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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Allison Lee Johnson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La extraña propuesta, n.º 11 - noviembre 2016

Título original: A Weaver Proposal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8986-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–NO LE hagas caso, Syd. No sabe lo que dice.

Sydney apenas oía a su hermana intentando tranquilizarla, porque las duras palabras de su padre aún seguían resonando en su cabeza.

«No eres más que una furcia».

«Igual que tu madre».

Por la ventana, observó como su padre se alejaba a grandes zancadas en dirección a los establos para ver a los caballos, lo único por lo que sentía verdadero aprecio. Los purasangres de Forrest’s Crossing eran incluso más importantes que Forco, la empresa textil propiedad de la familia. O al menos así lo afirmaba su hermana Charlotte, quien aspiraba a heredar el negocio algún día. Con respecto a ella, el negocio podía heredarlo íntegramente tanto su hermana como su hermano Jake, estudiante de algo llamado Agroindustria en la universidad.

–Solo ha sido un beso –continuó Charlotte, detrás de ella–. No es para tanto.

Para Sydney, en cambio, había sido toda una experiencia. Tenía catorce años y había recibido su primer beso de verdad.

–Seguro que no le habría importado tanto si me hubiera besado con uno de sus amigos del club de campo en vez de con un chico del establo –dijo en tono amargo.

Charlotte la abrazó por los hombros y apoyó la cabeza en la suya. Sus cabellos rubios contrastaban fuertemente con las trenzas negras de Sydney.

–¿Quién sabe? –a sus dieciocho años y con muchos besos a sus espaldas, era infinitamente más lista que Sydney y no se le ocurría besar a nadie cerca de Forrest’s Crossing–. Ya sabes cómo se pone cuando bebe –señaló la licorera de cristal que había sobre la mesa, destapada–. Si de verdad te gusta Andy, queda con él en el pueblo o en la escuela –le aconsejó–, y así el viejo no se enterará de nada.

–¿De verdad soy como ella? –le preguntó Sydney. Ambas sabían muy bien a quién se refería.

–¿No te acuerdas de lo que parecía cuando se marchó?

Sydney negó con la cabeza. Solo era un bebé cuando su madre los abandonó a ella y a sus dos hermanos, y el único recuerdo que albergaba era un profundo anhelo. Tanto como anhelaba recibir un poco de amor por parte de su padre.

Charlotte se acercó a la mesa del despacho de su padre, sacó los bolígrafos y lápices de un vaso de julepe de menta, el único otro objeto que había en la mesa aparte de la licorera, y extrajo del fondo una llave. Con ella abrió el cajón del escritorio, removió su contenido y sacó una foto con los bordes roídos que le tendió a su hermana.

–Que te parezcas a ella no significa que seas como ella.

Sydney tomó la foto, aún dolida por los insultos de su padre, y contempló a la mujer de cabellos negros, rostro delicado y los mismos ojos azules que observaban a Sydney cada vez que se miraba al espejo.

Realmente era igual que su madre.

–Jake se parece al viejo y no es como él –añadió Charlotte.

–Nos desprecia a los tres –replicó Sydney, arrugando la foto en el puño–. No sé ni por qué se sigue molestando en mantenernos.

–Para ganar –fue la explicación instantánea de Charlotte.

Sydney arrojó la foto arrugada al centro de la mesa. Su padre sabría que habían estado registrando sus cosas, pero en aquellos momentos nada podría importarle menos.

–Si en vez de personas fuéramos caballos de carreras, seguro que nos querría más.

–Haz lo mismo que yo, Syd –Charlotte golpeó con el dedo la foto apelmazada y la bola rodó por la mesa hasta caerse por el borde–. Deja de preocuparte por lo que él piense –volvió a cerrar el cajón, dejó la llave en el fondo del vaso y metió los lápices y bolígrafos–. No merece la pena –dijo antes de salir del despacho.

Para ella era muy fácil decirlo. En otoño se iría a la universidad y no tendría que vivir en aquella casa hostil y asfixiante. Lo mismo que Jake, quien ya llevaba años viviendo por su cuenta.

Sydney, en cambio, aún tendría que pasar mucho tiempo allí.

Se giró para mirar por la ventana. A lo lejos se veían las cuadras que albergaban la joya de la familia y orgullo de su padre.

–No merece la pena –repitió en voz alta las palabras de su hermana, pero no bastó para contener las lágrimas ni para deshacer el doloroso nudo del pecho.

Se apartó de la ventana y recogió la foto del suelo. La alisó y la puso sobre la mesa.

Cabellos negros. Rostro delicado. Ojos azules…

–Tú tampoco mereces la pena –le susurró a la foto.

El reloj de pared del abuelo marcaba los segundos con su constante y suave tictac.

Sydney puso una mueca, agarró la foto, la dobló cuidadosamente por la mitad y se la metió en el bolsillo antes de salir del despacho.

Capítulo 1

 

–¿QUÉ estás haciendo aquí, Syd? –se preguntó Sydney en voz baja a sí misma mientras se ponía un grueso jersey. Llevaba dos capas de ropa sobre una camiseta térmica y ni aun así conseguía entrar en calor. El mes de enero en Wyoming no tenía nada que ver con los templados inviernos en Georgia.

Sacudió enérgicamente la cabeza para soltarse el pelo del cuello alto y se tiró de las mangas sobre las manos mientras le lanzaba una torva mirada a la caldera, instalada tras una puerta, actualmente abierta, fuera de la minúscula cocina. Tras pasarse dos días intentando que funcionara, sin éxito, y sopesando su menguante provisión de leña, había optado por llamar finalmente al servicio de mantenimiento.

Habían estado allí ocho horas antes y le habían prometido enviar a un técnico en dos horas. Ni siquiera las tres llamadas de Sydney habían servido para acelerar el proceso.

Por centésima vez en dos días se preguntó si había cometido un error garrafal al mudarse a aquel pequeño pueblo de Wyoming. Aunque también se podía decir que los errores garrafales eran la especialidad de Sydney Forrest.

Se frotó las manos contra el vientre, agarró el martillo y observó la pared. Ya había colgado uno de sus Solieres y aún le quedaban dos más. La pintura moderna estadounidense no era el estilo más apropiado para el interior de una cabaña, pero a Sydney le encantaban los óleos originales. Eran las primeras obras de arte que había adquirido en su vida, y las únicas de su vasta colección que se había llevado a Weaver, Wyoming. El resto se la había dejado prestada a varias galerías de Georgia y, francamente, no le importaba no volver a verlas. Los Solieres eran las únicas de las que no quería desprenderse.

Si conseguía colgarlas en la pared de troncos, se sentiría al fin como en casa. O al menos eso esperaba.

Colocó la alcayata en posición y la clavó en la madera. Solo al parar se dio cuenta de que alguien estaba aporreando la puerta en ese preciso instante.

Dejó el martillo en el horroroso sofá verde y naranja y, siguiendo un impulso absurdo, escondió el libro Las próximas cuarenta semanas debajo de un cojín antes de correr hacia la puerta.

–Llega tarde –dijo nada más abrir.

El hombre alto y de anchos hombros que esperaba en el exterior se bajó las gafas de sol y la miró por encima de la montura con unos brillantes ojos verdes.

–¿Ah, sí?

–Hace casi ocho horas que estoy esperando –le recriminó, irritada por el tono jocoso del técnico–. No sé qué clase de servicio ofrece su jefe, pero me aseguró que mandaría a alguien enseguida –señaló la caldera con el dedo–. Está ahí.

El técnico siguió con la mirada clavada en ella, hasta que finalmente la desvió hacia donde Sydney apuntaba. Pasó a su lado para entrar en la cabaña, apretándose lo más posible contra el marco de la puerta. Quizá para evitar tocarla, o quizá porque no había más espacio. Llevaba una gruesa chaqueta que aumentaba considerablemente su corpulencia a pesar del desgarrón en una costura del hombro.

–Vamos a echar un vistazo.

Sydney sintió un escalofrío y cerró la puerta, pero ni por un instante se permitió creer que estaba reaccionando a su voz masculina, suave y profunda.

Había acabado definitivamente con los hombres.

Se cruzó de brazos y vio como se ponía en cuclillas delante de la caldera. Los vaqueros, sucios y descoloridos, se tensaron sobre unas piernas fuertes y poderosas, y Sydney se negó a admitir que le estaba mirando el trasero bajo el abrigo, que aún llevaba puesto.

Era lógico que no se lo quitara. En la cabaña hacía casi tanto frío como en el exterior.

–¿Ni siquiera ha traído una caja de herramientas? ¿Qué clase de técnico es usted, además de impuntual?

Él la miró por encima del hombro, se quitó las gafas de sol y Sydney obtuvo la imagen íntegra de un rostro desaliñado en el que destacaban unos intensos ojos verdes.

A aquel hombre le hacía falta un buen afeitado, un corte de pelo e incluso una ducha.

–Tengo las herramientas en el camión –su voz pareció hacerse más grave y profunda–, señora –añadió al cabo de un momento.

Sydney apretó los labios. Lo que necesitaba era tener calefacción en la cabaña, no a un técnico sabidillo. Si no conseguía reparar la caldera, tendría que renunciar al propósito de vivir allí por su cuenta. ¿Y qué haría entonces? ¿Regresaría a Georgia, a seguir viviendo de su herencia en un lugar donde no le importaba a nadie?

No, gracias.

–¿Y por qué no va por ellas? –le preguntó en tono imperioso cuando el hombre siguió mirándola.

Estaba acostumbrada a que los hombres la mirasen, pero aquel no era su tipo. No le gustaban los peones sucios y zarrapastrosos ni aunque tuvieran unos ojos color esmeralda. Seguramente tenía una esposa y media docena de críos esperándolo en una caravana.

Se avergonzó de sí misma por pensar de aquella manera. Se suponía que estaba en Weaver para comenzar una vida nueva y mejor. Y para dejar atrás a la Sydney que solo pensaba en ella.

Aquel hombre con sus ojos de esmeralda solo era circunstancial.

–No estoy acostumbra a este tipo de calderas –admitió. En casa disfrutaba de los mejores aparatos del mercado y a veces no tenía ni que apretar un botón–. Funciona con gas y el tipo de la compañía de gas me dijo ayer que no había ningún escape.

–Ayer… –arqueó ligeramente las cejas, más oscuras que sus cabellos castaños–. ¿Desde entonces no ha podido encenderla? Estamos a bajo cero. ¿Por qué no nos avisó antes?

–Lo hice –respondió ella, intentando mantener un tono tranquilo y cordial–. Encontré el número de una empresa de mantenimiento y llamé esta mañana –no quería que el técnico se marchara sin arreglar la maldita instalación por culpa de su susceptibilidad extrema.

Él volvió a mirar la caldera y meneó la cabeza.

–Le dije a Jake que esta caldera estaba en las últimas.

Sydney frunció el ceño al oír hablar de su hermano, pero era lo malo de vivir en un pueblo pequeño. Todo el mundo se conocía.

El técnico examinó la caldera más de cerca.

–Al menos se ha cerciorado de que no hay un escape de gas.

–No soy estúpida –se defendió ella ante lo que le pareció una actitud crítica y paternalista.

Él volvió a mirarla con un brillo divertido en los ojos.

–No he dicho que lo sea, señora –retiró un panel para examinar el interior de la caldera, metió la mano para hurgar algo y volvió a levantarse–. Enseguida vuelvo.

Pasó junto a ella y cerró la puerta tras él.

Sydney volvió a estremecerse mientras observaba las tripas de la caldera, visibles a través del hueco del panel. Podría haber sido un reactor nuclear y ella no hubiera notado ninguna diferencia.

Por la ventana vio al técnico dirigiéndose hacia una vieja camioneta. Estaba tan sucia que era imposible determinar su color original. El técnico abrió la puerta, se subió y a pesar del frío permaneció sentado al volante con la puerta abierta. Miró hacia la cabaña, con las gafas oscuras cubriéndole de nuevo los ojos, y meneó visiblemente la cabeza.

Sydney volvió a apretar los labios. Se apartó de la ventana y agarró el cuadro para colgarlo de la alcayata. Movió las esquinas hasta quedar satisfecha y se echó hacia atrás para mirarlo.

Ni siquiera la satisfacción de tener su cuadro favorito colgado en su nuevo hogar la ayudó a olvidarse del hombre que seguía en la camioneta. Hasta podía sentir su mirada, abrasándola a través del cristal de la ventana.

Agarró de nuevo el martillo para clavar otra alcayata y en pocos minutos había colgado el tercer y último cuadro. Miró por la ventana y vio que el hombre estaba hablando por teléfono.

Soltó un profundo resoplido y fue a la cocina. No tenía microondas ni lavavajillas, y la cafetera que llenó de agua para ponerla a hervir no era precisamente un último modelo.

De todos modos, el café ya no figuraba en su lista de bebidas permitidas.

Encendió la llama y vació una bolsita de cacao en una taza de color blanco. Si la caldera no funcionaba aquella noche, tendría que quedarse en la casa nueva de su hermano. Él se lo había ofrecido desde el primer momento, alegando que la cabaña no estaba habitable. Seguramente se refería a que no estaba habitable para ella, conociendo su gusto por el lujo y la comodidad. Jake y su mujer se habían marchado a California el día antes de que Sydney llegara a Weaver, y el plan era pasar un mes con los gemelos de Jake, que pasaban la mayor parte del año con su madre. Pero Sydney había insistido en quedarse en la cabaña y arreglárselas por su cuenta, asegurando que le encantaba aquel sitio tan bonito y pintoresco donde poder disfrutar de toda la intimidad que necesitaba.

Jake accedió, resignado a que su hermana fuera siempre tan cabezota. Lo que no añadió, pero que seguramente pensaba, fue que Sydney estaba cometiendo un grave error.

Equivocada o no, estaba decidida a seguir su plan hasta el final. Su hermano no sabía la verdadera razón por la que Sydney había buscado refugio en Weaver, y ella no se lo diría hasta que estuviese preparada. En aquellos momentos no podía aceptar un fracaso, y una fracasada se sentiría si tuviera que desistir de su propósito original y quedarse en casa de su hermano.

Se apoyó en el armario de pino que formaba la pequeña cocina en forma de L y esperó a que hirviera el agua. Pequeñas burbujas empezaban a formarse cuando la puerta de la cabaña volvió a abrirse y entró el técnico. Ya no llevaba las gafas de sol, pero tampoco las herramientas.

–¿Cuánto tiempo cree que va a tardar?

–No mucho –se agachó de nuevo frente a la caldera y sacó un mechero del abrigo–. Mi herramienta –le dijo con expresión divertida–. El piloto está apagado, y sin electricidad no hay calor –se inclinó hacia delante y ocultó la caldera con su cuerpo.

–Espere –exclamó Sydney.

Él vaciló y se volvió hacia ella.

–Creía que tenía prisa por tener calefacción, señora.

Sydney le lanzó una mirada de pocos amigos.

–Quiero ver lo que hace.

Él se encogió de hombros, como si no le importara ser observado, y esperó a que ella apagase la cocina y se agachara a su lado. Su olor corporal la impactó tan fuertemente como se había temido. Pero no de la manera que temía.

No olía a sucio, sino al mismo aire fresco y puro que la recibió al bajarse del coche tras conducir durante horas desde Georgia. Una sutil fragancia a pino y a tierra que limpiaba los pulmones y quitaba el hipo.

Se percató de que él la estaba mirando de soslayo y culpó a sus revolucionadas hormonas cuando empezaron a arderle las mejillas. No se ruborizaba desde que tenía diez años. Sin duda eran las malditas hormonas, las mismas que la habían obligado a añadir pepinillos en vinagre y patatas fritas al sándwich de mantequilla de cacahuete que se tomaba para desayunar.

–¿Y bien? ¿Va a enseñarme lo que hace o qué?

El hombre enarcó las cejas y sacudió casi imperceptiblemente la cabeza, pero puso su largo dedo índice sobre un botón.

–Esto controla si el piloto está encendido o apagado. Lo apagué antes de salir –volvió a encenderlo y una marca de sangre reseca apareció en sus nudillos–. Ahora lo he colocado en la posición que dice «Piloto» –con la otra mano levantó el mechero y lo encendió. Lo introdujo en la caldera y movió la cabeza delante de Sydney para poder ver.

Tenía un pelo realmente espeso.

Sydney devolvió la mirada a lo que estaba haciendo.

–Con la llama encendida, mantengo el interruptor apretado hacia abajo –sacó el mechero y dejó que se apagara, pero la pequeña llama azulada seguía ardiendo en el interior de la caldera. Sydney mantuvo la vista fija en ella, aunque de nuevo sentía la mirada de aquellos ojos verdes.

De pronto, el hombre se inclinó y apagó la minúscula llama con un soplido.

–Tenga –le ofreció el mechero–. Quería aprender cómo se hace, ¿no?

Ella asintió y aceptó el mechero con cuidado de no tocarle los grasientos dedos. Él puso una mueca con los labios, como si se hubiera dado cuenta, pero lo que dijo fue para tranquilizarla:

–No tenga miedo. Nunca aprenderá si no lo intenta.

Sydney apretó el interruptor donde él le indicaba, encendió el mechero y consiguió que de nuevo prendiese la llama.

–Eso es. Espere así un minuto y luego suéltelo –ella hizo lo que le decía y él le enseñó que el piloto permanecía encendido–. El termopar detecta la llama, se abre la válvula del gas y, voilá, ya tenemos calefacción. Se gira el mando a la posición de Encendido, ¿lo ve? –esperó a que ella asintiera y volvió a colocar el panel en su sitio–. Con esto debería bastar.

Se levantó, se dirigió hacia el otro extremo de la cabaña y pasó la mano por la rejilla de ventilación.

–Ya sale –miró brevemente los cuadros recién colgados y volvió a mirarla a ella.

Sydney también se levantó. La opinión de aquel hombre por el arte moderno se reflejaba en su mueca burlesca.

–Supongo que su jefe me enviará la factura. Le daría una propina si no hubiera tenido que esperar ocho horas.

Derek Clay consiguió reprimir la sonrisa mientras miraba a Sydney Forrest, la hermana del marido de su prima.

Había ido a verla únicamente para ver cómo estaba, ya que vivía muy cerca de aquella cabaña apartada en la que ella se había instalado con sus horribles pinturas. Se preocupó sinceramente de que no tuviera calefacción, pero no estaba interesado en ella para nada.

Era muy guapa, pero Derek sabía por Jake que le gustaba vivir rodeada de lujos. Una niña rica, mimada y altanera. Ninguna de esas cualidades figuraba en la lista de atributos que Derek buscaba en una mujer. Por muy atractiva que fuese.

–Seguro que agradecen el pronto pago –le tendió la mano–. Me llamo Derek, por cierto.

Ella le observó la mano con una mueca de asco. La tenía manchada de grasa por haber estado peleándose con el viejo motor de un tractor en el que la gata de su madre había decidido tener a sus gatitos.

Tragó saliva y le estrechó brevemente la mano.

–Sydney Forrest.

–Lo sé. Eres la hermana de Jake.

Sus finas cejas se juntaron sobre una nariz estrecha y ligeramente respingona, el único rasgo que rompía la clásica belleza de sus facciones.

–¿Conoces a mi hermano? –el tono insinuaba que nadie de su calaña podía conocer a la distinguida familia Forrest.

–Eso me temo, Syd –repuso él, tomándose más confianzas de la cuenta deliberadamente–. Y se podría decir que tú y yo somos parientes, estando tu hermano casado con mi prima.

El rostro de marfil se contrajo en una mueca de asombro, y sus labios rosados se curvaron en un atisbo de sonrisa que no llegó a alcanzar sus ojos azules.

–¿D.J. y tú sois primos?

–En efecto. Y eso nos convierte a ti y a mí en una especie de parientes lejanos –lo dijo con la intención de provocarla, pero en el fondo se sintió irritado por aquel parentesco, porque, por muy altiva que fuese, era condenadamente hermosa.

Sus ojos eran de un intenso color azul marino, y su brillo acerado le recordó a Derek la capa de hielo que se formaba en la carretera.

–Me podrías haber dicho quién eras –su voz seguía siendo tan fría como el hielo, pero la cadencia de sus palabras resultaba extremadamente sensual.

–Y tú podrías haber esperado tres segundos antes de ponerte a sacar conclusiones –replicó él amablemente–. Pero no te preocupes, no diré nada si tú tampoco.

–Puedes decírselo a quién te dé la gana. No he hecho nada malo.

–No, claro que no –dijo él, aunque aquella actitud soberbia y desdeñosa le iba a dar más de un disgusto en Weaver–. Vigila la luz del piloto –le advirtió–. Si el termopar falla, volverá a apagarse. Y no esperes un día entero para pedir ayuda.

Ella se cruzó de brazos y lo miró con una altanería sorprendente para su corta estatura.

–Llamé para pedir ayuda –le recordó.

–¿Llamaste al número de la Doble C que Jake te dejó? –le preguntó él, aunque no necesitó ver su rostro avergonzado para saber la respuesta. Derek se había pasado todo el día trabajando con su padre en el rancho. Si la hermana de Jake hubiera llamado, lo habría sabido.

–No quería molestar –dijo ella, mucho más tensa.

–No habría sido una molestia para nadie –respondió él, irritándose otra vez–. Lo sabrías si hubieras venido a la boda de J.D. y Jake y te hubieras tomado la molestia de conocernos.

–¿Eso fue lo que dijo Jake? ¿O simplemente lo has dado por hecho?

Jake no había dicho ni una sola palabra en contra de su hermana.

–En las bodas se suele reunir toda la familia.

–Si hubiera podido asistir, lo habría hecho –le aseguró ella–. Hace unos meses vine a la boda de mi tía Susan con Stan Ventura, y no recuerdo haberte visto allí.…

–Estaba en Cheyenne, trabajando –mintió sin el menor escrúpulo. Si no asistió a aquella boda, fue porque estaba en un funeral.

–A lo mejor yo también estaba trabajando en la boda de mi hermano.

–¿Estabas trabajando?

Ella inclinó ligeramente la cabeza y su reluciente pelo negro azulado le cayó por su pómulo de patricio.

–Sí.

–¿Y a qué te dedicas, Sydney Forrest? No sabía que trabajaras para Forco.

–La empresa la llevan mi hermano y mi hermana, pero soy miembro de la junta directiva.

–¿Algo más?

–Arte y caballos de carreras.

El meloso acento sureño que impregnaba sus palabras hizo que «arte» sonara casi como un sensual gemido de placer.

–¿Como esas monstruosidades de ahí? –apuntó con la barbilla hacia los cuadros de la pared.

–¿Preferirías un desnudo sobre terciopelo negro, quizá?

–No subestimes la combinación de terciopelo y piel desnuda hasta que la hayas probado... –dijo él al tiempo que se acercaba.

Ella retrocedió bruscamente con un brillo fugaz en los ojos.

–No me puedo creer que estés emparentado con J.D. Ella es un encanto, y tú…

–No soy una mujer, eso está claro.

–Detestable –concluyó ella.

–Y tú eres una esnob –replicó él–. Ocúpate de ese pequeño detalle, pastelito, y yo me ocuparé de lo mío.

–¿Pastelito? –dio un paso atrás y le cerró la puerta en las narices.

Lo mismo habría hecho él.

–Ha sido un placer –dijo en voz alta a través de la puerta, y se giró en dirección a su camioneta. Al cabo de una semana, si no antes, aquella niña rica habría vuelto a Georgia. Era lo que hacían las niñas ricas y mimadas cuando las cosas se ponían difíciles. Huir.

Al subirse a la camioneta volvió a mirar hacia la cabaña, a pesar de su intención de no hacerlo.

Ella lo estaba mirando desde el interior.

Los dos apartaron la mirada casi al mismo tiempo, y Derek intentó convencerse de que fue ella la primera en apartarla.

Pero cuando la nieve crujió bajo los neumáticos al dar media vuelta, tuvo que admitir que tal vez hubiera sido él.