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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Theresa S. Brisbin

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Huyendo del destino, n.º 597 - julio 2016

Título original: The Highlander’s Runaway Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8682-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los editores

Dedicatoria

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Una vez más tenemos el gusto de recomendaros una novela que a nuestro parecer os llegará directa al corazón. El motivo de esta elección está muy claro: la intensidad de los sentimientos que describe, la verosimilitud de las pasiones que se desatan, y todo ello en el marco de una naturaleza incomparable y llena de peligros, donde los sentimientos más elementales deciden sobre la vida y la muerte. Esa es la mayor virtud de esta historia, y si además viene de la pluma de una autora como Terri Brisbin no necesita mayor presentación para saber que os encantará.

 

¡Feliz lectura!

 

Los editores

 

 

Esta historia está dedicada a Jen Wagner Schmidt y Lyn Wagner, unas amigas muy estimulantes para escribir.

 

Cuando empecé esta historia solo sabía que iba a desaparecer la novia el día de la boda y poco más. Gracias a sus preguntas incisivas y persistentes, acabé urdiendo toda la historia y les agradeceré su ayuda toda mi vida.

Prólogo

 

 

Scourie, Escocia noroccidental

 

Eva MacKay estaba profundamente enamorada. El agotamiento y dolor de los días pasados se disipaba cuando pasaba el dedo por la mejilla del bebé que tenía sobre el pecho. Su boquita estaba fruncida y se podía ver una lengua diminuta. Además, cuando abrió los ojos y pareció mirarla, se sintió entregada. Se inclinó y besó la frente del bebé susurrando palabras cariñosas. Durante las horas de esfuerzo para que naciera, solo pudo pensar en el hombre que debería estar a su lado. Él nunca vería a su hija. No pudo contener las lágrimas mientras le susurraba su nombre. Entonces, el bebé se movió un poco y se quedó dormido. Eva susurró el nombre que habían elegido para ella; Mairead.

La arropó más con la manta y la estrechó contra el pecho. La única solución era dejarse en manos de la improbable compasión de su padre y rogarle que le permitiera conservar al bebé. Sin embargo, a juzgar por la gélida reacción de su madre, sabía que no tendría aliados.

En ese momento, antes de que pudiera llevar a cabo sus planes, tenía que descansar. Le dolía todo el cuerpo por el parto y porque tenía el corazón destrozado. El bebé suspiró y ella cerró los ojos para deleitarse con la calidez de la pequeña. Se quedó dormida, pero se despertó cuando alguien le quitó a la niña.

—¿Qué haces? —le preguntó a esa mujer desconocida.

La mujer no contestó. Se limitó a envolver a su hija en una manta mientras empezaba a marcharse.

—¿Quién eres y adónde te la llevas? —preguntó ella casi gritando.

A pesar del dolor y de la sangre, se destapó e intentó levantarse de la cama. Nadie se llevaría a su hija, ni en ese momento ni nunca.

—Tranquila, milady —intervino Suisan, la mujer que había enviado su padre—. Tengo que ocuparme de vos y el bebé estará en buenas manos mientras lo hago.

Suisan fue muy eficiente y, en cuestión de minutos, Eva se encontró lavada y con una camisola limpia. Cambiaron la ropa de cama y toda evidencia de que había dado a luz desapareció de la habitación. Se bebió el brebaje caliente que le había dado Suisan y notó que el dolor y la angustia se desvanecían.

—Ya puedes traerla otra vez, Suisan —dijo Eva mientras le devolvía la copa—. Debería intentar darle el pecho.

—Están ocupándose de todo, milady. No tenéis que preocuparos por nada —susurró Suisan mientras rodeaba la cama alisando y remetiendo la colcha.

—¿Ocupándose? —Eva intentó incorporarse, pero el cuerpo no le obedecía—. He dicho que la traigas, Suisan.

La habitación empezó a oscurecerse como si estuviera desapareciendo.

—Ya no es asunto vuestro, milady. Tenéis que descansar y recuperar las fuerzas.

—Es mía —le rebatió Eva aunque las palabras le salieron atropelladas.

Sabía que le habían dado algo para que se durmiera, pero eso no era lo más alarmante. Las palabras de esa mujer le daban un miedo pavoroso, pero no podía hacer nada para sentarse o intentar buscar a su hija, su cuerpo se había rendido a la hierba que le habían puesto en la copa.

—Ya no, milady —Suisan le tapó los hombros con la sábana y las mantas y la arropó—. Ya no está, milady, ya no tiene que preocuparse por nada.

Cayó en la inconsciencia y no pudo pensar en nada más.

 

 

Pasaron los días y ella entraba y salía de las profundidades insondables. El día se mezclaba con la noche hasta que, tres semanas después, o eso le pareció a ella, su padre llegó para llevársela.

Tardaron otra semana en llegar a Tongue, muy al noroeste de Durness, pero ella solo sentía desconsuelo y desolación. Su padre, Ramsey MacKay, jefe del clan de los MacKay, no mencionó en ningún momento a la niña. La trataba como si no hubiese pasado nada y ella sabía que esa era su manera de borrar la existencia de ese «incidente desdichado».

Eva no sintió pánico de verdad hasta que se le pasó el efecto de la pócima y no supo si su hija estaba viva o muerta. El miedo le dio la firmeza que necesitaba y supo que sabría la verdad como fuese. Si no se la decía su padre, la buscaría ella. Eso le dio un motivo para reponerse y recuperar las fuerzas. Fingió ser una hija cumplidora y dominó el vacío que sentía por dentro mientras decidía lo que haría. Nadie la apoyaría en el clan y tendría que hacerlo sola.

 

 

La noticia llegó tres semanas después. No era una noticia sobre su hija, como había rezado y esperado, sino sobre su propio destino. Iba a casarse con el familiar de un poderoso jefe del sur para unir sus clanes. El edicto de su padre no le daba elección en el asunto del matrimonio y eso aceleró los acontecimientos. Ella no podía oponerse, su padre podía ser despiadado para conseguir lo que quería. Si el Mackintosh llegaba y ella estaba allí, la casarían con él.

Eva hizo lo único que podía hacer; se escapó.

Uno

 

 

Fortaleza de Drumlui

 

Rob Mackintosh, primo y amigo íntimo del jefe del poderoso clan de los Mackintosh, miró con rabia a ese amigo, pero vio una expresión que solo pudo describir como regocijo. Brodie ni siquiera intentó disimular el júbilo que le producía el fastidio de Rob.

—¡Maldita sea, Arabella! —maldijo Rob. La esposa de Brodie había desmontado con cuatro palabras sus argumentos contra la boda—. ¿Cómo voy a rechazarlo ahora?

Se dio media vuelta y se marchó sin dejar de maldecir en voz baja.

Rob había estado muy atareado durante los últimos seis meses, desde que Brodie se convirtió en jefe del clan y líder de la confederación Chattan. Después de ayudar a su amigo para que derrotara a Caelan, su traidor primo, y para que arreglara todo lo que se había estropeado durante el mandato de Caelan, había entrado en el comité que asesoraba a Brodie. Sin embargo, todo el mundo sabía que Brodie confiaba en Rob más que en nadie y pronto se convirtió en la persona que había que buscar si alguien necesitaba o quería algo de Brodie.

Saludó con la cabeza a varias personas que se cruzó por el pasillo mientras se alejaba de la habitación que Brodie usaba como despacho. A juzgar por sus gestos, supo que habían oído las maldiciones o el portazo.

¡Un contrato de matrimonio! Tenía que casarse con una desconocida del norte para unir sus clanes y que Brodie ampliara su radio de influencia. Era lo normal en los matrimonios y contratos, pero él había querido… algo más. Algo o alguien distinto. Siempre había estado a la sombra de Brodie, aunque no fuese un familiar lo bastante cercano, y siempre había esperado que eso lo protegiera de las maquinaciones y planes del clan. Evidentemente, no lo había hecho.

Dobló una esquina, recorrió el pasillo a grandes zancadas y salió por la puerta que daba al patio. Necesitaba aire puro para aclararse la cabeza y poder pensar. Estaba seguro de que Brodie lo respaldaría en ese asunto y si se negaba rotundamente, su amigo lo aceptaría. Sin embargo, negarse y mirar a los ojos a Arabella sería algo muy distinto. Aunque llegó a ser su enemiga, la había observado mientras primero le devolvía la vida a Brodie y luego les ayudaba a salvar su clan. A pesar del ancestral odio y desconfianza entre los Mackintosh y los Cameron, Arabella había logrado lo que parecía imposible para muchos y, sobre todo, había salvado a su amigo íntimo.

Si era sincero consigo mismo, sabía que tendría que encontrar un reparo muy poderoso para oponerse a ese acuerdo. Resopló y miró alrededor. Sin saber cómo, sus pies lo habían llevado al pueblo y estaba delante de la casa de su hermana. Brodie le había dicho que Margaret aprobaba el matrimonio y él sospechaba que apoyaría cualquier acuerdo que acabara con él casado. Llevaba mucho tiempo criticando su soltería y había intentado emparejarlo, pero él se había resistido. Probablemente, estaría dando saltos de alegría por su situación.

—Margaret… —él llamó al marco de la puerta—. ¿Estás en casa?

Ella contestó y él entró. La encontró dejando un montón de ropa antes de incorporarse para saludarlo. Siempre estaba ocupada, sus manos nunca estaba vacías o quietas. Aunque su marido había fallecido, ella trabajaba más que cuando estaba vivo. Se ocupaba de los perdidos o lastimados y los cuidaba hasta que podían seguir adelante. Como hizo en el campamento de las montañas durante los interminables meses de exilio y marginación.

—Robbie… —lo agarró de los hombros y lo bajó para darle un beso—. Has estado muy ocupado.

—¿Es tu manera de decirme que no te visito bastante? —preguntó Rob mientras retrocedía.

Ella sonrió y asintió con la cabeza.

—Bueno, lo entiendo ahora que eres un hombre tan importante, que se ocupa de los asuntos del jefe y viaja mucho.

Rob entrecerró los ojos y buscó algún indicio de que estaba metiéndose con él.

—Sí, Margaret —replicó él cuando vio unas arrugas burlonas alrededor de los ojos de su hermana—. Soy muy importante.

—En serio, Rob, ¿estás bien? —preguntó ella con cierta preocupación.

Llamaron a la puerta y la abrieron antes de que pudiera contestar.

—Margaret, muchacha, ¿estás aquí?

¿Un hombre que llamaba «muchacha» a su hermana viuda? Se dio la vuelta para ver quién era ese hombre y se quedó atónito cuando vio que Magnus, uno de los guerreros, agachaba la cabeza para entrar. A juzgar por su expresión, él tampoco había esperado encontrarlo allí. Las miradas que se intercambiaron Magnus y su hermana le contestaron la pregunta que no había hecho todavía.

—Sí, Magnus.

Margaret se acercó al hombre con un rubor que sorprendió tanto como agradó a Rob. Aunque nunca se lo habría imaginado, era evidente que había algo más que amistad entre los dos.

—Rob acaba de llegar —añadió Margaret.

—Rob… —Magnus le tendió la mano—. ¿Qué tal todo?

—Bien, Magnus —contestó él estrechándole la mano—. ¿Qué te trae por aquí? —le preguntó él aunque no era quién para preguntárselo.

—De vez en cuando ayudo a tu hermana con las tareas más trabajosas —Margaret se sonrojó. ¡Ya! ¡Las tareas más trabajosas!—. Como tú tienes que ocuparte de los asuntos de Brodie, me paso por aquí cuando puedo.

A Rob le pareció que Margaret iba a atragantarse o a explotar y se compadeció de ella.

—Me alegro de que estés aquí para ayudarla, sobre todo, cuando yo no puedo, Magnus.

Lo dijo sinceramente. Aunque, a juzgar por las miradas cohibidas que se intercambiaban y su nerviosismo, comprendió la relación que estaba fraguándose. Los conocimientos de Margaret como sanadora habían salvado la vida de Magnus durante el exilio y los dos habían pasado mucho tiempo juntos. Si a su hermana le complacía tener a ese hombre cerca, entonces, a él también le complacía. No necesitaba su visto bueno para casarse otra vez o tener a un hombre en su cama. Si encontraba alguna alegría después de la triste pérdida de su marido, él no iba a negársela ni a poner pegas. El ambiente se puso un poco tenso y supo que sobraba allí, pero antes…

—Hablando de mis viajes, Magnus, Brodie ha ofrecido mi mano para que me case.

—¡Ya era hora, Rob! —exclamó Margaret riéndose y abrazándolo—. Ya había perdido toda esperanza de que mis esfuerzos por verte casado dieran resultado —lo soltó, pero dejó la mano en su brazo—. ¿Quién es ella?

Él resopló inesperadamente, como si fuera inesperado lo que había dicho ella. Margaret no había dado su visto bueno a su matrimonio, ni siquiera sabía que habían ofrecido su mano. Brodie se las pagaría.

—Una MacKay del norte. Brodie quiere que nuestros clanes se unan y, al parecer, yo soy la víctima propiciatoria para el sacrificio.

Él no tuvo que ver el gesto de disgusto de ella para saber que lo había dicho con amargura. Si se celebraba ese matrimonio, no quería que se hablara de su reticencia. Entonces, Margaret se inclinó hacia él.

—Es posible que sea para bien, Rob. Brodie no pediría algo tan importante a alguien en quien no confiara.

—Sí, tienes razón, Margaret, es que había esperado…

No terminó porque no sabía cómo explicar sus sentimientos a su hermana. Los hombres y las mujeres veían eso con puntos de vista distintos y como el matrimonio de ella había sido concertado, y había acabado en un amor muy profundo, probablemente lo apoyaría. Se oyó algo en el exterior y eso le dio la oportunidad que necesitaba.

—Tengo que hacer el equipaje para el viaje —le dio un beso a su hermana e hizo un gesto con la cabeza a Magnus, pero no pudo evitar tomarle el pelo—. Cuidado con esas tareas tan trabajosas, Magnus. Un hombre puede acabar en la cama si las hace mal.

Rob aceleró el paso, pero pudo oír las palabrotas de Margaret y la carcajada de Magnus. Le emocionaba saber que Margaret había encontrado la felicidad otra vez y que Magnus estaría con ella.

 

 

El resto del día pasó deprisa, demasiado deprisa para su gusto, mientras se ocupaba de adiestrar a los guerreros. Haber luchado al lado de Brodie durante años había hecho que aprendiera mucho de armas y estrategias y esa era la obligación con la que disfrutaba más.

Luego, durante la cena, les dio la respuesta a Brodie y Arabella. La reacción de Brodie fue exactamente la que esperaba, asintió con la cabeza y su mirada reflejó satisfacción. Arabella, bueno, Arabella se levantó de un salto, corrió hasta él y lo abrazó con todas sus fuerzas a pesar de su abultado vientre.

—Me alegro, Rob —Arabella lo soltó y se secó los ojos—. Quiero que seas feliz con esto. Espero que la joven MacKay sea de tu agrado y que seas feliz.

Cualquier intención de discutirlo o rebatirlo se esfumó cuando Brodie se acercó a ellos. En ese momento, sus ojos auguraban castigo y aflicción si se atrevía a estropear la alegría de su esposa en ese asunto. Ya había conocido más de una vez la furia de Brodie y asintió con la cabeza para que ella se creyera el optimismo de sus palabras.

—¿Cuándo partirás? —le preguntó Brodie mientras llevaba a Arabella otra vez a su asiento.

—Dentro de un par de días. Tengo que solventar un par de cosas antes.

—¿Cuántos te acompañarán?

Rob tomó aire y lo soltó antes de contestar. Se había pasado todo el día pensando en eso. Si todo salía mal, no quería que nadie lo presenciara, pero otra cosa era que Brodie lo aceptara.

—Iré solo.

Se hizo el silencio y miró a los ojos de Brodie mientras su amigo pensaba la respuesta.

—Preferiría que te llevaras algunos hombres, aunque fuesen pocos. Sin embargo, viajarás por tierras de nuestros aliados y sabes defenderte —concedió Brodie—. ¿Cuánto tardarás?

—Si el tiempo se mantiene, tardaré como dos semanas en llegar y otras dos en volver. Me quedaré allí el tiempo que haga falta.

—Rob… —empezó a decir Brodie.

Rob levantó una mano para silenciar a su amigo.

—Estoy de acuerdo con esto, Brodie. Si no puedo soportar a la mujer o tengo algún inconveniente grave, te lo diré —Brodie sonrió y asintió con la cabeza—. Estoy de acuerdo —repitió él—, pero nada contento.

Rob tomó una copa de vino de un sirviente y se la bebió de un sorbo. Había sido sincero con Brodie. Si la muchacha tenía algo malo, se negaría. Si había algún inconveniente u otro motivo, se negaría. Si no, tendría que aceptar.

 

 

Dos días después. Montó en su caballo y tomó las riendas del caballo de carga. Cuando salió de la fortaleza de Drumlui, sabía que sería un hombre distinto cuando volviera. Sería un hombre casado para bien o para mal. Solo podía esperar que fuese para bien.

Sin embargo, la situación que se encontró cuando llegó hizo que se diera cuenta de que sería para mal.

Dos

 

 

Tres semanas después en Caisteal Barraich, el castillo de Varrich, en Tongue, un pueblo del norte de Escocia

 

Debería haber ido en barco y debería haber llevado unos hombres. Debería haber hecho las cosas de otra manera. Rob supo eso y más cosas mientras se acercaba la fortaleza de los MacKay, a las afueras de Tongue. Mientras subía el camino serpenteante de la colina, oyó que los centinelas le daban el alto. Dijo su nombre y el portalón se abrió. Un hombre se acercó para que lo siguiera y él lo acompañó bajo la atenta mirada de quienes estaban por allí. Desmontó cuando llegaron a la puerta del castillo propiamente dicho. Un niño con los dientes separados corrió hasta él para tomar las riendas de los dos caballos. Silbó al niño antes de que se hubiera alejado y le tiró una moneda.

—Mackintosh… —le saludó un hombre desde la puerta—. El jefe MacKay te espera.

Rob asintió con la cabeza, subió los escalones y bajó la cabeza para entrar en el castillo. Era más pequeño que el de Drumlui, pero estaba bien conservado e iluminado por las ventanas que había en lo alto de salón principal. Si tenía en cuenta los vientos que soplaban del norte y entraban por la ría de Tongue, entendió que las ventanas fuesen pequeñas y gruesas.

Se dirigió hacia la mesa que había al fondo de la habitación rectangular y se fijó en una mujer que también se dirigía hacia allí apresuradamente. Llegó antes que él, pero no era lo bastante joven como para ser su pretendida. Él se detuvo e inclinó la cabeza ante el hombre grande y barbudo.

—Milord… —lo saludó mientras levantaba la cabeza—. El jefe Mackintosh os saluda a vos y a vuestra familia.

Había llevado varios presentes, pero seguían en el caballo de carga y los entregaría más tarde. Además, también llevaba algo más personal que entregaría a la joven cuando aceptara el contrato de matrimonio, si lo aceptaba. Miró alrededor y vio sirvientes y distintas personas en el salón, pero no vio a ninguna mujer que fuese lo bastante joven como para ser la heredera de ese hombre. Sacó un paquete de Brodie de debajo de la túnica y se lo entregó al jefe MacKay.

—Te esperábamos hace una semana —comentó el jefe MacKay haciendo un gesto con la cabeza a un sirviente—. Nos han dicho que ha habido tormentas en el oeste. ¿Te atraparon?

—Sí —Rob aceptó la copa de cerveza que le ofreció el sirviente y se sentó a la mesa—. Los caminos se convirtieron enseguida en unos barrizales.

—No es raro en esta época del año. Además, las tormentas del norte parecen más fuertes este año —le explicó el hombre mayor.

Siguieron hablando del tiempo, pero él sabía que era una conversación forzada. Las lluvias llegaban y se marchaban. El viento aullaba o acariciaba. El sol salía o se ocultaba. Sin embargo, nada de eso era tan importante como para que el jefe y él hablaran de ello. Aunque sí era la manera perfecta de eludir el asunto que deberían estar comentando. ¿Por qué estaría eludiéndolo el jefe MacKay?

—He sido muy desconsiderado, Mackintosh. Creo que no conoces a Morag Munro, lady MacKay.

Rob volvió a levantarse cuando la mujer se acercó.

—¿Ha tenido un buen viaje? —le preguntó ella sentándose enfrente de su marido.

Otra vez el viaje. ¿Seguirían hablando del tiempo?

—Más largo de lo esperado, milady.

Él mantuvo un tono cortés e intentó que no se notara su recelo.

—Estas tormentas han sido inesperadas.

Rob asintió con la cabeza, sonrió y bebió de la copa. Algo iba mal.

Naturalmente, se había pasado la primera semana de viaje maldiciendo su destino. Mejor dicho, maldiciendo la arbitrariedad de su amigo al ocuparse de su porvenir y maldiciendo su propia incapacidad para negarse. Quizá las tormentas hubiesen sido una intervención del Todopoderoso para demorarlo y que aceptara el acuerdo antes de llegar a Tongue… Efectivamente, él había aceptado lo inevitable… hasta ese momento.

Si había vivido tanto tiempo había sido porque siempre recelaba un poco, porque sabía cuándo prever algo más y porque sabía hacer caso de sus entrañas cuando le anunciaban un peligro, o una traición. Había sobrevivido y había protegido a Brodie gracias a eso… y algo iba mal allí.

Buscó algún indicio de traición, pero no lo encontró. Se llevaban a cabo las tareas habituales de un castillo de ese tamaño. Aparte de un par de centinelas en la puerta y de otro cerca del jefe, no vio que hubiese más guerreros en el salón. Aun así…

—Ya han llevado sus pertenencias a sus aposentos —siguió la mujer—. Si necesita algo antes de la cena, pídaselo a algún sirviente.

Rob se levantó a la vez que lady MacKay y entendió que estaba despidiéndolo, aunque el jefe se quedó sentado observándolos.

—Milady… —él inclinó la cabeza—. Os agradezco vuestra hospitalidad y espero que esta noche podamos hablar más.

También inclinó la cabeza al jefe y se marchó con el sirviente, como se esperaba que hiciera. Se detuvo al llegar a la esquina del pasillo y giró la cabeza para mirar a sus anfitriones, quienes estaban observándolo. Efectivamente, algo iba mal y solo tenía que descubrir qué era. De repente, le pareció que su reticencia a ese matrimonio había estado justificada después de todo.

 

 

Las horas pasaron lentamente mientras esperaba a que oscureciera y se sirviera la cena. Deshizo el equipaje y encontró los dos regalos que había llevado para la joven: un libro de oraciones de la colección de Arabella y un pañuelo de seda que había propuesto su hermana. Según Arabella, lady Eva MacKay estaba muy bien educada y agradecería el libro. Sin embargo, como había comentado Margaret, una joven seguía siendo una joven y también le gustaría algo bonito, de ahí el pañuelo azul claro.

Un sirviente llamó a la puerta y lo invitó a que bajara. Él lo acompañó e intentó fijarse en los que lo seguían y precedían. Aparte de algunas miradas de soslayo, normales cuando había un desconocido entre ellos, no captó nada más. Todos sabrían ya que estaba allí y su condición de emisario del jefe Mackintosh le garantizaría un trato cortés, si no deferente.

El salón estaba lleno y lo llevaron a un asiento vacío, junto al jefe MacKay, en la mesa principal. Curiosamente, no había más asientos vacíos y su pretendiente no estaba allí.

—¿Y lady Eva? —preguntó él después de inclinar la cabeza y sentarse.

—Le pido perdón… —empezó a decir lady MacKay.

Su marido hizo un gesto brusco con la mano que la calló y casi le cortó la respiración.

—Como no llegaste cuanto te esperábamos, mi hija me pidió permiso para ir a visitar a una prima hasta que volvieras. Ya la he avisado y llegará mañana a mediodía —le explicó el jefe.

Lo que le preocupó no fue la noticia ni que la mujer que todos querían que se casara con él no estuviese allí. Tampoco fue el nerviosismo de lady MacKay ni las miradas de soslayo que le dirigía a su marido; a muchos matrimonios entre nobles les costaba llevar una vida armoniosa y otros vivían en guerra permanente. Lo que le preocupó fue que todos los que pudieron oír su conversación dejaron de hacer lo que estaban haciendo y contuvieron la respiración como si esa ausencia no fuese algo normal y habitual, sino algo extraordinario e importante. Eso le puso en guardia, pero se aclaró la garganta para romper el silencio y asintió con la cabeza.

—Entonces, estoy impaciente por tener el placer de conocerla mañana.

Fue como si todo el mundo volviera a respirar a la vez y retomaran las conversaciones que habían interrumpido. Las sirvientas llevaron fuentes con carnes y aves asadas y se las presentaron primero al jefe y a su esposa para que eligieran los trozos que quisieran. Luego, se las presentaron a él, como invitado de honor, y siguieron con los demás comensales de la mesa principal.

La comida transcurrió sin que nadie volviera a mencionar a la hija ausente. Hablaron de los MacKay, de los Mackintosh y de la confederación Chattan. Volvieron a hablar de las tormentas y, en general, fue la conversación y la actitud habitual de una comida diplomática. Él supo que no iba a sacar nada en claro allí.

Sin embargo, había algo soterrado. Quizá hubiese acertado al resistirse a que lo obligaran a celebrar ese matrimonio que supondría la alianza entre los Mackintosh y ese clan. Se le presentó la ocasión de enterarse de algo cuando un guerrero MacKay se le acercó y lo saludó. Tenían un primo en común, pero se había olvidado de que Iain vivía allí en ese momento.

—Rob, ¿jugaras una partida con nosotros cuando haya terminado la cena? —le preguntó Iain después de haber saludado al jefe y a su esposa—. Solo seremos un grupo de amigos.

Rob se acordó de que a Iain le gustaba jugar a los dados.

—Con vuestro permiso… —Rob se dirigió a su anfitrión, quien asintió con la cabeza después de dudarlo un instante—. Muy bien, Iain, te buscaré cuando hayamos terminado.

 

 

Retiraron los platos poco después y lady MacKay se despidió. Entonces, el jefe habló con algunos de sus hombres, les dio órdenes para el día siguiente y se levantó para marcharse.

—Desayuna con nosotros, Mackintosh. Podemos dar un paseo a caballo por la costa si hace buen tiempo.

—Sí, milord. Hasta mañana —se despidió Rob inclinando la cabeza.

Soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo y se dio la vuelta para buscar a Iain y sus amigos. Por fin, podría descubrir lo que estaba pasando. Unas horas después, y con algunas monedas menos, se había enterado de algunas cosas interesantes sobre el clan de los MacKay.

 

 

Rob se despertó temprano a la mañana siguiente y fue a ver a sus caballos en los establos, que estaban debajo del castillo y tenían una entrada propia orientada al norte. Unos hombres lo saludaron con la cabeza cuando volvió al salón para desayunar. Se contuvo durante la comida y no dio a entender que sabía lo que estaba pasando en el castillo. Poco después, el jefe pidió los caballos y salió con Ramsey de la fortaleza en dirección a la costa del sur. Algunos hombres los acompañaron y la primera parte del paseo fue agradable. El jefe MacKay estaba orgulloso de su nueva fortaleza y del próspero pueblo que protegía. Lo llevó en círculo sin perder de vista la fortaleza en ningún momento. Allí, en lo alto de la colina, podía verse desde todas las tierras que la rodeaban y era una imagen imponente.

Cuando ya volvían a la fortaleza, mientras ascendían a la colina, llegaron a un punto con una vista fantástica de la ría y Rob se detuvo. Ramsey hizo un gesto a los hombres para que siguieran y lo miró fijamente. Él podía notar que el jefe se sentía más incómodo a cada segundo que pasaba.

—Milord… —Rob hizo una pausa y miró con detenimiento el rostro del jefe—. ¿En qué dirección creéis que se escapó vuestra hija?

Tres

 

 

Cinco días después, cerca de Durness

 

Escaparse para ganar tiempo para encontrar a su hija le había parecido un buen plan al principio. Escaparse y evitar ese matrimonio inminente. El Mackintosh tenía la posibilidad de aceptar o rechazar ese matrimonio concertado y ella había planeado que eligiera lo segundo. Ningún hombre querría casarse con una mujer tan reticente. Además, si su desaparición lo avergonzaba o humillaba, ¿no se volvería por donde había llegado y buscaría una mujer más dispuesta a casarse con él? Eva volvió a suspirar.

Se movió sobre la gélida piedra e intentó buscar la postura para sentarse. El tobillo y la pierna se quejaron, le dolían muchísimo cada vez que se movía.

No había sido una idea tan buena. Sintió un escalofrío que le recordó que la fiebre no remitía. Además, también seguía sangrando, no se había repuesto del parto de hacía ocho semanas. Morirse sería una solución a sus problemas, pero no abandonaría la vida hasta que hubiese sabido qué había pasado con su hija. Se apoyó en la cadera que no tenía lastimada e intentó levantarse. La pierna se resbaló en el suelo de la cueva y se cayó, se golpeó la cabeza contra la pared y todo se oscureció.

 

 

Cuando volvió a abrir los ojos, vio una sombra que se movía. Había una fogata encendida y una criatura inmensa iba de un lado a otro por la cueva donde había intentado esconderse. ¿Habría ido a caer en la cueva de algún animal peligroso? Quizá, si se quedaba inmóvil y en silencio, no la oiría. Sin embargo, los dientes castañeteaban con tanta fuerza que hasta ella misma podía oírlos. La criatura peluda se irguió completamente y se dio la vuelta hacia donde estaba ella. Oyó unos gruñidos y… unas maldiciones. Su cabeza febril no podía entender que un animal hablara como un humano, pero ese lo hacía. Cerró los ojos y rezó mientras se acercaba a ella. Rezó por su alma y por su hija.

Todo fue en vano porque ese ser inmenso se quedó a unos pasos de ella y la miró con unos ojos tan resplandecientes como el infierno. ¿Sería un oso? No, no se veían osos por allí desde hacía siglos. ¿Sería una criatura mítica que habían mandado para que pagara por su desobediencia y sus otros pecados? Se apartó el pelo de la cara para poder ver a su ejecutor. Cuando dio el primer paso, ella sacudió la cabeza e intentó deslizarse por el resbaladizo suelo. Cuando dio el segundo, abrió la boca para gritar. Era lo único que podía hacer contra algo tan grande y fuerte. Tomó aliento y se acordó de su hija en el que iba a ser el momento de su muerte.

—Cierra la boca —gruñó la criatura antes de taparle la boca con una mano—. Todos los ruidos retumban en este maldito sitio.

¿Era una mano? ¿No era una zarpa ni una garra? Sí, era una mano grande y cálida en la boca y las mejillas. Parpadeó cuando ese ser le soltó la boca y se llevó la mano a la cabeza.

—¿Sois Eva MacKay? —le preguntó la voz de un hombre que se retiraba la capa—. ¿Lo sois? —Sí… —contestó ella con la voz ronca porque tenía la garganta seca.

La habían encontrado. Todos los intentos de escapar de los hombres de su padre habían sido en vano. Volverían a llevarla al castillo, la obligarían a casarse y abandonaría esas tierras para siempre. Se dejó caer y renunció a luchar. Tenía tanto frío y estaba tan dolorida que ya no podía luchar más contra su destino. La fiebre que la había dominado desde que dio a luz seguía subiendo y bajando y la había dejado sin fuerzas.

—Dadme la mano —le ordenó el hombre.

Ella volvió a mirarlo, pero no pudo verlo bien. Había una antorcha cerca que proyectaba sombras en la cueva y en él. Su rostro parecía el de un ángel y acto seguido el de un demonio. Volvió a tragar saliva para humedecerse la garganta y lo miró fijamente.

Entonces, él le tendió la mano con un gesto de impaciencia. Ella sabía que no podría levantarse y apoyarse en la pierna y negó con la cabeza.

—¿Estáis rechazándome? —él cruzó los brazos sobre el imponente pecho y la miró con el ceño fruncido—. He dicho que me deis la mano.

—No puedo mantenerme en pie —replicó ella con miedo del dolor y de ese hombre—. Mi pie y mi rodilla están…

Ella se señaló la pierna lastimada, la derecha. Él volvió a maldecir mientras se arrodillaba y se apartaba la capa. Ella se asustó cuando oyó que él se quedaba sin respiración al ver las calzas que llevaba, pero se concentró en su pierna derecha. La levantó con una delicadeza que ella no se había esperado y le apretó levemente la rodilla y la bota que le cubría el tobillo y el pie. Ella no pudo evitar gemir un poco con cada contacto, pero gritó cuando le giró el tobillo.

—Lo siento, milady —se disculpó él mientras le dejaba la pierna en el suelo y se levantaba—. Creo que no está rota, que solo está dañada. Sin embargo, hay que quitar esa bota para atenderos el pie —el hombre volvió hacia la boca de la cueva como si buscase algo—. ¿Cómo os lo hicisteis?

—Me caí… dentro —susurró ella.

Las palabrotas e imprecaciones de él la impresionaron. Sin embargo, no se correspondían con su delicadeza cuando se agachó otra vez al lado de ella.

—Es asombroso que no os hayáis matado, ¿o era eso lo que pretendíais?

—¡No!

Eva, sorprendida por lo directo que había sido, se dio cuenta de que no sabía quién era ese hombre, aunque era evidente que había estado buscándola. ¿Habría contratado un mercenario su padre para que su desaparición fuese un secreto para el clan y el hombre que iba a casarse con ella? Lo miró fijamente sin poder contestar esa pregunta inimaginable y sin querer decirle nada a él.

—¿Quién… eres? —le preguntó intentando sentarse—. ¿Cómo me has encontrado?

—Me ha enviado vuestro padre —contestó él encogiéndose de hombros—. Pero esas dos preguntas dan igual. Una tormenta está llegando del norte y la cueva se inundará enseguida. Tenemos que salir inmediatamente porque yo no quiero morir aquí.

Su énfasis en la palabra «yo» le dejó muy claro cuáles creía que eran las intenciones de ella.

La primavera llevaba tormentas muy fuertes y el invierno se resistía a abandonar esas tierras del norte. El hombre que le había indicado ese sitio había dicho que estaba lo suficientemente alejado del mar como para ser seguro. Sin embargo, en ese momento, cuando oía el oleaje, comprendió que se había equivocado. El miedo le atenazó la garganta y se la secó más todavía.

—Vámonos —repitió él—. Apoyad las manos en mis hombros y os levantaré primero.

Esa vez, ella obedeció y se agarró a sus hombros. Él le rodeó la cintura con sus manos enormes y aguantó casi todo su peso mientras ella se ponía de pie. Cuando empezó a soltarla, la pierna le cedió y se tambaleó. Acto seguido, se encontró estrechada contra su pecho, su inmenso y musculoso pecho. No tuvo que hacer ningún esfuerzo para tomarla en brazos. Notó la fuerza de sus músculos mientras la llevaba hacia la boca de la cueva y se atrevió a mirarlo cuando pasaron junto a la antorcha que había metido entre dos rocas. Deseó no haberlo hecho.