Francisco Olmos


La Maldición

de Nergal





© La maldición de Nergal

© Francisco Olmos


ISBN: 978-84-16882-64-9



Editado por Tregolam (España)

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1ª edición: 2017


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I

Todo comenzó una fría y brumosa mañana de principios de otoño, aunque hay algunos que aseguran que el origen de la historia tuvo lugar años antes. Como decíamos, era uno de esos días de octubre en los que la niebla parece ser incapaz de despegarse de la ciudad del Támesis. El frío húmedo penetraba hasta los huesos de los transeúntes y los caballos resoplaban produciendo espesas nubes de vaho. De las aguas marrones del río surgió el cuerpo sin vida de un hombre.

—James, ha aparecido un cadáver en el río, vaya hacia allí y escriba la crónica del suceso —dijo el veterano redactor jefe del periódico.

—¿Por qué no va John? —preguntó el joven redactor, que apenas llevaba unos meses trabajando en uno de los diarios más importantes de la ciudad, cuyo nombre omitiremos—. Esa es su especialidad.

—Está ocupado cubriendo los crímenes de Whitechapel. Llevamos cuatro víctimas, quién sabe si la quinta está cerca. Lo tuyo parece ser un simple borracho que se resbaló y cayó al agua.

—Pero eso no le importa a nadie —objetó con una mueca de disgusto el novato—. He oído que el Parlamento va a...

—Cincuenta palabras. Váyase ya —le interrumpió secamente el jefe, observándole por encima de sus anteojos.

James se abstuvo de protestar. Se puso el abrigo y, refunfuñando, salió de la oficina. Él, que se había formado bajo la tutela de los mejores profesores de Oxford, que aspiraba a cubrir las noticias de Westminster, se encontraba camino de los muelles de Londres en un coche de alquiler. Y John, cuyo talento era a todas luces inferior al suyo, que apenas era un mero juntaletras, se llevaba toda la atención por cubrir los crímenes de un perturbado. Mientras pensaba en lo injusto de su situación, James observaba por la ventanilla cómo se internaba en el Londres de la bajeza moral y la inmundicia. Él estaba hecho para recorrer los pasillos de Whitehall, no para ensuciarse los zapatos de barro y orín. Tenía que tener paciencia, se repetía continuamente, antes o después le llegaría su oportunidad de brillar con luz propia. El coche se detuvo súbitamente. Había llegado.

El periodista se apeó del coche. A escasos metros del río, dos policías custodiaban una sábana abultada bajo la cual debía de encontrarse el cuerpo. A su alrededor, un par de borrachos, que terminaban la noche o comenzaban el día, contemplaban la escena. A su lado, también se encontraba una anciana decrépita, envuelta hasta los ojos en ropajes infectos, y un par de niños ociosos con nada mejor que hacer esa mañana. James se acercó a los agentes y se identificó.

—Buenos días. ¿Alguna información que compartir con la prensa?

—Buenos días. Pues, ¿qué quiere que le digamos?, probablemente se trata de un borracho. Se metió en una pelea y acabó muerto en el río —le contestó el policía pelirrojo—. Es algo relativamente habitual.

—¿Quiere verlo? —le preguntó el otro sonriendo y dejando a la vista su dentadura marrón y desigual.

James asintió y el policía levantó la sábana, dejando al descubierto un voluminoso cuerpo, con una considerable barriga, inerte, de piel azulada. Un corte limpio le recorría la garganta.

—Dios mío —susurró—. ¿Quién le hizo eso?

—Suponemos que algún otro borracho con una botella rota. Suelen usar eso como arma. Son más baratas que los cuchillos, que suelen empeñar para comprar alcohol —le explicó el policía en un tono paternal—. Aunque realmente, quién sabe, no podemos asegurar cuál fue el arma homicida. Una navaja, un trozo de cristal cualquiera… Escoja usted la que más le convenga.

—¿No han venido más agentes? —preguntó James sorprendido ante lo que claramente parecía un asesinato premeditado.

—Es imposible. Todos están centrados en capturar a ese Jack, gracias a vosotros —dijo el moreno—, los periodistas. Habéis inflado tanto la historia que los demás crímenes ya no importan a nadie, y tampoco disponemos de los recursos necesarios para cubrirlos. Habéis creado una psicosis y este es el resultado.

—Lo sé —contestó James con una visible amargura.

—Por lo que a nosotros respecta, se trata de un accidente. Un pobre borracho que se cayó al río. De lo contrario, este caso no se cerraría nunca y lo tendríamos abierto hasta que me jubile y, con la que está cayendo, es lo que nos faltaba. Me temo que nunca encontraremos al autor del crimen. Olvida esto último, escribe eso que te dije antes, que fue un accidente.

James asintió, tomando notas en el pequeño cuaderno que siempre llevaba consigo.

—¿Hay testigos?

Los policías se rieron.

—Ninguno. Si los hubiese no estaríamos aquí pasando frío.

—¿Quién encontró el cuerpo?

—Esa señora —dijo el pelirrojo señalando a la anciana.

—¿Algo más que declarar?

—Me temo que no. Eso es todo.

—De acuerdo. Muchas gracias agente, si descubren algo más por favor, pónganse en contacto conmigo.

—De acuerdo, pero no cuente con ello y recuerde: un accidente sin más.

El periodista se dio la vuelta. Los curiosos se habían marchado. A nadie le importaba la muerte de un pobre desgraciado, cuyo cuerpo rígido esperaba a que un enterrador al servicio del ayuntamiento lo recogiese y tirase sin más contemplaciones a una fosa común. Así terminaba la vida de aquel individuo anónimo que el humo, la niebla y el río habían deshumanizado. James, incómodo por el frío húmedo, se apresuró a salir de allí.

¿Lograría convencer al señor Blackstock de que merecía la pena investigar el crimen? Un hombre, por muy borracho que fuese, había muerto y a nadie parecía importarle lo más mínimo. Los policías querían olvidar el asunto cuanto antes para no complicarse, mientras que el redactor jefe siempre era reacio a escribir noticias que no estuviesen sustentadas por fuentes oficiales. Menos en el caso del Destripador. John podía especular lo que le viniese en gana, interrogar a testigos con historias más que cuestionables y defender como verosímiles teorías conspirativas que no iban a ningún lado. Aunque, a decir verdad, la policía estaba haciendo un papel tan malo que tal vez John y sus teorías estuviesen más cerca de la verdad.

—El hombre fue asesinado —dijo James decididamente nada más entrar en el despacho del señor Blackstock.

—¿Es esa la versión oficial de Scotland Yard? —preguntó el redactor jefe.

—No, según ellos es un accidente, pero le puedo asegurar que no lo fue. He visto las pruebas con mis propios ojos.

—Lo publicaremos como declaró la policía.

—Pero señor, debemos decir lo que ocurrió realmente. Es deber del periodista investigar y contar la verdad.

—Un borracho asesinado en el Támesis. ¿A quién le importa eso? Está muy bien eso que dice del deber del periodista, pero malgastará horas investigando algo que no dará ningún rédito. Perderá su tiempo y nuestro dinero. Cincuenta palabras son suficientes para informar del suceso, del accidente más bien.

—Asesinado con un corte limpio en la garganta.

—Como si tiene un balazo en la frente. —El señor Blackstock suspiró—. Mi querido James, vendemos noticias. ¿Quién va a comprar el periódico para leer eso? Un borracho muerto en una reyerta, el robo de una caja de verduras, la falta de sincronización entre las campanas de St. Martin y St. Clement. Esos temas no venden, no son más que sucesos sin importancia a los que todos estamos acostumbrados.

—Pero señor, hay que contar la verdad.

El veterano periodista se acomodó en su sillón.

—¿Sabe cuánto ha aumentado nuestra tirada desde que comenzaron los crímenes del Destripador? El triple. ¿Sabe lo que representa esa cifra? Le damos a la gente lo que demanda, así funcionan las cosas, tanto en ese negocio como en otros. James, esto es la vida real, no estamos en los halls y jardines de Oxford. No ofrecemos un servicio público. Somos una empresa y tenemos que ganar dinero, necesitamos suscriptores y anunciantes. Si realmente decimos que fue un asesinato deberíamos probarlo. Llevando la contraria a la policía con la única prueba del corte que viste y una conversación informal sin testigos no se va a ningún lado. No podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo en ello. Un accidente en las páginas centrales de la edición de mañana —sentenció, antes de bajar la vista a los papeles que tenía en la mesa de su despacho.

—¿Y John tiene para él mismo la portada por algo sobre lo que tampoco hay pruebas? ¿Sobre lo que se inventa de hechos no verificados?

—No compare las noticias —dijo el jefe algo hastiado por el ímpetu del novato—. Si quiere que su firma aparezca en la primera página, tráigame una historia que pueda vender al gran público y que tenga fundamento. Creo que hemos terminado por hoy. Accidente de cincuenta palabras.

James salió sin más preámbulos del despacho. Al redactor jefe no le molestaba esa actitud altiva y ambiciosa del joven periodista. Veía reflejada en el rostro de James aquella sed de triunfo que él mismo había tenido nada más empezar en aquel mundo.

Una vez en la calle, James se levantó el cuello del abrigo para protegerse del frío. Ya había anochecido y deambulaba por las calles del centro pensando acerca de la conversación que acababa de tener. Nadie perseguía la verdad en ese mundo de acciones y objetivos. Los periódicos encumbraban al estrellato efímero a aquellos personajes que encandilaban de algún modo a la sociedad burguesa, sin importar el verdadero valor informativo de todo ello. Mientras tanto, las historias de verdad, aquellas que realmente importaban por su humanidad, eran relegadas a los cajones de las redacciones o eran reducidas a cincuenta palabras en las páginas de sucesos sin importancia.

Asqueado por esa doble moral de falsos puritanos que se escandalizaban por cualquier asunto que se saliese de su estrecha moral, pero que en secreto disfrutaban y se regocijaban leyendo y cuchicheando sobre los hechos abominables que condenaban en público, entró sin mediar palabra en el club de Hannover Square. Allí, como de costumbre, cenó con sus amistades, conversó sobre trivialidades y jugó al billar. Pero ni siquiera la copa de oporto logró quitarle el sabor a desengaño de la boca.

II

Unos días y varios artículos sobre estafadores de poca monta, cierres de negocios y problemas con el alcantarillado más tarde, James disfrutaba en la sala de estar de su casa de una taza de chocolate mientras hojeaba los periódicos del día anterior; Albert, su fiel sirviente, llevó a su presencia a uno de los mozos del periódico que se ganaban la vida haciendo recados por la ciudad.

—¿Y bien? —preguntó James sin levantar la vista de una crónica sobre la última sesión parlamentaria.

—El señor Blackstock quiere verle inmediatamente, señor —dijo el muchacho de carrerilla agarrando con fuerza su gorra.

—¿Dijo por qué? —inquirió levantándose y señalando a Albert para que trajese su abrigo.

—No, señor.

Minutos más tarde, James se encontraba en el despacho del redactor jefe.

—Nos han llegado rumores de otro cadáver —dijo, enfatizando esta última palabra—. Una prostituta ha aparecido muerta en el Este. Vaya allí de inmediato y mándeme un mensaje si se confirma que se trata de una nueva víctima de Jack.

—¿Y John?

—Está fuera de la ciudad, siguiendo otra pista.

James salió raudo del despacho, arrastrando consigo al mozo de los recados. Podía estar ante la oportunidad de hacerse un nombre en el periódico. Con John temporalmente fuera, podría tomar las riendas de la noticia. Por mucho que le repugnase su sensacionalismo, su ego le dominaba. Al fin y al cabo, si quería hacerse un hueco en el periodismo y ver su nombre firmando artículos de renombre, debería pasar por aquello. Poco tiempo después de que los adoquines diesen paso a la tierra y al barro, el coche se detuvo. Había llegado.

En esa ocasión, la escena del crimen, en el cruce de dos callejuelas de mala muerte, propiciaba que hubiese más curiosos dando vueltas por el lugar. Además, la posibilidad de que la víctima hubiese sido asesinada por Jack el Destripador había llamado la atención de varias decenas de personas que se arremolinaban alrededor del detective y los dos policías que custodiaban el cuerpo. Entre los espectadores, James pudo distinguir a lo que a todas luces parecían ser las compañeras de profesión de la fallecida, así como a la misma anciana de la semana anterior. El periodista se abrió paso hasta los agentes.

—Ha venido usted aquí para nada. Lo lamento de verdad —le dijo el detective que estaba a cargo de la escena.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada en especial. El asesino no tocó los órganos ni se ensañó con el cadáver, así que no fue él. —Al escuchar esas palabras, la mayor parte de la muchedumbre se quejó, decepcionada por no estar ante una víctima del famoso asesino en serie, y abandonaron el lugar.

—¿Se sabe quién era?

—Mary, una prostituta habitual de estas calles. Esas —dijo, señalando a un par de señoras que aún permanecían allí— son sus compañeras.

—¿Cómo murió?

—Por un corte limpio en la garganta. Yo diría que, hecho de un solo tajo con una cuchilla, una navaja o un arma blanca similar. Por estas calles abundan los cuchillos, así que no es de extrañar.

—¿Qué va a hacer la policía al respecto?

—Levantar el cadáver, darle cristiana sepultura, si algún familiar lo paga, y cerrar el caso. No hay testigos ni pruebas. Además, estamos desbordados. Tenemos multitud de pistas en el caso de los asesinatos de Whitechapel. Creo que con esto contesto a todas sus preguntas. Si me disculpa, debo irme y le recomiendo que haga usted lo mismo. Es usted el único periodista que ha hecho acto de presencia. Al parecer, los otros periódicos debían saber que no había sido él. Le juro que a veces se enteran de las cosas antes que nosotros —dicho esto, el detective se escabulló, dejando el cuerpo en manos de los dos agentes.

James llamó al mozo, le entregó una nota que acababa de garabatear y lo despachó.

—Aquí poco más se puede hacer —dijo uno de los policías.

—¿Me permite? —preguntó James agarrando de la sábana que cubría el cuerpo.

—Como quiera.

El periodista se topó con un rostro pálido, con los ojos abiertos de par en par, que le hizo estremecerse levemente. La tez había perdido todo su color en apenas cuestión de horas. Como dijo el detective, la víctima presentaba un corte en la garganta, igual que el del hombre que sacaron del río. James dejó caer la sábana y miró a su alrededor. La vieja y dos de las compañeras de Mary le miraban fijamente. Se dirigió entonces hacia la más joven de ellas.

—¿La conocía?

Ella asintió.

—¿Sabe qué le pudo pasar?

La muchacha rubia, que no debía de superar los veinte años, miró a su alrededor. La anciana había desaparecido y su compañera la contemplaba con reprobación.

—Hablemos mejor en mi cuarto. Previo pago.

Las calles tardaban poco tiempo en corromper hasta a las criaturas más inocentes. James accedió y siguió a la joven, de nombre Lucy, por estrechas callejuelas de barro y ladrillos, evitando como podía los charcos de inmundicia y los mendigos harapientos que pedían limosna en cada esquina. Tras múltiples giros, el periodista se encontraba completamente desorientado en ese laberinto del pecado. La muchacha, por su parte, se desenvolvía a la perfección por esas calles, a muchas de las cuales apenas llegaba la luz del sol que, débil y de manera apenas perceptible, comenzaba a asomarse esa mañana. Finalmente llegaron a un edificio cochambroso que en nada se diferenciaba del resto de no ser por un cartel rojo de madera, cuyas letras doradas estaban tan desgastadas que James fue incapaz de leer lo que anunciaban.

Lucy abrió la puerta y los dos entraron en un pequeño salón apenas iluminado y decorado con muebles desgastados y pasados de moda. Una mujer ya entrada en años les saludó. En uno de los pocos sillones, un hombre roncaba sonoramente, desparramado y mostrando a todos su voluminoso abdomen. La joven enfiló las escaleras que se encontraban al fondo de la sala y que daban acceso a los cuchitriles de las trabajadoras. Sin mediar palabra, entraron en uno de ellos, que tenía por toda decoración una cama, una silla y una palangana. Lucy se sentó en el catre mientras James hizo lo propio en la silla. El periodista puso entonces un puñado de peniques en las manos de la muchacha.

—¿Sabe quién lo hizo?

Lucy se cercioró de que la puerta estaba cerrada y, tras toser sonoramente, habló:

—No sé, la última vez que la vi fue a lo lejos, andando con un hombre bajo, rechoncho. El nuestro es un trabajo difícil, con riesgos. Siempre te puedes encontrar con algún borracho o algún cliente violento. Pero lo de Mary...

—¿Qué?

—Sabía lo que se hacía. Se conocía estas calles y a sus habitantes como la palma de su mano. Además, con lo de ese Jack el Mataputas, discúlpame, se andaba, nos andamos, con mucho más cuidado. Fíjate que vamos hasta armadas —dijo sacando un pequeño cuchillo de su liga—. Y la forma en la que murió...

—¿A qué se refiere?

Lucy volvió a toser con fuerza durante un largo tiempo. James se apartó disgustado y esperó a que la ramera se recuperase.

—Ese corte en la garganta —dijo por fin con una voz ronca—. No soy ninguna experta, válgame Dios, pero eso no se hace por casualidad.

—Lo sé, Mary no es la primera persona que fallece de ese mismo modo.

—¿Así que han matado a otros así?

—Sí. Pero volvamos a su... compañera. ¿Algún cliente especialmente violento? ¿Alguno que supiese manejar una espada o algún arma parecida?

—¡Qué cosas preguntas! ¡Y yo qué voy a saber de eso! Nosotras hacemos lo que hacemos, no preguntamos si alguien es bueno con la pistola, tiene un perro o habla latín.

James se quedó pensativo. Lucy volvió a toser con virulencia.

—¿Alguna rival?

—Todas tenemos rivales, cariño. Lo raro sería… —una tos violenta y desagradable volvió a interrumpirla— que no las tuviésemos. Pero realmente Mary era capaz de trabajar mucho más que el resto de nosotras. Cómo decirlo —dijo Lucy haciendo una pausa—, realmente le gustaba lo que hacía.

Era inútil. De poco le serviría a James interrogar más tiempo a Lucy. Aunque lograrse sacar algo en claro, ¿cómo podía relacionar la muerte de Mary con la del hombre sacado del Támesis? En el mejor de los casos, su cuerpo ya estaría pudriéndose, en el peor no sería ya más que un puñado de cenizas. Consciente de que no hacía más que perder tiempo y dinero en ese cuarto infecto, se levantó y se preparó para irse.

—Has pagado de más, ¿lo sabes? —dijo la joven con una voz ronca que intentaba ser seductora. Tomó del brazo a James y lo acarició con su mano temblorosa. El periodista, asqueado, la retiró bruscamente y se lanzó escaleras abajo no sin antes dedicarle a Lucy una mirada que manifestaba la sensación de repugnancia que le provocaba.

Salió del burdel a toda prisa. El cuartucho insalubre, la incipiente tisis de Lucy y su insinuación le hicieron sentirse indispuesto. Una vez hubo puesto los pies en la calle pudo por fin respirar, pero una imagen le provocó un escalofrío que le hizo estremecerse. En la esquina, envuelta en los mismos harapos de antes, la vieja le miraba fijamente.

Tenía que salir de allí.