Samanta Schweblin



Ilustrado por Duna Rolando

Samanta Schweblin, La respiración cavernaria

Primera edición: octubre de 2017

 

ISBN epub: 978-84-8393-606-1

IBIC: FYB

 

 

© Samanta Schweblin, 2017

© De las ilustraciones, Duna Rolando, 2017

© De esta portada, maqueta y edición:

 

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Colección Voces / Literatura 247

 

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Los tres espejos de la casa estaban rotos, los vidrios astillados desparramados en el piso, más vidrios contra las paredes, barridos desprolijamente. Estaba segura de que había sido el chico. Ese chico, que era el chico de él, se había llevado toda la comida de la alacena y estaba rompiéndolo todo. ¿Se habría llevado también la chocolatada? Se incorporó en la cama. Algo olía muy mal, ácido y viejo. Se puso las medias y se calzó. Entonces volvió a escucharlo: estaba otra vez en la casa, robando, rompiendo, comiendo. Se incorporó —estaba furiosa, ya no lo soportaba más—, y salió de la habitación atándose el salto de cama. Fue hacia la salida. El cartel de la puerta decía «No olvidar las llaves», así que las agarró y salió. La sorprendió la luz del atardecer, estaba segura de que era la mañana, pero se dijo a sí misma que ahora debía concentrarse en esta nueva idea. Esquivó la basura, cruzó los yuyos hasta su reja, que estaba abierta, y salió a la vereda. Vaciló, se miró los pies, las sandalias húmedas, después retomó el camino hasta la puerta de la casa de la mujer y tocó el timbre. Todo sucedió muy rápido. No hubo dolor, ni complicaciones respiratorias y, cuando la mujer atendió, Lola no supo muy bien si estaba haciendo lo correcto.

—Buenos días —dijo Lola.

La mujer se quedó mirándola. Estaba tan flaca y tan pálida, era tan evidente que era una mujer enferma, o drogadicta, que a Lola le preocupó las consecuencias de lo que tenía que decirle.

—Su hijo me está robando.

Y tenía esas terribles ojeras.

—Vació todas las alacenas.

Algo brilló en el fondo de los ojos de la mujer y sus facciones se endurecieron aún más. Tomó aire, más aire del que una mujer tan menuda podría necesitar y entornó la puerta tras de sí, como si Lola tuviera alguna intención de entrar a esa casa.

—Señora…

—Y no es la primera vez que lo hace.

—Mi hijo está muerto.

La voz sonó fría y metálica, parecida a la de un contestador automático y Lola se preguntó cómo la gente podía decir cosas así sin ningún tipo de escrúpulo.

—Su hijo está viviendo en el fondo de mi casa, y está rompiendo todos mis espejos —habló con voz firme y fuerte y no se arrepintió de hacerlo.

La mujer dio un paso hacia atrás y se apretó la sien con los puños cerrados.

—No puedo más con usted. No puedo —dijo la mujer.

Lola se llevó las manos a los bolsillos, sabía que había algo importante que buscar pero no podía recordar qué.

—Tiene que calmarse —dijo Lola.

La mujer asintió. Respiró y bajó los puños.

—Lola —dijo la mujer.

¿Cómo sabía su nombre esa mujer?

—Lola, mi hijo está muerto. Y usted está enferma. —Dio un paso más hacia atrás que a Lola le pareció de borracha, o de alguien que ya no puede controlar sus nervios—. Usted está enferma, ¿entiende? Y toca el timbre de mi casa… —los ojos se le llenaron de lágrimas— todo el tiempo.

La mujer tocó el timbre de su propia casa dos veces, el ruido era molesto y se escuchó sobre sus cabezas.

—Todo el tiempo toca y toca —volvió a tocar tan fuerte que el dedo se dobló sobre el timbre, y todavía una vez más, con violencia—, para decirme que mi hijo está vivo en el fondo de su casa —su tono de voz subió abruptamente—. Mi hijo, el hijo que enterré con mis propias manos porque usted es una vieja estúpida que no avisó a tiempo a la policía.

Empujó a Lola hacia atrás y cerró de un portazo. Lola la escuchó llorar detrás de la puerta. Gritar alejándose. Otro golpe fuerte más al fondo de la casa. Se quedó mirándose las sandalias. Estaban tan húmedas que dejaban algo de huella sobre el cemento. Dio algunos pasos para comprobarlo, miró el cielo y se dio cuenta de que el programa del doctor Petterson estaría por empezar, pero entonces se acordó por qué había ido hasta ahí, subió los dos escalones hasta la puerta y toco el timbre. Esperó. Prestó atención y llegó a escuchar ruidos en el fondo de la casa. Volvió a mirar sus sandalias, que estaban mojadas y entonces recordó otra vez que el programa del doctor Petterson estaría por empezar y bajó los escalones despacio, muy despacio, calculando la estrategia que le permitiría regresar a su casa lo más pronto posible sin que la respiración se agitara en sus pulmones.

Pero Lola recordaba perfectamente el incidente del supermercado. Buscaba un producto nuevo en la zona de enlatados. Hacía calor, porque los empleados de ese supermercado no operaban bien el aire acondicionado. Se acuerda de los precios, diez pesos con noventa, por ejemplo, salía la lata de atún que tenía en la mano cuando unas ganas incontenibles de ir al baño presionaron su vejiga. Ahí fue que vio a la mujer, un poco más allá, cerca de los lácteos, concentrada en los yogures. Rondaba los cuarenta años y era demasiado robusta, tanto que Lola no pudo evitar pensar en qué tipo de pareja conseguiría una mujer como esa y también que, si ella hubiera sido así a esa edad, hubiera encontrado la forma de bajar un poco de peso. Su vejiga volvió a presionar, esta vez un poco más fuerte de lo normal, y Lola entendió que ya no era una necesidad contenible sino una urgencia. Una nueva presión la asustó y soltó la lata de atún, que golpeó contra el piso. Vio a la mujer volverse hacia ella. Temió que algo de pis se le hubiera escapado, le dio asco y tragó. A ella no le pasaban esas cosas, así que sintió la humedad y se dijo que serían apenas unas gotas, que no se notaría en la pollera que llevaba. Fue exactamente ahí que lo vio, estaba sentado en el changuito de la mujer, mirándola. Tardó en reconocerlo, por un segundo fue solo un chico normal, un chico de unos dos o tres años sentado en la sillita del changuito. Hasta que vio sus ojos oscuros y brillantes mirándola, las manitos aferrarse al barral metálico, pequeñas pero fuertes, y tuvo la certeza de que se trataba de su hijo. La humedad cálida del pis copió parte de la forma de su bombacha. Dio dos pasos torpes hacia atrás y vio a la mujer acercarse hacia ella. Y todavía pasó algo más, algo que no pudo contarle a nadie, ni al médico del hospital ni a él. Algo que recuerda porque de ese día no se ha olvidado de nada. Vio su cara en la cara de la mujer, mirándola. No era un juego de espejos. Esa mujer era ella misma, treinta y cinco años atrás. Fue una certeza aterradora. Gorda y desarreglada, se vio acercarse a sí misma con idéntica repulsión.

El doctor Petterson seguía ahí, mirándola desde el televisor