Valeria Carrillo


La Familia

Carrillo




© La familia Carrillo

© Valeria Carrillo


ISBN ebook: 978-84-16882-51-9


Primera edición: 2017


Editado por Tregolam (España)

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«El odio te tentará al menos una vez en la vida y si lo dejas entrar, puede que sea capaz de seducirte».

D. J. Barrera






A mi familia, mi razón de ser y de querer existir.








Somos tan complicados, nosotros, tan llenos de misteriosos resortes, de resonancias secretas, de alianzas y hostilidades, de encuentros y desencuentros... Jugamos un ajedrez casi demoníaco, y maravilloso.


JULIO CORTÁZAR

¿Quién es Valeria Carrillo?

El sonido de mis pisadas sobre el mármol de la abovedada catedral era hueco, tan vacío que provocó un eco nostálgico, el cual resonó en mi corazón poniéndome los sentimientos a flor de piel.

Comencé a caminar hasta el altar a paso lento. Al llegar, vi la imagen de Nuestro Señor Jesucristo. Estaba crucificado, con sus brazos abiertos de par en par. Su rostro tenía esa típica expresión de dolencia, se veía muy demudado por la tristeza.

Quise hablar primero con él, me posicioné de frente, luego aspiré profundo, como lo haría cualquier enamorado al que se le antoja contemplar el mundo, palparlo, profundo, bello, grande, con todos los sentidos. Enseguida respiré hondo y, justo en ese instante, me llegó hasta el cerebro esa deliciosa mezcla de olores con los que el olfato coincide al respirar el aire de cualquier catedral; olía a cera derretida y a una combinación de especies finas: a mirra, canela aromática, cálamo y casia.

Observé el recinto y me di cuenta de que estaba solo, no vi a ningún feligrés ni siquiera se hizo presente el padre. En la soledad comencé a contarle a Dios que me cocinaba lentamente en las brasas de un amor; no recibí ninguna respuesta por su parte, pero yo intuía que él me entendía. «Él mismo languidece de amor por la humanidad», pensé.

Allí estaba yo frente a él, delante de aquella imagen de madera, tan real y sublime, bañada en sangre, la cual despertaba sentimientos en mí, y yo me abismaba en sus ojos de bondad. De pronto, sentí un ligero y cálido peso reconfortante, la suavidad de una mano amiga que descansaba sobre mi hombro derecho. Creí haber caído en un éxtasis divino; sin embargo, no era nada fuera de este mundo porque, al volverme, vi que era la mano del padre Gabriel, mi confidente: un cariñoso veterano, de la orden jesuita, importado desde América Central. Ese iluminado abría su boca muy rara vez y solo cuando creía que era conveniente hacerlo. De manera oportuna, me preguntó en voz calma:

¿Cómo estás, Paul? ¿Cómo te ha ido en tu viaje?

Él sabía que yo recién volvía de un viaje de búsqueda, pero no conocía a profundidad los detalles o por qué decidí emprender esa travesía. En lo sucesivo, el padre me hizo una señal con su mano para que tomáramos asiento.

Ambos nos sentamos en una de las bancas interminables de madera maciza; la luz cálida e incesante de las velas blancas iluminaba a la perfección el rostro de facciones delicadas del padre Gabriel, quien de forma silenciosa se acomodó a mi lado; inclinando su cabeza hacia mí, pegó su oído a mi boca, escuchaba con atención cada una de mis palabras.

—Debo confesarle, padre Gabriel, que me costó abandonar Santa Fe, en especial Villa Las Estrellas. No existe mejor placer mundano que estar ahí y enamorarse infinitamente de una santafereña, sobre todo si se trata de una Carrillo —suspiré—. Incluso es posible que hasta un santo como usted, si se da una vuelta por ese lugar, pierda la cabeza y nunca más quiera volver. Tal vez hasta llegaría a considerar abandonar su oficio —sonreí.

El padre ahondó sus zorrunos ojos sobre mí, y tras una pausa:

¡Que se te haga la lengua chicharrón! ¡No me tientes, Satanás! —dijo ahogado entre risas y luego continuó preguntándome pausadamente—: ¿Quiénes son los Carrillo?

En definitiva, mis primeras palabras le habían despertado la curiosidad.

—Los Carrillo —contesté sonriendo— son una familia bastante extraña.

¿Por qué extraña? ¿Qué tienen de raro? —preguntó él.

—Todo tienen de raro —dije en un tono tan dramático que provocó que el padre sonriera cálido, como quien escucha los disparates de las aventuras de un pequeño.

¿Cómo los llegaste a conocer? —se volvió, viéndome.

¿Cómo los conocí? —sonreí—. Bueno, todo empezó aquí mismo en Madrid, hace algún tiempo.

—Hace algún tiempo, ¿y…? ¿Qué pasó después? —indagó.

Tragué saliva antes de seguir.

—Verá usted, padre Gabriel, una curiosidad intensa se apoderó de mi ser después de leer unas cuantas novelas de la escritora Valeria Carrillo. Quedé fascinado. Leyéndola, la llegué a conocer en cierta forma y me hice ideas sobre ella. Así como el Quijote se formó ideas de su musa y como él sugirió: «Todo caballero debe tener una dama a quien encomendarse». —El padre Gabriel entornó los ojos mientras me escuchaba; no le cayó en gracia eso de que yo tuviera una Dulcinea como la del Quijote—. Pues bien —continué diciéndole—, Valeria es la mía, mi musa, por eso me interesé en saber todo acerca de su vida. ¿Quién era en realidad? ¿Cómo fue que se convirtió en la escritora del momento? ¿Por qué nunca había concedido una sola entrevista a nadie? ¡Es que no se sabía nada! Reconstruir los misterios que la rodeaban era el nuevo proyecto investigativo que yo tenía en mente.

—Una investigación estrictamente profesional, ¿me supongo? —se adelantó a murmurar el padre entre dientes y con la discreción propia de un abate.

Parpadeé antes de confesarle:

—En un principio fue así, padre, pero solo en un principio, le aclaro, porque después de conocerla… ¡Bah! —Hice un ademán—. Si le confieso que la amo, empezaría por el final, y yo quiero que usted sepa de forma exacta cómo sucedieron las cosas desde un inicio.

—Entonces Valeria Carrillo es una escritora —afirmó el padre.

—Así es, y es tan buena escribiendo como siendo misteriosa.

¿Misteriosa?

—Sí, porque nadie la conocía. ¡Imagínese!, sus escritos los solía enviar a la editorial a través de un correo electrónico y, por lo buena que era, se los aceptaban así. Por otro lado, si se trataba de personarse, enviaba a algún representante que no soltaba palabra sobre su jefa. Pero yo no iba a darme por vencido tan fácil; me había propuesto conocer a esa mujer como diera lugar y entrevistarla aunque fuera lo último que hiciera.

—Y… ¿te concedió la entrevista? —me preguntó el padre a la vez que volvía a ver rápido y de reojo a una chica de cabello cobrizo y relampagueante, la cual recién ingresaba al templo caminando bravía, dando de taconazos que hacían crujir el mármol bajo sus botas de diseñador, fabricadas en piel color magenta oscuro, las cuales le subían peligrosamente hasta por encima de las rodillas, quedando a centímetros debajo de sus muslos superiores.

—Podría decirse que sí —susurré buscando su mirada, aquellos ojos azulencos. Cuando los encontré, proseguí—: Aunque tuve que pensar mucho en cómo lograrlo y tomar algunos riesgos también.

¿Qué clase de riesgos? —preguntó con tono de reclamo.

—Para empezar… Sonsacarle cierta información secreta a una compañera del trabajo.

El padre suspiró trágicamente antes de exclamar:

¡¿Cómo hiciste eso, hijo?! ¡¿Cómo fuiste capaz de sonsacarle información a esa pobre mujer?! —me regañó al tiempo que movía su cabeza en negativo.

Me encogí de hombros.

¡Bah!, es algo de lo que no me arrepiento —dije para defenderme.

—Eres un desvergonzado, nunca mis consejos te han podido enderezar —protestó con postura seria.

—Usted ya me conoce, «árbol que nace torcido, nunca jamás se endereza» —dije torciendo una mueca con picardía—. Aunque si usted quiere, me detengo ahora mismo.

¡No, hijito! Continúa, continúa —dijo él, aligerando la mano derecha.

Entonces continué con la narración aunque con mucha pena, porque al padre Gabriel se le ensombrecía el rostro escuchándome.

—Una tarde… —seguí con voz tímida— de esas sin mucho trabajo, jugueteaba yo con la última novela de Valeria: un best seller de misterio que nosotros mismos editamos, bueno, la editorial de mi madre. Esa editorial tiene más de treinta años lanzando a autores poco conocidos a la fama, y vaya que con esa hábil escritora lo consiguieron pronto y con desmesurado éxito.

»Por esos días la oficina estaba más calurosa que de costumbre, el aire acondicionado no funcionaba bien y lo teníamos a tope; hasta ventiladores colocamos en el último rincón de cada sitio para refrescar los ambientes. Porque recuerda usted, ese verano acababa de ingresar con oleadas de calor las cuales golpeaban a más de treinta y cinco grados, y parecía ser el verano más caluroso de la década, o prometía serlo. Al menos yo me la pasé quince días tomando frappés y comiendo hielo.

—Sí, sí, recuerdo esas olas de calor que arrastramos desde que finalizó julio hasta principios de junio. Fueron insoportables. Yo mismo sentía que el cuerpo me hervía dentro de la sotana —confesó el padre a la vez que sacudía teatralmente todo su cuerpo, ejemplificando cómo se sentía el calor dentro de ese temascal.

Le dirigí al padre Gabriel una mirada comprensiva, de modo que supiera que yo entendía su desesperación en días de calor.

—Bien —dije—, ese calor alborotó las hormonas de algunas de las damas que trabajaban para la agencia, las cuales por esos días se volvieron mucho más… ¿cómo le digo…?

El padre Gabriel puso cara de desconcierto.

¡Empalagosas!, esa es la palabra —solté.

La mirada fría del padre me midió de arriba abajo.

—Pero no me vea usted así, es tal cual se fueron dando las cosas —le dije.

El padre clavó su mirada de aguja sobre mí, pero se abstuvo de hablar. Yo continué:

—Planeando estaba cómo acercarme a la escritora, cuando se apareció en la escena Blanca Martínez, la mano derecha de mi madre y directora de dos de nuestras extensiones: el periódico y revista El Informante. Ella era la única capaz de ayudarme a conseguir la dirección de Valeria o de darme al menos una pista. Al verla ahí parada, observándome como un niño observa un caramelo, con sus ojitos taciturnos, capté las señales que la naturaleza y el universo me estaban enviando: sonsacarle esa información a Blanca sería pan comido y para eso hasta el clima me estaba ayudando.

Luego de lo dicho, el padre Gabriel se volvió repentinamente hacia mí pero sin hablar. Yo volví a la carga:

—Blanca estaba loca por mí, yo lo sabía, porque desde que ingresó a laborar en la editorial, no perdía ocasión para acercárseme, quedando siempre a escasos centímetros de mi persona, y de cuando en cuando tenía que andarla toreando y para eso me prestaba solo, porque mi padre de chico me hizo practicar fútbol americano por algún tiempo; a él le gustaban los deportes de choque. Me inscribió en la liga juvenil de futbol americano, en el equipo Little Giants, donde fui catalogado como el mejor defensa que tuvo el plantel, y eso consistía en hacer un buen trabajo esquivando gente.

»Ese día en la oficina, con Blanca frente a mí, no usé mis habilidades. Ella se me abalanzó como toro en corrida. Si yo lograba permanecer quieto, inflando el pecho, dejando que viniera directo hacia, y aprovechaba la oportunidad para pedirle un favor muy especial, seguro ella lo haría.

»No pasaron más de diez segundos cuando ¡zas!, la chica me embistió de frente.

»¡Hola, Blanca!, ¿cómo va tu día? —le pregunté sin dar marcha atrás y sin echarme hacia un lado para escapar de sus tentáculos.

»—Bien, Paul, lo mismo de siempre. Y, ¿cómo vas? —me dijo con los ojos que se le encendían al verme y acercándoseme lo suficiente, traspasando los límites del espacio vital.

»—Pues… trabajando hasta el delirio —respondí.

»—Lo mismo yo, cariño —me dijo mientras hacía trepar una de sus manos por mi hombro.

»¡Oye, Blanca! —le dije cuando estaba por marcharse—. Quería peguntarte… ¿qué te parece si salimos a cenar hoy? Ya sabes, para despejarnos…. Liberar tensiones…

El brillo fanático en sus ojos se acrecentó a la vez que, señalándose a sí misma, me preguntó:

»Moi? —Lo cual quiere decir «¿Yo?» en francés.

Asentí sonriente.

»—¡Vale! Me parece una magnífica idea —aceptó sin mayor preámbulo.

»¡Vale!, pasaré por ti a eso de las siete treinta —dije viendo mi reloj de pulsera. Eran las cinco de la tarde.

»—Te espero hasta entonces… —me dijo, mordisqueándose el labio inferior.

»Luego regresó a su escritorio, vi que todas sus compinches muy emocionadas le hicieron media rueda, de manera que les contara las palabras que habíamos cruzado. Celebraron como si Blanca hubiese ganado el premio mayor o quizá, según ellas, la lotería sexual… Perdón, padre Gabriel —le dije, porque puso cara de pasa al oírme—. Es la realidad —continué diciéndole— y yo se la cuento a usted sin tapujos. Cosas peores debe escuchar en el confesionario.

—En eso sí tienes razón, no sabes las monstruosidades que me ha tocado escuchar de boca de algunos feligreses —me dijo él.

—En fin, padre, volviendo a mi historia con Blanca, pues esa vez yo lo único que pensé al ver a las chicas de la oficina tan emocionadas por lo cita fue: «¡Qué boberías!, esas son las secuelas de la plaga de la soltería a escala mundial, en combinación con los calores provocados por el cambio climático», ajusté.

»Por la tarde llegué a casa y me eché a dormir, caí rendido sobre el viejo sofá gris desconchado y descolorido, herencia de mi hermano José. Creo que su mujer le prohibió que trasladasen esa basura a La Castellana, allí es donde está situado su nuevo y elegantísimo loft de dos niveles de diseño vanguardista. Esa reliquia de sillón no se hubiera visto bien al lado del conjunto de muebles de la casa Fendi, en los que ella, Úrsula, se empeñó en que mi hermano malgastara unos fondos que por mucho tiempo tuvo congelados, y de los que juró no hacer uso sino en caso de grave necesidad.

»Horas más tarde desperté por el aguacero que resonaba fuera de la ventana; se manifestaba la primera de las lluvias que habían anunciado en el noticiero, pero tuvo poca duración. Fue más lo ruidosa que lo copiosa, esa lluvia de verano. Me desperecé y a la vez me percaté de que tenía un terrible dolor de cabeza. Vi el reloj de pared, apuntaba las siete en punto, debía haberme bañado hacía media hora. Blanca seguro continuaba esperándome.

»Acto seguido, encendí la ducha un tanto desganado, no tenía ninguna ilusión de salir con esa chica, pero bueno, después de todo, era ella quien manejaba la lista de los contactos, la única poseedora de la dirección y teléfono de Valeria, la mujer que me tenía fascinado. No podía a esas alturas echarme atrás, sino lucir lo mejor posible y ser lo suficiente convincente, de modo que Blanca me proporcionase los datos que me interesaban.

»Subí al auto, pisé el acelerador a fondo, me gustaba sentir la adrenalina correr por el cuerpo y el viento pegar sobre el rostro. Desde chico me sentí atraído por el peligro extremo como abeja a la miel. Lastimarme seriamente o llegar a morir nunca fueron una preocupación, y, mientras aceleraba, escuchaba la voz amonestadora de mi madre repitiéndome: «Exponerte al riesgo es una mala maña que podría terminar sepultándote». Excedía los 90 km por hora, aumentando. Seguramente los medidores de velocidad ya me habrían captado, advirtiéndome más tarde con foto-multas.

»En un abrir y cerrar de ojos estaba aparcado frente a las torres de apartamentos de quince pisos, bajé del auto y alcé mis ojos hasta la cima; eran de forma cuadrada, estrechos y acartonados, perfectos para una chica soltera. Subí a buscar a Blanca, aunque sin precipitarme.

»Minutos después, estando frente a la puerta de su apartamento, tamborileé mis dedos de forma suave, ella no se esperó ni un segundo, la emoción la superó y abrió de inmediato. Parecía ser que estaba parada junto a la mirilla observando, claro, antes de que yo apareciera.

»Ni siquiera me dio tiempo de echarle un vistazo por dentro a su piso, porque cuando asomé la punta de la nariz, ella salió cerrando la puerta tras sí y me tomó de la mano aligerándome el paso. Se veía que estaba urgida por marcharse a la dichosa cita.

»La observé con detenimiento y debo decir que esa noche Blanca estaba muy guapa y… aunque en la oficina me había ganado la mala fama de cruel por no tomar en serio a ninguna, eso a ella parecía no importarle en lo más mínimo.

»Mientras caminábamos atravesando el pasillo, ella tomó la iniciativa y me tomó de la mano. Mi estrategia era dejarme ser su esclavo por una noche, a cambio de información.

»Frente a los ascensores, ella soltó las primeras palabras:

»—Paul, qué bueno, por fin tuviste la valentía para invitarme a salir; eres un caballero. Además, llegaste a tiempo. —Alzó su vista y me sonrió.

»Sonreí apuntando mis ojos al suelo.

»—Me gusta la puntualidad, aunque te confieso que por un momento pensé que no vendría… —respondí con desfachatez, porque en el fondo sabía que le estaba hablando con la verdad. Entonces Blanca, como si hubiera leído mis pensamientos, me preguntó:

»¿Acaso no pensabas venir?

»Fue un momento de tensión, no hay forma alguna de mentirle a una mujer sin ser sorprendido en el acto; sin embargo, por gracia divina, ahí por un instante, las salvadoras puertas del elevador se abrieron, distrayéndola.

»Estando dentro, ansioso, como quien olvida tomar sus ansiolíticos, presioné en el tablero tres botones a la vez. Ella se distrajo aún más diciéndome:

»—¡Oh, no! Ahora en lugar de bajar vamos a subir. —Y entornó los ojos.

»En efecto comenzamos a ascender y, mientras el elevador hacía paradas en cada nivel, ella volvió a la carga para aclarar el asunto:

»—Entonces ¿no pensabas venir?

»Al alzar la mirada para verla, poco logré disimular y le dije:

»—Para nada, es que me agarró la tarde… me quedé dormido en el sofá… y, sin darme cuenta, desperté a eso de las siete y… creí no llegaría a tiempo a nuestra cita.

»Ella me dedicó una sonrisa comprensiva.

»—No te preocupes Paul, de todas formas yo te habría esperado —me dijo Blanca, dándome un inesperado beso en la mejilla, muy cerca de la boca, y luego sacudiéndome con la palma de su mano alguna pelusa del saco.

»Salimos del vestíbulo y llegamos hasta donde estaba aparcado el auto, abrí la portezuela del copiloto, nunca he faltado a mis buenos modales, ella abordó rimbombante de felicidad y, desde que encendí el auto, no dejó pasar un segundo sin parlotear como un loro; esa mujer no le daba paz a la lengua. Me molestó pero evité desmostárselo y me dediqué a conducir y a oír su voz sin escucharla, sin prestar atención a su verborrea y acento de típica esnob. Fui observando la ciudad desde otra perspectiva, ver desde otro ángulo se convirtió en magia pura. Contemplaba Madrid detenidamente, nunca lo había hecho así, y pienso que fue el preludio de esa introspección espiritual por la que estaba por atravesar y que solo podría ser capaz de encender la chispa del verdadero amor.

»Las evocadoras luces de la Gran Vía me sedujeron, el Madrid nocturno y vibrante cobraba vida bajo sus focos, proyectando mares de sombras en las paredes. La luna llena brillaba bajo el cielo, causando efectos…

»Me perdí divagando entre lo que veía y lo procesaba en mi conciencia, y volví a la realidad cuando el auto de atrás me bocinó estridente para que avanzara, aunado a la voz de Blanca que a continuación me dijo a regañadientes:

»—No me prestas atención, Paul, el semáforo hace ya medio minuto que está en verde y tú no reaccionas. ¿Dónde tienes la mente?

»Mi deseo en aquel momento era que el encuentro terminara pronto y que el tiempo volara. En cambio, todo marchaba de manera lenta, como si el universo mismo se hubiera empecinado en castigarme.

»Minutos después arribamos al restaurante, estacioné de golpe pegando un frenazo que provocó que ella cerrara el pico por un instante. «Paz mental», dije en mis adentros y solté un suspiro; fue entonces cuando se desató el melodrama.

»¿Qué tienes, Paul? —me preguntó con la voz aniñada que se le extinguía, frunciendo el entrecejo, haciendo con sus labios un puchero que, ¡válgame Dios!, me puso a rabiar.

»Me abstuve de decirle una que otra verdad y me limité a responderle:

»—No pasa nada. ¡Vamos, Blanca! Disfrutemos la velada. —Y sonreí con la más hipócrita de las sonrisas.

»Descendimos del auto y ella me escoltó de un brazo hasta el corazón del restaurante donde nos hicieron sentar al fondo, en un espacio más íntimo, el cual Blanca se encargó de reservar vía telefónica desde la tarde, y qué bueno que lo hizo así porque el resto del recinto estaba a explotar.

»Tomamos asiento en una de esas mesas rodeadas por sillones acolchados con forma de media luna y forrados de terciopelo en color rosa suave. De frente teníamos amplios ventanales desde donde se observaban las titilantes luces de los edificios. A ambos lados de la ventana caían dos elegantes e interminables cortinas que besaban el suelo y hacían perfectamente juego con el mismo color de las butacas y de los cojines floreados. Resaltaba, complementando en opuesto, un tono verde oliváceo en las paredes y una serie de cartografías antiguas enmarcadas pendían de la pared a mi espalda.

»El refinado lugar no era adecuado a mi gusto, aunque… debo decir, estaba bien iluminado. La luz eléctrica revelaba el rostro de Blanca, el cual examiné con atención porque antes de eso no había tenido interés en hacerlo; era un rostro promedio, no lo suficientemente hermoso, mi escala de belleza era difícil de satisfacer. Estando ahí, junto a ella, reprimí un impulso para no ponerme en pie y salir volando.

Al escucharme decir eso de que no me gustaba la belleza física de Blanca, el padre gruñó carraspeando, interrumpiendo el relato. Acto seguido, juntó las palmas de sus manos, a la vez que me dijo:

¿Acaso no te he dicho muchas veces, hijo mío, que no debes ver el exterior? Nuestro buen Dios —Alzó sus ojos al cielo y luego viéndome acabó diciendo con voz suave—: no nos desecha por nuestra apariencia física.

¡Ay, padre! —suspiré—, mejor habría sido que nuestro buen Dios no nos hubiera dado ojos, así habríamos podido cumplir con eso de ver el corazón antes que el físico —dije soltándole una carcajada en sus narices y proseguí—: Aunque debo aclararle que dije que mi escala «era» difícil de satisfacer y no que «sigue siendo».

El padre me clavó una mirada matadora a la vez que se volvía a mí hablándome con un tono aleccionador:

—Eso espero, que hayas cambiado, muchacho pícaro, porque de lo contrario ya vas a ver —me advirtió, revolviendo en el aire su mano empuñada.

¿Continúo? —le dije bromeado y entre risas.

—Continúa —contestó masticando las palabras.

»—No salí volando de ese restaurante, me obligué a permanecer ahí, mis intereses se sobreponían a mis deseos. Volviendo a la conversación entre Blanca y yo, debo decirle que aquello se tornó en una tragedia de dimensiones shakesperianas cuando ella me dijo:

»—Paul, no quisiera incomodarte con más de lo mismo, pero… yo te siento distante.

»—Nada, nada —La codeé—. Son cosas tuyas, Blanca, nosotros somos amigos; además, ¿por qué tendría que estar molesto? —Me hice el desentendido.

»Ella se inclinó hacia mí y, viéndome directo a las pupilas como intentando descifrarme o acaso hallar una pizca de mentira en ellos, me dijo:

»—No lo sé, Paul, dímelo tú, tal vez no te gusta mi personalidad.

Percibí en ella un eco de histérica exnovia.

»—Para nada, Blanca —disimulé—, de no gustarme tu personalidad no te abría invitado a salir, ¿no lo crees?

»—Mmm… Entonces, ¿por qué no me habías invitado a salir antes? —me interpeló, colocando ambos codos sobre la mesa y sus dedos entrelazados bajo su mentón—. Creí que era la más insignificante de todas las muchachas de la oficina.

»—Bueno, pues no lo eres Blanquita, te aseguro que no lo eres —le dije mientras le colocaba mi mano en su hombro derecho para tranquilizarla, ya que parecía estar exasperándose más de lo normal.

»Mientras le aseguraba que ella era la más importante, Blanca se concentró en mi rostro con tal esmero que suspendió la respiración por medio minuto. Eso me asustó. Luego volvió en sí despertando de la hipnosis cuando escuchó que yo le decía:

»—Blanca, Blancaaa.

»—Sí, dime, Paul.

»Me quedé mirándola por un momento antes decirle:

»—Blanquita, ¿podría pedirte un favor? —Los nervios me empaparon las manos.

»¿Cuál favor? —preguntó con voz angélica y condescendiente, soltando una serie de suspiros al aire.

»—Pues… —vacilé.

»—Ya, habla sin rodeos —me dijo—, que esta noche lo que tú quieras.

»¿Me lo prometes, Blanquita? ¿Lo que yo quiera?

»—Sí.

»Viendo su buena disposición conmigo me apresuré a pedirle el favor, así somos de brutos los caballeros, y me acerqué a ella.

»—Blanca, necesito que me pases ese archivo que administras, el que contiene las listas de información de nuestros contactos.

»Fue un error haberle pedido ese favor de entrada, porque al escuchar mis palabras, el rostro de Blanca pasó de estar radiante de la alegría y pronto se transfiguró semejante al de una malvada bruja de cuento: enardecido como una brasa y con los ojos a punto de salírseles de las órbitas.

»¡¿Esas eran tus verdaderas intenciones, verdad?! —me reclamó lloriqueando como niña pequeña, llevándose ambas manos al rostro para ocultarlo y sollozando.

»Justo en ese instante en que la tensión iba en aumento, se le ocurrió al mesero acercarse y preguntar:

»¿Están listos para ordenar? ¿Desean que les traiga un vino? Tenemos una buena selección.

»Yo lo volví a ver con no muy buena cara.

»¿Podría regresar en un minuto? —le pedí.

»Para ese entonces ya me sentía como un villano, así que me acerqué al lado de la silla en donde Blanca estaba sentada, me puse de cuclillas frente a ella, le di un beso en la mejilla, luego la abracé consolándola como a una hermana.

»—No llores más, Blanca, ya bastante mal me siento —le decía a la vez le acariciaba sus mejillas.

»Ella permanecía sin verme y se enjugaba las lágrimas.

»—Lo siento mucho, en verdad —le dije en voz calmada.

»Blanca me miró de soslayo y me dijo:

»—Entonces lo aceptas.

»—Sí… Digo no, no…

»—Ja, te atrapé —dijo ella meneando la cabeza—. Me has invitado a salir con el único propósito de que te facilite ese archivo, pero desde ya te digo que no lo haré. Tu madre nos ha prohibido que te demos esa clase de información. Es con-fi-den-cial —dijo separando las silabas—. Además, ¿para qué la quieres? Si la escritora esa ha rechazado recibirte una y otra vez, y no creo que esta sea la excepción. Te digo una cosita más —dijo, dándome un golpecito en la nariz con la punta de su dedo—: tu madre sabe que tienes talento, pero que con esta historia lo estarías desperdiciando, búscate una verdadera, que al fin y al cabo a tu madre lo único que le importa es que no la dejes en ridículo. Ya sabes, su reputación estaría en riesgo.

Hice una mueca.

»¡Vamos, Blanqui, no te portes así! Mira, como buen periodista tengo que agotar hasta mi último recurso, te aseguro que un día de estos, esa mujer va a cambiar de parecer y tendrá que concederme una entrevista.

»—Pero… ¿Qué es esa obsesión tan absurda que tienes con esa tía? —dijo poniendo cara de asco.

»Tomé la mano de Blanca y, viéndola a los ojos, le expuse en tono confidencial mis inquietudes acerca de la escritora.

»—No lo sé, Blanqui, en el fondo algo me dice que la historia que la ha catapultado al éxito no es otra cosa que su vida misma y que Valentina, el personaje principal de su novela, es ella, Valeria. ¿Por qué crees que mantiene un perfil tan bajo y no es capaz de concederle una sola entrevista a nadie?

»—Puede ser… —dijo Blanca. A la vez noté que sujetaba la punta del mantel con fuerza.

»—El hecho es que quiero reconstruir su vida, entender a ese supertalento; esto le interesa al público: los misterios que giran en torno a sus ídolos, y más si están cargados de tramas familiares, secretos, corrupción, maldad, poder. Eso es lo que vende por estos días, ¿no?

»Blanca asintió.

»—Por eso, por eso te he buscado a ti, Blanqui, y te he escogido de entre todas, de entre todas —remarqué— con tal de que me apoyes; aunque te advierto, iniciaré la investigación por cuenta propia.

»Blanca me volvió a ver sorprendida.

»¡Estás loco, Paul! Y lo peor, yo estoy más loca —dijo asintiendo con la cabeza y guiñándome melodramática un ojo.

»—Entonces ¿estás dispuesta a ayudarme? —le pregunté evidentemente emocionado y proseguí—: No es como que me vaya a ganar un Pulitzer, pero… alguna recompensa obtendré: respeto, independencia de mi madre, un impulso para mi carrera, no, hasta un poco de fama… Y, tú, mi querida amiga, estarás conmigo —sonreí con malicia.

»¡Rayos!, eres un maldito en el arte de la persuasión. ¡Qué te puedo decir! Me has convencido. Sin palabras —agregó.

»—¿Sí? ¿Te he convencido, Blanquita?

»—No solo me has convencido, te voy a ayudar. Pero…

»¿Pero qué, Blanqui?

»—Cuando obtengas esa historia… —dijo ella alzando las cejas con complicidad—, yo tendré los recursos —soltó con astucia, sonriendo apenas—. Antes, promete que te irás con pies de plomo. Recuerda: ella mantiene una orden de restricción en tu contra. ¡Y por acoso! —subrayó.

»—Lo sé, lo sé.

»—Dado que no te puedo convencer de lo contrario —me dijo—, lo único que te puedo decir y no lo oíste de mí es: una vieja hacienda al norte de Cáceres —cantó con un tono confidencial.

»Me levanté de un brinco del asiento y comencé a abrazarla eufórico de la emoción hasta casi ahogarle. El resto de los comensales, creyendo se trataba de una propuesta de matrimonio, estallaron en aplausos.

»—Serénate, Paul. No tienes que abrazarme de esta manera, aunque a mí no me molesta. —Me guiñó un ojo cómplice.

El padre tosió interrumpiendo de nuevo la narración.

—Hijito… —dijo—, ¿esta historia acaso tiene potencial de confesión?

—N… —me quedé pensando por un instante, sobre todo por algunas de las escenas explícitas que tendría que describir más adelante, pero, después de pensarlo mejor, dije no muy convencido—: No… No lo creo. Aunque sí me tomará un buen tiempo relatarle los hechos.

El padre me observó con mirada especulativa.

¿Seguro, hijito? —dijo colocándose en el cuello la estola morada, la que se usa para las confesiones.

—Seguro —afirmé con tanta confianza que el padre se sacó la estola.

Ambos nos condujimos a su oficina de modo que nadie nos interrumpiera. El padre tomó asiento detrás de su escritorio y yo me senté en la silla de enfrente, que era ergonómica y lo suficiente cómoda como para echar una siesta; acto seguido, él se colocó sus anteojos de marcos cuadrados de carey puro y me escuchó como al principio: con toda la propiedad de un pastor y la paciencia de un terapeuta. Sucede que el padre había estudiado psicología y se había especializado en análisis existencial. Llegué a la conclusión de que tal vez desde siempre me estudiaba porque algunas veces, entre la conversación, tomaba notas. Quizá era yo su rata de laboratorio, pero a mí me gustaba charlar con él, contarle mis cosas, recibir su consejería.

—Ahora sí —dijo y se acomodó en su asiento—, cuéntame que no te interrumpiré más —me prometió el padre observando su reloj. Después agregó—: Tengo hasta las 7:30 p. m. para escucharte, a esa hora debo oficiar la misa.

1. Finca Carrillo

¡Por fin tenía su dirección! —le dije al padre Gabriel, retomando el hilo de la historia que le venía contando—. Yo iba a ser capaz de insistirle a esa mujer hasta que se hiciera realidad lo de la entrevista que anhelaba.

El padre me observó con cara de preocupación, mas no dijo nada; siguió escuchándome y yo le solté toda la historia sin hacer pausas.

—A diario le pedía a mi asistente que se comunicara con el representante de Valeria y que lo hiciera en mi nombre, pero no se lo comunicaban cada vez que llamaba. Lo primero que yo hacía al llegar a la oficina era preguntarle a Susana: «¿Qué ha sucedido con el asunto que le encargué, le envió mis solicitudes?». Como siempre, respondía con la misma letanía: «Dice el representante que la señorita Valeria Carrillo no quiere saber nada de usted, ni de cualquier otro periodista, pero en especial de usted». ¡Bah! Eso ya no me importaba más, aunque era evidente. Valeria se traía un lío en mi contra, al rechazarme de esa manera.

»No tendría otro remedio que ir a buscarla en persona, aunque corriera el riesgo de ir a parar a la cárcel, porque Valeria era una mujer poco común y por la escasa información que tenía de ella fuera de los tribunales, donde por cierto nunca llegué a verla, porque solo representantes enviaba. Los rumores eran que la chica poseía un carácter de los mil demonios, terca como una mula y que jamás de los jamases daba su brazo a torcer cuando había emitido algún dictamen acerca de una persona, y creo que ya había emitido uno acerca de mí.

»Al parecer, Valeria estaba viviendo en una propiedad en el campo, en otro tiempo propiedad de unos nobles: una finca dedicada a la caza mayor, situada al norte de la localidad de Cáceres. Ella, con la riqueza que amasó producto de su arduo trabajo, compró la propiedad en 2011 a buen precio, el cual consiguió gracias a la crisis monetaria internacional que se trajo al suelo los precios del mercado de bienes y raíces.

»La casa en escombros fue restaurada hasta quedar como nueva. Era tan acogedora como un palacete y Valeria pasaba allí sus días como hastiada del mundo, queriendo huir de este y de todos, encontrando único placer en cabalgar hasta ponerse el sol, picando hasta el cansancio a su caballo pura sangre llamado Trueno, nombre que le fue otorgado porque corría como el viento, el maldito.

»Tomé la ruta que me llevaría a la Finca Carrillo. Ese fue el nombre que ella le dio a su ahora propiedad, la que antes se llamaba El Conacaste; así fue como quiso honrar el apellido de su familia, quienes al parecer habían vivido momentos tormentosos antes de que ella alcanzara la fama.

»Pues con la información que Blanca me había facilitado, me fui en busca de la Finca Carrillo. Durante el recorrido, el cual duró al menos tres horas desde Madrid hasta Cáceres y de Cáceres un poco más allá, conduje escuchando la música que me gusta. Ya sabe usted, padre Gabriel, que soy un alma vieja.

¡Das miedo! —me dijo el padre, burlándose de mí. Yo le lancé una mirada ajusticiadora—. ¡Basta, basta! Sigue con la historia —rio él muy divertido, a la vez que intentaba ponerse serio.

Yo seguí.

—La voz de Elvis, honda y a todo volumen, amenizaba con la canción Burning Love y mis aullidos le asegundaban, pero solo cuando un relámpago me encegueció, noté que el cielo negro se estaba empezando a caer a pedazos. Me agarró un aguacero terrible, creí que iba a diluviar hasta el amanecer. Traté de ver algo a través del cristal del auto, pero tuve que detenerme de inmediato porque no tenía visibilidad a más de medio metro.

»Orillé mi camioneta en esa desolada carretera atiborrada de árboles de encino, cuyas enramadas al tocarse en la cima parecían formar un túnel. En ese pasaje solo cabían estrechamente dos autos.

»Pasada la ventisca, traté de encender la camioneta pero no arrancó. Lo intenté una vez más, pero no dio batería; se había quedado sin nada de energía. Bajé del auto con buena actitud intentando no irritarme, abrí el capó lentamente conteniendo el enojo; traté de hacer uno que otro truco de lo que me enseñó mi padre sobre mecánica, ningún esfuerzo resultó, mis habilidades como mecánico no eran confiables.

»Enseguida emprendí una larga caminata bajo una moderada llovizna, esperando que tarde o temprano algún conductor se apiadara de mí ofreciéndome un aventón; además, estaba helando como en el ártico y viendo el frío cielo cubierto de nubarrones, por lo que deduje que no tardaría en desatarse el próximo chaparrón.

»Me propuse aligerar la marcha; el ejercicio serviría para entrar en calor. Comenzando el entrenamiento estaba, cuando a lo lejos divisé un vehículo rojo y, recordando la señal internacional de aventón, estiré mi mano derecha apuntando el dedo pulgar hacia arriba. Era un escarabajo que disminuyó la velocidad y yo pensé: “¡Estoy salvado!”.

»Se detuvieron a mi lado los dueños del cacharro rojo. Era un grupo de chicuelos, colegiales fugados de clase, advertí, los cuales sacaron sus caras rollizas por los cristales del auto y me abuchearon repitiendo en coro: “¡Perdedor, perdedor, gallina, perdedor!”. Yo, que temblaba del frío, alcancé a agarrar fuerzas y, como pude, le pegué un fuerte puntapié en el guardabarros trasero. A mí me dolió más que a esa lata vieja. Entonces los rufianes aceleraron y desde lejos uno de ellos me gritó: “¡¿Quieres un fósforo para calentarte, inútil?!”. Enseguida estallaron en carcajadas infernales. Al escucharlos volví a estirar mi mano temblorosa por el frío y, apuntándola en dirección a los odiosos, les hice con mis dedos una popular señal obscena, la cual implica dejar solo el dedo medio.

»Después de un largo recorrido a través del cual caminé como un kilómetro por hora, y en total pienso que fueron unos cinco tediosos kilómetros, sonreí ampliamente cuando vi que estaba parado frente a la propiedad de la misteriosa mujer. Los guardias no tendrían más remedio que dejarme pasar; es decir, nadie dejaría tirado en la puerta de entrada a su casa a un pobre hombre congelándose hasta morir. A menos que la persona en cuestión, la dueña o dueño de la residencia, hubiese salido de la historia de El rico y el mendigo, cosa poco probable aunque no imposible.

»“¡Qué propiedad!”, pensé, mientras admiraba las arboledas de maderas nobles que circundaban la casona señorial. Y mientras lo hacía, es decir, mientras observaba hacia adentro, un guardia de seguridad me salió al encuentro, lo cual era de esperarse. Por lo regular ese tipo de casas son resguardadas por una sarta de guardias fornidos, jóvenes y bien armados; pero ese enclenque viejecito era todo lo contrario, cualquiera podría vulnerar la seguridad de esa hacienda.

»¿Se encuentra la señora en casa? —le pregunté antes de que me interrogara.

»—No, señor, no está —respondió obediente, bajando la mirada—. ¿Es usted algún familiar? —me preguntó desconcertado de que su patrona no le hubiera avisado de mi llegada.

»En ese momento pensé en aprovecharme de la situación porque el anciano era un poco… torpe.

»—Soy su primo —le afirmé con seguridad, esperando no ser descubierto y proseguí—: mi auto me ha dejado tirado en la carretera, vengo caminando un largo trecho, por eso estoy enlodado.

»—No se diga más, pase adelante, señor… —dijo, a la vez que me abría lentamente el portón de hierro, porque se veía que era pesado y al viejo no le daban las fuerzas para empujarlo.

»—José, José Carrillo —afirmé con decisión cuando estuve con los dos pies dentro, convenciéndolo a él y a mí mismo de que en efecto yo era el primo de la escritora, de Valeria Carrillo.

»—Bienvenido, señor Carrillo, será un placer tenerlo con nosotros —dijo y, acto seguido, tomó el radio que traía colgado en la cintura y avisó a los del servicio que el primo de la señora estaba en casa.