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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Marilyn Medlock Amann. Todos los derechos reservados.

TORMENTA SILENCIOSA, N.º 70 - agosto 2017

Título original: Silent Storm

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-009-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Acerca de la autora

Personajes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Acerca de la autora

 

Amanda Stevens ha escrito más de veinte novelas románticas de suspense. Sus libros han aparecido en varias listas de superventas y ha ganado numerosos premios. Amanda vive en Texas con su marido y sus hijos.

Personajes

 

Sheriff Marly Jessop: Un asesino merodea por Mission Creek, Texas, y las pistas conducen a Marly a su propio pasado.

 

Deacon Cage: Sus extraordinarias capacidades psíquicas le permiten conectarse con el asesino.

 

Sam Jessop: ¿Qué secreto ha ocultado durante años?

 

Tony Navarro: El misterioso jefe de policía sabe cómo tratar a las mujeres.

 

Max Perry: En tiempos de crisis, este psicólogo escolar se hace indispensable para la comunidad.

 

Coronel Wesley Jessop: Un megalómano que necesita tenerlo todo bajo control.

 

Andrea Wesley: Una mujer desesperada en busca de amor.

Capítulo 1

 

La lluvia era incesante. Un firme y constante lloviznar. Refugiada en el porche de una desvencijada vivienda de las afueras de Mission Creek, Marly Jessop escrutaba el cielo gris con creciente inquietud.

Los meteorólogos hablaban de la primavera más húmeda del sur de Texas desde hacía cincuenta años y atribuían aquellas inusuales precipitaciones al Niño, un producto del calentamiento del planeta. Pero a Marly no le importaban mucho los argumentos científicos. Lo único que ella sabía era que aquel clima tan deprimente estaba empezando a ponerle los nervios de punta.

El clima… y también los suicidios.

Tres muertes en una semana eran motivo de alarma en cualquier comunidad, pero en una población del tamaño de Mission Creek, de unos dieciocho mil habitantes, resultaban espeluznantes.

Marly se secó nerviosa la mano en el uniforme y llamó a la puerta de aquella casa de madera. Al no obtener respuesta, miró rápidamente por encima del hombro, como si estuviera esperando que alguien la atacara.

Pero no había nadie. La lluvia retenía a todo el mundo en el interior de sus casas. Toda la ciudad transmitía un aire de abandono. No pasaban coches por las calles. No ladraban los perros, ni había niños jugando en los charcos.

El único sonido era el del tamborileo de las gotas de lluvia sobre el tejado del porche y el del misterioso susurro del agua entre las hojas de los cítricos del jardín. Marly hubiera querido taparse las orejas. La lluvia era casi como una presencia. como una entidad fantasmagórica que se había instalado en Buena Vista, un barrio obrero habitado por trabajadores temporales, mecánicos y obreros de la construcción como Ricky Morales, del que no se sabía nada desde hacía tres días, según había advertido una llamada anónima.

Marly llamó a la puerta con más insistencia.

—¿Ricky? ¿Estás ahí? Soy Marly. Marly Jessop. Navarro me ha enviado a verte. Alguno de tus vecinos está preocupado por ti. Abre.

Como continuaba sin recibir respuesta, Marly pegó la oreja a la puerta. Al principio, no oía nada por encima del sonido de la lluvia, pero al cabo de un rato, llegó hasta ella el débil tintineo de una melodía. Marly no sabía si procedía del interior de la casa o de cualquier otra parte; de su imaginación, quizá, pero aquel sonido distante le produjo una misteriosa sensación de déjà vu.

Sin previa advertencia, su mente retrocedió en el tiempo y de pronto volvió a tener doce años. Era una adolescente larguirucha y estaba en el porche de la casa de su abuela, llamando a la puerta.

—Abuela, ¿estás en casa? Soy yo, Marly. Mamá está preocupada porque no te ha visto en la iglesia esta mañana. ¿Abuela?

Tampoco había obtenido respuesta en aquella ocasión, sólo un triste sonido de trompetas y la hermosa voz de una cantante mezclada con el ruido de la lluvia.

El disco estaba rayado, recordó Marly, de modo que uno de sus fragmentos se repetía una y otra vez.

«Domingo sombrío… Domingo sombrío… Domingo sombrío»

Marly podía recordarse a sí misma abriendo la puerta, adentrándose en la casa y arrugando la nariz ante el penetrante olor a amoníaco que la impregnaba.

—¿Abuela?

Marly recorrió lentamente el pasillo, mirando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarse de que no estaba dejando huellas de barro en el suelo. Su abuela odiaba la suciedad casi tanto como despreciaba a los niños. Criaturas mugrientas, les decía a su hermano y a ella.

—¿Abuela?

Siguiendo el sonido de la música, Marly subió las escaleras que conducían al dormitorio de su abuela. Y la encontró colgando de una de las vigas del techo, suspendida entre los últimos rayos de luz de la tarde. Las motas de polvo danzaban a su alrededor mientras Marly la miraba horrorizada y no podía evitar pensar en cuánto odiaría su abuela haber sido encontrada de un modo tan indecente, como habría dicho ella.

Le faltaba un zapato y si había algo que a Isabel Jessop la obsesionara más que su casa, era su aspecto. Vestía siempre con trajes hechos especialmente para ella por una modista de San Antonio. Algodón para los días de diario y seda y lino para los domingos y las ocasiones especiales.

Su abuela llevaba uno de esos vestidos de domingo en aquella ocasión, un vestido impecable de lino y Marly podía ver los pendientes de diamantes que siempre habían adornado las orejas de su abuela. En el instante que precedió a su grito, Marly se preguntó que ocurriría con aquellos pendientes después de aquello…

«Domingo sombrío… Domingo sombrío…»

La música se difuminó junto a sus recuerdos y Marly se llevó la mano temblorosa a los labios. ¿De verdad había oído aquella canción? ¿O su imaginación le estaba jugando una mala pasada?

Teniendo en cuenta todo lo que estaba ocurriendo en Mission Creek, era comprensible que hubiera conjurado aquella melodía en su cabeza. Todo el mundo estaba nervioso. El trágico suicidio de la señorita Gracie ya había sido un golpe suficientemente duro para la comunidad, pero el posterior suicidio de dos alumnos del instituto había sido un auténtica sobredosis.

Marly se estremeció. Mission Creek era una ciudad pequeña. Ella conocía a las tres víctimas y su muerte la había afectado profundamente. Y habían resucitado sus pesadillas.

Sintió una oleada de náuseas y apoyó la cabeza contra el marco de la puerta.

Apretó los puños con fuerza, intentando dominar el vértigo. Ella era una agente de la ley de Mission Creek, en el condado de Durango, en el gran estado de Texas. Había jurado no sólo defender la ley, sino servirle y protegerla. Si había alguien con problemas en el interior de la casa, tenía la obligación de comprobarlo y ofrecer su ayuda. Quizá no fuera demasiado tarde.

Pero, ¿y si lo era?

Marly sintió una mano en su hombro y, por un instante, se quedó paralizada por el terror, segura de que, si se volvía, se descubriría mirando a los ojos de su abuela.

 

 

Las gotas de lluvia tamborileaban como un tambor de guerra en la cabina de la camioneta de Deacon Cage mientras éste se dirigía hacia las afueras de la ciudad. Con impaciencia, alargó la mano por encima del volante para limpiar el parabrisas con la manga de la cazadora. Había conectado el aire, pero el cristal continuaba empañado. Y tenía frío. Estaba helado hasta los huesos, a pesar de que la temperatura exterior rondaba los quince grados.

Pero la humedad se deslizaba a través de las puertas y ventanas. Llegaba como un presagio, como una funesta advertencia para la buena gente de Mission Creek.

De acuerdo, quizá se estuviera poniendo un poco melodramático, admitió Deacon mientras bajaba la mirada hacia el periódico en el que había garabateado una dirección. Por no decir apocalíptico. Pero era difícil no interpretar como una señal que no hubiera dejado de llover durante semanas.

No era extraño que hubiera una sensación tan opresiva y oscura en toda la ciudad. Deacon había llegado el día anterior y la lluvia ya se le estaba metiendo bajo la piel.

Vio el desvío justo delante de él, disminuyó la velocidad y miró por el espejo retrovisor antes de cambiar de carril. Pero no había nadie tras él en la carretera. Parecía no haber una sola alma en kilómetros a la redonda.

Había sintonizado la emisora de radio local. El locutor estaba hablando de los suicidios. Era de lo único que se hablaba. De los suicidios y de la lluvia.

Deacon escuchó un momento, pero no había nada nuevo. Los informes de la autopsia demostraban que David Shelley y Amber Tyson, ambos estudiantes del instituto de Mission Creek, habían tomado una dosis letal de unas pastillas para dormir que contenían benzodiazepán. Habían encontrado sus cuerpos a la mañana siguiente de su muerte en una carretera situada cerca de un antiguo cuartel del ejército.

Según el testimonio de la familia y los amigos más íntimos, David y Amber eran adolescentes normales. No eran dos personas solitarias ni inadaptadas. No consumían drogas ni procedían de hogares problemáticos. Al menos aparentemente, tenían un brillante futuro ante ellos. Pero entonces, ¿por qué habían decidido acabar con sus vidas?

¿Y por qué Gracie Abbot, una profesora jubilada que estaba planeando un viaje a Grecia con su sobrina favorita, había metido el coche en el garaje un sábado por la tarde, había cerrado las ventanillas y había decidido poner fin a su vida?

Aquellos suicidios no tenían ningún sentido para las personas que mejor conocían a las víctimas, pero la policía local sostenía que los informes del forense confirmaban el suicidio en ambos casos. Y no había ningún motivo para sospechar lo contrario. Al fin y al cabo, los mayores índices de suicidio se daban entre la población anciana y eran la tercera causa de muerte en adolescentes.

De modo que Deacon quizá estuviera equivocado al buscar una relación entre ambos casos. Un motivo. Y rezaba para estarlo.

Pero no creía que lo estuviera.

En cuanto había cruzado los límites de la ciudad tres días atrás, había sabido que alguien siniestro y oscuro andaba por allí. Un asesino merodeaba por los alrededores, un asesino tan astuto que nadie sabía todavía a lo que se enfrentaba.

Pero Deacon sí. Lo sabía demasiado bien.

Y ésa era la razón por la que estaba allí.

—He venido a por ti —musitó en el silencio.

Y mientras giraba hacia Buena Vista, oyó el retumbar de un trueno en la distancia que intensificó el frío del interior de su alma.

 

 

La mano se tensó sobre el hombro de Marly y ésta giró tan rápido que la persona que estaba tras ella retrocedió. La mujer resbaló en el porche y habría caído escaleras abajo si Marly no la hubiera agarrado en el último momento.

Nona Ferries le dirigió una mirada acusadora.

—¿Qué demonios te pasa, Marly? Has estado a punto de tirarme.

—Lo siento, no te había oído llegar.

Marly alargó la mano hacia Nona, rescató su paraguas de las escaleras y lo apoyó contra la pared del porche.

—Desde luego, te has tomado tu tiempo en llegar —se quejó Nona—. He llamado a la policía hace un par de horas.

Nona la miró arqueando las cejas.

—¿Has sido tú la que has llamado a la policía?

—Sí, pero no esperaba que te enviaran a ti sola —Nona llevaba un paquete de cigarrillos y un encendedor en una mano—. Pensé que vendría Navarro.

¿Sería ésa la razón por la que había llamado?, se preguntó Nona. No sería la primera vez que una ciudadana de Mission Creek llamaba a la policía con la esperanza de que Tony Navarro, el jefe de policía, se presentara en persona. Era un hombre alto, moreno, de facciones duras y muy atractivo, con una enigmática personalidad y un misterioso pasado que había propulsado su fama a proporciones casi míticas en el condado de Durango.

Con un suspiro, Marly sacó una libreta e intentó parecer profesional.

—Navarro tiene mucho trabajo. Supongo que he pensado que podía atender yo misma esta llamada.

—Lo menos que podía haber hecho era enviar a uno de sus sheriffs.

—Yo soy sheriff, ¿lo ves? Llevo la placa y todo lo demás.

—No es que no estés monísima con el uniforme, cariño, pero ya sabes lo que quiero decir.

Marly sabía perfectamente lo que quería decir. Y, curiosamente, no se sintió ofendida por la actitud de aquella mujer, probablemente porque conocía a Nona desde siempre. Habían ido juntas al instituto, pero en los años que habían pasado desde su graduación, la vida le había dado a la pobre Nona muchos golpes. En otro tiempo había sido una chica bonita, pero en aquel momento, era un anuncio viviente de los efectos del exceso de alcohol de baja calidad.

—Cuando has llamado a la comisaría, le has dicho a Patty Fuentes que Ricky lleva tres días desaparecido, ¿es cierto?

—Yo no diría que desaparecido. Pero algo no va bien.

—¿A qué te refieres?

Nona señaló con su cigarro.

—Su camioneta lleva tres días en el mismo lugar. Ya conoces a Ricky, incluso cuando iba al instituto era muy trabajador. Jamás se toma un día libre a no ser que esté realmente enfermo.

—A lo mejor está enfermo —sugirió Marly.

—¿Tan enfermo como para no poder contestar al teléfono? Incluso he intentado mirar por la ventana de su casa y no lo he visto.

—¿Has intentado llamar a la puerta?

—No, pero no está cerrada —dijo Nona—. Hace tiempo se le rompió el cerrojo.

—Pero aun así, no has querido entrar.

Nona desvió la mirada.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Por qué no? —preguntó Marly sorprendida—. Ricky y tú sois muy amigos, ¿no es cierto?

—¿Qué se supone que quiere decir eso? —preguntó Nona con el ceño fruncido.

—Vamos, Nona. Los dos habéis estado saliendo y separándoos periódicamente desde que ibais al instituto.

—Sí, y ahora estábamos separados —contestó con amargura—. Las cosas cambian. La gente sigue viviendo —miró a Marly—. Algo así como lo que te pasó a ti con Joshua Rush, supongo.

Marly sintió que se le tensaba el estómago al oír el nombre de su ex prometido. Habían pasado meses, pero continuaba siendo un tema que le escocía. Jamás había hablado con nadie de los detalles de su ruptura, a pesar de que la curiosidad de sus vecinos era evidente. Estaban asombrados, suponía Marly, de que un partido como Joshua Rush se le hubiera escapado de entre los dedos.

—Estábamos hablando de Ricky y de ti —le recordó a Nona.

Nona se encogió de hombros.

—No hay mucho que contar. Rompimos hace tiempo. Fue una ruptura total. Ricky me advirtió que no volviera a acercarme a él, y teniendo en cuenta cómo le gusta jugar con su maldita pistola, tenía miedo de que el muy canalla me disparara si lo hacía —le dio una intensa calada a su cigarrillo—. Por eso he llamado a la policía. Incluso Ricky se lo pensaría dos veces antes de enfrentarse a la ley.

Marly se volvió hacia la puerta.

—Supongo que será mejor que entre a echar un vistazo.

—¿Tu sola? —preguntó Nona nerviosa—. Deberías llamar para pedir refuerzos o algo así.

—Es un poco prematuro. Probablemente Ricky esté encerrado en casa por el mal tiempo.

—¿Y si no es así? ¿Y si le ha ocurrido algo malo? ¿¿Qué pasaría si…? —Nona se interrumpió y desvió la mirada.

Marly la miró con los ojos entrecerrados.

—¿Si qué, Nona? Sabes algo que no me quieres decir, ¿verdad?

—Por supuesto que no —Nona se mordisqueó una uña—. Pero después de lo que les ha pasado a esos niños y a la anciana Abbot la semana pasada, es imposible no ponerse nerviosa.

—Estoy segura de que éste no es uno de esos casos —Marly rezó para tener razón. Llamó de nuevo a la puerta.

Como no contestaron, abrió la puerta, mostrando el oscuro interior de la casa. Las contraventanas estaban cerradas, lo que impedía la entrada de luz natural, y un olor débil y delator hizo que se le revolviera el estómago.

Retrocedió e intentó no dejarse llevar por el pánico.

—Vuelve a tu casa y llama a Patty —le dijo con más autoridad de la que realmente sentía—. Dile que necesito ayuda. Que vengan Boyd, o A.J., o el jefe. El que esté más cerca

El terror se apoderó de las facciones de Nona.

—Ricky… no está muerto, ¿verdad?

—Tú vete a llamar, Nona. Deprisa.

—Pero…

—Vamos. Esto es asunto de la policía.

Nona se volvió a regañadientes, bajó corriendo las escaleras del porche, cruzó el pequeño patio que la separaba de su propio porche y desapareció en el interior de su casa.

Marly entró en casa de Morales, deteniéndose un momento en el umbral de la puerta para darse valor. La entrada principal daba directamente al salón, que estaba separado de la cocina por una barra. Una ventana situada al lado del frigorífico daba al garaje y, a la izquierda, se veía el estrecho pasillo que conducía al baño y a los dormitorios.

—¿Ricky? ¿Estás ahí? —lo llamó nerviosa.

La casa estaba demasiado silenciosa. Marly ni siquiera podía oír el murmullo habitual de cualquier hogar: el zumbido de la nevera, el tic-tac del reloj. Incluso el sonido de la lluvia parecía amortiguado.

Tampoco se oía música, advirtió. Y era casi un alivio.

Pero… había algo extraño en aquel silencio. Algo… anormal. Era como si todo en el interior de casa de Ricky hubiera dejado de funcionar repentinamente.

Con una mano en la pistola, Marly cruzó la habitación y miró hacia el pasillo.

—¿Ricky? Soy la sheriff Jessop. ¿Estás ahí?

Continuaba sin recibir respuesta.

El sudor empapaba su frente mientras cruzaba el pasillo. La puerta del final estaba semiabierta y, al acercarse, el olor se hacía más intenso.

Colocándose la camisa sobre la boca y la nariz, Marly intentó darse valor. Tenía un trabajo que hacer. Era una servidora de la ley y en aquel momento no importaba que la llamada más peligrosa que hubiera tenido que atender en su corta carrera en el departamento de policía de Mission Creek fuera la persecución de dos niños de diez años que habían robado en una tienda.

Pero aquel olor… Lo sentía filtrándose por su nariz, por los poros de su piel. Había oído hablar de aquel olor a algunos de los veteranos que le habían dado clase en la academia. Todos ellos decían que era inconfundible y que era prácticamente imposible deshacerse de él. Una vez se le metía a uno bajo la piel, nadie podía olvidarlo.

«No pienses ahora en eso», le advirtió una vocecilla en su interior.

Intentó funcionar como un autómata mientras empujaba la puerta con el pie. El dormitorio estaba incluso más oscuro que el resto de la casa. Marly sacó la linterna, la encendió e iluminó la habitación.

No podía decir que la hubiera sorprendido lo que vio. Hasta cierto punto, lo esperaba. Lo temía. Se había preparado para ello. Pero eso no hacía que la escena resultara menos aterradora.

Ricky Morales yacía en la cama con el rostro vuelto, oculto a los ojos de Marly. Pero la enorme mancha del cabecero de la cama le decía a Marly mucho más de lo que quería saber.

Capítulo 2

 

Marly retrocedió tambaleante. Apretó los ojos con fuerza, intentando reprimir las náuseas. Intentando bloquear su asco.

Pero ya era demasiado tarde. Iba a vomitar. Se derrumbó contra la pared e intentó dominarse.

¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó frenética. ¿Cómo se le había ocurrido hacerse policía? Aquel jamás había sido uno de sus sueños. Ella no encajaba ni remotamente en aquel trabajo y todo el mundo lo sabía. Había decidido presentarse a aquel puesto porque después de haber sido despedida tan repentinamente de su trabajo anterior, necesitaba trabajar en cualquier cosa.

Y después, con sólo ocho semanas de entrenamiento, le habían puesto aquella placa en el pecho, le habían colocado una 38 en la cintura y le habían dicho que era sheriff. Pero eso no significaba que estuviera preparada para el trabajo. No significaba que estuviera preparada para enfrentarse a aquel revoltijo de sangre en el que se había convertido lo que en otro tiempo había sido el rostro de Ricky Morales.

Pero tenía que enfrentarse a ello. Tenía que hacer algo. Llamar pare pedir refuerzos…

Un ruido sutil le hizo alzar la cabeza bruscamente. No podía decir lo que era ni de dónde procedía, pero saber que no estaba sola hizo que se le helara la sangre en las venas.

Se apartó de la pared y, por primera vez durante su corta carrera de policía, sacó su arma.

Con el corazón palpitante y la boca seca por el terror, se asomó al pasillo y desde allí se dirigió al cuarto de estar.

Había alguien allí. Sin duda. Podía ver su silueta al final del pasillo. No distinguía sus facciones, pero parecía grande, y se dirigía hacia ella.

Marly empuñó la pistola con las dos manos.

—Policía. Quédese donde está.

Para su inmenso alivio, el hombre se detuvo. No movió un solo músculo, pero Marly pudo sentir su mirada sobre ella. Una mirada oscura. Intensa. Fría. Se le pusieron los pelos de punta.

—Levante las manos por encima de la cabeza —le ordenó—. Y nada de movimientos bruscos.

El hombre levantó las manos lentamente y las colocó detrás de la cabeza.

Sin soltar su arma, Marly caminó lentamente hacia él.

—¿Quién es usted?

—Deacon Cage —tenía una voz profunda y tranquila.

Demasiado tranquila, decidió Marly.

—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó Marly.

—Estoy buscando a Ricky Morales.

—¿Es amigo suyo?

—No exactamente. No ha aparecido esta mañana por el trabajo y su jefe me ha pedido que viniera a ver lo que le pasa.

—¿Su jefe tiene nombre?

—Skip Manson. Es capataz de Satterfield Construction. Están construyendo el nuevo gimnasio del instituto.

Para entonces, Marly estaba a sólo medio metro de aquel desconocido. Y lo que vio cuando alzó la mirada hizo que el corazón le dejara de latir. Pelo negro, ojos negros, pómulos marcados, una boca bien perfilada y una barbilla cargada de determinación.

No estaba mal, pensó Marly. No estaba mal en absoluto.

El desconocido arqueó una ceja con gesto burlón, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.

Algo que era imposible, por supuesto, pero aun así, Marly sintió un intenso calor en las mejillas. Para disimular su vergüenza, le dirigió una mirada penetrante.

—¿Tiene la costumbre de meterse en casas particulares sin previa invitación, señor Cage?

—La puerta estaba abierta. Además, cuando he visto el coche de policía, he temido que pudiera haberle ocurrido algo malo a Morales.

—¿Algo como qué?

—Un accidente, quizá.

La miraba de una manera que le resultaba irritante. Era como si la conociera, pensó Marly estremecida.

Tomó aire e intentó ignorar las agujas de hielo que parecían correr por sus venas.

—Necesito que se identifique.

Se tensó cuando lo vio bajar los brazos.

—Tengo que sacar la cartera del bolsillo —le explicó.

—No haga movimientos bruscos —le advirtió ella.

Deacon sacó lentamente su cartera y se la tendió. No había nada ni remotamente amenazante en su actitud. Pero entonces, ¿por qué se sentía tan vulnerable? ¿Tan expuesta?

Marly escrutó la fotografía del carné de conducir, fijándose en su edad, en su dirección y en su descripción física. Para su consternación, la mano le temblaba mientras le devolvía la cartera.

—Está muy lejos de su casa, señor Cage.

—No hay ninguna ley en contra de eso, ¿verdad?

Marly ignoró su pregunta.

—Voy a tener que pedirle que salga.

—¿Por qué? ¿Le ha pasado algo a Morales?

—Limítese a salir, señor Cage.

Apareció algo en su mirada, una oscuridad que hizo a Marly consciente de lo solos que estaban en la casa.

Pero ella tenía una pistola, Deacon Cage no podía hacerle ningún daño. Y, sin embargo, cuando Deacon se movió ligeramente hacia ella, Marly retrocedió.

—Yo no lo haría —le advirtió Marly.

—No voy a hacerle daño.

—Por supuesto que no —replicó ella, apuntándole.

Deacon retrocedió con las manos en alto.

—Mire, sólo quiero saber lo que ha pasado.

Un sonido procedente del salón le hizo interrumpirse. Parecía cada vez más tenso.

—Parece que tenemos compañía —comentó.

Gracias a Dios, pensó Marly. No estaba segura de cuánto tiempo habría sido capaz de aguantar a solas con él. Aquel hombre le resultaba intimidante, aunque no tenía la menor idea de por qué. No la había amenazado, y tampoco había dicho nada fuera de lugar. Pero su intuición le advertía que era un hombre peligroso. Y en más sentidos de los que era capaz de imaginar.

Alzó ligeramente la barbilla e intentó mirar por encima de él.

—¿Quién anda ahí? —preguntó—. Identifíquese.

Tras una ligera vacilación, una voz masculina respondió:

—Tony Navarro. Jessop, ¿eres tú?

Deacon volvió la cabeza al oír la voz de Navarro y se quedó mirando fijamente el pasillo una décima de segundo antes de volverse de nuevo hacia Marly. Ésta se quedó sin respiración al verlo. Si segundos antes había pensado que era peligroso, ya no le quedaba ninguna duda.

¿Qué demonios estaba haciendo allí?, se preguntó desesperada. ¿Quién era aquel hombre? ¿Y por qué le tenía miedo?

Había algo en él, algo… que no parecía de este mundo. Aquellos ojos, aquella voz…

Marly estuvo a punto de atragantarse cuando por fin puso nombre a su miedo. Aquel hombre era una tentación.

Miró hacia el pasillo, donde acababa de aparecer el jefe de policía Tony Navarro. Podrían ser imaginaciones suyas, pero Marly habría jurado que el nivel de testosterona acababa de subir hasta un nivel peligroso.

Ni siquiera en aquellas lúgubres circunstancias le pasó por alto lo irónico de la situación. No había tenido una cita desde hacía casi un año y, de pronto, se encontraba en presencia de dos hombres altos, morenos y peligrosamente atractivos. Las oportunidades de que ocurriera algo así en Mission Creek eran prácticamente nulas y, para desgracia de Marly, había un cadáver en la habitación de al lado.

Tony Navarro era más alto que Deacon Cage, pero no mucho más. Sólo un par de centímetros. Sus hombros eran ligeramente más anchos, su pelo un poco más oscuro y más largo. Debía sacarle algún año a Deacon, pero no muchos. De lo único que Marly estaba segura era de que ambos hombres serían capaces de luchar hasta el final.

Todo aquello estaba atravesando su mente cuando, de pronto, vio que Navarro bajaba la mano hacia la pistola, de modo que se precipitó a decirle:

—No pasa nada, jefe, todo está bajo control.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Navarro, clavando su penetrante mirada en Deacon Cage—. ¿Q…Quién es usted?

—Deacon Cage.

Aquella voz profunda y de textura casi líquida le provocaba escalofríos a Marly.

Ésta se aclaró la garganta.

—Dice que trabaja con Ricky Morales y que ha venido a buscarlo.

—No, no es eso lo que he dicho. He dicho que el jefe de Morales me ha pedido que viniera a ver lo que le ocurre.

Marly frunció el ceño.

—Yo he dado por sentado que…

—La primera norma de un policía —dijo Navarro lentamente, mientras comenzaba a caminar hacia ellos—, es no dar nunca nada por sentado. Lo sabe tan bien como yo.

Marly se sonrojó violentamente y se preguntó si Deacon Cage habría intentado hacerle quedar mal delante de Navarro.

Alzó la barbilla e intentó recuperar su dignidad.

—En este momento le estaba pidiendo al señor Cage que esperara fuera.

Navarro miró al hombre y asintió.

—Parece una buena idea. Pero no se vaya muy lejos —le aconsejó—. Tenemos algunas preguntas que hacerle.