Corriendo en círculos

 

Fran Minaya

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición: junio 2017

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

Colección: Novela

© Francisco Javier Minaya Gómez

fran.minaya@hotmail.com

Edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.

Diseño de portada: Antonio F. López.

Fotografía de cubierta: © Fotolia.es

Maqueta ebook: Fran Minaya

ISBN: 978-84-17161-85-9

DEPÓSITO LEGAL:

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“Nos movemos en círculos,

y hay una gran tormenta

desenmarañándose a nuestro alrededor,

y estamos en medio,

parece haber calma,

pero podemos sentirlo

como si estuviese por todos lados,

y ahora las cosas van bien,

pero no sé cuándo volverán a cambiar”

 

The Odyssey — Florence Welch

 

 

 

"Y siento las olas de mi vida arrojarse,

romperse sobre mí,

rodearme como al tronco de un árbol.

Y escucho gritos

y veo otras vidas flotando

como briznas de paja."


Las olas — Virginia Woolf

 

 

“Y sé que soy inmortal,
sé que esta órbita mía no puede ser recorrida por un cepillo de carpintero,
sé que no me desvaneceré como la espiral que en la noche traza un niño con un palo
encendido. […]

Existo como soy, eso es bastante, […]

Y si llego a donde me pertenece hoy o dentro de diez mil o diez millones de años,
puedo aceptarlo con alegría ahora o puedo esperar con la misma alegría”

 

Hojas de Hierba — Walt Whitman;

traducción de Manuel Villar Raso

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

un libro tan largo

un libro tan denso

un libro tan intenso

tanta gente reflejada en él

tantas historias

tantos traumas

tantos momentos felices…

 

en cumplimiento de mis promesas,

este libro va dedicado a

Germán y a Candela,

bellas criaturas de ojos azules –

bienvenidos a la fiesta

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Parte Primera

 

tercer círculo
despedazamiento

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Debo entrar ya;
la niebla se está alzando.

 

Las mejores ganancias
han de haber superado

la prueba de la pérdida

para constituirse ganancias.
 

Emily Dickison

 

A veces deseo caer,
deseo la liberación,
deseo caer a través del aire,
para obtener alivio;
porque caer no es el problema,
mientras caigo estoy en paz,
es tocar el suelo
lo que causa toda la pena—

Falling — Florence + The Machine

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nueva luz

Primavera de 2005

 

I

 

La luz del amanecer emergía desde la colina y se proyectaba a lo largo de la calle, confiriendo sombra a todo aquello que se erguía sobre la calle Álamo. Cada mota de polvo suspendida en el aire era visible, al igual que cada molécula del vaho del aliento de Adele, que se encontraba de pie sobre su porche, sus hombros cubiertos por una chalina negra para protegerse del frío, sosteniendo una taza de café negro como el lomo de un cuervo.

Las casas, aún en silencio, empezaban a brillar doradas bajo la luz del alba. Aun así, ella tenía la certeza aplastante de que algo iba mal. Unas imágenes de destrucción, violencia y desmembramiento centelleaban ante sus ojos, y su cuerpo se estremecía, oía un zumbido en sus oídos, e incluso el café le sabía a sangre. Se sentía tentada a huir, correr hasta donde le fuese posible.

Se preguntaba qué calamidad se acercaba, que mal acechaba, y aunque no creía en Dios, empezó a rezar, a pedirle que le librase de la carga que estaba por depositar sobre sus hombros frágiles y huesudos.

No pudo resistir el impulso y entró dentro de la casa, descolgó el teléfono fijo y marcó el teléfono de su amiga Fiona. Habría llamado a Lana, era con quien mejor se llevaba, pero no había visto su coche aparcado en la calle, por lo que asumió que estaría trabajando ya.

A través de la ventana del salón empezó a ver cómo la luz ámbar que brotaba desde la colina bañaba con su resplandor a los pájaros que cantaban posados en el tendido eléctrico.

 

II

 

En el silencio de su habitación, Fiona dormía. Llevaba esperando ese día varios meses. Había trabajado sin cesar, día y noche, mañana y tarde, sin descansar más que para comer y para dar una cabezada cuando la noche se hacía demasiado profunda.

Envuelta en sus sábanas de seda y su edredón de plumas, disfrutaba de un sueño profundo. Hasta que el teléfono sonó y rompió su sueño. Trató de ignorarlo: no esperaba noticias de nadie y si era más trabajo podía esperar. Solo necesitaba acabar de dormir las doce horas que se había prometido, levantarse a la una del mediodía y darse un baño de agua caliente.

Pero el teléfono seguía sonando.

Se removió en las sabanas, arrugando en su puño apretado la funda de la almohada, el pelo enredado cubriendo su cara. Buscó a tientas el teléfono. Se negó abrir los ojos. Si no se desvelaba podría volverse a dormir después.

—¿Sí? —preguntó con una voz pegajosa.

—Hola, soy yo —dijo Adele al otro lado del teléfono.

—¿Qué pasa? —podía empezar a sentir el principio de un dolor de cabeza crecer en sus sienes. Por regla general, el tono de voz de Adele le resultaba molesto. En esos momentos le resultaba odioso, pero tuvo que hacer un esfuerzo por evitar que se notase.

—No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Entonces qué quieres?

—Sí, no lo sé, pero sí que sé que algo va mal.

—Vuélvete a dormir. Es pronto. Esta tarde hablamos —dijo haciendo acopio de la poca paciencia que le quedaba.

—Vale, perdona si te he molestado.

Fiona colgó el teléfono y se volvió a envolver en las sábanas. Se había sentido incapaz de aguantar otra de las premoniciones de Adele. Mucho menos en ayunas y privada de sueño.

 

III

 

Pero Adele lo sentía en sus huesos—unos huesos que, por otra parte, a cada instante, se le antojaban más viejos.

—Tengo un millón de años —murmuró, sorbiendo los restos de su café.

Se quitó la chalina y bajó las escaleras del sótano mientras el reloj de pared del salón daba las siete. Encendió todas las velas que descansaban en lo alto de los muebles viejos que había ido confinando a la oscuridad del sótano a medida que fue renovando el mobiliario de la que una vez fue la casa de sus padres. Se sentó en su butaca de orejas y, tras poner música clásica, abrió su cuaderno y dejó que la tinta fluyese por las páginas amarillentas.

Escribía poesía y odiaba que se refiriesen a ella como poetisa. No era nada parecido. Era, más bien, una académica soltera (o solterona, como las mujeres más mayores del barrio acostumbraban a referirse a ella) con más problemas que ambiciones, que se pasaba la mayor parte de su tiempo encerrada en su sótano escribiendo unos versos que jamás nadie leería y de los que no derivaba ningún beneficio económico. Sin embargo, esos versos tenían la capacidad de cerrar las grietas en su alma. Cuando escribía volaba libre por las páginas, por ese sótano y por la eternidad.

En muchos aspectos, sí que era verdad que tenía un millón de años.

 

 

IV

 

Quince minutos más tarde, Lana Colorado, amiga íntima y única vía de conciliación y conexión entre Adele y Fiona, bajaba de su coche. Lo había dejado aparcado enfrente de la panadería. Llevaba puesto un vestido azul vaporoso, unos tacones de aguja y una pamela.

Cruzó la carretera como un suspiro. Los testigos que la vieron antes y durante el accidente llegarían a jurar más tarde que ni siquiera había mirado, pero que tenía los ojos brillantes y la sonrisa caída.

Murió aplastada por un camión que trasladaba palés de ladrillos hasta el nuevo hospital que estaban construyendo en las afueras de la ciudad. El conductor, que había estado mirando por la ventanilla del camión, no se dio cuenta de que la había atropellado hasta que, después de oír un golpe en los bajos, miró por el retrovisor y vio un sombrero ensangrentado en mitad de la calzada.

 

V

 

Era el poema más bello que había escrito hasta la fecha. Lo releyó y no pudo evitar derramar una lágrima. Era estremecedor. Lo volvió a leer y apuntó en un margen con una caligrafía delicada la hora y la fecha en la que lo había escrito.

Satisfecha, los malos augurios desterrados a las páginas amarillentas, se estiró en su butaca. Había logrado trascender, y no solía ser fácil por la mañana.

Se levantó, apagó las velas y comenzó a subir las escaleras del sótano. Arriba, en la cocina, el brillo dorado del juego de luces y cristales parecía una visión.

      

No había subido aún la mitad de las escaleras cuando su mundo se rajó en dos. El sentido común y la veracidad de la realidad se abrieron en canal, derramando a borbotones el sinsentido y la irrealidad. Una parte de ella se desprendió y dejó un agujero en carne viva, una herida emponzoñada.

Supo que una de las dos había muerto, pero no pudo vislumbrar cuál.

Su exquisita sensibilidad le daba pistas, pero era incapaz de discernirlas en medio de la densa niebla del dolor. No supo qué hacer: su intención había sido preparar la clase que tenía a última hora, pero ahora era impensable. La conexión con su poeta interior se había cortado. Ahora tendría que ir de funeral.

Acabó de subir las escaleras, hasta la cocina, donde el sol se proyectaba oblicuo desde el cristal hasta la encimera, y allí sobre un cuchillo que disparaba una sombra afilada hacia el techo. Se sentó en el taburete, y apoyada en la isleta que hacía las veces de encimera, fogón e incluso mesa de estudio, esperó a que el agua de la tetera estuviese hirviendo para poder prepararse una infusión de valeriana. Cuando el teléfono sonase la necesitaría.

Los recuerdos de la muerte de su gata emergieron, a pesar de que hacía ya más de dos décadas. Por aquel entonces tenía doce, y era una niña inocente cuya concepción de la vida distaba mucho de lo que en verdad era. Su tío la había atropellado mientras sacaba el coche del garaje marcha atrás. Ni siquiera se dio cuenta de que había sesgado la vida de aquella gatita de pelaje color chocolate con manchas blancas. No pudo evitar acordarse de la manera en la que la despertaba por las mañanas, frotándose contra sus piernas en la cama y cómo la recibía cuando volvía de la escuela. Había experimentado la muerte de más personas en su familia, pero esa había sido su primera experiencia con la muerte y la había marcado de por vida.

Sirvió la infusión en una taza de cristal que brillaba envuelta en un halo dorado y se volvió hacia el teléfono que subsecuentemente sonó. La pantalla digital delató que se trataba de Julio, el marido de Lana y su examante. Ya no había lugar a dudas. En la parte más egoísta de su ser había esperado que se tratase de Fiona. Nunca se habían llevado bien. Siempre hubo tensión entre ellas y pocas eran las veces que hacían algo la una por la otra, sino más bien por la amistad que las unía a Lana. Sin ella, el lazo se rompería y Adele estaría aún más sola.

—¿Sí? —Su voz, un soplo gélido de dolor.

—¿Adele? —Su voz, una masa de emociones crudas.

—¿Qué sucede?

—La han matado. Está muerta.

—Lana —respondió, no pidiendo confirmación, sino tratando de materializar su ausencia bajo la luz de esa nueva realidad que despuntaba.

—Sí.

—No te muevas, voy para allá.

Colgó el teléfono con sumo cuidado y fue hasta el armario de las medicinas. Sacó una tableta de tranquilizantes y se tomó el primero con el resto de valeriana. Se guardó el resto de la tableta en el bolsillo trasero de los vaqueros. Salió de la cocina, que cada vez estaba más iluminada y más llena de destellos y tras ponerse las gafas de sol y enrollarse en su chalina, salió de casa. Cruzó la calle y tras dejar atrás tres casas, abrió la valla blanca de la cuarta. Atravesó un jardín lleno de rosas blancas y rojas de unos rosales que la propia Lana había plantado y cuidado, y subió unos escalones de mármol, todavía manchados con una gota de sangre que ella misma había derramado una fría tarde de febrero años atrás.

Llamó al timbre y su melodía le resultó aberrante en sus tonos floridos. Y resultó todavía más aberrante cuando el semblante enrojecido y húmedo de Julio apareció tras la puerta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, ansiosa por saber el cómo.

—Un camión. La ha hecho jamón york. —Ante tal metáfora Adele sintió un acceso de risa, pero el dolor seguía siendo tan duro que enseguida se vio ahogado—. Pasa, siéntate.

Se sentó en la sala de estar, en el sofá rojo vino y Julio se sentó a su lado. De no haber estado Adele tan dolida, hubiese podido comenzar a sentir aquel viejo dolor que yacía envuelto en vendas carrascosas.

—No sé qué hacer —admitió él—. Nunca he tenido que encargarme de un funeral. No puedo hacerlo, no tengo a nadie que me ayude.

—Shhh. Calla. Estoy aquí. Te ayudaré —le dijo mientras se acercaba hacia él, directa hacia sus brazos.

Una hora más tarde se encontraban montados en el coche, de camino al tanatorio, después de haberse pasado por la morgue para reconocer el cadáver de Lana.

Julio la reconoció por un lunar en el dorso de la mano. No habría habido otra manera de hacerlo. El resto de su cuerpo, incluida su cara, era una masa rojiza.

Adele, por el color de las uñas de sus pies.

 

VI

 

El sol de mediodía se reflejaba en las tejas de terciopelo rojizo del tanatorio de la ciudad y en las superficies coloridas de los coches que habían llegado para velar a Lana.

Lana. Lana. Lana —repetía una y otra vez Adele, sentada en una silla de madera, viendo como la gente a su alrededor hablaba e interaccionaba, pero sintiéndose incapaz de hacer nada parecido. Se había tomado otro tranquilizante: no se sentía capaz de aguantar nada de lo que vendría, pero quería estar ahí para apoyar a Julio, quien tenía que dar buena cara a todo aquel que quisiese presentarle sus condolencias.

Pero Lana no tenía que quedar bien con nadie. Más aún, ni siquiera tenía que despegar sus labios. Lo único a lo que se sentía obligada era a permanecer sentada mirando a la puerta color caoba tras la cual descansaban los restos de Lana, pero en verdad mirando más allá todavía, más allá del horizonte de su campo de visión. Revisando sus recuerdos, haciendo inventario de sus emociones, haciendo un esfuerzo somnoliento por descifrar una serie de pensamientos que sentía anudados, bloqueados, prohibidos, y que a pesar de ello parecían tener una importancia vital.

Pero la lluvia de recuerdos se interponía, nublaban su juicio, cortaban sus visiones.

Lana corriendo bajo la lluvia con una rebeca de punto y un vestido de flores, acompañada por Julio apresurándose hacia su casa, horas después de que Julio hubiese roto el corazón de Adele.

Lana paseando en una tarde de inverno, cubierta hasta las cejas con gorros, bufandas, guantes y soterrada bajo un abrigo rojo, saludándola con la mano, todo júbilo y simpatía.

Lana en la playa de joven, con un biquini de topos, unas gafas vintage y una pamela colosal, riendo, bebiendo un Cosmopolitan y untándose de aceite con brillos, con una revista del corazón en su regazo y un cigarro en la mano.

Lana sentada en su sala de estar, en una visita furtiva para contarle que creía que su marido estaba con otra. Podía oírse a ella misma decirle que eran imaginaciones suyas, que su marido era un buen hombre—bien lo sabía ella

Lana llorando desconsolada en su coche bajo una tormenta apoteósica, Adele sentada en el asiento del copiloto, oyendo cómo se lamentaba por haber sufrido un aborto de un niño muy esperado, explicándole las razones por las que no se había atrevido a contárselo a Julio.

Lana tras aquella puerta caoba.

No, esa ya no es Lana, pensó. Lana ya no está. Se ha ido. Para siempre. Jamás la volveré a ver. Jamás tendré ocasión de pedirle perdón por lo que hice. Jamás lo sabrá. Mi vida no tendrá respuesta.

Pero hasta cierto punto, era mejor que así fuese. Si Lana se hubiese enterado, o si ella en un ataque de remordimientos se lo hubiese contado, su amistad se habría roto.

Estaba sola y su soledad repicaba como una campana movida por los vientos nocturnos. Pero no le importaba. Su dolor se había disuelto en un par de tranquilizantes. Sabía que después volvería, más fuerte que nunca—la marea estaba baja, pero volvería a subir, volvería a traer los dolores del pasado y las angustias del presente. Volvería. Siempre lo hacía. Y ahora estaba bañada por una luz nueva que los volvía desconocidos, y bajo la cual las relaciones entre ella y el mundo que la rodeaba eran muy distintas, pero, aun así, le resultaban tan familiares que quería gritar.

 

VII

 

La respiración de Julio era pesada. Podía sentir gotas de sudor correr por su nuca hasta su espalda. Estaba exhausto y todavía le quedaba un acto que interpretar. Tenía que mantenerse en pie, dar la cara, ser la fachada de la muerte de su mujer. Su dolor era una capa externa. Estaba demasiado abrumado y nervioso para sentir nada. Solo tenía recuerdos ocasionales de lo que interpretó como su infancia, inconexos en apariencia a la muerte de Lana, pero con conexiones profundas e intrínsecas a la cadena que había causado su muerte. Solo que él no lo sabía, ni podía siquiera intentar comprenderlo. Su alma aún era demasiado joven e inocente.

Amigos, conocidos, familiares pasaban frente a él y le obsequiaban con frases usadas, manidas, podridas a las que no prestaba atención. Se centraba, no obstante, en el vuelo de la mosca que ondeaba por aquella sala tan oscura y angosta. Pensaba también en el tipo de cosas a las que tendría que enfrentarse cuando volviese a la normalidad. Lana se encargaba de muchas cosas de las que él no tenía ni idea. Salvo arreglar el calentador cuando se rompía y ocuparse de adecentar la casa cuando Lana estaba ocupada con otros quehaceres no sabía hacer más. Desconocía dónde guardaban los recibos, dónde estaban los documentos del banco, quién se encargaba de hacer su declaración de la renta y, peor aún, no sabría freírse un huveo.

Era, ante todo, un hombre práctico que se deleitaba trabajando. Dirigía una empresa en el sector de la construcción, pero tampoco se encargaba de los aspectos administrativos de la empresa. Se limitaba a hacer aquello en lo que era bueno: trabajar. Desde pequeño lo había sabido. Renunció a la posibilidad estudiar, ni siquiera lo intentó. Él sólo quería dedicarse a un trabajo mecánico, algo que pudiese aprender, practicar y del que sacar beneficio rápido y fácil, para construirse una vida a partir de eso.

Después, casarse y tener una familia.

Ahí había estado el primer problema al que se había enfrentado con Adele. En verdad, su amor por ella había sido continuo a través de los años, desde que se habían conocido en aquel bar de periferia. Más tarde, a través de ella conoció a Lana, quien era mucho más su tipo, y con quien compartía la misma visión de la vida. Adele, en cambio, era un alma libre, alguien a quien no se podía domar; una mariposa con alas moteadas que vuela por el cielo cuando hay tormenta. Era poeta y profesora de literatura en la universidad. Le encantaba oírla hablar, con ese vocabulario amplio y preciso (a su juicio, siempre encontraba el sustantivo y el adjetivo adecuado) y ese tono de voz tan dulce cuando le hablaba en las horas tempranas de la madrugada en un su piso en aquel barrio marginal, o más tarde en el motel al otro extremo de la ciudad. Le encantaba cómo se movía en la penumbra de la habitación—una penumbra ocasionalmente rota por las luces que los coches proyectaban sobre su figura en su paso por la carretera.

Pero no pudo ser. Después de su primer intento fallido perdieron el contacto. Y para cuando sus caminos volvieron a cruzarse y sus sentimientos florecieron otra vez, él ya estaba casado con Lana. Pero había más. Desde un primer momento no se había creído merecedor de ella. No podía entender cómo una mujer tan recta, tan perfecta y tan brillante como ella podía estar con un vulgar obrero. En cierto modo, también le ofendía el hecho de que ella ganase más dinero que él, que tuviese más poder y más influencia. Pero eso eran solo mentiras que el mismo se decía en un esfuerzo inútil por tratar de convencerse de que no la necesitaba, cuando en verdad, sin ella, no podía vivir.

Mientras hablaba con unos parientes de Lana se dio cuenta de que su hipotética relación en un futuro lejano, lejos de ser más plausible ahora que Lana había muerto, era todavía más imposible. Él ya no estaba comprometido, pero ella jamás querría estar con ella a fin de evitar que la gente la tomase por una fresca que salió corriendo tras el marido de su amiga después de que esta muriese atropellada brutalmente.

Entonces se echó a llorar.

 

 

VIII

 

Desde el otro extremo de la sala, lo vio derrumbarse y llevarse las manos a la cara, intentando ocultar sus lágrimas en un esfuerzo por mantener intacta su hombría.

¿Cómo voy a lidiar con esto que siento cuando el efecto de los tranquilizantes se me pase?, se preguntó. Tarde o temprano, en algún momento, tendré que hacerlo.

Los sentimientos tan fuertes como aquellos que golpeaban en su memoria no desaparecían con dos pastillitas. Por muy fuertes que fuesen. Sin ir más lejos, en dos días tendría que volver a dar clases. El semestre se estaba acabando y aún tenía temario por explicar.

El agua se aprende por la sed; la tierra, por los océanos atravesados; el éxtasis, por la agonía; la paz se revela por las batallas; el amor, por el recuerdo de los que se fueron; los pájaros, por la nieve. 1

Deja de pensar en poemas, se reprochó. Estás en un velatorio.

Un poco después apareció Fiona, muy apresurada. Entró por la puerta más lejana y buscó a Adele por la sala. Cuando la encontró corrió hacia ella. Tenía su pelo rubio recogido en un moño ridículo del que se desparramaban mechones a ambos lados de la goma rosa que sostenía la construcción. No se había maquillado y se había vestido con lo primero que había encontrado, tal y como demostraba el que se hubiese puesto una sudadera con unos tacones negros de punta.

—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó a Adele, su voz temblorosa y rota. Adele se quedó pillada.

—Hola, Fiona —respondió Adele serena y un poco mareada—. No sé de qué me hablas.

—Esta mañana, cuando me has llamado a casa —dijo agitando las manos. Adele, incluso en su estado, estaba segura de que ya se había tomado al menos dos tazas de café cargado y de que se había fumado al menos medio paquete de cigarrillos, uno detras de otro, vomitando humo como un volcán que empieza a despertar.

—No lo sé. Tuve un presentimiento y no supe a quién contárselo. Supuse que Lana estaría trabajando y vi que tu coche aún estaba aparcado en la calle. Quizás sí que debí haber llamado a Lana, pero ya es tarde. —En sus palabras había una resolución y una firmeza a la hora de hablar de Lana como alguien que ya no era, sino que fue, que incluso a ella le asombraba.

—Casi cago ladrillos cuando me ha llamado Julio. Eres un puto pájaro de mal agüero.

—¿Qué quieres que haga? Ya no se puede hacer nada.

Fiona se sentó a su lado y Adele se preguntó si sería ilegal echarle dos o tres tranquilizantes en el café. En circunstancias normales, rara vez podía aguantar su personalidad frenética, pero en su estado de alteración mental y sintiendo la agresividad emanar de su cuerpo en cálidas olas nauseabundas, sería imposible.

En cuanto Lana sea un puñado de cenizas, se dijo, Fiona y yo seremos dos desconocidas. Nunca me ha querido. Nunca ha sentido ni un ápice de simpatía por mí. Esta amistad lleva años muerta.

Otro recuerdo floreció. Se decía que era porque no estaba alerta, porque los tranquilizantes habían dormido la parte de su mente que se encargaba de mantener el pasado a raya. Los muertos solo revivían en su poesía, después de ser filtrados por el inconsciente y ser procesados por el lenguaje. Aparte de eso, procuraba no despertarlos: nunca traían nada favorable.

Era plena primavera. Julio, Lana, Evan, Fiona y ella formaban un grupo de amigos que se reunía con frecuencia en sus chalets de barrio residencial, para hacer barbacoas, para celebrar cumpleaños o acontecimientos—más tarde, para asistir a funerales.

Lana y Adele habían quedado un par de horas antes para preparar la comida. Fiona estaba trabajando y no llegaría hasta la hora de comer.

—Sé que crees que es mi amiga —le dijo a Lana, en referencia a Fiona, mientras sazonaba la carne—. Pero me odia y tú no eres capaz de verlo.

—Te prometo que no. Te aprecia, de verdad. Sois amigas. Quizás no hace tanto tiempo como tú y yo, pero amigas al final del día. No te lo tomes todo tan a pecho.

Día tras día, Adele trataba de aislar el momento preciso en el que las tres habían pasado a ser amigas en conjunto. Ella y Lana habían sido amigas desde pequeñas: sus madres eran parientes lejanas y vivían juntas en el mismo barrio donde más tarde vivirían ellas. Lana, a su vez, conoció a Fiona en la universidad. Ambas estudiaron Comercio y se graduaron con las notas más altas de su promoción. Adele se imaginaba que en algún punto las dos vidas de Lana se habían juntado, su vida íntima y su vida en la universidad, y que habían pasado a ser amigas, pero en retrospectiva le parecía una amistad muy forzada y artificial.

Ese mismo día, mientras comían en el patio trasero de la casa de Adele, Lana dijo:

—¿Sabéis? A veces me da la impresión de que somos una vieja cadena, todos nosotros, los que estamos aquí reunidos.

Ninguno de los presentes llegó a entender a qué se refería, excepto Adele, que pensó: Sí que somos una cadena, lo que tú no sabes es que tú y yo compartimos un eslabón.

Y sí que eran una cadena—cerrada a merced de un eslabón irrompible. El sonido que hacía al arrastrar y las vibraciones de los eslabones que trataban de liberarse y romper la cadena se oían desde hacía siglos, pero ninguno de ellos lo sabía aún. Sus recuerdos estaban ocultos en aguas turbias.

 

Julio se pasó el día observándola cada pocos minutos, solo para comprobar una y otra vez que estaba ausente. Sus ojos se perdían en el infinito, su mueca estaba caída, sus manos laxas con unos dedos que intentaban agarrarse a un último vestigio de lucidez. Estaba preocupado—más que por su difunta esposa. Por ella ya no podía hacer nada.

Se sorprendía por lo poco culpable que se sentía por su muerte, no porque él hubiese tenido algo que ver con las circunstancias de su muerte, sino porque no la había amado en vida y no se sentía capaz de honrar su memoria ni de guardar un luto inútil. Pero sí que podía hacer lo que no se vio capaz de hacer años atrás: estar con Adele. Había cambiado, podía y quería hacerlo. Sentía que debía.

De lo contrario no habría sentido ese vuelco en los latidos de su corazón cada vez que la miraba.

 

A escasos metros de él, Adele contemplaba la niebla. Se había deslizado por la puerta de la calle y empezaba a engullir la luz del atardecer. Eran las siete de la tarde y aunque el sol brillaba a través de los cristales translúcidos del tanatorio, no podía apreciar su cualidad real. Parecía un sueño, una visión, algo que se había filtrado desde el otro mundo.

La niebla era gris y enfriaba el calor del sol.

No quería hablar con nadie, no quería mirar más allá de aquella puerta caoba. Fosilizada y anclada en su dolor, permaneció sentada en su silla, dando vueltas en círculos imperfectos a un solo pensamiento:

El pozo. El po-zo. Aléjate del pozo.

      Carecía de sentido. Allí no había ningún pozo, ni en las inmediaciones, ni en su barrio. Era un pensamiento descolgado. Una manzana que cayó de un árbol y rodó cuesta abajo hasta llegar a la rivera, para allí convertirse en un cadáver que nadaba en aguas heladas. Un cadáver que había de ser descubierto varado en la orilla por un pastor.

Llegó un momento en el que el giro cesó, interrumpido por otro pensamiento más coherente: puede que me haya pasado con los tranquilizantes.

Sus párpados caían y el peso de su cuerpo aumentaba, pero aun así trató de levantarse. Casi cayó de bruces al suelo, pero logró estabilizarse. Fue directa hasta Julio, que en ese momento estaba hablando con una pareja de ancianos, y le tocó la espalda.

—M-mmm-me voy. —Su voz resonó pegajosa, al igual que sus articulaciones, que parecían haberse transformado en gelatina.

—¿Adónde? ¿Qué te pasa? —Reparó, a pesar de la niebla, en que sus ojos azules brillaban como dos diamantes en la oscuridad.

—Necesito echarme; estoy muerta. —Ni siquiera se dio cuenta de lo poco acertada que había sido su expresión.

Empezó a andar hacia la puerta, consciente de que andaba a trompicones y de que tenía cara de estar drogada. No le importó. Todo lo que quería era dormir y aliviar esa sensación de fatiga ahogada y ese dolor que la golpeaba como un puño que aparecía de la nada.

Julio salió tras de ella.

—¿Dónde vas? —volvió a preguntarle.

—A casa.

—¿Cómo?

—En coche.

—Has venido conmigo, en mi coche.

Adele se echó a llorar. Tan cansada como estaba, lo único que pudo hacer fue taparse los ojos con las palmas. Julio intentó abrazarla, pero ella lo apartó.

—Aquí no, por favor. Llévame a casa.

Se montaron en el coche y Adele apoyó su cabeza en la ventanilla. El sueño se apoderó de ella. Julio, con las intenciones confundidas, posó su mano derecha sobre la pierna de Adele. Ella no la sintió.

La sacó en brazos y la subió a la habitación. Deshizo la cama y la metió dentro. Se sentó a su lado mientras contemplaba su cara bañada por la tenue luz de los momentos posteriores al atardecer que se colaba por la persiana bajada.

 

Acariciaba su cara y prestaba atención a su forma. Tenía ojeras y el color de su piel había empalidecido. La recordaba en el porche delantero de su casa, bebiendo té frío con un libro de poemas entra las manos, jugando con el marcapáginas de raso rojo. Su piel era tersa y brillante. Al igual que su pelo castaño, que se bañaba de luz dorada y la reflejaba como un faro, o sus ojos color miel con motas negras. Les deseaba buenas tardes con su voz tímida y se reía con una risa silenciosa, cubriendo su boca con los dedos de su mano izquierda.

Había sufrido y era culpa de él. Estaba sola y era su culpa. No había encontrado a nadie y también era su culpa: las cicatrices que le había dejado en el centro de su alma se lo habían impedido.

Se había refugiado en Lana y había intentado convencerse de que ella era todo lo que necesitaba. Pero a los pocos meses de estar casados comenzó a ver que no era así. Llevaba ya varios meses planteándose volver con Adele—si ella quería, claro. Todas las noches se soñaba yendo a su casa, en mitad de la noche, cuando nadie lo viese, y llamando a su puerta, pidiéndole perdón y diciéndole todo lo que sentía.

Pero ahora las circunstancias habían cambiado.

Suspiró, besó a Adele en sus labios caídos y salió de la habitación. Tenía que volver al velatorio.

 

Ella, a través de las capas del sueño, identificó sus labios apretándose contra los suyos e intentó detenerlo. No quería que la besase, solo quiso que la llevase a casa.

No quería que la tocase. Se sentía extraña cuando lo hacía, como si estuviese desafiando algún juramento sagrado o alguna fuerza superior a ella que despertaría los demonios que ahora dormían.

Cuando apreció la ausencia de su peso en el colchón, consiguió dejarse llevar y sumirse en la oscuridad para soñar unos sueños convulsos en los que el círculo seguía girando y no podía dejar de pensar en aquel pozo oscuro y profundo. Su agua estaba helada y en su superficie se reflejaba un cometa rodeado de un brillo azul, ligeramente difuminado por un viento que ondulaba la superficie.

¿Qué quieres de mí?, gritó en su sueño, sin saber a quién.

Que cojas la cuerda. CÓJELA. CÓ—JE—LA. Aléjate del pozo.

Era una voz potente, aguda y desgarradora, que retumbaba rabiosa en las paredes de su sueño. Adele, muerta de miedo, chilló en medio de la nada.

En una parcela vacía, sobre una tierra negra y estéril, una mujer vestida de negro caminaba hacia el barrio residencial mientras se regocijaba de su ventaja.

 

IX

 

Su mente estaba acelerada; pedaleaba y pedaleaba descargando adrenalina. No podía limitarse a quedarse ahí sentada. Necesitaba hacer algo. Limpiar la casa de Lana, organizar su armario, donar la ropa a la beneficencia, encargarse de dar de baja todas sus tarjetas. Podía incluso correr veinte kilómetros bajo ese sol de mediodía. Cualquier cosa menos verse sentada y al lado de Adele.

Estaba convencida de que Adele estaba loca. Loca de atar.

Peor aún: sabía lo que le había hecho a Lana. Años atrás, cuando Julio y ella se veían a escondidas en un motel, ella se enteró a los pocos días. Se había pasado los últimos años debatiéndose entre contárselo a Lana o dejarlo pasar, calibrando cuál de las dos opciones habría causado más dolor. En ese momento se alegraba de no habérselo contado: le hubiese amargado los últimos años de su corta vida, y ella no tenía ningún derecho a hacerlo.

Pero en verdad, eran ellos quienes no habían tenido derecho a hacerle eso. Su marido y su amiga, acostándose a sus espaldas.

Ahora que Lana está fuera del mapa seguro que vuelven, pensó. Me apuesto un brazo y no lo pierdo. Seguro que les da igual lo que pueda decir la gente. Ella es una loca viciosa y él un vividor. ¿Qué mejor combinación?

Así, rabiosa, eléctrica, permanecía sentada al lado de Adele, a la espera del momento idóneo para hablar con la madre de Lana. Habría sido capaz de ahogarla con la chalina en la que estaba envuelta. Cegada por esa rabia irracional que la asaltaba de vez en cuando, muchas veces de la nada, sin objeto ni razón, intentaba calmarse, decirse que no era para tanto, que su affaire ya era historia, que Julio había querido a Lana, y que esta había muerto sin un gramo de sospecha ni acritud hacia él ni hacia ella. Pero encontraba difícil creérselo. No era tan ingenua.

Quería contárselo todo a su marido, Evan, que también era amigo de Julio, pero estaba de viaje de negocios y todavía no había llegado a la ciudad. En ese momento habría hablado con cualquiera. Incluso con las vecinas cotillas que se arremolinaban alrededor del nuevo viudo, ansiosas por saber los detalles y las circunstancias de la muerte.

Impotente, se levantó de la silla con un bote y fue hasta la máquina de bebidas calientes. Seleccionó un café expreso y, no contenta al ver que la negrura llegaba hasta un poco menos de la mitad del vaso de papel, repitió su selección hasta tener dos vasos. Vertió el contenido de uno en el otro y salió a la calle, donde se encendió un cigarro y a grandes tragos empezó a vaciar el vaso.

 

Sentada en un banco a las afueras del tanatorio, se visualizaba teniendo una confrontación con Adele.

Tú lo que eres es una hija de puta, hombre ya —le diría—. Y no te tiro de los pelos porque soy una se-ño-ri-ta.

Pero no hubo confrontación, al menos no con Adele, que estaba demasiado drogada y ausente. En torno a las siete, cuando su marido ya había llegado al tanatorio y ella había tenido ocasión de comerse un sándwich, observó que Julio y Adele se marchaban juntos. Los ojos aguosos de Adele amenazaban con cerrarse y andaba como si no pudiese mantenerse en pie. Montaron en el coche de Julio.

Fue a por otro café, con la esperanza de que la mantuviese entretenida y evitase así dedicarle unas palabras desagradables a Julio. Pero el café, sumado a los que ya se había tomado esa tarde, le hizo demasiado efecto. Oía su pulso retumbar en sus oídos y sus manos se movían frenéticas por todo su cuerpo. Se encendió otro cigarro, que tampoco la calmó en absoluto.

Estoy demasiado nerviosa, razonó. Necesito un trago.

Por suerte llevaba una petaca en el coche. No era bebedora asidua, pero de vez en cuando un poco de ginebra le calmaba los nervios.

No sé para qué he bebido tanto café, se dijo mientras sentía la ginebra caliente bajar por su garganta. Uggggh, qué mala, pensó con una mueca ácida mientras hacía un movimiento espasmódico con las manos. Guardó la petaca en la guantera y volvió a su banco para acabarse su cigarro.

Pero ahí estaba ese cabrón, solo. Vio su ocasión.

—Tú lo que eres es un hijo de puta —dijo reutilizando las palabras que le había dedicado a Adele en su visualización. Servían para lo mismo.

—¿Perdona? —preguntó, indignado en una posición de defensa que tenía como fin destacar su hombría.

—Que eres un hijo de puta, hombre ya. ¿Te enteras? Y no te cruzo la cara porque no quiero montar un espectáculo, pero no tienes vergüenza ni la conoces. Lo sé todo: de dónde vienes, qué tienes con Adele y qué pasó hace unos años. ¿Te piensas que soy tonta?

—No sé de qué me estás hablando. —Pero sí lo sabía y Fiona pudo verlo en su semblante. Evan la cogió del brazo mientras le preguntaba de qué iba todo eso. Se libró de él, dejó a Julio con la palabra en la boca y se metió en el coche para conducir de vuelta a casa.

Perturbada por el efecto de la cafeína, empezó a desarrollar una sensación que no pudo categorizar, pero que le hacía sentir que era una campanilla que redoblaba en la noche estrellada. Un redoble antiguo que resonaba por los siglos. Una línea que giraba en círculos eternos. Un dolor tan viejo como ese mismo redoble. Una mancha de sangre seca sobre un papiro carrascoso.

 

X

 

Evan, que apenas acababa de llegar del otro extremo del país, hablaba con un amigo suyo y descansaba recostado sobre una columna a las afueras del tanatorio, en un ángulo desde el que podía controlar a Fiona. Estaba preocupado por ella. La veía más alterada de lo normal. No estaba apenada ni triste, estaba cabreada y a punto de estallar en llamas. Le había preguntado si le pasaba algo—algo a parte del hecho fundamental de que su amiga acababa de morir—y le había respondido con un sonido gutural parecido a un ladrido. Resolvió no preguntarle más y esperar a que fuese ella quien le contase qué le pasaba. Cuando se ponía así era la mejor opción. Estaba volviendo a fumar sin control y a beber demasiado café. Era comprensible, había sido muy ansiosa toda su vida y el estrés y los sentimientos fuertes acuciaban ese ansia. Nunca había podido beberse una sola taza de café o fumarse un solo cigarro. Ella siempre quería más; quería saciarse. Y no lo conseguía.

Con él, fue el mismo caso. Al principio de su relación, quería absorberlo, ser ella el sol alrededor del cual él orbitase. Tuvo que pedirle que pasasen un tiempo separados. Estaba enamorado de ella, pero sabía que si seguían adelante con su relación tal cual era los destruiría. Ese pequeño descanso les permitió suavizar la relación, limpiar las esquinas, para así evitar que nadie se hiciese daño. Además, Fiona llegó a ir al psicólogo para que le ayudase a controlar sus ansias.

Sin embargo, de vez en cuando, cuando la presión la sobrepasaba, volvían a aparecer y bebía café y fumaba como si su vida dependiese de ello. A veces él, preocupado por su salud, le cambiaba el café por un equivalente descafeinado, hasta que un día se dio cuenta y le retiró la palabra por una semana. Además, empezó a guardar sus paquetes de café en un armario que se cerraba con llave.

Ella no había querido darle hijos. Desde muy joven había llevado un DIU. Decía que no se sentía capacitada para tener hijos, ni a nivel físico ni a nivel mental. Era algo que, en sus palabras, le había producido un miedo horroroso toda su vida. Un par de años atrás decidió ligarse las trompas.

—Mañana tengo cita con el ginecólogo —le dijo una noche en la cama, dejando a un lado su revista.

—¿Te vas a quitar el DIU al final? —preguntó él, esperanzado ante la posibilidad de ser padre.

—Así es.

—¿Te lo estás pensando?

—¿El qué?

—Que seamos padres.

—Ah, no, no —dijo sacudiendo la cabeza—. Ni mucho menos. Me voy a ligar las trompas.

—¿Qué? —preguntó el, la incomprensión reflejada en su rostro.

—Pues eso.

—¿No tenías pensado pedirme opinión?

—¿Opinión para qué? Te estoy informando ahora. Es mi cuerpo y es mi decisión.

—Pero somos un matrimonio. ¿Qué hay de lo que yo quiero?

—Si quieres tener hijos quédate embarazado tú.

Y ese fue el fin de la discusión y el principio de un enfado que duró dos meses. Pero a pesar de esos roces ocasionales, Evan era feliz. No tenían hijos, pero la tenía a ella y vivían a gusto. Ambos trabajaban duro y tenían un buen nivel de vida, al igual que ocasiones para disfrutar del nivel de vida que tanto habían luchado por conseguir.

Sí, Fiona era un poco volátil, pero estaba enamorado de ella, e incluso después de todos esos años, seguía sintiendo que estaban destinados a estar juntos.

Y no estaba el todo equivocado, aunque no era el destino lo que los ataba, sino la cadena con la que su mujer muy a menudo soñaba.

 

XI

 

Lana… Lana era un encanto. Nunca he conocido a nadie como ella —decía un día después Fiona apoyada sobre el atril del altar. Hablaba calmada. Hoy su marido se había encargado de disolverle un tranquilizante natural en el café antes de salir de casa. Ayer la había visto al borde de un ataque, hablándole a voces al pobre Julio. No quería saber cual era el motivo de su enfado, pero no quería que volviese a repetirse en el funeral. Sabía que Fiona se empeñaría en subir a hablar, siempre había tenido mucho afán de protagonismo, y no podía pensar en nada peor que Fiona, cabreada y con un micrófono delante de cientos de personas.

—Era cariñosa, jovial, delicada, apasionada, fiel —continuó—. No se merecía esto.

El ataúd era de un inmaculado blanco perla y estaba rodeado de rosas blancas y amarillas, sus favoritas. Tenía una cruz tallada en medio. Era sutil, pero aun así a Fiona no le pareció apropiado. Al igual que el hecho de que Adele se sentase en primera fila con esa cara de muerta.

—No la he conocido desde pequeña y no he estado en todos sus mejores momentos. Pero sí he estado en los peores, porque para eso están las amigas. No solo para compartir los momentos de felicidad, sino para ser un bálsamo en las noches de desgarro y miseria. Regañábamos y nos retirábamos la palabra unos días, pero siempre sabiendo que la otra mitad estaba ahí, que de haber habido una catástrofe habríamos estado allí las primeras para ayudar a la otra.

Hablaba con la mirada fija en la cruz del ataúd. Estaba divagando por los recovecos de su memoria y la forma de esa cruz le resultaba útil para acotar sus pensamientos.

—Lana no habría querido un funeral católico. Pero no importa, porque ella lo único que quería era complacer a los demás. Se preocupaba demasiado por los demás y rara vez se veía recompensada. Era un alma vieja; quería hacer felices a los demás. Quería hacer el bien y un camión la atropelló. ¿Qué Dios permitiría eso? Ninguno, ninguno en absoluto.

Se vino abajo, pero se recompuso con una facilidad asombrosa.

—Pero sé que estaría satisfecha por lo que ha dejado atrás. Tuvo una buena vida, aunque fuese corta. Vivió rodeada de gente que la quería. —Hizo una pausa—. La mayoría, al menos. Era un sol contenido en un tarro. El tarro se ha roto y ahora el sol puede brillar sin nada que lo contenga. Lana, cariño, te quiero tantísimo.

Se secó la única lágrima que consintió derramar y tras recomponerse bajó hasta el banco. Adele se levantó y empezó a andar hacia el altar.

No se le ocurrirá subir y ponerse a leer mierdas de las suyas, pensó consumida por una rabia roja mientras retorcía los volantes de su camisa.

 

Se acercó el micrófono y dedicó unas palabras a explicar que iba a leer uno de sus poemas, dedicado a Lana. No lo había escrito a propósito para la ocasión, pero supo que era el correcto. Desdobló el papel con las manos sudorosas y comenzó a leer:

 

 

No gastes tus lágrimas llorando por mi alma,
no intentes amortiguar el golpe del viento,
es demasiado tarde para comprar un arma,
y cualquiera de estos será mi último aliento.

Llora, sin embargo, por mi pulcro pelo,
llora por mis palpitantes pupilas abiertas,
llora por mi sonrisa que sola cae en silencio,
llora por aquella vez que me cerraron las puertas.

Cuando me devuelvan a la tierra de la que nací,
recita mi poema favorito, aquel del estornino,
y recuerda el día en el que sin querer vencí,
tras desafiar al destino y a su propósito dañino.

Echa después un puñado de sal sobre la madera,
ya sabes que nunca he sido nada sosa,
y estar por toda la negra eternidad en un foso,
es lo más aburrido en esta tierra.

Sabes tan bien como yo que mi destino
nunca fue quedarme mucho tiempo,
que mi melodía era como la de un estornino,
y que mi sufrimiento era perpetuo tormento.

Mi camino nunca fue uno ejemplar,
pero fíjate que a estas alturas de la vida,
mis elecciones o mi modo de jugar
poco importan comparados a la negrura.

No llores por las cartas que no he echado,
ni maldigas mi suerte, ni lamentes mis vicios;

llora sólo por los versos que no he escrito,
grita sólo a los caminos que no he pisado.

 

—Esto es para ti, Lana. Hasta que nos volvamos a ver. Ha sido un placer compartir mi vida contigo.

Y, en efecto, volverían a verse, solo que habitarían otras pieles y vivirían en otro país, y sus recuerdos de esa vida estarían enterrados bajo un puñado de tierra. Pero sus caminos volverían a cruzarse y su destino sería el mismo: enfrentarse a su némesis.

Adele volvió a su sitio y dobló con un ruido molesto la hoja en la que tenía impreso el poema con letras grandes. La guardó en su bolso negro y se arropó con su chal para después volver a perder su mirada en la nada.

—No sé qué te habrás tomado —le susurró Fiona al oído desde el banco de atrás—. Pero no me vendría mal un poco.

 

XII

 

Antes de que el féretro descendiese al foso, la madre de Lana se tiró sobre él llorando y aullando. Adele, aprovechando que todas las miradas estaban centradas en la mujer del traje negro y el pelo cano ahuecado, se tomó una de las pastillas que se había guardado en un bolsillo antes de salir de casa. Era muy pequeña, por lo que no necesitó agua. Se dijo que ese día estaba todo permitido; no quería seguir sintiendo ese desgarro que no le permitía respirar. Sus sentimientos respecto a Lana seguían igual de confusos que el día anterior: por una parte, su amistad era la más pura que había tenido, por otra parte se sentía acaso ligeramente culpable por haber vuelto con Julio después de que se casasen. Aunque el peso de la culpa recaía sobre el hecho de que lo veía justificado. Mientras bajaban el ataúd tierra adentro hacia su nueva morada en la que permanecería décadas privado de la luz del sol, se dijo que tendría que escribir en su diario sobre la situación. Era la única manera que tenía de ver las cosas con perspectiva. De lo contrario jamás conseguiría resolver esos sentimientos y le perseguirían de ahí a la eternidad.

Cuando el féretro tocó el suelo y emitió un golpe ahogado, un pensamiento cobró vida. Era agresivo e intenso en la violencia con la que la sobrecogió. No era la primera vez que lo oía:

Aléjate del pozo—coge la cuerda—cógela.