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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Sarah M. Anderson

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Senderos de pasión, n.º 143 - julio 2017

Título original: Tempted by a Cowboy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-014-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Jo se bajó de la camioneta y se estiró. Había sido un largo viaje desde Kentucky a Dénver.

Pero por fin había llegado al rancho Beaumont.

Había sido un gran logro conseguir aquel trabajo, un voto de confianza que venía con el sello del apellido de los Beaumont.

Aquello no solo conllevaba un buen sueldo con el que dar el anticipo para comprarse su propio rancho. También era la prueba de que era una adiestradora de caballos respetada y que sus métodos funcionaban.

Un hombre zambo salió de los establos, sacudiéndose los guantes contra la pierna mientras caminaba. Debía de rondar los cincuenta años y su rostro, surcado de arrugas, evidenciaba que había pasado la mayor parte de su vida al aire libre.

Aquel no era Phillip Beaumont, la cara bonita de la cervecera Beaumont y propietario de aquella granja. Sintió cierta decepción, aunque no había motivos para estarlo.

Era preferible. Un hombre tan atractivo como Phillip podía resultar… tentador. Y no podía dejarse tentar. Los domadores de caballos profesionales no iban por ahí haciendo carantoñas a la gente que pagaba sus facturas, en especial si esa gente era conocida por sus fiestas. Jo ya no salía de fiesta. Había ido allí a hacer un trabajo, y eso era todo.

–¿Señor Telwep?

–Ese soy yo –contestó el hombre, asintiendo con cortesía–. ¿Eres la mujer que susurra a los caballos?

–Entrenadora –replicó Jo sin poder evitarlo–. Los entreno.

Odiaba que la llamaran así. El título de aquel libro había causado mucho daño.

Richard enarcó sus densas cejas al oír su tono y ella torció el gesto. Vaya primera impresión. Pero estaba tan acostumbrada a defender su reputación que la reacción fue automática. Así que sonrió y lo intentó de nuevo.

–Soy Jo Spears.

Por suerte, aquel hombre no pareció advertir su falta de tacto.

–Señorita Spears, llámeme Richard –dijo.

Se acercó y le estrechó la mano con firmeza.

–Y a mí, Jo.

Le gustaban los hombres que, como Richard, habían pasado su vida cuidando animales. Mientras él y sus hombres la trataran como a una profesional, todo iría bien.

–¿Qué tiene para mí?

–Es un… Bueno, será mejor que lo vea.

–¿No es un percherón?

La cervecera Beaumont era conocida internacionalmente por los percherones que tiraban de sus carretas en los anuncios.

–Esta vez no. Es una raza aún más rara.

¿Más rara? Los caballos percherones no eran una raza rara, solo escasa en Estados Unidos. Esos robustos caballos ya no se empleaban para arar.

–Un momento.

No podía dejar a Betty en la camioneta. Corría el riesgo de encontrarse el asiento destrozado.

Jo abrió la puerta y desenganchó el arnés de Betty. El burro sacudió las orejas.

–¿Quieres salir?

Jo tomó a Betty y la dejó en el suelo.

–Me habían dicho que venías con un… ¿Qué demonios es eso? –preguntó con tono divertido.

–Eso –contestó Jo–, es Itty Bitty Betty. Es un miniburro, un animal de compañía.

Había tenido aquella conversación muchas veces.

Betty empezó a investigar la hierba que había a su alrededor. Con apenas un metro de estatura, de veras resultaba mini. Por su peso y tamaño, se asemejaba más a un perro mediano que a un burro. También por su comportamiento. Betty llevaba con ella diez años, desde que su abuela se la regaló. La había ayudado a salir de la oscuridad y, por eso, Jo siempre le estaría agradecida.

Richard se rascó la cabeza mientras miraba extrañado al animal.

–Que me parta un rayo si alguna vez había visto un burro tan pequeño. No creo que sea buena idea que se acerque a Sun todavía.

Se volvió y echó a andar.

–¿Sun?

Jo alcanzó el paso de Richard y se volvió para pegar un silbido. Betty se acercó trotando.

–Que me parta un rayo –repitió Richard.

–¿Sun?

–Kandar´s Golden Sun. ¿Has oído hablar alguna vez de los Akhal-Teke?

El nombre le sonaba.

–¿No es una raza árabe?

–Así es, de Turkmenistán. Solo hay unos cinco mil en todo el mundo.

La acompañó hasta un prado cercado que había al otro lado de los establos, parcialmente en sombra.

En medio del prado había un caballo que seguramente fuera rubio, como su nombre sugería, pero estaba cubierto de sudor y tenía espuma cayéndole por la boca y el cuello, lo que le daba un aspecto sucio. El caballo estaba corriendo y corcoveando en círculos.

–Sí –dijo Richard con evidente tono de decepción en su voz–. Ese es Kandar´s Golden Sun.

Jo observó al animal correr.

–¿Por qué está tan nervioso?

–Lo sacamos al prado hace tres horas. Hicieron falta tres hombres para traerlo desde los establos. Tratamos de ser delicados, pero en cuanto nos ve, se pone hecho una furia.

¿Tres horas llevaba aquel caballo corcoveando y corriendo? Era un milagro que no hubiera caído desplomado.

–¿Qué ha pasado?

–Ese es el asunto. Nadie lo sabe. El señor Beaumont viajó hasta Turkmenistán para ver a Sun. Sabe mucho de caballos –explicó Richard.

Jo sintió calor en las mejillas.

–Conozco su reputación.

¿Cómo podía alguien no conocer la reputación de Phillip Beaumont? Llevaba varios años seguidos siendo elegido el hombre más atractivo del año por las revistas. Tenía el pelo rubio, mentón marcado y mandíbula fuerte. Hacía los anuncios de la cervecera Beaumont, además de ser protagonista de muchos titulares de la prensa del cotilleo, como la vez en que había acabado con su Ferrari en una piscina en lo más alto de un hotel.

No había ninguna duda de que Phillip era un playboy juerguista, aunque con algunas excepciones. Preparándose para ese empleo, había encontrado una entrevista que le habían hecho para una revista de hípica. En esa entrevista, y en las fotos que la ilustraban, se mostraba como todo un cowboy. Hablaba de caballos y de rebaños, y aparecía en vaqueros, camisa de franela, botas y sombrero. Además, contaba que estaba construyendo el rancho Beaumont con la intención de que se convirtiera en una referencia en el sector. Teniendo en cuenta el apellido Beaumont y los billones que tenían en el banco, el asunto tenía su importancia.

¿Quién era realmente, el irresistible playboy o el cowboy que no tenía inconveniente en mancharse las botas?

Fuera quien fuese, no estaba interesada. No podía correr el riesgo de interesarse por un playboy, teniendo en cuenta, además, que era quien iba a firmar sus cheques. Sí, llevaba años adiestrando caballos, pero la mayoría de sus millonarios propietarios no querían arriesgarse con sus métodos poco tradicionales. Había aceptado todos los empleos que le habían surgido solo para irse haciendo con clientela. La llamada desde la granja Beaumont había sido su primer gran contrato con gente que compraba caballos por miles de dólares, cuando no millones. Si lograba hacerse con ese caballo, se ganaría una buena reputación.

Además, las probabilidades de conocer a Phillip Beaumont eran escasas. Richard era el hombre con el que trabajaría. Apartó aquellos pensamientos de la cabeza y se concentró en el motivo por el que estaba allí: el caballo.

Richard resopló.

–Aquí no estamos para divertirnos. Nos dedicamos a trabajar con los caballos. Pensamos que algo le pasó en el viaje en avión, pero no tenía marcas ni heridas. Según los pilotos, todo fue suave, incluso el aterrizaje.

Le hizo una seña con la mano a Sun, que al momento se levantó sobre sus patas traseras y relinchó asustado.

–Vamos, que el caballo ha perdido el rumbo –comentó ella, observando a Sun pateando la tierra como si estuviera tratando de matar una serpiente.

–Así es –dijo Richard bajando la cabeza–. Ese caballo no está bien, pero el señor Beaumont está convencido de que puede corregirse. Se ha gastado una cantidad indecente de dinero y no quiere perder su inversión. Personalmente, no soporto ver sufrir a un animal, pero el señor Beaumont no me deja poner fin a la desgracia de Sun. Antes que usted, contraté a otros tres adiestradores y ninguno de ellos duró más de una semana. Es la última oportunidad de ese caballo. Si no consigue recuperarlo, habrá que sacrificarlo.

Esa debía de ser la razón por la que Richard no había entrado en detalles en su correo electrónico. Temía asustarla.

–¿A quiénes contrató antes?

–A Lansing, Hoffmire y Callet –respondió el hombre, hundiendo la punta de la bota en la hierba.

Jo resopló. Lansing era un caradura; Hoffmire un excapataz muy respectado en los círculos hípicos; y Callet, de la vieja escuela, era simplemente un imbécil. En una ocasión se había enfrentado a ella para decirle que se apartara de sus clientes. Se sentiría muy satisfecha si conseguía recuperar un caballo con el que él no había podido hacerse.

Moviéndose lentamente, se dirigió hacia el portón del prado cercado. Betty trotaba a su lado para mantener el ritmo de sus pasos. Corrió el pestillo y abrió el portón apenas medio metro.

Sun se quedó inmóvil y la miró. Entonces se encabritó. Empezó a revolverse, corcoveando y levantándose sobre las patas traseras, y a golpear con fuerza el suelo con sus pezuñas.

«Lleva horas así y nadie sabe por qué», pensó Jo.

Se dio unos golpes en la pierna, señal para que Betty se mantuviera cerca, y entró en el cercado.

–Señorita… –comenzó Richard al darse cuenta de lo que estaba haciendo–. ¡Logan! Trae el rifle anestésico.

–Silencio, por favor –susurró, haciendo un gran esfuerzo por transmitir calma.

Oyó unos pasos, probablemente de Logan y algún otro de los hombres preparándose para acudir en su ayuda en caso necesario. Levantó una mano para que se detuvieran y cerró la puerta tras ella y Betty.

El caballo enloqueció. Resultaba doloroso ver a un animal tan perdido en su propio infierno, incapaz de encontrar una salida.

Conocía la sensación. Era algo duro de presenciar, aunque más duro resultaba recordar los años que había estado perdida en su propio infierno. Pero había conseguido salir. Había tocado fondo y gracias a Dios, a su abuela y a Itty Bitty Betty, ella sí había encontrado la salida.

Había decidido dedicarse a ayudar a animales en la misma situación. Incluso los casos perdidos como el de Sun podían tener salvación, aunque sería imposible borrar el daño que ya se hubiera producido. Las cicatrices eran para siempre y pasar página suponía aceptar las secuelas. Era así de simple. Ella había asumido las suyas.

Jo era capaz de quedarse inmóvil durante horas, de ser necesario.

Pero no lo fue. Después de casi cuarenta y cinco minutos, Sun detuvo su ritmo frenético. Primero, dejó de patalear. Luego, pasó de galopar a trotar, hasta que finalmente acabó deteniéndose en medio del cercado, sacudiendo la cabeza arriba y abajo. Por vez primera, el caballo se quedó quieto.

Casi podía escucharle decir que se rendía.

Lo entendía. No podía hacer nada para hacer cambiar a aquel animal, nadie podía. Pero lo que sí podía era salvarlo.

Volvió a darse unas palmadas en la pierna y se volvió para salir del cercado. Un grupo de siete hombres estaba observando el espectáculo con el que Sun la había recibido. Richard tenía el rifle anestésico apoyado en un tablón del cercado.

Todos estaban en silencio. Nadie le dijo que tuviera cuidado al darle la espalda a Sun, ni comentó cómo aquel caballo parecía estar poseído. Simplemente se quedaron observándola volver al portón, abrirlo y cerrarlo después de salir, como si estuvieran presenciando un milagro.

–Acepto el empleo.

Una expresión de alivio asomó al rostro del capataz del rancho. Los jornaleros sonrieron, contentos de que Sun fuera responsabilidad de otra persona.

–Siempre y cuando se cumplan mis condiciones –continuó.

Richard trató de mostrarse serio.

–¿Y bien?

–Necesito un enganche aquí mismo para mi caravana. Así, si le pasa algo a Sun en mitad de la noche, podré ocuparme.

–Tenemos electricidad. Le pediré a Jerry que monte una cloaca.

–En segundo lugar, nadie más que yo se ocupará de Sun. Yo lo alimentaré, lo cepillaré y lo sacaré a pasear. El resto del personal se mantendrá alejado.

–Hecho –convino Richard sin dudarlo.

El resto de los jornaleros asintieron.

–Haremos esto a mi manera. No quiero ni que usted ni los jornaleros ni los propietarios me cuestionen. No meteré prisa al caballo y espero que nadie me la meta a mí. Y espero que me dejen a mi aire. No tengo citas ni voy por ahí acostándome con cualquiera. ¿Está claro?

Odiaba decir aquello porque la hacía sonar como una engreída, como si esperara que los hombres saltaran sobre ella. Bastante daño había causado ya. Aunque esta vez estuviera sobria, no podía poner en peligro otra vida.

Además, era una mujer soltera que viaja sola en una caravana. Para algunos hombres eso era suficiente. Las cosas iban mejor dejándolas claras desde el principio.

Richard miró a sus hombres. Algunos se veían cohibidos, otros parecían haberse desanimado, pero la mayoría parecía contentos ante la idea de no tener que ocuparse nunca más de Sun.

Entonces, Richard se quedó mirando a lo lejos. Una limusina negra se acercaba hacia ellos.

–Maldita sea –dijo uno de los jornaleros. ¡El jefe!

Excepto Jo y Richard, todos los demás se esfumaron. Sun pareció recuperar las fuerzas y de nuevo se desbocó.

–Esto no va a ser un problema, ¿verdad? –preguntó Jo a Richard.

El capataz se sacudió el polvo de los pantalones y se estiró la camisa.

–No debería serlo –contestó sin demasiada convicción–. El señor Beaumont quiere lo mejor para Sun.

Aunque no lo dijo en voz alta, había un pero en aquella afirmación.

Richard volvió la atención hacia ella.

–Está contratada. Haré todo lo posible para que el señor Beaumont no se le acerque.

En otras palabras, Richard no tenía ningún control de la situación. Un hecho que se hizo más evidente al acercarse la limusina. El hombre se quedó mirando el vehículo hasta que se detuvo ante los establos.

Phillip Beaumont no la asustaba ni la intimidaba. Estaba acostumbrada a tratar con hombres atractivos y no se sentía tentada por ellos. Esta vez no sería diferente. Estaba allí para hacer un trabajo.

La puerta de la limusina se abrió. Una pierna de mujer salió del coche a la vez que el aire se llenaba de risas. Detrás de ella, Jo oyó a Sun patear el suelo.

A la primera pierna le siguió la segunda, y Jo no se sorprendió al ver bajarse otro par de piernas femeninas. La primera mujer se había apartado de la puerta de la limusina y, aunque llevaba un vestido, este apenas le cubría más que un biquini. La segunda mujer se irguió y se alisó la falda de terciopelo rojo, que apenas rebasaba sus caderas.

A su lado, Richard emitió un sonido, a medio camino entre un suspiro y un gruñido. Jo asumió que aquella no era la primera vez que Phillip aparecía con mujeres vestidas como prostitutas.

Betty relinchó de aburrimiento y se fue a pastar. Jo se sentía igual.

Por el lado positivo, si se llevaba al rancho entretenimiento, la dejaría a su aire para trabajar. Eso era lo más importante. Tenía que salvar a Sun, consolidar su reputación como adiestradora de caballos y conseguir ahorrar lo suficiente para comprarse su propio rancho. Todo merecía la pena con tal de incluir el rancho Beaumont en su currículum.

Entonces apareció otro par de piernas. Esta vez llevaban unos pantalones de lana y unos zapatos italianos. Phillip Beaumont salió del coche y observó su rancho por encima del capó del coche, sonriendo. Tenía una extraña expresión en su rostro. Casi parecía sentirse aliviado.

Sus ojos se posaron en ella. Al cruzarse sus miradas, Jo se sintió… desorientada. Una cosa era mirar a Phillip Beaumont y otra muy diferente que él la mirase.

Al ver que sus labios se curvaban en una sonrisa sin quitarle la vista de encima, Jo sintió que le ardían las mejillas. Era incapaz de apartar la mirada, y tampoco estaba segura de querer hacerlo. Era como si se alegrara de verla, aunque sabía que eso era imposible porque no tenía ni idea de quién era ella ni podía estar esperándola. Además, en comparación con sus acompañantes, nadie en su sano juicio repararía en ella.

Pero aquella expresión… era de felicidad, ansia y alivio. Como si hubiera ido hasta allí solo por verla y, al tenerla delante, sintiera que todo estaba bien.

Nunca nadie la había mirado de aquella manera. Nunca. Antes, cuando salía de fiesta, los hombres la miraban con un apetito voraz que poco tenía que ver con ella como persona y mucho con el deseo de llevársela a la cama. Desde el accidente, cuidaba su aspecto para no llamar la atención.

Pero algo había visto en ella.

Las mujeres dieron un traspié y a punto estuvieron de caer al suelo, pero Phillip las sujetó con sus brazos. Luego las separó y colocó a cada una a un lado. Las mujeres rieron, como si todo aquello les resultara muy divertido.

A Jo no le agradaba la estampa. Parecían fantasmas de su pasado.

–Señor Beaumont –dijo Richard, acercándose a su jefe–. No lo esperábamos hoy por aquí.

–Quería enseñarles a mis nuevas amigas…

Phillip se quedó mirando a la rubia número uno.

–Katylynn –dijo la mujer, y rio.

–Sailor –añadió la número dos.

Phillip trazó un arco con la cabeza esbozando otra de sus irresistibles sonrisas, mientras las rodeaba por sus hombros con los brazos.

–Quería que Katylynn y Sailor conocieran a Sun.

–Señor Beaumont –comenzó de nuevo Richard–. Sun no está…

Esta vez, Jo reconoció una nota de ira en su voz.

–¿Qué le pasa al caballo? –preguntó Sailor apartándose de Phillip y señalando a Sun.

Todos se volvieron para mirar. Sun estaba corcoveando con renovado vigor.

–¿Por qué hace eso? –preguntó Katylynn.

–Por ustedes –informó Jo al trío.

Las mujeres se quedaron mirándola.

–¿Y esta quién es? –preguntó Sailor en tono altanero.

–Sí, ¿quién es usted? –preguntó Phillip Beaumont lentamente, fijando la mirada de nuevo en ella.

Sintió que el rostro le ardía. «Contente», se dijo, obligándose a romper el contacto visual.

Ella no era de las mujeres que se emborrachaban y se perdían en los ojos de un hombre. No, ya no. Había dejado atrás esa vida y nadie, ni siquiera alguien tan guapo y rico como Phillip Beaumont, podía hacer que volviera a caer en ella.

–Señor Beaumont, ella es Jo Spears. Es la nueva adiestradora de Sun.

Jo le dirigió una sonrisa de cortesía a Phillip. Este se separó de sus acompañantes, que empezaron a protestar por lo bajo.

Mientras Phillip recorría la distancia que lo separaba Jo, en su rostro volvió a dibujarse aquella medio sonrisa. A poco más de medio metro, se detuvo.

–¿La nueva domadora?

Ella lo miró a los ojos. Eran verdes con manchas doradas. Eran unos bonitos ojos que se movían ligeramente, aunque el movimiento era muy sutil. Jo se dio cuenta de que estaba bebido.