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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Marilyn Medlock Amann.

Todos los derechos reservados.

PODERES MISTERIOSOS, N.º 59 - abril 2017

Título original: His Mysterious Ways

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9813-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

1

 

La llamaban Ángel porque no sabían su verdadero nombre. Y porque la marca que tenía en la mejilla izquierda, con la forma de una diminuta mano, insinuaba que había sido tocada por Dios, como demostraba su milagrosa salvación.

Pese a ello, sin embargo, era una criatura tan enferma como desgraciada, la última víctima de una epidemia mortal que había arrasado remotas aldeas a lo largo del río Salamá, en el pequeño país centroamericano de Cartega.

Melanie Stark la había encontrado abandonada a la puerta de una clínica de Santa Elena, adonde había ido a trabajar como voluntaria. Arropada en una sucia y rota manta, la niña padecía de fiebres altas, escalofríos, congestión de pecho, tos fuerte y una erupción por toda la piel. Síntomas todos ellos que no se correspondían enteramente con los del tifus.

Quienquiera que la hubiera dejado allí, lo ignoraba. Durante las primeras cuarenta y ocho horas, sus condiciones habían sido inestables. Finalmente, al tercer día, le bajó la fiebre y su respiración comenzó a normalizarse, aunque aún faltaba mucho para que se recuperara del todo.

Melanie apenas se había movido de su cama desde que la ingresó en la clínica, asustada. Se había sentado a su lado día y noche, hablándole en susurros, rezando a veces.

En aquel momento le tocó delicadamente una mano bajo la tienda de oxígeno, pero la niña seguía sin reaccionar.

El doctor Wilder, responsable de la clínica, le apretó un hombro con suavidad y señaló la puerta con la cabeza. Reacia, Melanie se levantó y lo siguió al pasillo. La seriedad de su expresión la alarmaba.

Nada más cerrar la puerta de la habitación, se volvió hacia él, inquieta.

—Hoy está mejor, ¿verdad? La fiebre ha bajado, está recuperando el color y…

—Sí, desde luego, ésas son buenas noticias —el médico se quitó los guantes de látex y los tiró a la basura. Delgado, de tez bronceada, no muy alto, apenas unos pocos centímetros más que Melanie, con su uno setenta de estatura. Su bigote y barba cerrada le daban un aire distinguido, como de intelectual. Era estadounidense, pero Melanie no podía identificar su acento. Cuando lo vio por primera vez, le calculó unos cincuenta y cinco años. Pero después de pasar los primeros días en su compañía, llegó a la conclusión de que era una de esas personas cuya edad podía oscilar entre los cuarenta y muchos y los sesenta y tantos.

Era amable, delicado, de modales refinados. Melanie habría jurado que era un gran profesional, aunque quizá una enfermera voluntaria como ella no era la persona más capacitada para juzgarlo. Aun así, le habían impresionado las atenciones y cuidados que había prodigado a Ángel. Estaba convencida de que, sin ellos, la niña no habría sobrevivido ni un solo día.

El motivo de que alguien de su evidente talento y cualificación hubiera terminado trabajando en Santa Elena era algo que a Melanie se le escapaba. Ni tampoco se le ocurría preguntárselo. Sus propias razones para haber acudido a Cartega eran tan íntimas como complejas, quizá incluso peligrosas, y no tenía intención de compartirlas con nadie.

—Ángel está respondiendo al tratamiento, pero desgraciadamente la epidemia ha reducido nuestra provisión de antibióticos —le informó el doctor Wilder con expresión preocupada—. He llamado repetidas veces al Ministerio de Salud en San Cristóbal, pero el gobierno no quiere o no puede ayudarnos. Ni siquiera he recibido los resultados del análisis de sangre de Ángel, y sin ellos aún no puedo estar seguro de que no estamos ante un caso de tifus… —sacudió la cabeza con gesto contrariado—. El Ministro sostiene que la ayuda médica recibida está siendo interceptada por los rebeldes, pero yo me inclino a creer más bien que el ejército la ha confiscado para luego poder venderla en el mercado negro.

Cartega llevaba ya cinco años de sangrienta guerra civil. Y Ángel no era más que una de sus numerosas víctimas. Melanie soltó un suspiro.

—Si se nos acaban los antibióticos… ¿qué le pasará a Ángel?

—Está muy débil. Sin los antibióticos, su sistema inmunológico no será capaz de luchar contra la infección. Podrían surgir complicaciones: neumonía, disfunción renal… —se encogió de hombros—. Sin medicamentos, podría morir.

—No podemos permitirlo. No lo permitiré —declaró Melanie, tozuda.

Pero el médico esbozó una triste y cansada sonrisa, como dándose por vencido.

—Tal vez no tengamos otra elección. Hay cosas que están más allá de nuestro alcance. Si no recibimos esa ayuda médica…

—Tendremos que conseguir los medicamentos de otra manera.

—¿Cómo? —inquirió el doctor Wilder, frunciendo el ceño.

—Una compañía estadounidense de petróleos posee una plataforma de perforación a unos cincuenta kilómetros al norte de aquí, al pie de las montañas. Poseen una enfermería y un aeródromo. Reciben abastecimiento por aire un par de veces al mes.

—¿Cómo te has enterado tú de eso? —la miró entrecerrando los ojos.

—Hablo con la gente del pueblo. Y oigo cosas —respondió Melanie con tono evasivo.

—¿Has oído también que esa plataforma es como una fortaleza? Kruger Petroleum ha contratado a un pequeño ejército para vigilar los alrededores del complejo. Nadie puede entrar sin la autorización correspondiente. No podrás internarte ni cien metros antes de que te obliguen a salir.

—Eso ya lo veremos.

—Melanie…

—Mire, doctor Wilder, no voy a consentir que esa niña se muera. Haré lo que sea. Pero la situación puede ser peligrosa —admitió—. Así que cuanto menos sepa usted, mejor.

—Me estás pidiendo que lo niegue todo, si alguien me pregunta…

—Exactamente. No se preocupe. Sé lo que me hago.

—Eso espero. Porque yo también he oído cosas —la expresión de Wilder se tornó sombría, cautelosa—. Los mercenarios que ha contratado Kruger son un puñado de salvajes temerarios, del tipo de los que disparan primero y preguntan después. Los capitanea un hombre conocido entre la población local como «el guerrero del demonio».

Melanie no pudo evitar un escalofrío.

—Dicen que tiene… poderes sobrenaturales.

—Usted es un científico, doctor —se obligó a sonreír—. No creerá en esas supersticiones…

—Allí donde la ciencia se corrompe, suele florecer el mal —repuso el médico con tono críptico—. Ten mucho cuidado, Melanie.

Estremecida por aquel extraño consejo, se lo quedó observando hasta que desapareció por el pasillo. Luego volvió a entrar en la habitación de Ángel.

Ocupando su puesto en la cabecera de la cama, se sentó a esperar la inminente caída de la noche.

En las montañas los truenos se mezclaban con los disparos, mientras la noche caía, como la capa de un vampiro, sobre la jungla. Jon Lassiter escrutaba la creciente penumbra con un nudo de tensión en el estómago. Era una sensación familiar. La que experimentaba siempre antes de una batalla.

Ni la tormenta ni las escaramuzas de los rebeldes con el ejército se habían acercado a la base durante las últimas veinticuatro horas, pero no por ello iba a bajar la guardia. Hacía mucho tiempo que los desastres llegaban cuando menos se los esperaba. Y, en Cartega, los desastres siempre estaban demasiado cerca.

En el pasado, aquel diminuto país centroamericano había sido una especie de paraíso perdido, aislado del mundo exterior. Pero el descubrimiento de petróleo, junto con el hallazgo arqueológico más espectacular de las últimas décadas, lo había catapultado a la arena internacional. Representantes de las principales multinacionales del petróleo habían desembarcado en la tranquila capital de San Cristóbal, derrochando dinero suficiente para corromper al Gobierno. Lassiter ignoraba cómo Kruger Petroleum, la empresa para la que trabajaba, había conseguido engañar a sus rivales. Pero conociendo a Hoyt Kruger, probablemente se habría servido de una sabia combinación de encanto, argucias y un pacto con el diablo.

Una valla metálica coronada por una alambrada rodeaba el complejo, con garitas situadas en la entrada y a lo largo de todo el perímetro. Lassiter saludaba con un simple gesto de cabeza a los guardias que iba a encontrando durante su ronda nocturna. De la mayoría no conocía ni sus nombres, ni quería saberlos. De hecho, no confiaba en ninguno de ellos. El dinero podía comprar muchas cosas en aquel rincón del mundo, y la lealtad era una de ellas.

Pero eso tampoco le importaba demasiado. Lassiter era miembro de un siniestro gremio siempre al servicio del mejor postor, y no se engañaba a sí mismo acerca de la lealtad de sus propios hombres. Dirigía aquella misión por un único motivo: el dinero que eso le reportaba. En cualquier otro momento, en cualquier otro lugar, en cualquier otra jungla, podría estar siguiendo las órdenes de cualquiera de sus actuales compañeros. O combatiendo contra ellos. Todo dependía del precio, y cada hombre tenía uno.

De regreso al campamento, reconoció el olor familiar a vegetación putrefacta, tabaco de cigarrillo, sudor y gasolina. Además del acre de la pólvora, suspendido en el aire como el recuerdo de una pesadilla. Los tres últimos años de su vida habían estado envueltos en aquel olor. Los escenarios eran distintos, pero el aroma no cambiaba. A veces llegaba a pensar que era él mismo quien lo llevaba impregnado en la piel, como el hedor de un cadáver. Un hedor que le hubiera penetrado por los poros, hasta infiltrarse en su organismo, y del que jamás podría librarse, como tampoco podía dejar de oír aquellos gritos en el interior de su cabeza. Gritos de otra vida, una que apenas recordaba, aunque a veces los recuerdos volvían con sobrecogedora claridad, habitualmente después de algún sueño. Luego se quedaba despierto, mirando al cielo y obligándose a recordar todo lo posible de su vida anterior: la granja en la que había crecido, en el delta del Mississippi; su madre, de salud frágil; una muchacha llamada Sarah, que había querido casarse con él.

No tenía la menor idea de lo que le habría sucedido a aquella muchacha. Ni siquiera sabía si su madre seguía aún con vida.

Deteniéndose un momento para encender uno de los finos cigarros que había encargado en una tienda de Tegucigalpa, escuchó las estridentes risas y juramentos de los obreros, que seguían trabajando a la luz de los reflectores instalados alrededor del tercer pozo de petróleo. Sus turnos eran de veinticuatro horas, como los de los hombres de Lassiter.

Cuando seis meses atrás Kruger comenzó a levantar allí sus infraestructuras, dispuesto a disfrutar de su largo y provechoso acuerdo con el Gobierno, había solicitado de las autoridades una protección constante, intensiva. Pero por aquel entonces los ataques de los rebeldes contra la capital se habían intensificado, y la exigua y mal equipada dotación de soldados había tenido que ser movilizada para acabar con la guerrilla de las montañas.

Como el complejo no tardó en convertirse en objetivo de saboteadores y francotiradores, Hoyt Kruger decidió contratar su propio ejército, no solamente para defenderse de los rebeldes, sino como salvaguarda en caso de que alguno de los narcotraficantes locales decidiera hacerse con el control de los pozos.

Cuando Lassiter se enteró en Caracas de que Kruger deseaba verlo, se quedó un tanto sorprendido. La reputación que había adquirido en América Central no le estaba siendo muy útil. Los clientes habían empezado a escasear tanto que había tenido que trasladarse al sur. Pero cuando estrechó la mano del famoso petrolero de Texas, sellando el trato, tuvo la sensación de que, al menos en ese caso en particular, los rumores que corrían sobre él habían favorecido precisamente su éxito.

Lassiter apagó su cigarro y continuó con la ronda. El campamento se componía de cinco barracones llenos de literas, cuatro para los obreros y el quinto para los hombres de Lassiter; una moderna oficina conectada vía satélite con el cuartel general de Kruger en Houston; una clínica y una sala de descanso, donde se podía jugar a las cartas, ver la televisión o simplemente charlar. No eran las actividades más adecuadas contra la tensión y el aburrimiento, pero en fines de semanas alternos siempre existía la posibilidad de pasar una noche de juerga en Santa Elena, a treinta minutos en jeep del campamento.

La puerta de la oficina estaba abierta, y Lassiter podía ver la brillante calva de Kruger mientras él y su socio, Martin Grace, se inclinaban sobre el documento que acababan de recibir. Kruger era un hombre alto y corpulento, de penetrantes ojos azules. A sus cincuenta y tantos años poseía una mente brillante, un pronto genio y una rara habilidad para hacer dinero.

Bajo la mirada de Lassiter, los dos hombres alzaron la vista con expresión tensa. Kruger se relajó visiblemente al reconocerlo, pero Grace conservó su gesto ceñudo. No le gustaba Lassiter y tampoco se molestaba en disimularlo.

—¿Es que no sabes llamar a la puerta? —gruñó, irritado.

—La puerta estaba abierta —Lassiter se encogió de hombros.

La respuesta pareció irritarlo aun más. Kruger, en cambio, se echó a reír.

—Tendrás que perdonar a Marty, Lassiter. Está algo nervioso desde que llegó aquí. Pero pronto se acostumbrará al ruido de los tiros, ¿verdad?

—Yo apenas lo noto.

—¿Y los francotiradores? —preguntó Grace.

—¿Qué les pasa?

—Ayer volvieron a disparar contra los hombres. Afortunadamente no hubo heridos, y desde luego no fue gracias a ti. Te contratamos para proteger al equipo y nuestros intereses en la zona, pero estoy empezando a tener mis dudas…

De repente llamaron por radio a Lassiter. Era una emergencia. Grace le lanzó una elocuente mirada.

—Tendremos que dejar esto para después. Seguiremos con la conversación tan pronto como haya terminado.

Grace volvió a mirar el papel que tenía en la mano, como repentinamente asustado ante la perspectiva de un careo con Lassiter.

—Yo ya he dicho todo lo que tenía que decir.

Lassiter se despidió de Kruger con un gesto y salió para contestar la radio. Llevándose el aparato al oído, pronunció su nombre.

—Soy Tag —respondió una voz al otro lado de la línea—. He detectado algo en uno de los monitores. Quiero que lo veas.

—¿Qué es?

Taglio vaciló.

—Será mejor que lo veas por ti mismo.

Lassiter se inquietó al momento. Había algo extraño en el tono de su amigo.

—¿Algún problema? —inquirió Kruger desde el umbral.

—Sea lo que sea, lo arreglaré.

—Hazlo. A los hombres está empezando a afectarles ese maldito tiroteo. Y hoy me he enterado de que han ingresado a una niña con tifus en la clínica de Santa Elena. Cuando el rumor llegue a oídos del equipo…

No se molestó en terminar la frase, pero Lassiter sabía lo que estaba pensando. La epidemia, al igual que los tiros, se hallaba cada vez más cerca.

Colgándose el rifle al hombro, atravesó el campamento hacia el edificio que alojaba el cuartel de mando. Funcionaba con un generador autónomo de electricidad, uno más de la larga lista de artículos que le había pedido a Kruger antes de aceptar encargarse de la misión. El magnate petrolero no se inmutó cuando le presentó sus exigencias, junto con la cifra de sus honorarios. Por aquel entonces sus pozos de Cartega ya estaban produciendo miles de barriles al día. Y si continuaban a ese ritmo durante meses, o años, los beneficios serían enormes.

Además del generador, Lassiter también había demandado sofisticadas cámaras que sus hombres habían camuflado para vigilar el perímetro del campo. Los monitores eran visualizados continuamente en previsión de un ataque de la guerrilla o de los narcotraficantes.

La puerta estaba abierta. Algunos años más joven que Lassiter, culto y bien educado, Danny Taglio poseía una delicadeza y una elegancia innatas. Lassiter no dejaba de preguntarse qué era lo que había llevado a un hombre como aquél a un lugar como Cartega. Pero jamás le había formulado pregunta alguna. La discreción era la regla del campamento.

—Echa un vistazo a esto.

Lassiter se acercó al monitor mientras Taglio rebobinaba una imagen. Miró la hora que figuraba en la pantalla y luego su reloj. No habían pasado ni cinco minutos desde que había sido grabada.

—¿Cámara?

—Sector Siete.

Era la zona más cercana a las montañas, donde estaban teniendo lugar los combates más intensos con la guerrilla. Lassiter estudió la pantalla. La resolución de imagen era bastante mejor que la de los equipos de visión nocturna con los que había trabajado, pero la densa niebla de la jungla lo ocultaba casi todo. Apenas se distinguían las borrosas formas de unos árboles.

—No veo nada. ¿Qué se supone que está apareciendo ahí?

—Sigue observando. Ahora sale… —Taglio miró su reloj—. Mira.

Lassiter contuvo el aliento. La imagen cruzó tan fugazmente la pantalla que ni siquiera estuvo seguro de haberla visto.

—Rebobina de nuevo. Así… ¡Congélala!

Taglio detuvo la imagen. Lassiter se inclinó hacia delante, estremecido.

—¿Qué diablos…?

—Es una mujer. Justo al otro lado de la valla.

Llevaba un pañuelo a la cabeza, pero no parecía una mujer del país.

—¿De dónde ha salido? —musitó—. Estamos a kilómetros de cualquier lugar civilizado.

—La pregunta es más bien ésta: ¿cómo es qué está allí… y ahora ya no está?

Cuando puso nuevamente en movimiento la cinta, la mujer desapareció. En un santiamén. Todo seguía allí: los árboles, la valla… pero ella no. Como si se la hubiera tragado la tierra. Imposible.

Pero Lassiter sabía mejor que nadie que en la vida nada era imposible.

—Debe de ser la niebla —sugirió Taglio—. Ha debido de crear un efecto óptico.

—¿Ha sonado alguna alarma?

—No ha podido atravesar los láseres sin haber activado alguna —alzó la mirada hacia su Lassiter—. ¿Quieres que ponga al campamento en alerta?

—No, aún no. Déjame echar un vistazo primero. Te avisaré si descubro algo. Mientras tanto, ni una palabra a nadie de esto.

—Tú eres el jefe. Ah, por cierto, no has respondido a mi pregunta. ¿Cómo ha podido desaparecer tan rápido?

Lassiter se encogió de hombros.

—Creo que tú mismo te la has contestado. Una ilusión óptica.

—Ya —pero Taglio no parecía muy convencido. Con expresión nerviosa desvió la mirada a la puerta abierta del barracón, hacia la creciente oscuridad que se cernía sobre la jungla—. O quizá…

—¿O quizá qué?

Un brillo que pudo haber sido de miedo asomó a sus ojos.

—O quizá no sea… un ser humano.

—¿De qué diablos estás hablando? —inquirió, frunciendo el ceño.

—De un fantasma, Lassiter. Estoy hablando de un maldito fantasma.

 

 

Lassiter intentó reírse de los temores de Taglio, pero no tardó en estremecerse a pesar del calor húmedo de la noche.

«Es una estupidez», pensó mientras subía a su jeep y se dirigía al sector siete. La mujer del vídeo no era ningún fantasma. Él sí que lo era. Hacía mucho tiempo que había muerto. Y cada día se convencía de que debería haber seguido así: muerto y enterrado en una tumba submarina en el océano, a centenares de metros bajo la superficie.

Por un momento, aquellos claustrofóbicos recuerdos amenazaron con engullirlo, y casi pudo escuchar la cacofonía de chirridos metálicos y gritos humanos. Sobreponiéndose, continuó conduciendo.

Revisó la valla del sector siete. El alambre estaba intacto y la alarma no había saltado. La mujer no podía haber penetrado en el campamento. De todas formas se dedicó a recorrer el perímetro del recinto, asegurándose de que los centinelas estaban en sus puestos, y echó un vistazo a los edificios.

La sala de ocio estaba desierta. Kruger y Grace seguían trabajando en la oficina. Parecían estar discutiendo. Lassiter no los interrumpió esta vez; tenía otras cosas en que pensar. Después de aparcar el jeep, atravesó el recinto y se asomó a la enfermería. Se encargaba de ella Angus Bond, un australiano repatriado que Kruger había contratado como médico. Bond había blindado la puerta para evitar robos de medicamentos que pudieran ser utilizados como drogas, o al menos eso era lo que él decía. Porque Lassiter sospechaba que el viejo Angus se automedicaba. Y el blindaje de la puerta probablemente servía más como garantía de intimidad que de protección.

Se disponía a marcharse cuando el sonido de un cristal roto lo hizo detenerse en seco. Se volvió y acercó el oído a la puerta. Había alguien dentro.

Lo primero que pensó fue que Angus había regresado pronto de su día de permiso. Pero lo había visto abandonar Santa Elena poco antes de la hora de comer, a bordo de su coche. Y el médico nunca solía regresar tan pronto. Ni sobrio tampoco.

Además, ¿cómo habría podido Angus penetrar a través de una puerta blindada? O mejor dicho… ¿cómo habría podido hacerlo alguien? De repente recordó las palabras de Taglio: «un fantasma, Lassiter. Estoy hablando de un maldito fantasma».

 

 

Maldiciendo entre dientes, Melanie se quitó el pañuelo de la cabeza y se vendó con rapidez el corte que acababa de hacerse en la muñeca. Estaba sangrando mucho. Hasta ese momento, todo había marchado estupendamente. Había conseguido penetrar en el recinto sin ser detectada y, una vez localizada la clínica, no había tenido problema alguno para entrar. El armario cerrado de las medicinas había constituido su primer desafío, pero lo había resuelto rompiendo el vidrio. Lo malo fue cuando introdujo una mano dentro y se cortó.

Peor aún: en medio de aquel silencio, el ruido del cristal roto había resonado como un disparo de bala. Alguien podía haberlo oído, con lo que en cualquier momento entraría para investigar. Tenía que darse prisa.

Intentando sobreponerse al mareo producido por la pérdida de sangre, enfocó el armario con su bolígrafo-linterna. Había medicamentos de todo tipo. Incluso frascos de morfina antigua. Se concentró en el estante de los antibióticos, ojeando las etiquetas hasta que encontró la que estaba buscando. Rápidamente llenó su mochila de frascos de tetraciclina.

Pero de repente un leve ruido a su espalda le provocó un escalofrío. Se volvió lentamente hacia la puerta. Un hombre se hallaba en el umbral, casi oculto entre las sombras. Era alto, ancho, fuerte. No podía distinguir sus rasgos, pero sabía que la estaba mirando. Era una mirada fría, penetrante, que se le clavaba en el alma.

Iba vestido de soldado: chaqueta y pantalones de camuflaje. Llevaba un rifle colgado del hombro y la estaba apuntando con una pistola.

Al instante, con una punzada de pánico, adivinó quién era: el guerrero del demonio.

 

 

—¿Habla usted inglés? —primero le hizo la pregunta en español—. ¿Entiende el inglés?

La mujer no contestó; simplemente se lo quedó mirando sin pestañear, paralizada. Pero Lassiter sabía que lo había entendido. Ahora que podía verla mejor, resultaba obvio que era estadounidense.

—¿Cómo diablos ha conseguido entrar aquí?

Seguía sin responder. Alzó lentamente las manos mientras empezaba a retroceder.

—Quédese donde está —le advirtió—. No se mueva.

Pero continuó retrocediendo hacia la ventana, y Lassiter adivinó sus intenciones.

—¡Quieta!

Corrió hacia ella, pero la mujer se volvió rápidamente, dio un paso hacia la ventana… y desapareció. Se evaporó en el aire.

Sin vacilar, Lassiter abrió fuego.

2

 

—Déjame que te eche un vistazo a esa muñeca… —le pidió el doctor Wilder.

Pero Melanie la escondió detrás de la espalda.

—No es nada. Es solamente un arañazo.

—¿Entonces por qué llevas todo el día ocultándomela? —inquirió con tono de reproche.

—No es verdad. Ambos hemos estado muy ocupados, eso es todo.

Era verdad. Durante horas habían tenido que atender a una verdadera avalancha de pacientes con todo tipo de afecciones, desde demencia hasta disentería. Y Melanie, que apenas llevaba cuatro días en la clínica como voluntaria, apenas había tenido un momento para pasarlo con Ángel.

Afortunadamente, la recuperación de la niña seguía su curso. La fiebre había bajado, había desaparecido la tos y la respiración volvía a ser normal. Le habían quitado el oxígeno. Si la medicación con antibióticos no se interrumpía, el doctor Wilder estaba seguro de que se recuperaría por completo.

¿Pero qué sucedería cuando la niña recibiera el alta y tuviera que abandonar la clínica? Por el momento Melanie se negaba a pensar en ello. Conocía de sobra el triste destino de los huérfanos de guerra en países como Cartega.

—¿Melanie?

Alzó la mirada. El doctor Wilder seguía esperando pacientemente.

—El brazo, por favor.

Con un suspiro, extendió la mano con la palma hacia arriba. El médico le quitó el vendaje que se había puesto aquella mañana. El algodón estaba empapado en sangre.

—Es un corte muy serio.

—Parece peor de lo que es en realidad —intentó retirar la mano, pero él se la retuvo firmemente.

—Deberíamos haber cosido la herida inmediatamente. ¿Por qué no acudiste a mí?

—Ya lo se dije. Cuando menos sepa acerca de lo que ocurrió anoche, mejor para usted. Y para todos.

—¿Anoche? ¿En el campamento de Kruger?

—Sin comentarios.

—¿Qué fue lo que pasó? ¿Quién te hizo esto?

El tono furioso y posesivo de su voz la sobresaltó. Solamente hacía unos días que se conocían, pero su preocupación por la pequeña Ángel había fortalecido su relación. Eso era algo inusual para Melanie, que no solía hacer amigos con gran facilidad. Aunque, pensó irónica, su imprudente y desinhibido comportamiento en el instituto la había convertido en una figura muy popular durante un tiempo…

—Nadie me ha hecho nada. Fue un accidente. Olvidémoslo.

—Ya, hasta que desarrolles una peligrosa infección, ¿no? —la recriminó—. Quédate quieta.

Se abrió la puerta y Blanca, la enfermera del doctor Wilder, asomó la cabeza. Echándose hacia atrás su larga melena negra, les lanzó una mirada cargada de curiosidad antes de hablar. Joven, posiblemente de la misma edad que Melanie, tenía unos rasgos finos y delicados, además de una figura escultural, como las de las antiguas actrices de Hollywood.

Pero sus ojos eran su característica más llamativa. Grandes, oscuros, expresivos, brillaban de sospecha cada vez que miraban a Melanie. La abierta hostilidad que le profesaba era algo sencillamente incomprensible para ella.

—Hay un hombre que desea verlo, doctor —le dijo Blanca en español.

—¿Qué quiere? —inquirió sin levantar la mirada.

—Ha dicho que es un asunto oficial. Un problema de gran importancia.

—Pues tendrá que volver en otra ocasión —el doctor Wilder soltó la mano de Melanie, disponiéndose a coserle la herida.

—Espere un momento. Podría ser alguien del Ministerio de Salud. Creo que debería verlo.

El médico soltó una burlona carcajada.

—El Ministerio jamás me devuelve las llamadas. Dudo que se haya dignado a enviar a un emisario suyo para verme.

—¿Qué le digo entonces? —quiso saber Blanca.

—Exactamente lo que acabo de decirle —respondió con tono seco—. Estoy con una paciente. Tendrá que volver más tarde. Dentro de una hora.

Blanca frunció los labios, pero se marchó sin decir una palabra, dando un portazo.

—Parece algo enfadada —comentó Melanie—. Creo que debería enterarse de quién es ese hombre y…