Pienso todo el tiempo en su cuerpo desnudo tumbado en la arena. Delgado, menudo, fibroso. Ni rastro de blancura en su piel, ni tan siquiera una antigua marca de bañador. Tan quemado por el sol que parece vestido con su piel marrón, curtida como la de un mendigo, un asceta o un náufrago. Como un fósil de hombre, tieso bajo su sombrilla azul. De vez en cuando se incorpora, se sienta y mira al océano; al rato, gira la cara y observa a la gente desperdigada por la playa. No lee, no come, no habla con nadie, sólo yace rígido boca arriba o permanece sentado durante horas. No recuer­­do qué día empecé a fijarme en él, pero ayer, de pronto, me pareció que siempre había estado ahí. Menos hoy. Hoy no ha venido. A menos que se haya instalado en otro lugar. No, no lo veo por ningún lado. Y hoy, justamente hoy, Juan ha decidido acompañarme.

Caminamos por la carretera de la playa. Cada verano, las casas que la bordean se llenan de veraneantes. A la sombra de los pinos, el salitre y los líquenes dibujan falsas enredaderas en sus fachadas descascarilladas, rezumantes de humedad. A todas horas hay ropa de cama amontonada en sus ventanas puesta a ventilar. Un edredón de color rosa asoma como una lengua por uno de los huecos oscuros. Se oye la voz de una mujer que despierta a sus niños de la siesta. Llantos, ruidos de cacharros de cocina seguidos de un portazo, y un golpe de brisa cargada de olor a yodo y a plantas amargas amortigua de golpe todos los demás sonidos. Nos acercamos a una casa rodeada de hortensias que me intriga. Cada día que paso por delante observo algo nuevo, algo pequeño y distinto en la tierra de la entrada, frente a la cancela: una red de minúsculos senderos de arena, montoncitos de piedras, conchas y flores cortadas que van formando pequeños altares que crecen y desbordan poco a poco los límites del jardín.

–Fíjate bien en lo que vas a ver al pasar por delante de esta casa –le digo a Juan en voz baja, sin darme cuenta de que le estoy interrumpiendo en mitad de una frase.

–Veo que te interesa mucho lo que te estoy contando… –me contesta, contrariado.

–Perdóname, cariño, lo siento…

Caminamos unos pasos en silencio. De nada sirve que le explique mi interés por los signos que observo cada día, las construcciones que atribuyo a una hipotética niña que nunca he visto.

–De todas formas, no me escuchas nunca. De verdad. No escuchas de verdad. Haces como si te interesara, pero en el fondo te da igual. Lo que digo, lo que pienso. Lo que siento. Lo que quiero. Es como vivir solo. Sólo que peor.

Y siento que en lugar de estar prestándole atención, se me van los ojos hacia sus manos y brazos, las partes que más me gustan de su cuerpo. No puedo remediarlo, a cada palabra mi atención flaquea un poco más y cuanto más me esfuerzo por escucharle, más me distraigo. Deseo que se calle de una vez por todas, que me rodee con sus brazos y me acaricie la espalda con sus manos nudosas y ásperas. Si me abrazara ahora mismo, aquí, en la carretera, la discusión se detendría en seco, mis besos ávidos de armonía neutralizarían el desencuentro. Pero cuando llegamos a la playa, la conversación ha alcanzado un punto muerto y terminamos sentándonos cerca de la orilla, sin ganas de bañarnos, mirando cada uno hacia otro lado.

De pronto, un borrón oscuro bajo una sombrilla azul aparece en un extremo de mi campo visual. Tardo en reaccionar, pero acabo de verlo, al hombre. Se ha materializado instantáneamente; no estaba hace unos minutos pero ahora sí, como si llevara toda la vida ahí plantado. ¿Cómo no le he visto al llegar? Y la sombrilla, es imposible que pueda aparecer de golpe. El tipo nos mira con curiosidad, interesado por lo que nos sucede. Por lo que se estará imaginando que nos sucede. Y me avergüenzo, me siento vulnerable porque, sin darme cuenta, le he dado dos pistas sobre mí. Es la primera vez que me ve acompañada por alguien y, encima, discutiendo.

–Juan, volvamos a casa, tengo frío, no vamos ­a bañarnos ninguno de los dos, para qué vamos a forzarnos.

–No hay quien te entienda, todo el mes dando la tabarra para que te acompañe a la playa y, el día que vengo, te tuerces.

Es verdad que estaba tranquilamente leyendo al borde de la piscina cuando me ha visto coger la toalla. En un salto estaba listo para acompañarme. Será porque se acerca el fin de las vacaciones y todavía no se había animado a bañarse en el mar. Quizá también sea porque deseaba complacerme. Mi Juan está moreno, toma el sol desnudo en el jardín, sin preocuparse por quién pueda verlo entre las arizónicas. En cambio, a mí no me gusta nada tomar el sol. Ni tampoco bañarme en la piscina. Pero Juan vive acostado en su tumbona, embadurnado de crema solar y, la verdad, me disgusta que la gente le espíe al pasar. Le veo vulnerable, ahí tendido, desnudo, expuesto a cualquier mirada. Pero a él le da igual. Lee durante horas, todo lo que no ha podido leer durante el año, y expresa su simpatía o disconformidad en voz alta, sin reparos. Y hoy, cuando por fin se había decidido a acompañarme y estaba en vena para compartir sus lecturas conmigo, no le he seguido la corriente. Le he interrumpido. En el camino de regreso, Juan se aleja de mí con zancadas rápidas, ansioso por llegar a casa.

Han pasado tres días y hoy, a la caída de la tarde, vuelvo a la playa. Esta vez lo hago sola, como antes. Y esta vez miro fijamente al frente. No quiero ver al hombre, si es que está. Sin embargo, no puedo evitar verme a mí misma (imaginándome desde su punto de vista) caminando descalza hacia la orilla. El mar está tranquilo, no sopla ni gota de viento, me desnudo y me lanzo al agua. Buceo largo rato, espiando el nacimiento de las olas allá abajo, una nebulosa en la inmensidad verde. Bajo el agua todo parece más claro, el frío me serena, me ayuda a relativizar la inquietud. «Me da la impresión de que somos como una cuerda tirante que a cada bronca se estropea un poco más. Hasta que se rompa.» Las palabras de Juan retumban en mi cabeza. Y es verdad que Juan duerme mal, se levanta a beber y deambula por la casa sin encender la luz. Luego le oigo respirar a mi lado hasta que vuelve a dormirse, al amanecer, cuando me levanto sin hacer ruido.

Al salir del agua no le busco. De todas maneras, da igual cómo me comporte, porque no está. Hoy no. «Menos mal», respiro aliviada. Acto seguido, siento vergüenza: «¿Qué me importa lo que haga o deje de hacer un desconocido? ¿Qué más me da si ha venido o no?». Inclino la cabeza para expulsar el agua de los oídos y, por el rabillo del ojo, lo veo acostado boca abajo, mirándome y sonriendo con todos los dientes, como el gato de Alicia. Siento que el corazón se me descuelga dentro del estómago. Me envuelvo en la toalla y huyo de la playa sin desviar la mirada, poniendo mucho cuidado en no pisar los culos de botella que asoman en la arena.

Hoy, sin embargo, sí tengo la certeza de que no ha venido. Hoy seguro que no. Basta decir no está, para que no esté nunca más. Para cortar en seco la obsesión incipiente. No está, no estará. De hecho, nunca estuvo. Pero entonces, ¿por qué siento una vez más el pinchazo de su mirada? Clavada en mí. Quizás lleve tiempo observándome. Todo es tan transparente. Me miran, sobre todo, sus gafas de sol, que acabo de localizar, aunque no podría asegurar si están fijas en mí o bien en algo o alguien situado en mi dirección. En cualquier caso, miran hacia mí. Concluyo que me da igual si el hombre me está mirando o no; que mire a quien quiera, como y cuanto le plazca. Ya está bien. Me levanto alterada y camino, sorteando restos vegetales y basura arrastrada por el agua, hasta llegar a la orilla. Empiezo a buscar conchas, piedras de formas perfectas y cristales de botella pulidos, como los que coleccionaba cuando era pequeña. Consuelo de las piedras-con-mirada. Todo me mira, bastan dos agujeros en la arena, en cualquier objeto, para que me sienta atravesada por su mirada. Las conchas también me miran y las latas de conserva oxidadas y los bidones de plástico y las tablas con clavos y nudos y todas las raíces retorcidas. Sí, todo me mira. Me siento vul­nerable cuando un par de ojos caen sobre mí. Las miradas nunca son inocuas, siento sus rayos pe­netrarme en el momento en que mi ojo cruza la línea de otro. Estoy indefensa frente a la mirada del otro. Al agua, pues, de cabeza.

Hoy soplan fuertes vientos del este y el mar está embravecido. Una nube de chiquillos juega a desafiar la fuerza de las olas, y entran y salen del agua revolcándose en la espuma de la orilla. Sus voces agudas suenan como graznidos de gaviotas. Mis pies empiezan a hundirse en la arena, aspirados por la succión de la resaca. Cuando era niña, pensaba que venía directamente a por mí, que hurgaba bajo la arena con sus dedos ganchudos para arrastrarme mar adentro. La resaca era entonces una insaciable sirena verde de ojos morados que se alimentaba de niños distraídos. Un día, mi padre me enseñó una ilustración japonesa del Kraken, el calamar gigante, que no sólo se tragaba a los marineros, sino que atrapaba a los incautos paseantes al borde del mar. Sobre todo a las mujeres… Sigo avanzando, tentáculos invisibles me envuelven los tobillos e intentan arrastrarme hacia lo verde y hondo, hacia aquello que sólo al trasluz, y sólo en la zona delgada de la cresta de las olas, aparece cristalino y tentador, efímero acuario surcado de pececillos. Observo la secuencia de olas; las cuento y avanzo tras la más imponente, la cuarta de la serie, un edificio de dos plantas que se desploma, con retumbar de deflagración. Los niños gritan excitados ante el peligro. Embisto cuesta abajo, mis pies abriendo surcos en la arena pedregosa en ebullición, y me lanzo lo más lejos posible contra los borbotones de espuma.

Nado deprisa para poder cruzar la barrera invisible donde rompen las olas. La masa respirante del agua me eleva en un suspiro como si mi cuerpo fuera una ramita o una botella a medio llenar. Agua oscura y moviente que el viento de tierra riza en superficie. La cresta de las olas, que ahora observo desde la retaguardia, se dispara en soplos de agua pulverizada. Floto minúscula, sacudida por fuerzas totales, e imagino mi cuerpo flexible –¿corcho, cebo, boya, bolsa de plástico?– visto desde abajo, desde atrás, desde lejos, fantasma gelatinoso que sobrenada a merced de las corrientes. Pienso: qué manos tan blancas tengo, manos de ahogada. ¿Quién encontrará la alianza que destella en el anular izquierdo? Cuando me lleven a la morgue, ¿alguien me acariciará la cara como yo hice con el rostro de mi hermana muerta, con sus mechones de cabello negro y mojado pegados a la frente helada? Y muchos años antes, el día en que mi madre oyó un leve chapuzón junto a ella, mientras leía tranquilamente al borde del río, y sin pensárselo dos veces metió la mano a ciegas en el agua verde y atrapó por los pelos a mi otra hermana, la pequeña, que había resbalado y rodado en silencio hasta hundirse lentamente en el agua. Visiones de niñas ahogadas que en realidad se salvaron de los peligros del agua y perecieron en tierra. Siento el frío intenso y la tracción de fuerzas que, si me descuido, me arrastrarán mar adentro. Vértigo de la profundidad cambiante bajo mis pies. Qué fácil resultaría dejarse llevar, descender oscilando como una pluma hasta el fondo y ponerse a caminar lentamente por la geografía submarina. Empiezo a contar las olas otra vez, como un mantra, tratando de calibrar su tamaño, esta vez guiándome por los gritos de los niños que oigo a ráfagas con cada explosión. Las voces me confunden y desorientan. ¿Vienen del cielo? La línea horizontal de la playa entra y sale de mi campo visual oscilante, conforme subo o bajo, exactamente como si estuviera encerrada en la burbuja amarilla de un inmenso nivel de agua.

En una de las visiones escoradas que tengo de la playa, me parece distinguir una mancha naranja sentada junto a mi bolsa de deporte roja y mi toalla morada. Espero que no haya pasado nada en casa para que Juan haya venido a buscarme hasta aquí. Con el sol de frente, haciendo visera con la mano, mira hacia mí, no, hacia el mar, pues a mí no puede verme, deslumbrado como está, consulta su reloj y no para de levantarse y de sentarse. El oleaje me empuja hacia la playa. Subida en las alturas, gozo de una nueva perspectiva inclinada de la costa, esta vez hacia el lado contrario. De pronto, veo la figura oscura del hombre desnudo caminando desde su sombrilla hacia la orilla. Me parece que me está saludando de lejos con la mano, que viene a mi encuentro. De nuevo mi corazón se precipita en mi estómago, como una piedra. No consigo respirar pausadamente, retrocedo nadando agitada mar adentro, de espaldas a la playa, como si pudieran verme, como si ambos me estuvieran viendo.

Hago el muerto. La alianza brillando en el anular izquierdo, las manos pálidas y ateridas. ¿En qué lado estoy? ¿En el de la geografía submarina, con mis hermanas-ninfas adornadas con collares de conchas y cinturones de algas y raíces, una madre eternamente joven leyendo a la sombra de un chopo sin parar de fumar y con un padre que me enseña estampas japonesas del Kraken y de sirenas verdes de ojos morados y alas chorreantes… o en el de la vida aérea, con sus agujeros de aire, sus caídas de corazón en el estómago, sus hombres oscuros y sus hombres frágiles, de brazos y manos torneados, que esperan y esperan a que les haga caso, los escuche, los coloque en el lugar que les corresponde?

Al bajarse del taxi, el conserje le tomó las maletas y ella se defendió como si la estuvieran atacando.

–No, muchas gracias, puedo yo sola. –Le daba apuro que aquel pobre hombre cargase con ellas, no había más que mirarle las manos–. De verdad que puedo yo sola.

El conserje la miró con fiereza y le arrancó las maletas de las manos. «Estúpida, ¿no ves que es su trabajo y que, si no le dejas hacerlo, en poco tiempo le despedirán?»