se balanceaba tan furiosamente. A un lado había una mesa, larga y baja, a modo de estantería, cubierta de recipientes de cristal resquebrajado, llenos de polvorientas rarezas reunidas desde los más remotos rincones del ancho mundo. Asomando desde el ángulo más apartado de la sala, queda una guarida de aspecto sombrío, el bar; tosco intento de semejanza de una cabeza de ballena. Sea como sea, allí está el vasto hueso en arco de la mandíbula de la ballena, tan amplio que casi podría pasar un coche por debajo. Dentro hay sucios estantes, con filas, alrededor, de viejos frascos, botellas y garrafas; y en esas mandíbulas de fulminante aniquilación, como otro maldito

Jonás (nombre por el que, efectivamente, le llaman), se atarea un hombrecillo viejo y marchito, que vende a los marineros, a cambio de sus dineros, delirios y muerte.

Abominables son los vasos en que escancia su ponzoña. Aunque por fuera son cilindros verdes, por dentro esos villanos vidrios verdes, como ojos pasmados, se van ahusando engañosamente hacia abajo, hasta un fondo tramposo. Líneas geográficas de paralelos, groseramente grabadas en el cristal, rodean esos cuencos de salteadores de caminos. Llenando hasta esta señal, no hay que pagar más que un penique; hasta aquí, un penique más; y así sucesivamente, hasta el vaso lleno, la medida total, como pasando el cabo de Hornos, que se puede ingurgitar por un chelín.

Al entrar en aquel sitio, encontré cierto número de marineros jóvenes reunidos alrededor de una mesa, examinando, a una luz mortecina, diversas muestras de skrimshander. Busqué al patrón, y al decirle que deseaba que me hiciera el favor de un cuarto, recibí como respuesta que su casa estaba llena: ni una cama sin ocupar.

—Pero espere —añadió, dándose un golpe en la frente—; ¿no tendrá inconveniente en compartir la manta con un arponero, eh? Supongo que va a ir a las ballenas, de modo que es mejor que se acostumbre a esas cosas.

Le dije que no me había gustado nunca dormir de dos en dos; que si lo hacía alguna vez, dependería de quién pudiera ser el arponero, y que si él (el patrón) no tenía de veras otro sitio para mí, y el arponero no era decididamente objetable, en fin, mejor que seguir vagabundeando por una ciudad desconocida en una noche tan dura, me las arreglaría con la mitad de la manta de cualquier hombre decente.

—Ya lo suponía. Muy bien: siéntese. ¿Va a cenar?, ¿quiere cenar? La cena estará en seguida.

Me senté en un viejo banco de madera, todo tallado como un banco de Battery. En un extremo, un meditativo lobo de mar seguía adornándolo con su navaja de muelles, inclinado y despachando diligentemente el trabajo en el espacio entre las piernas. Estaba probando su habilidad en un barco a toda vela, pero me pareció que no adelantaba gran cosa.

Por lo menos cuatro o cinco de nosotros fuimos convocados a comer en el cuarto adyacente. Estaba tan frío como Islandia; no había fuego en absoluto: el patrón decía que no se lo podía permitir. Nada más que dos lúgubres candelas de sebo, cada cual envuelta en un papel. Nos apresuramos a abotonarnos nuestros chaquetones, y a llevarnos a los labios talas de té abrasador, con nuestros dedos medio helados. Pero la comida fue del género más sustancioso; no sólo carne con patatas, sino albóndigas: ¡Santo Cielo!, ¡albóndigas de cena! Un tipo joven de gabán verde se dirigió a estas albóndigas del modo más amenazador.

—Muchacho —dijo el patrón—, como que me tengo que morir, que vas a tener pesadillas.

—Patrón —susurré yo—, no es éste el arponero, ¿no?

—Oh, no —dijo, con cara diabólicamente divertida—, el arponero es un mozo de color oscuro. Nunca come albóndigas, no; no come más que filetes, y le gustan crudos.

—Demonio de gusto —dije—. ¿Dónde está ese arponero? ¿Está aquí?

—Estará antes de mucho —fue la respuesta.

No pude remediarlo; empezaba a sentir sospechas sobre ese arponero «de color oscuro». En cualquier caso, decidí que si resultaba que teníamos que dormir juntos, él debería desnudarse y meterse en la cama antes que yo.

Terminada la cena, el grupo volvió a la sala del bar, donde, no sabiendo qué hacer de mí mismo, decidí pasar el resto de la velada como observador.

Pero después se oyó fuera un ruido de motín. Levantándose sobresaltado, el patrón exclamó:

—Es la tripulación del Grampus. Lo he visto anunciado a lo largo de esta mañana; un viaje de tres años, con el barco lleno. ¡Hurra, muchachos; ahora tendremos las últimas noticias de las Fidji!

Se oyó en el vestíbulo un pisoteo de botas de mar; se abrid la puerta de par en par, y entró en tropel un grupo salvaje de marineros. Envueltos en sus ásperos capotes de guardia, y con las cabezas abrigadas con pasamontañas de lana, remendados y harapientos, y con la barba rígida de carámbanos, parecían una erupción de osos del Labrador. Acababan de desembarcar, y ésta era la primera casa en que entraban. No es extraño, pues, que se lanzaran derechos a la boca de la ballena, el bar, donde el pequeño, viejo y arrugado Jonás que allí oficiaba, pronto les escanció vasos llenos a todos a la redonda. Uno se quejaba de un fuerte resfriado de cabeza, para el cual Jonás le mezcló una poción de ginebra y melaza que parecía pez, y .juró que era una cura soberana para todos los resfriados y catarros, cualesquiera que fueran, sin importar su antigüedad, ni si se habían contraído a la altura de la costa del Labrador, o al socaire de urja isla de hielo.

La bebida pronto se les subió a la cabeza, como suele ocurrir con los más curtidos bebedores recién desembarcados del mar, y empezaron a hacer cabriolas alrededor, del modo más estrepitoso.

Observé, sin embargo, que uno de ellos se mantenía un tanto apartado, y aunque parecía deseoso de no estropear el buen humor de sus compañeros de tripulación con su cara sobria, no obstante, en conjunto evitaba hacer tanto ruido como el resto. Este hombre me interesó en seguida; y como los dioses marinos habían dispuesto que pronto se convirtiera en compañero mío de tripulación (aunque sólo compañero de dormir, por lo que se refiere a esta narración), me atreveré aquí a una pequeña descripción de él. Tenía sus buenos seis pies de alto, con nobles hombros, y un pecho como una ataguía. Rara vez he visto tanto músculo en un hombre. Tenía la cara muy morena y tostada, haciendo resplandecer por contraste sus blancos dientes, mientras que en las profundas sombras de sus ojos flotaban algunas reminiscencias que no parecían darle mucha alegría. Su voz anunciaba en seguida que era un sueño y, por su buena estatura, pensé que debía ser uno de esos altos montañeses del Alleghenian Ridge, en Virginia. Cuando la disipación de sus compañeros llegó a su cumbre, el hombre se deslizó fuera, inadvertido, y no le volví a ver hasta que fue mi camarada en el mar. Al cabo de pocos minutos, sin embargo, sus compañeros le echaron de menos, y como al parecer no se sabe por qué, era su gran predilecto, empezaron a gritar:

¡Bulkington! ¡Bulkington!, ¿dónde está Bulkington? —y salieron de la casa como flechas en su seguimiento.

Eran entonces alrededor de las nueve, y como la sala parecía casi sobrenaturalmente callada tras de esas orgías, empecé a felicitarme por un pequeño plan que se me había ocurrido antes mismo de que entraran los marineros.

A ningún hombre le gusta dormir con otro en una cama. En realidad, uno preferiría con mucho no dormir ni con su propio hermano. No sé por qué, pero a la gente le gusta el aislamiento para dormir. Y cuando se trata de dormir con un desconocido extraño, en una posada extraña, y ese desconocido es un arponero, entonces las objeciones se multiplican indefinidamente. Y no es que haya razón en este mundo por la cual un marinero tenga que dormir con otro en una cama, más que cualquier otra persona; pues los marineros no duermen de dos en dos en los barcos más que los reyes solteros en tierra firme. Por supuesto, duermen todos juntos en un solo local, pero cada cual tiene su propia hamaca, y se cubre con su propia manta, y duerme en su propia piel.

Cuanto más cavilaba sobre ese arponero, más aborrecía la idea de dormir con él. Era lícito presumir que, siendo arponero, sus lanas o linos, según fuera el caso, no serían de lo más limpio, ni, desde luego, de lo más delicado. Empecé a sentir picores por todas partes. Además, se iba haciendo tarde, y mi decente arponero debería estar en casa y yendo rumbo a la cama. Supongamos ahora que cayera sobre mí a medianoche, ¿cómo podría yo decir de qué vil agujero venía?

—¡Patrón! He cambiado de idea sobre ese arponero. No voy a dormir con él. Probaré este banco.

—Como quiera; siento no poder dejarle un mantel como colchón, y esta tabla de aquí es muy áspera y molesta… —tocando los nudos y bultos—. Pero espere un poco, Skrimshander; tengo un cepillo de carpintero ahí en el bar; espere, digo, y le pondré bastante a gusto.

Diciendo así, buscó el cepillo, y con su viejo pañuelo de seda desempolvó primero el banco, y se puso vigorosamente a alisarme la cama, haciendo muecas mientras tanto como un mono. Las virutas volaban a derecha e izquierda, hasta que, por fin, el filo del cepillo chocó contra un nudo indestructible. El patrón estuvo a punto de dislocarse la muñeca, y yo le dije que lo dejara, por lo más sagrado; la cama ya estaba bastante blanda para mí, y no sabía cómo ningún acepillado del mundo podía convertir en edredón una tabla de pino. Así que, reuniendo las virutas con otra mueca, y echándolas a la gran estufa de en medio de la sala, se marchó a sus asuntos, y me dejó en negras reflexiones.

Tomé entonces medidas al banco, y encontré que le faltaba un pie de largo, aunque eso se podía arreglar con una silla. Pero también le faltaba un pie de ancho, y el otro banco del cuarto era unas cuatro pulgadas más alto que el cepillado, de modo que no se podían emparejar. Entonces puse el primer banco a lo largo del único espacio libre contra la pared, dejando un pequeño intervalo en medio para poder acomodar la espalda. Pero pronto encontré que venía hacia mí tal corriente de aire frío, desde el hueco de la ventana, que ese plan no iba a servir en absoluto, sobre todo, dado que otra corriente, desde la desvencijada puerta, salía al encuentro de la de la ventana, y ambas juntas formaban una serie de pequeños torbellinos en inmediata proximidad al lugar donde había pensado pasar la noche.

«El demonio se lleve a ese arponero —pensé—, pero, un momento, ¿no podría sacarle una ventaja? ¿Cerrar su puerta por dentro, y meterme en su cama sin dejarme despertar por los golpes más violentos?» No parecía mala idea; pero, pensándolo mejor, lo deseché.

Pues ¿quién podría decir que a la mañana siguiente, tan pronto como yo saliera del cuarto corriendo, el, arponero no iba a estar plantado en la entrada, dispuesto a derribarme de un golpe?

Sin embargo, volviendo a mirar a mi alrededor, y no viendo ocasión posible de pasar una noche tolerable a no ser en la cama de otra persona, empecé a pensar que, después de todo, podía estar abrigando prejuicios injustificados contra ese desconocido arponero. Pensé: «Voy a esperar mientras tanto; no tardará en dejarse caer por aquí. Entonces le miraré bien, y quizá lleguemos a ser alegres compañeros de cama; no puede saberse».

Pero aunque los otros huéspedes iban viniendo, sueltos, o en grupos de dos o de tres, para acostarse, no había todavía señales de mi arponero.

—¡Patrón! —dije—: ¿qué clase de muchacho es éste? ¿Siempre vuelve a tan altas horas? —Ya eran casi las doce.

El patrón volvió a risotear con su mezquina risita, y pareció enormemente divertido por algo que escapaba a mi comprensión.

—No —contestó—, generalmente es pájaro madrugador: se acuesta pronto y se levanta pronto; sí, es un pájaro de los que cogen el gusano. Pero esta noche ha ido a vender, ya ve, y no comprendo qué demonios le hace retrasarse tanto, a no ser, quizá, que no pueda vender su cabeza.

—¿Que no puede vender su cabeza? ¿Qué clase de embauco me cuenta? —Y me entró una furia creciente—. ¿Intenta decirme, patrón, que ese arponero se dedica realmente, esta bendita noche de sábado, o mejor dicho, esta mañana de domingo, a vender su cabeza por la ciudad?

—Eso es, exactamente —dijo el patrón—, y ya le dije que no la podría vender aquí; que hay demasiadas existencias en el mercado. —¿De qué? —grité.

—De cabezas, claro; ¿no hay demasiadas cabezas en este mundo? —Escuche lo que le digo, patrón —dije, con toda calma—: sería mejor que dejase de contarme esos cuentos; no estoy tan verde. —Es posible —y sacó un palo y se puso a afilarlo en mondadientes—, pero me imagino que ese arponero le dejaría negro si lo oyera hablar mal de su cabeza.

—Yo se la romperé —dije, volviendo a encolerizarme ante esa inexplicable cháchara del patrón. —Ya está rota —dijo. —Rota —dije yo—; ¿quiere decir que está rota? —Claro, y ésa es la razón por la que no puede venderla, me parece.—Patrón —dije, levantándome hacia él, tan frío como el monte Hecla en una tormenta de nieve—: patrón, deje de afilar. Tenemos que entendernos usted y yo, y sin perder un momento. Llego a su casa y quiero una cama, y usted me dice que sólo puede darme media, y que la otra media pertenece a cierto arponero. Y sobre ese arponero, a quien todavía no he visto, se empeña en contarme las historias más mixtificadoras y desesperantes, para dar lugar a que yo tenga una sensación incómoda hacia el hombre que me señala como compañero de cama; un tipo de relación, patrón, que es íntima y confidencial hasta el mayor extremo. Ahora le pido que me explique y me diga quién y qué es ese arponero, y si no hay ningún peligro en pasar la noche con él. Y, para empezar, tendrá la bondad de retirar esa historia de que vende su cabeza, que, si es verdad, entiendo que es suficiente evidencia de que el arponero está loco de atar, y no pienso dormir con un loco; y usted, patrón, a usted le digo, usted, señor, tratando de hacerlo así con todo conocimiento, se haría merecedor de ser perseguido por lo criminal.

—Bueno —dijo el patrón, dando un amplio respiro—, es un sermón bastante largo para un compadre que de vez en cuando gasta un poco de broma. Pero esté tranquilo, esté tranquilo, este arponero que le digo acaba de llegar de los mares del Sur, donde ha comprado un lote de cabezas embalsamadas de Nueva Zelanda (estupendas curiosidades, ya sabe) y las ha vendido todas menos una, que es la que trata de vender esta noche, porque mañana es domingo, y no estaría bien vender cabezas humanas por las calles cuando la gente va a las iglesias. Lo quería hacer el domingo pasado, pero yo se lo impedí en el momento en que salía por la puerta con cuatro cabezas en ristra, que parecían completamente una ristra de cebollas.

Esta explicación aclaró el misterio, inexplicable de otro modo, y demostró que el patrón, después de todo, no había tenido intención de burlarse de mí; pero, al mismo tiempo, ¿qué podía pensar yo de un arponero que se quedaba fuera un sábado por la noche, hasta el mismísimo santo día del Señor, ocupado en un asunto tan canibalesco como vender las cabezas de unos idólatras muertos?

—Tenga la seguridad, patrón, de que ese arponero es hombre peligroso.

—Paga con toda puntualidad —fue la réplica—. Pero vamos, se está haciendo terriblemente tarde, y sería mejor que volviera la aleta de cola: es una buena cama. Sally yo dormimos en esa cama la noche que nos juntamos. Hay sitio de sobra para que dos den patadas por esa cama; es una cama grande y todopoderosa. Bueno, antes de que la dejáramos, Sally solía poner a nuestro Sam y al pequeño Johnny a los pies. Pero una noche tuve una pesadilla y di patadas y golpes, y, no sé cómo, Sam cayó al suelo y casi se rompió el brazo. Después de eso, Sally dijo que no estaba bien. Venga por aquí, le daré luz en un periquete. —Y diciendo así encendió una vela y me la alargó, disponiéndose a mostrarme el camino. Pero yo me detuve indeciso, hasta que él exclamó, mirando el reloj del rincón—: Ya veo que es domingo; esta noche no verá al arponero: habrá echado el ancla en cualquier sitio; vamos allá, entonces: vamos, ¿no quiere?

Consideré el asunto un momento, y luego subimos las escaleras, y me hizo entrar en un cuartito, frío como una almeja, y amueblado, desde luego, con una prodigiosa cama, casi lo bastante grande como para que durmieran cuatro arponeros en fila.

—Ahí —dijo el patrón, poniendo la vela en un absurdo cofre de marinero que hacía doble servicio como lavabo y mesa de centro—: ahí tiene; póngase cómodo, y tenga buenas noches.

Aparté los ojos de la cama para mirarle, pero había desaparecido.