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Para Emiliano y Melibea, mis amigos, mis cómplices, la razón y el motivo, mis maestros y la luz al final de todos los caminos.

Para el amor, energía poderosa que me permite seguir creyendo.

Gracias, Gran Espíritu, por absolutamente todo.

Prólogo

Descubrir este libro es una maravillosa oportunidad para reencontrar el camino de lo esencial; para los escépticos es un destello en la oscuridad, para los que están inquietos puede ser su guía hacía nuevos horizontes, y para los que ya estamos en este sendero es una reafirmación de que el despertar de conciencia es una necesidad vital que asegura nuestro bienestar, el de nuestros hijos y el de esta tierra.

Margarita hace una revisión de nuestras necesidades desde lo físico hasta lo más sutil; nos hace una invitación a encontrarnos con nosotros mismos en el momento de alimentarnos, a mirar con otros ojos lo que nos llevamos a la boca y a la de nuestros bebés, a revisar lo que guardamos en la nevera de nuestras cocinas, y a examinar cómo nos dejamos influir por la publicidad y las marcas que irrumpen en nuestra cotidianidad desde los televisores, la Internet y los grandes supermercados.

Es interesante que en la actualidad muchas mujeres, incluso con estudios universitarios y trabajando en grandes organizaciones, le prestemos menos atención a lo que compramos para alimentar a nuestras familias, y en algunos casos ni siquiera lo hacemos personalmente por la cantidad de «ocupaciones» que tenemos a diario.

Estas páginas encienden una alarma que nos despierta, sacándonos de nuestra zona de confort, en especial a las madres y compañeras que somos responsables de promover la salud de nuestras familias. Es una tarea que parte desde lo que decidimos agregar al carrito del mercado y continúa con la experiencia de construir un hogar saludable.

Esta mirada nos humaniza y nos eleva sobre tantos paradigmas, y nos exige valentía, esfuerzo, disciplina y sobre todo paciencia, para ir paso a paso en busca de una alimentación balanceada, saludable y amorosa, que nos llene de vitalidad y nos sitúe en unos hogares sanos, menos tóxicos, llenos de personas al fin conscientes de la belleza del ser integrado en este hermoso cuerpo, el de verdad, no el de Photoshop de revista; este cuerpo que respira, se alimenta, se mueve, se enferma, se sana y envejece.

Hoy es una fortuna contar con esta valiosa propuesta que nos impulsa a llevar una vida plena, incluyente y solidaria, enraizada en la sabiduría ancestral de nuestros abuelos que comían «comida de verdad».

Raquel Prieto Villarreal

Médico Cirujano Universidad del Rosario

Especialista en Salud Ocupacional Universidad del Rosario

Terapéuticas Alternativas Universidad Nacional

Cómo acercarte
a este libro

He escrito este libro desde mi corazón, con la esperanza de que más allá de las palabras y el intelecto, con ese órgano vital tú también lo recibas. Lo que está consignado en estas páginas da cuenta de una búsqueda de quince años para darle forma a un estilo de vida que hoy enmarca mi manera de pensar, de entender el mundo y de afrontar mi cotidianidad. Una manera de vivir que me hace sentir plena y en la que la prioridad es el respeto por todo lo que me rodea, empezando por todas las criaturas que habitamos este espacio irrepetible llamado Tierra.

Antes que nada, quiero aclararte que compartir contigo mi investigación personal, mi íntimo laboratorio vital en el que he puesto a prueba todas aquellas cosas de las que aquí te hablo, lo mismo que mi pasión por recuperar la sabiduría perdida de las comunidades ancestrales, no me convierte en una profesional de la salud, ni pretendo suplir a tu médico de cabecera. No dejes de acudir a ellos, a su valioso consejo y acompañamiento en sus áreas de conocimiento.

El perfecto balance es sobre todo mi forma de agradecer a la vida por estos años de aprendizaje con respecto al alimento y a mi búsqueda física y espiritual, y también de aportar desde mi comprensión algo de ayuda a la preocupante situación por un planeta que amo y que espero todos lleguemos a cuidar tal como lo necesita y se merece. Con mi corazón, con el que ya sabes que te escribo, espero que las líneas que siguen te ayuden a hacer del camino de la vida un espacio de dichosa creación en armonía con lo que en esencia somos como especie y como perfecta colectividad.

Con mi alma saludo a la divinidad que reside en ti y deseo que lo que aquí encuentres sea el inicio de un maravilloso viaje.

Redescubrir
lo que comemos

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«La comida que comes puede ser la más poderosa
forma de medicina o la forma más lenta de veneno».

Ann Wigmore

Hace un par de días estaba sentada junto a mi mamá hablando con ella de aquello sobre lo que leo y estudio de manera cotidiana: nuestra comida. ¿Extraño, no? Estar sentada junto a mi madre, redescubriendo nuestros respectivos valores frente a la comida, cuando fue ella quien me inició en el mundo de la alimentación. Gracias a esta charla logré encontrar varias respuestas a algunas de esas preguntas que todos nos planteamos a diario y tienen todo que ver con ese anclaje natural, cultural y hasta espiritual que nos mantiene con vida. Se trató de algo tan importante y revelador que sentí la urgente necesidad de tener un papel en blanco frente a mí para poder escribirlo y compartirlo con todos aquellos que se interesan por el tema. Veo que al tener este libro en tus manos eres una de esas personas y realmente agradezco tu interés. Vamos a abordar el tema en su integridad, pero desde una nueva perspectiva.

En aquella conversación con mi mamá confronté algunos de mis razonamientos sobre la comida y la escuché hablar sobre su relación con esta. Descubrí que cuando un tema es tan vital y está tan arraigado en nuestra cotidianidad no tenemos más opción que indagar e investigar, no solo para encontrar respuestas sino también para plantear nuevas opciones, nuevas lecturas. Redescubramos y aprendamos juntos: esa es la propuesta que hoy traigo para ti.

Pareciera que la tarea de indagar sobre el alimento es una forma ridícula e inoperante de perder el tiempo en una sociedad a la que le faltan horas, pero, ¿sabes? Tal y como yo lo veo es allí donde reside el error. Una de las cosas que verifiqué hablando con mi madre es que hace mucho tiempo perdimos la comunicación real con nuestro alimento, y por ende, con nuestro cuerpo. Hemos permitido que otros, otras personas, en lugares muy distantes y con intereses en general muy diferentes a los nuestros, en todo sentido, se encarguen de lo que comemos.

Una de las preguntas que suelen hacerme en mis charlas sobre alimentación con gente de diferentes edades, lugares y ocupaciones sobre este tema es la siguiente: ¿Qué es comida natural? Confieso que la primera vez que escuché la pregunta quedé paralizada porque quien me la hacía realmente me hablaba en serio y esperaba no sé qué respuesta sobre qué eran los alimentos naturales y dónde conseguirlos. Luego de detener el temblor interno que me sobrevino, pues para mí era algo que no ameritaba pregunta alguna, comencé, amorosamente, a entender el origen de este cuestionamiento y a responder con soltura a mi interlocutora. La confusión sobre lo que es la comida nos acompaña a todas partes y sé que esta es una de las buenas razones por las que te invito a indagar, a preguntar. Respondí a aquella señora que me desconcertó con su pregunta con una idea que al parecer a ella le pareció extraña y difícil de asimilar —lo que te cuento no es broma—. Cuando le dije que los alimentos naturales eran los que provenían de la tierra, sencillamente se mostró sorprendida, y cuando le conté que todos los demás, los que han sido hiperprocesados y nos venden en un empaque colorido, con una impresión fotográfica que nos recuerda a las granjas de antaño y llevan la palabra natural impresa de lado a lado, no lo son, abrió los ojos como platos, sin dar mucho crédito a lo que yo le estaba contando. Pensarás que estoy exagerando, pero te aseguro que fue así. Yo tampoco podía creerlo, pero la verdad es que estamos muy distantes de nuestro verdadero origen. Puedes hacer la prueba preguntándole a un niño pequeño de dónde vienen las papas y él te responderá que del paquete, o con una persona de más edad, quien te asegurará que ese producto empacado que le encanta, tan light y natural es comida de verdad, comida natural, sin tomarse la molestia de leer los impronunciables ingredientes químicos que lo componen. En resumen, y por si aún te quedan dudas: si un alimento necesita de una etiqueta enorme e imposible de leer, será igualmente imposible de digerir y no es natural, así venga adicionado con todas las vitaminas y minerales —también sintéticos, con seguridad— que te puedas imaginar. La comida natural viene de la tierra, no del paquete y eso es lo que, aunque te suene increíble, muchas personas hoy en día desconocen o han olvidado. La comida natural todavía se encuentra en las plazas de mercado, en la zona de la comida fresca de los supermercados y solo ella contiene los nutrientes, enzimas y fibra que necesitamos para alimentarnos, para mantenernos sanos, con la energía vital suficiente para enfrentar el día a día y ser felices, aun en medio de un mundo agitado y contaminado como en el que vivimos.

Lo sé, al comienzo puede causar cierto estupor comprobar cuán alejados estamos de lo que llamo, de manera redundante, «la realidad-real». Esa que verdaderamente hace parte de nosotros como especie, la que respiramos, la que a veces resulta intangible o que hemos olvidado acariciar, la que reside en nuestro interior y en el resto de habitantes del planeta, de todas las especies, desde el principio del tiempo. No la «realidad-irreal» de la publicidad, que también es válida —no va conmigo satanizar, ni señalar, juzgar o hacer un discurso moralista sobre la existencia de nada— pero que, eso sí creo con toda honestidad, no se puede hipervalorar, ni comprender como lo vital, como lo realmente importante. ¡Qué lejos nos hemos llevado del camino de nosotros mismos!

Con mi madre estuve hablando sobre este mismo tema, al igual que sobre la diferencia entre natural y orgánico o ecológico, definición en la que de nuevo hay un terreno fértil para la confusión y el desánimo, y también sobre la importancia de consumir alimentos reales, comida de verdad, de la tierra, a los que estamos adaptados fisiológicamente. Repasamos juntas algunas de nuestras costumbres familiares y viajamos a través de los alimentos por los recuerdos de muchos momentos. Para ese momento, y aún con todo lo que habíamos hablado y redescubierto, mi mamá seguía dando la batalla y argumentando los beneficios de muchas marcas que conocía desde niña, óigase bien, marcas y no alimentos, que reconocía como saludables y que para mí son sinónimo de productos químicos que se consumen sin conciencia. Este es el ámbito en el que se mueve la comida, en el límite entre la razón y la costumbre, entre lo aprendido, la memoria y el amor, entre la «realidad-real» y la «realidad-irreal» que fabricamos o nos fabrican. Unos minutos más tarde, navegando sobre las ideas de cada una sobre lo natural y lo hiperprocesado llegamos a un punto de encuentro en dos cosas:

1. Que la alimentación cambió radicalmente desde el inicio de la era industrial y que este cambio se fortaleció y se impuso a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de un mundo que había vivido una historia continua de hambre y miseria y tenía ahora las herramientas para que esto no se repitiera, por lo que decidió erradicar las hambrunas mundiales abriendo las compuertas de las industrias a la producción en serie de comida. Muchos de los productos alimentarios de los que hablé con mi mamá fueron concebidos a partir de los nuevos conocimientos industriales y científicos con respecto a la nutrición, lo que se sabía en ese momento, y que el hombre necesitaba, según unos pocos, para poder vivir sana y felizmente. Nadie, nunca, se detuvo a pensar en cómo comenzábamos a caminar fuera de las leyes de la naturaleza y todo lo aprendido durante los miles de años de exitosa evolución que nos llevaron a la cúspide de la pirámide planetaria. Puedes creerme, mucho antes incluso que la agricultura, momento de máximo cambio en nuestra dieta, que la inclusión de la sal, del azúcar, de los enlatados y de las máquinas dispensadoras, solo comíamos lo que la tierra nos ofrecía. Desde raíces y cortezas, hasta hojas, frutos y semillas pusieron al hombre en marcha. Los seres humanos no necesitaron de estudios ni de etiquetas para poder comer, sencillamente aprendimos qué nos hacía bien y qué no, nos escuchamos a nosotros mismos, comimos y evolucionamos. Además —y valga el comentario— las razones del hambre en el mundo siempre han sido otras. Comida hay, lo que no hay son corazones que la acerquen a todos.

El alimento de la tierra fue transformado por el hombre hasta lo que hoy se vende como «productos naturales », que ha perdido sus características y propiedades intrínsecas. A pesar de la transformación que hemos ejercido en lo que comemos, nuestro organismo no ha cambiado, es decir, nuestro proceso de asimilación y excreción sigue siendo el mismo que el de aquel ser humano que vivió hace miles de años y nuestro cuerpo aún trabaja, y muy duro, por intentar reaprender y comprender qué es esta nueva comida industrial, cómo se digiere y qué puede hacer con lo que va dejando a su paso por nuestro organismo. Seguimos comiendo con las mismas motivaciones de nuestros ancestros, pero sin comprender que ni la granja feliz existe, ni la vaca pasta en la pradera, ni el banano se madura naturalmente, ni que hay frutas de temporada, ni los dolores de la tierra por un parto inacabable de comida química.

2. Que se nos olvidó cuál es la comida natural, la de verdad. ¿Cómo sabes que es de verdad? Porque viene de la tierra. ¿Y debe ser orgánica? ¡Qué más quisiéramos! De esta forma no tendríamos que consumir todos los pesticidas, herbicidas, plaguicidas y demás venenos con los que se cultiva hoy en día, venenos que no solo afectan el alimento que ponemos en el plato sino que además acaban con los valores de la tierra en que se cultiva, generando contaminantes y alimentos menos nutritivos. Así funciona, la conexión es inevitable.

Ahora bien, aunque comer orgánico debería ser lo natural, en un mundo como el nuestro no puede ser una obligación. Si comiéramos los alimentos como Dios manda, como realmente nos los entrega la tierra, nos iría mejor, pero entre lo que puede convertirse en una camisa de fuerza y no comer verduras ni frutas y llenar con productos empaquetados tu nevera, por favor, por lo que más quieras, opta por lo primero, comida de verdad, así no sea orgánica. Sería ideal si pudieras encontrar una asociación campesina, por ejemplo, o cultivar ciertas cosas en casa, pero la verdad es que comer comida orgánica no siempre es posible, de modo que no puede ser la única regla para que te alimentes mejor. Con todo, conviene saber que los alimentos ecológicos u orgánicos son cultivados en tierras que no han sido tratadas químicamente durante cinco años y se cuidan con métodos naturales, incluso de tradición. Son buenos porque no solo le hacen bien a tu cuerpo sino porque además de tener muy buen sabor y gran cantidad de nutrientes, generalmente son de procedencia local, por lo que ayudan al comercio de tu zona y no aumentan la huella de carbono en la que se incurre con el transporte de comida desde lugares distantes, lo que significa que no contaminan tu hogar, nuestra tierra. Entonces, a no ser que en verdad tu intención sea encontrar vendedores orgánicos en tu localidad, vivas en el campo y puedas cultivar bajo las normas del alimento ecológico o te vayas de monje tibetano, por más que quieras, esta no es una opción real, te va a parecer imposible y te hará desistir en tu empeño de alimentarnos mejor. Lo que queda es comer comida de la tierra, con o sin químicos, para aumentar nuestra ingesta de alimento real. Vivimos en un mundo en el que sin saberlo nuestras decisiones de consumo influyen, y mucho.

Piensa siempre en qué es lo que te estás llevando a la boca, en lo que inviertes en ello, no en el valor de tu compra sino en si eso te beneficia a nivel de salud y de energía vital, porque de lo contrario, cuando pongas sobre la balanza el valor costo-enfermedad, será mucho lo que gastarás a la hora de recuperar tu salud. Disminuye tu ingesta de tóxicos y aumenta los valores nutricionales de tu dieta.

Tu cuerpo tiene como premisa mantenerte vivo como sea, por encima de todo aquello que con falta de cariño y sabiduría hagas con él. Cuando somos jóvenes tenemos un cuerpo para estrenar. Está limpio, perfecto y es muy resistente. Logra mantener su energía vital muy por encima de los abusos que cometes con él, por lo que no te das cuenta de su desgaste sino entrado en años. El cuerpo trabaja incansablemente para ti y solo el día en que decida parar te darás cuenta del estado en que está y de cómo lo has abandonado. Invertir en acercarte a una alimentación natural vale la pena. Invierte tiempo, dinero y energía en ti y ahórrate los dolores, las molestias y el valor de los tantos medicamentos, recetados o no, de los que, sin darte cuenta, te has vuelto dependiente. Come comida natural en cantidades que dupliquen otro tipo de alimentos.

En la medida de lo posible no consumo alimentos hiperporcesados, me gusta el olor, el color y el sabor de la comida de verdad y aunque leo siempre las etiquetas, mis anaqueles preferidos del supermercado no son los de los alimentos preparados, ni empaquetados, ni envasados, ni enlatados. Me encanta ir a la plaza de mercado, hablar con la gente que allí encuentro a la hora de hacer la compra y llevar a casa comida que tiene a un ser humano detrás, ya sea que la haya cultivado o simplemente la venda, porque me relaciona con una realidad humana veraz. Cuando puedo compro comida orgánica a comunidades campesinas de mi región, siempre son muy amables y tienen muy buenos precios, cultivan con amor y tienen una cercanía real con el planeta y con sus enseñanzas. Prefiero lo local y trato de comprar comida de temporada. Mi ingesta de frutas, verduras, frutos secos, semillas, leguminosas, cereales está siempre en mi plato y en mis loncheras, porque si quiero comer bien, no me fío solo de lo que encuentro por ahí. Cargo lonchera y no me causa problema ni me limita, no me roba tiempo, preparo mi comida con amor y creatividad mientras me relajo ya que me permite escoger el momento y el cómo, para compartir con todos fuera de casa. Consumo gran cantidad de alimento crudo, frutas y verduras, procuro hacer un primer plato con alimentos en su estado natural y así, con todos estos pequeños cambios, que he ido incluyendo en mi forma de alimentarme, en mi estilo de vida, he reducido mi consumo de toxinas. Quiero saber qué es lo que compro y qué le estoy dando a mi cuerpo. Pienso bonito y vivo, en la medida de lo posible, en alegría y armonía con mi entorno. Intento seguir mi propio sistema de creencias y comparto con quienes me rodean el respeto por quiénes son y lo que hacen. En esto mi mamá y yo coincidimos. El alimento que nos remonta al nacimiento, al encuentro con la madre, con la determinación, con la vida misma, nos regala la posibilidad de entender que todo está conectado y que el poder de nuestra decisión sigue siendo el poder de la evolución.

Derribemos
este muro

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