Ramón Fanés Gil


Una cacería de pavos en Massachusetts

y otros cuentos cortos

© Una cacería de pavos en Massachusetts y otros cuentos cortos

© Ramón Fanés Gil


ISBN ebook: 978-84-16882-38-0



Editado por Tregolam (España)

© Falsaria (www.tregolam.com). Madrid

Maestro Arbós, 3, 3º piso. Oficina 302 - CP. 28045 - Madrid

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Diseño de portada: Ramón Fanés Gil

Foto de contraportada: Mandy Keillor



1ª edición: 2017



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El alma del hombre la mecen los cuentos.

León Felipe



El tiempo es oro, y no tenemos ni lo uno ni lo otro.

(Escuchado en un bar)



—¿En qué estás pensando?

—En mañana.

Última frase de la película Mía madre

PRÓLOGO

A veces me pregunto qué es un cuento: ¿una pequeña novela abigarrada?, ¿una historia encorsetada que parece haber sido encogida por una lavadora desalmada? Tal vez… ¿un ramalazo de contenido metido a presión en cuatro cuartillas? Creo que me quedo corto. Un cuento, además de ser todas esas cosas, es mucho más que eso.

Al ser la extensión del cuento tan reducida, toda la acción se precipita sin remedio en una trama corta de acción rápida. Y siendo como son —es decir, historias condensadas—, brillan con luz propia, como pequeñas gotas de agua.

En el mundo de los cuentos todo sucede casi sin pensar. Nos sumergimos en esa maravillosa riqueza de contenido apretado casi sin darnos cuenta, como si estuviéramos viviendo un verdadero concentrado literario de una desmedida intensidad.

Este es mi primer libro de cuentos. Está escrito en bancos de plazas públicas, a altas horas de la noche o de madrugada, así como en pasillos de hospitales. Se trata de todas aquellas ideas que, sin orden ni concierto, me rondaban la cabeza pidiendo turno para salir fuera, para revelarse.

Puedo asegurar que nunca me había sentido tan cómodo pensando, que es lo que más me gusta de este oficio de escritor. Las historias me pedían permiso, los personajes hablaban y yo me limitaba a escribir emociones con la prisa y con el ansia de alguien que toma notas sobre lo que otro dice.

Y aquí están todas esas pequeñas historias y cuentos: treinta y una en total, una para cualquier día de cualquier mes de treinta y un días. Espero que los disfrutes.


Ramón Fanés

UNA CACERÍA DE PAVOS EN MASSACHUSETTS

Para Alicia y Octavio

(Inspirado en un pasaje del libro titulado Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin)



Hace tres o cuatro años, fui invitado por la sonrosada Katherine Pearl a una cacería de pavos en la laguna de Farrar Pond, un lugar impracticable, lleno de reptiles, ciervos, osos peligrosos y, por supuesto, pavos de Massachusetts.

Acepté encantado el ofrecimiento de mi antigua amiga, sabiendo que para el viaje debía abrigarme, pues las temperaturas en esa latitud son muy bajas y, según creo, los massachusettenses se vanaglorian de llevar siempre encima entre dos y cuatro camisetas.

Katherine me recibió con los brazos abiertos. Preparó una cena especial a base de tubérculos de la zona y asado, todo acompañado con bayas salvajes grandes como melocotones. Más tarde, después de la ingesta forzada de auténtico bourbon de Tennessee, me llevó a la cama con su pasión acostumbrada. Katherine había ganado bastante peso y el amor que nos profesábamos se convirtió en una lucha desigual en la que me limité a ser el instrumento de sus atenciones. Cuando por fin me soltó, me puse a dormir como un lechoncillo agradecido.

A la mañana siguiente, casi de amanecida, Katherine me condujo al embarcadero para cruzar la laguna. Llevábamos sendos rifles por si acaso, y escopetas paralelas de perdigón del 12. También largos abrigos de piel de foca, gorros de felpa que nos tapaban pescuezo y orejas, y un sinfín de calcetines y camisetas para ahuyentar el frío de aquel crudo invierno.

Ya en el bote, me sorprendió ver las acrobacias de los pavos en el aire. Sí, volaban en bandadas. Debían pesar entre treinta o cuarenta kilos cada uno. Planeaban tranquilamente, batiendo sus alas a mucha altura, parloteando aquel idioma indescifrable y alborotado.

Katherine se puso en jarras sobre la barquichuela y cuando la bandada cruzó justo por encima de nuestras cabezas, empezó a disparar mientras vociferaba:

—¡A la cazuela, malditos bastardos!

Con el balanceo de la barca (Katherine se movía continuamente) y las tremendas salpicaduras de los pavos muertos que caían desde lo alto provocando peligrosos remolinos, yo perdí pie y caí al agua. Katy, ajena a mi suerte, seguía disparando con gran destreza.

Un enorme caimán que acechaba en la orilla de la laguna debió de pensar que un sabroso desayuno le serviría para aliviar el frío, y así, sigilosamente, se introdujo en el agua y se dirigió hacia mí con el hocico muy abierto.

A pesar de mis gritos, Katherine seguía disparando como una posesa. Recargaba y disparaba, recargaba de nuevo y volvía a disparar.

La lluvia de pavos era espectacular. Diezmados pero concienciados, decidieron contraatacar lanzando sobre su enemiga una poderosa cantidad de excremento y también huevos de regular tamaño.

La lucha parecía igualada: lluvia de excremento y huevos contra el atronador sonido de los disparos, y un caimán hambriento que se dirigía hacia mí a gran velocidad, mientras yo chapoteaba indefenso en el agua con cuatro o cinco camisetas empapadas y un pesado abrigo de piel de foca que dificultaba todos mis movimientos.

Pero tuve suerte, la suerte del extranjero, la del turista novato que se salva in extremis.

Resultó que un pavo muerto que caía en picado desde las alturas se estrelló con acierto justo en la cabeza del caimán dejándolo aturdido, tiempo que aproveché, tiritando de frío, para impulsar la barca y ganar la orilla.

Pero mi pesadilla no había hecho más que empezar: una pareja de osos pardos enormes, atraídos por tanto pavo muerto, nos esperaba en el embarcadero.

Intenté alertar a Katherine, pero absorta como estaba en aquella batalla aérea, no me hizo caso.

En el último momento, cuando ya los dos osos intentaban hincarme el diente metiéndose en el agua, el rifle de la massachusettense volvió a resonar en el silencio de la mañana abatiendo a aquellas dos fieras de más de quinientos kilos cada una.

Katherine Pearl era así, imprevisible, aguerrida, amiga de sus amigos.

Temblando de frío, sin apenas fuerzas, gané, esta vez sí, la orilla opuesta. Entonces Katherine encendió un fuego, me desvistió y secó mi ropa mientras volvía a aprovecharse de mí en un largo galopar amoroso que acabó extenuándome.

La pulmonía me tuvo postrado durante bastantes días. Recuerdo que la fiebre me hacía delirar y que estuve a punto de no contarlo. Mientras duró mi convalecencia, la fiel Katherine no se separó de mí. Con amorosa dedicación me hacía caldos de carne de oso mezclados con alas de pavo y me consentía con aquel famoso bourbon de Tennessee. Por las noches, cuando más decaído estaba y la fiebre me atenazaba los pulmones y hacía estallar mi cabeza, la mano experta de Katherine Pearl me alejaba del mundo de las sombras sumiéndome en una beatitud sumamente pacífica que me impedía partir hacia el otro mundo. Fue a su abrigo, en aquella aislada casa de troncos, donde poco a poco recobré la cordura, y luego, la salud.

Estuve en cama un mes exacto. Perdí entre ocho y diez kilos por culpa de la deshidratación, aunque los recuperé luego, siguiendo las indicaciones de un curandero que me hizo tomar grandes cantidades de complejos vitamínicos hechos con plantas de la zona.

Y llegó el día de la despedida. Sujetándome los pantalones con una soga (el cinturón ya no me servía para nada) me despedí de mi bienhechora soltando enormes lagrimones y prometiendo volver al año siguiente, promesa que, deliberadamente, no tenía intención de cumplir.

Me perdí en una piragua río abajo en busca de civilizaciones más compactas. Al doblar los meandros de aquel gran río, escuché por última vez el glugluteo de aquellos extrañísimos e increíbles pavos voladores de Massachusetts, que a modo de despedida, emitían aquel sonido peculiar que tanto me había impresionado.

GIACOMO DI PASSOLO

Para Martín Llade



Carlo llegó a la Abadía de Passolo cuando contaba con tan solo nueve años, y lo hizo de la mano de dos carabinieri. Huérfano de padre y madre, era el mayor de tres hermanos. No sabía entonces que jamás los volvería a ver.

Los monjes de Passolo lo acogieron como hacían con tantos y tantos niños desamparados. Lo asearon, le dieron cama y comida, y lo integraron, junto con otros niños, en las prácticas oratorias del convento.

Carlo despuntó enseguida en el coro. Los monjes, que supieron valorar a tiempo las posibilidades del joven, lo apartaron prematuramente para darle en solitario clases de canto, solfeo, vocalización, apoyaturas, trinos y gorjeos. Su voz angelical se elevaba nítida con elegancia por las arquivoltas de la capilla, pues de todos es sabido que los niños siempre aprenden rápido cualquier instrucción.

Al año, Carlo era un portento de dulzura. No solo había aprendido todas las materias sino que además se esforzaba en la interpretación, asombrando a todos aquellos privilegiados que alcanzaban a escucharlo.

Fue así como en noches escogidas lo contrataron algunas familias adineradas que solicitaban su presencia para escuchar su canto; una manera ideal de acompañar serenas veladas, cenas de negocios o eventos multitudinarios para agasajar a invitados prominentes.

Y Carlo empezó a generar sumas de dinero, hasta que los monjes comprendieron que habían encontrado la forma de reunir los fondos necesarios para acometer la restauración de todo el tejado del monasterio.

Alguien advirtió sobre la necesidad de preservar aquella voz para el futuro. Fue, concretamente, el empresario teatral Toscatti. Los dirigió a Florencia, en donde el barbero Antonio de Santareli se había especializado en podar niños a la manera de los eunucos del serrallo de Constantinopla.

Adormecido por el opio, Carlo fue sumergido en una bañera de agua helada, atado de pies y manos. Después de la incisión, todo fueron vendas y empastes para detener la hemorragia a tiempo. Se salvó gracias a la fortaleza de su juventud.

Años después, Carlo cambió su nombre por el de Giacomo di Passolo. Todos los teatros se disputaban su presencia y él acudía a las citas asombrando y fascinando al público.

Ángel y monstruo a la vez, Giacomo di Passolo vivió como aquel Dios al que le sobra la riqueza, sin que nadie le oyera jamás una sola queja por aquella pérdida temprana que había cambiado completamente su destino.

Su voz angelical y suave se elevó por cúpulas y escenarios. Parecía estar dotada de algo parecido a la armonía del tacto con el terciopelo. En los momentos en que las notas manaban de su garganta, un silencio absoluto se cernía sobre el público que escuchaba absorto, intentando contener el aire de su propia respiración. Cuando finalizaba la intervención, los asistentes se levantaban prorrumpiendo en aplausos, las más de las veces exaltados, gritando, intentando siempre prolongar aquellos momentos de felicidad extrema y exigiendo nuevas intervenciones. Y Giacomo no se hacía de rogar: salía nuevamente a escena y hacía las delicias de la gente cantando una y otra vez romanzas escogidas de su repertorio. Nunca sintió el cansancio.

La noche antes de morir, bebió un vaso de agua helada y se sintió indispuesto. A pesar de todo, también salió a escena, aunque fue la última vez que se le pudo escuchar.

A las tres de la madrugada notó que algo se le rompía por dentro. Con un hilo de voz pidió a su criado que lo ayudara a desvestirse y, luego de enfundarse el batín, se instaló en la biblioteca. Allí, sentado, Giacomo di Passolo recordó en silencio y por espacio de una hora toda su trayectoria musical. Luego cerró los ojos para ya no abrirlos jamás. No había cumplido los cuarenta años.

El recuerdo de su voz se ha perdido totalmente. Al no existir en aquellos años modo alguno de registrar la voz del artista, su recuerdo también desapareció juntamente con la siguiente generación. Solo en los archivos de la abadía se han encontrado rastros impresos de su efímera vida de cantante, sin que por desgracia nos haya llegado el registro de una sola nota suya lanzada al viento.

CAP DE TARTANA1

La anónima sabiduría popular.

Para Segundo Consarnau



Aquel domingo, Segundo vino a verme con dos pulpos maravillosos pescados la víspera por él mismo en un acantilado. Los hervimos en su propia agua, acompañándolos con patatas, un golpe de sal, pimentón, aceite de oliva virgen y dos botellas de un maravilloso vino blanco muy frío. Yo había preparado la mesa con un mantel a cuadros, platos escogidos y copas de cristal. Todo estaba riquísimo. En la sobremesa, con los postres, Segundo me habló de Cap de Tartana.

Primero me dijo que el mote le venía por tener la cabeza grande, ir en un pequeño ciclomotor y no llevar nunca el casco reglamentario. Cuando la Guardia Civil lo detenía nunca ofrecía resistencia. Al preguntarle por qué desobedecía sistemáticamente la ordenanza de tráfico, siempre respondía excusándose, diciendo que no hacían cascos del tamaño de su cabeza. Como es natural, a base de muchas multas, le quitaron todos los puntos y todos los carnés, aunque él seguía llevando su ciclomotor sin que le importaran un comino las consecuencias.

Pero la increíble gesta por la cual se le conoció, tanto en su pueblo como en muchos kilómetros a la redonda, fue por haber alquilado un apartamentito de su propiedad a tres jóvenes rumanas. Ninguna de ellas tenía trabajo y, como era de esperar, al poco tiempo dejaron de pagarle el alquiler.

Cap de Tartana fue al piso a pedir lo suyo y cuando las chicas le respondieron que no podían pagar porque no tenían dinero, dijo estar también interesado en cobrar de otra forma, en servicios.

Las zíngaras, que son muy listas, dijeron a todo que sí y lo hicieron desvestirse por completo. Una vez Cap de Tartana estaba como Dios lo trajo al mundo, aquellas tres sabias mujeres abrieron las ventanas y tiraron toda su ropa a la calle. Luego, a la desbandada, salieron de la casa gritando  en rumano y armando mucho alboroto hasta llegar totalmente sofocadas a la calle.

A los gritos de las astutas jovenzuelas, acudió todo el pueblo a ver lo que pasaba, incluida la mujer y las dos hijas de Cap de Tartana.

Envuelto en unos visillos casi transparentes que había podido arrancar de una de las ventanas en el último momento y totalmente avergonzado, Cap de Tartana bajó las escaleras y regresó a su casa descalzo, seguido muy de cerca por mucha gente que había acudido para ver cómo acababa el lance.

Así llegamos a los cafés, imaginándome yo a este curioso personaje enseñando el trasero por el pueblo y recibiendo certeros capones propinados por su indignada señora.


1. Cabeza de tartana. Una tartana es un antiguo carro de viaje.

CONTRA EL SUELO

Para el piloto Francisco Puigrós



Ayer, al despertarme, supe que ni siquiera me había acostado. Me sorprendí junto a la mesa, con la luz todavía encendida y un montón de cuartillas garabateadas. Daba la sensación de que había estado escribiendo toda la noche. Lo curioso del caso es que no recordaba nada. Tenía, eso sí, la vaga sensación de haberme sumergido en un sueño letárgico y de haber soñado mil escenas verosímiles. Pero como digo, no recordaba nada concreto.

Recogí las cuartillas y las ordené. Todas estaban numeradas en la parte superior y la letra era clara. Advertí, sin dudarlo, que se trataba de mi letra. Tuve la sensación de haber escrito al dictado, pero al dictado… ¡¿de quién?!

Sentí curiosidad por el texto. Era la primera vez en mi vida que escribía algo que no conocía, algo que debía descubrir con una primera lectura. El texto decía así:

Estas líneas que ahora escribo no sé de dónde salen ni cómo he podido hacéroslas llegar. Sí, suponéis bien: estoy muerto. Fallecí no hace mucho en un accidente de aviación. Yo era uno de los pilotos.

Aquí, en el universo, se está muy bien. Jamás oiréis de mí una queja por este nuevo estado. Creo que ahora vivo, por decirlo de alguna manera, mucho más intensamente, con más sentimiento, con más plenitud. Desde luego, es otra cosa.

Para empezar, os diré que soy todo a la vez, todo aquello que se puede ser, que dicho sea de paso, es cualquier cosa imaginable. Pero bueno, es igual, ya os tocará descubrirlo y no está bien que yo adelante acontecimientos. De hecho, estoy haciendo esto para que sepáis lo que pasó. No podía irme del mundo sin contarlo, y por eso he dictado estas líneas: en definitiva, lo que quiero explicar es cómo desaparecí del mundo en aquel accidente y en qué me he convertido.

Yo no tuve la culpa, lo juro. Garantizo que comprobé los depósitos de la avioneta y estaban llenos a rebosar. Pero, incomprensiblemente, cuando alcanzamos los dos mil metros de altura, el fuel se había evaporado.

En la cabina de una avioneta no hay lugar para los secretos. Es tan reducido el espacio que lo que dicen los pilotos lo escuchan perfectamente los pasajeros y más aún cuando se hace el silencio porque los motores han dejado de funcionar. Entonces, y de golpe, rodeados tan solo por el sonido del espacio, todos entienden que algo no va bien y que en cuestión de minutos, de interminables minutos, pueden agotarse todos los destinos.

Eso fue lo que nos pasó, pero como ya he dicho, yo no tuve nada que ver.

Hube de enfrentarme a los gritos de Max, mi compañero: no entendía qué podía haber pasado con el carburante. Max era un hombre entero de pies a cabeza y con muchas horas de vuelo. Por eso renunció a evaluar el problema y se dedicó a pilotar planeando mientras intentaba comunicarse por radio con la torre de control.

A mí me tocó bregar con nuestra única pasajera, la señorita Leonila Campbell, mujer de apretadas carnes, en la flor de la vida, demasiado joven para morir en aquel trance desgraciado, y sin capacidad alguna para la resignación.

La señorita Leonila empezó a vociferar sin consuelo con chillidos agudos que atentaban contra la seguridad de nuestros tímpanos. Luego le dio por manosearme la cara y por último, después de prorrumpir en llantos desconsolados, pataleó sobre las maletas hasta abrirlas, y esparció por la cabina, en forma incomprensible, toda su ropa interior de elaboradas puntillas y vistosos colores.

Yo no veía la manera de calmarla. Quise intentarlo con buenas palabras pero el pánico se había apoderado de ella y evolucionaba violentamente dando manotazos a diestro y siniestro, y lloriqueando sin cesar.

De pronto, con un golpe de viento imprevisto, dejamos de planear y el aparato, cabeceando, entró en barrena.

Habíamos traspasado ya la espesa barrera de nubes y veíamos perfectamente cómo se dibujaba la campiña inglesa con sus surcos, cercados y recovecos.

Todo estaba sucediendo con el vértigo de un torbellino imparable, y los gritos de la pasajera, acompañados de los giros bruscos adornados con toda aquella ropa fina de colores volando en forma incontrolada por la cabina, hacían todavía más horrible el momento y la tragedia que se nos venía encima.

Segundos de terror y de agonía. El largo recorrido sin control hacía imposible cualquier maniobra. Nos precipitábamos como una bala hacia el suelo envueltos en el alarido de la muerte cercana… y entonces, sucedió.

No sentimos el choque, ni el estallido del motor ni la desintegración de nuestros cuerpos. Simplemente pasamos a definirnos en otro estadio superior.

Ahora estamos bien. Vagamos por el universo reconociendo a nuestros semejantes y ya nada necesitamos…

Me levanté atónito.

Sin comprender exactamente qué era lo que acababa de sucederme, supe que durante aquella noche había seguido al pie de la letra el dictado de una voz profunda e interior. Y la reconocí al punto, pues la lectura del manuscrito me dio la clave: había descrito al detalle el accidente en el cual, muchos años antes, mi malogrado padre había perdido la vida.

CUARTO MILENIO

Para las hermanas Vilardell



Aprovechando el IV Congreso Mundial de Radiestesia, el profesor Kauffman vino a visitarnos con dos maletas de cuero negro.

Venía de la mano de nuestra querida amiga Gertrude, una alemana establecida en nuestro país que durante muchos años nos había acompañado con su divertida y gran amistad, aunque a partir de aquella mañana, todos los miembros de mi familia, con la excepción de mi esposa Irene, empezamos a mirarla con algo de prevención.

Lo cierto es que Irene, aquejada de unos fuertes dolores de espalda, le comentó a Gertrude que, a pesar de haberse hecho visitar por varios especialistas, no conseguía erradicar aquellas molestias. Y como es natural, su amiga del alma, Gertrude, se ofreció para explicarle los milagros de la ciencia de la radiestesia, pudiendo llegar a detectar, en nuestra propia casa, todas esas formas invisibles de energía negativa que, con sus radiaciones misteriosas, estaban afectando nuestra salud.

—Se trata de adelantos alemanes que todavía no han alcanzado la difusión necesaria en vuestro país —dijo Gertrude, afectando la voz con su fuerte acento germano—. Con los adelantos de la radiestesia —continuó— podremos escrutar las poderosas líneas Hartmann de la energía, y saber si alguna fuerza telúrica está impidiendo vuestro descanso.

Irene era fácil de convencer. Además, cuando a uno le duele algo, no se repara en medios frente a las posibles soluciones. Por eso le abrió las puertas de nuestra casa al profesor Kauffman, un sujeto enjuto con aire de pájaro, los ojos rodeados por unos enormes anteojos con gruesos cristales como culos de botella, pésimamente afeitado, muy desgarbado y mal vestido, los zapatos casi sin suelas y un llamativo chaleco verde lleno de lamparones de grasa en cuyos bolsillos guardaba barómetros, termómetros y relojes.

El profesor Kauffman susurraba palabras en un español entrecortado, casi electrónico, aunque he de decir que su terrible pronunciación era inteligible después de realizar un somero trabajo de reflexión e interpretación.

Nada más entrar en la casa, frunció el ceño y dejó escapar un extraño resoplido. Luego de dejar las maletas en el suelo, sin saludar a nadie, se adentró con propiedad en el piso, acercando su oído a las paredes de vez en cuando, como si intentara descubrir el verdadero foco del problema. Inmediatamente empezó a trazar rayas con una tiza en el suelo, y la fiel Gertrude, a una indicación suya, las iba cubriendo con cintas adhesivas también de distintos colores. Cada vez que dos líneas distintivas coincidían en un vértice, el profesor Kauffman soltaba algún improperio en alemán y volvía a resoplar con mucha intensidad. Y así fue cómo descubrí que toda mi casa estaba infectada por las poderosas energías negativas, pues resultó que las líneas de colores se multiplicaban en los vértices y, observando las muecas de asombro y los expresivos rostros de la parte técnica, comprendí que aquello no podía significar nada bueno.

Gertrude asistía satisfecha al experimento. De la mano de Irene, ignorando a todos los demás, le explicaba con voz fuerte los peligros de aquellas múltiples coincidencias.

De las maletas de cuero negro salieron potentes aparatos electrónicos que emitían luces de vivísimos colores y producían ruidos agudísimos. Y no quedó un rincón por auscultar. Todas las paredes fueron repasadas por la frecuencia de las máquinas y, mientras el profesor anotaba cifras y cantidades, los pitidos se multiplicaban en todo el espectro auditivo.

Posiblemente esta historia solo refleje mi total y absoluta ignorancia sobre un tema que existe pero que jamás ha merecido mi atención. Y es que, al no ver absolutamente nada, al encontrar mi casa normal, con todas las cosas en su sitio, lo único que yo jamás hubiera podido figurarme es que de las paredes emanaran tales chillidos como los que obtuvo con sus altavoces radiestésicos el profesor Kauffman.

Y le tocó el turno a nuestro dormitorio: las corrientes subterráneas de agua (a pesar de vivir en un quinto, con entresuelo y principal), el poder de la energía eléctrica (creo se refería a los enchufes de las lámparas de las dos mesitas de noche), la potencia de las antenas de televisión, cuyos cables bajaban junto a la ventana del dormitorio y, sobre todo, el wifi del vecino del piso de abajo, hacían de nuestro dormitorio el lugar más peligroso y preocupante de la casa. Ahí confluían, justo donde dormía Irene, líneas negras, verdes, amarillas y rojas.

La receta no se hizo esperar: había que cambiar la cama de sitio, instalar conmutadores de encendido y apagado por toda la casa, cortar las antenas de nuestros vecinos, o decirles que se las llevaran a sus casas, y sobre todo, requerir y hasta denunciar a nuestro vecino del cuarto para que dejara de emitir ondas de no sé qué tipo, que nos estaban destrozando psíquica y físicamente tanto la médula espinal como el cerebelo, la piamadre y todas las derivaciones nerviosas de nuestros ya maltrechos cuerpos.

Resultó que la receta era para todo el piso, pues si en la cocina era recomendable no entrar, descubrimos que había que suprimir todos los ordenadores de mi despacho, al tiempo que también había que clausurar el cuarto de la plancha.

Despedí al profesor Kauffman y a la simpática Gertrude después de pagar una abultada factura que a buen seguro se repartieron a partes iguales mientras bajaban en el ascensor.

Pero el daño ya estaba hecho. Irene, que lo había anotado todo, me exigió cambios inmediatos e imposibles. Por el momento, aquella noche tuve que dormir en el otro lado de la cama, lo cual, después de la visita del profesor Kauffman, me dio bastante mala espina. Pero es que además, tuve que demandar a mis vecinos, cambiar todos los muebles de sitio y convertir mi casa en un lugar irreconocible; y encima, me vi forzado a pedir créditos para meterme en obras que no deseaba.

Afortunadamente todo ha terminado. Creamos o no en la radiestesia, yo ya puedo despreocuparme de calambres, ruidos, magnetismos o radiaciones, mojaduras o efectos telúricos de corrientes subterráneas; incluso de las voces de algún que otro muerto que hasta ahora haya podido vivir cómodamente instalado en mi armario ropero. El único inconveniente que debo superar es el de acostumbrarme a la nueva disposición de muebles que ha diseñado Irene. Más de una vez, cuando me ha pedido que le lleve a la cama un vaso de leche a altas horas de la madrugada, al discurrir semidormido por el pasillo oscuro, he acabado descalabrado al tropezar con algún armario atravesado que me ha hecho caer al suelo.