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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Nancy Warren. Todos los derechos reservados.
ESTRICTAMENTE PLACER, Nº 37 - enero 2011
Título original: My Fake Fiancée
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2004 Jamie Sobrato. Todos los derechos reservados.
DESPERTANDO A LA TENTACIÓN, Nº 37 - enero 2011
Título original: Some Kind of Sexy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9736-5
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen paisaje: FDLHS/DREAMSTIME.COM

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Estrictamente placer

Nancy Warren

 

Despertando a la tentación

Jamie Sobrato

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Estrictamente placer

Nancy Warren

Capítulo 1

Las puertas del ascensor se abrieron como para recibir a David Wolfe cuando entró en el edificio de oficinas del centro de Filadelfia. No tener que esperar a que llegara un ascensor un lunes por la mañana en hora punta siempre era una buena señal. Iba a ser uno de esos grandes días en los que todo salía como él quería.

Cuando las puertas volvieron a abrirse para dejarlo en la planta veintiuna, en las oficinas de la compañía de seguros Keppler, Van Horne, ya estaba preparándose para salir.

La vida nunca le había ido mejor. Después de seis años de duro trabajo en la prestigiosa empresa, había oído rumores sobre un puesto vacante de vicepresidente cuando Damien Macabee se jubilara, y David estaba más que preparado para ser el vicepresidente más joven en la historia de la compañía. Cuando entró en su despacho, saludó a su secretaria.

—Buenos días, Jane.

—Buenos días, David.

Jane era una secretaria de mediana edad que había supuesto un golpe de suerte en la carrera de David. Cada uno respetaba el trabajo del otro, trabajaban como un equipo eficiente y él sabía que, cuando fuera presidente de Keppler, Van Horne, ella seguiría siendo su mano derecha. Un equipo tan bien avenido como el suyo no era algo que se encontrara con frecuencia.

—El grupo Belvedere ha preguntado si podrías estar allí a las cuatro en lugar de a las tres, así que he modificado tu agenda de hoy en base a eso.

—Genial, gracias.

Se rascó la nariz. Se le había quemado con el sol y le picaba después de un fin de semana navegando en el que había jugado a los médicos con una enfermera de Boston que lo había tenido demasiado ocupado como para pensar en echarse protección solar.

—Ah, y has recibido tres llamadas de una mujer llamada Gretchen.

—¿Y Gretchen ha dejado un apellido?

—No creo que esté interesada en una póliza de seguros.

—Oh, esa Gretchen —era una azafata de vuelo con la que se había divertido, pero que claramente quería algo más de la relación de lo que él estaba dispuesto a dar—. Le dije que no me llamara al despacho —nunca le daba el número de su trabajo a las mujeres con las que salía, pero no era difícil localizarlo. Una simple búsqueda en Google bastaba—. Si vuelve a llamar, dile…

—Si vuelve a llamar, te la pasaré. A lo mejor deberías decírselo tú mismo.

—De acuerdo. Tienes razón.

—Imagino que no te has quemado con el sol estando con Gretchen.

—No. He estado navegando con una mujer llamada Claire. La verdad es que es muy divertida…

Jane estaba mirando hacia la puerta y de pronto lo interrumpió diciendo:

—No me extraña que vayas a casarte con ella. Sois perfectos el uno para el otro.

Si Jane estaba hablando sobre su prometida, eso sólo podía significar una cosa que quedó confirmada cuando la voz de un hombre mayor le dijo:

—Ah, David. ¿Tienes un minuto?

Se dio la vuelta para saludar al presidente de la compañía, Piers Van Horne.

—Claro, Piers. Pasa.

—Te has quemado. ¿Dónde habéis estado tu prometida y tú este fin de semana?

David pudo sentir en su espalda la mirada de Jane como si estuviera lanzándole rayos láser. Era verdad, no era una buena idea mentir al jefe, pero David estaba seguro de que sus motivos para hacerlo eran razonables.

—Hemos estado navegando un poco por Cape Cod. Nos ha hecho un tiempo fantástico.

David llevaba meses hablando de su prometida, desde que había oído rumores sobre la inminente jubilación de Macabee. Sabía que en Keppler, Van Horne había una regla no escrita: nadie que no estuviera casado ascendía a vicepresidente. Se esperaba que los vicepresidentes recibieran a clientes tanto en su casa como fuera y, por esa razón, Piers y su hermano preferían que los vicepresidentes, ya fueran hombres o mujeres, tuvieran pareja. David, que ya se había saltado las reglas en algunas ocasiones, había empezado a hablar de su prometida. Así, como si nada. Había llegado al trabajo un lunes hablando sobre el fin de semana que los dos habían pasado en Nueva York, o sobre el fugaz viaje que había hecho al Caribe.

—Es maravillosa. Hace que mi vida tenga sentido. Por cierto, ¿cómo están Helen y los chicos?

Charlaron un rato sobre universidades y después Piers dijo:

—Nos gustaría celebrar vuestro compromiso. Somos un negocio familiar y, admitámoslo, todos estamos involucrados en la vida de los otros, sobre todo a nivel ejecutivo. Pronto celebraremos una cena del consejo y quiero que vengas con tu prometida.

Para él, ser invitado a esa cena era un gran honor; significaba que los miembros del consejo iban a observarlo antes de ofrecerle el puesto de vicepresidente.

¡Sí! Estaba sucediendo de verdad. Iba a ser el vicepresidente más joven en la historia de Keppler, Van Horne.

Y fue cuando David lo entendió.

No sería él al que someterían a un escrutinio. Piers y el consejo querían asegurarse de que iba a casarse con la mujer apropiada para ser la esposa de un vicepresidente de Keppler, Van Horne.

David se consideraba un tipo optimista, de esos que siempre veían el vaso medio lleno, pero en ese momento sentía que el vaso se había caído de la mesa y hecho pedazos en el suelo, derramando todo su duro trabajo y sus sueños de ascender.

—¿Una cena de compromiso? —su voz sonó un poco más aguda de lo habitual mientras intentaba desesperadamente pensar en una salida—. No estoy seguro, tiene una agenda muy apretada. Yo...

Piers se levantó y le dio una palmadita en el hombro.

—No te preocupes. Ya que vosotros dos sois los invitados de honor, nos adaptaremos a vuestra agenda. Tenemos planes para ti, hijo. Grandes planes.

—Gracias, Piers.

Después de que su jefe se marchara, intentó controlar el pánico y empezó a pensar.

Estaba mirando por la ventana de su despacho cuando entró Jane.

—Aquí tienes los... ¿Qué te pasa?

Él se giró.

—Piers y el consejo quieren celebrar una cena de compromiso para mi prometida y para mí. Nos dejan fijar la fecha a nosotros para que no pueda alegar que ella no estará disponible. Jane dejó caer sobre la mesa la montaña de papeles que llevaba.

—Si estás buscando compasión, has acudido a la persona equivocada. ¿No te avisé? —sacudió la cabeza—. ¿Qué vas a hacer? ¿Romper con el amor de tu vida justo antes de la cena?

Él ignoró su sarcasmo.

—¿Cuánto tiempo tienes? —preguntó ella.

—Un par de semanas como mucho.

—No hay problema. Estoy segura de que puedes encontrar a una mujer simpática y respetable que acceda a casarse contigo en un par de semanas. Debería ser pan comido. Está Gretchen, por ejemplo, o... ¿cómo se llama? ¿Claire?

—Mira, ellas no son la clase de mujer que Piers y el consejo aprobarían. Los dos lo sabemos. Además, lo de casarse no va conmigo.

Jane resopló, pero ella no conocía su pasado y él no tenía la más mínima intención de compartir el momento más humillante de su vida. Si quería verlo como un hombre que se divertía demasiado, algo que era esencialmente verdad, no le importaba.

—¿Sabes? Tienes parte de razón. Voy a encontrar una mujer que finja ser mi prometida durante un par de meses. Lo único que necesito es una chica simpática y decente. Conocerá a los del consejo y, después de que me asciendan, romperemos por diferencias irreconciliables. Si soy franco con esa chica desde el principio, nadie se sentirá herido. No puede ser tan difícil.

—David, es una idea terrible.

—Será sólo durante un par de meses. Lo único que tengo que hacer es encontrar a una buena mujer.

—¿Conoces a alguna buena mujer?

—Sí. A muchas. Pero ninguna tiene madera de esposa de vicepresidente. Supongo que no conocerás a ninguna.

—Todas las mujeres que conozco son demasiado maduras para ti. Y eso incluye a mis sobrinas de veinte años.

Llevaba conquistando a mujeres tantos años, que había perdido la cuenta. Apoyó una cadera contra la mesa, seguro de que saldría de ese embrollo.

—¿Quieres apostar algo a que la encontraré?

—¿Qué hace un tipo como tú, que ama tanto el riesgo, trabajando en una compañía de seguros?

—Este mundo consiste en las probabilidades, Jane, y lo sabes. El cliente paga una pequeña prima por si sucede una catástrofe, la compañía de seguros básicamente apuesta a que no sucederá y se guarda el dinero. Riesgo, seguridad, recompensa... todo está unido. ¿Y este riesgo? Creo que puedo correrlo con toda seguridad.

Jane abrió la boca, la cerró, y volvió a abrirla.

—Irás al infierno.

Chelsea Hammond estaba de muy malhumor cuando se reunió con su amiga Sarah Wolfe para tomar algo después del trabajo en un restaurante de moda. Por lo general, le encantaba estar allí cerca del río y en el centro histórico de la ciudad, pero no ese día; estaba lleno de turistas que probablemente habían ido a visitar la Campana de la Libertad y a comer bistec al queso.

Debería haber cancelado la copa con Sarah y haberse ido a casa, pero Sarah era su mejor amiga. Habían crecido en casas que se encontraban la una frente a la otra y eran de la misma edad.

Según se acercaba al restaurante, vio que Sarah ya estaba allí, con uno de esos trajes de abogada que la hacían parecer una mujer dura y un maletín en la mano mientras gritaba a alguien por el móvil. Chelsea se compadeció de quien fuera que estaba al otro lado de la línea.

Sus diferentes personalidades estaban representadas por sus respectivas elecciones a la hora de vestir. Chelsea llevaba los vaqueros que se había comprado en París y que ya estaban desgastados y una camiseta y unas botas que se había comprado en Barcelona. Si su pasión era la cocina, la moda era un amor rival.

Al acercarse, Sarah la vio y su severa expresión se desvaneció en una picaruela sonrisa.

—Ah, sí. Nosotros tampoco queremos volver a los tribunales. Ajá. Bien. Habla con él y llámame. Sí, la cena sigue en pie.

Cerró el teléfono sin decir ni adiós.

—Cretino —dijo antes de meter el teléfono en el bolso y darle un abrazo a su amiga—. ¿Cómo estás?

—«Cretino» es la palabra del día —afirmó Chelsea mientras se abrazaban.

Entraron en el bar del restaurante y se sentaron en una mesa. Sarah pidió un martini y Chelsea un Pernod.

—Ahora eres muy francesa, se me hace raro.

—Supongo que sí. Me he acostumbrado al Pernod en París.

Señaló el vaso de su amiga, con aceitunas en el fondo.

—Y sé que en tu cita de esta noche no llegarás muy lejos.

—¿Cómo dices?

—Nunca bebes antes de tener sexo con un tipo la primera vez. Siempre era tu regla y apuesto a que no has cambiado.

Sarah sonrió.

—Nos conocemos demasiado bien. Te he echado de menos. Me alegra que hayas vuelto.

—Yo también te he echado de menos.

—Bueno, ¿y quién es el cretino de tu vida?

—Mi jefe. Es fabuloso a la hora de gritar e insultar al personal, algo que se le podría perdonar si fuera un restaurador fantástico, pero trata a la comida tan mal como trata a los empleados; cocina como un hombre de las cavernas que acaba de descubrir el fuego.

—Entonces no es un cretino, es un troglodita.

—Exacto. Odio mi trabajo y odio a mi jefe, pero trabajar como ayudante de chef es lo único que he podido encontrar al volver a casa. Han sido tres semanas horribles.

—¿Quieres que demande a tu jefe?

—No, no se porta así sólo conmigo, lo hace con todo el mundo. Ni siquiera quiero el trabajo. Quiero crear mi propia empresa de catering, pero sin capital y sin cocina, es imposible —y con sus deudas después de haber hecho prácticas de cocina en París, pasaría algo de tiempo hasta que pudiera abrir su propio local.

—No digas eso. No es imposible.

—Calla, no quiero una charla para darme ánimos. Quiero llorar. Así que, en resumen, mi trabajo es horrible, mi jefe es horrible y, ¡oh, claro!, mi contrato de alquiler está a punto de expirar. Tengo veintiocho años y lo único que tengo es un talento que no puedo permitirme usar, electrodomésticos de cocina sin una cocina donde ponerlos y ropa comprada en París. Soy una perdedora.

—No lo eres. Mírate. Eres preciosa. Mataría por tener tu cuerpo, los hombres se derriten por ti —le miró el pecho—. Maduraste tarde, fue como si nada más llegar a la universidad de pronto te salieran las tetas.

—Y las caderas.

—Así que dices que tu trabajo apesta, pero sólo llevas aquí unas semanas. Date un respiro.

—Supongo que debería hacerlo —dio un trago mientras reflexionaba. Había hecho unos planes geniales con la ilusión de abrir su propia empresa de catering. Sabía que tenía el talento, lo que no tenía era dinero—. Ni siquiera necesito mucho dinero. Una cocina decente me valdría para empezar, pero no la tengo y encima pronto me quedaré en la calle.

—¡Pero has estado en París! En Le Cordon Bleu. Es el sueño de cualquier cocinero.

—¿Crees que es posible que haya visto Sabrina demasiadas veces?

Ella le había descubierto a Sarah la película en la que Audrey Hepburn, la guapísima hija de un chófer, se enamora perdidamente del guapo hijo del jefe de su padre, William Holden, que apenas se fija en ella. Su padre la envía a una escuela de cocina en París para ayudarla a superar ese enamoramiento. Pero claro, en la película, Audrey acabó con Humphrey Bogart, el hermano mayor, más inteligente y más rico, y vivieron felices para siempre.

Sarah se rió.

—Nos encantaba esa película, ¿verdad? Eres idéntica a Audrey Hepburn, pero no eres la hija de un chófer.

—Mi situación fue parecida. Vivía en vuestro barrio porque mis tíos nos acogieron a mi madre y a mí después del divorcio. Y me enamoré perdidamente de un chico llamado David, tu hermano, que no sabía que yo existía.

—¡Ja! Así que sí que te gustaba. Eras muy tímida cuando él estaba delante. Sólo abrías la boca para preguntarle por los deberes. Él creía que eras todo un cerebrito, nunca supo que tenías una gran personalidad y una cara preciosa oculta bajo ese pelo tan largo.

—No me lo recuerdes. Aunque, por otro lado, siempre me ayudó —sus dulces recuerdos sobre aquel chico se ensombrecieron de pronto—. Y entonces aparecía una de sus muñequitas y se olvidaba de mí, de ayudarme con las Matemáticas y de todo.

—Aún sale con muñequitas frívolas, aunque no te lo creas. Este chico nunca ha llegado a crecer.

Habían pasado más de diez años desde la última vez que había visto a su amor de juventud.

—Por favor, dime que ahora está calvo y que tiene barriga cervecera.

—Me gustaría poder decírtelo, créeme, pero sigue siendo un tío bueno. Claro que, por dentro, sigue siendo un adolescente. Es una lástima.

—¿No se ha casado?

—Tienes que jurarme que no se lo dirás a nadie, pero estuvo prometido una vez.

—¿En serio? ¿Qué pasó?

—No estoy segura del todo, pero ella era una chica lista, guapa, atlética, asquerosamente perfecta, y entonces de pronto decidió volver con su antiguo novio. David actuó como si no hubiera sido para tanto, pero la verdad es que se quedó hundido.

Chelsea tenía los ojos abiertos de par en par, no podía creerse que una chica hubiera tenido a su lado a un tipo como David y lo hubiera dejado marchar.

—Debió de hacerle mucho daño.

—Sí. Ahora ha vuelto con sus muñequitas superficiales. Sólo le interesan las mujeres que lo ven como el centro del universo, que no le suponen un reto. Está totalmente centrado en su carrera y cree que para cuando llegue a los cuarenta estará dirigiendo la compañía. Cretino.

—Veo que seguís teniendo esa relación de amor odio.

—Lo quiero, sabes que sí. Pero estoy enfadada por la broma que me gastó en Navidad.

—¿Aún seguís gastándoos bromas? —le pareció que ninguno de los dos había crecido.

—Empezó él —exclamó Sarah, confirmando la sospecha de Chelsea—. Me apuntó a una de esas páginas web de citas y con el perfil más estúpido que podrías imaginarte. Hizo que pareciera una virgen cincuentona buscando al señor Perfecto. Tardé días en descubrir por qué estaba recibiendo e-mails de un montón de tipos conservadores.

Tuvo que esforzarse por no echarse a reír. Los dos llevaban años gastándose bromas.

—¿Y qué hiciste para vengarte?

—Aún no he encontrado nada lo suficientemente malvado —sonrió—. Aún.

—¿Y con quién es tu cita de hoy? ¿Con otro abogado de divorcios?

—Es verdad que me conoces demasiado bien. Oye, ¿por qué no paso de este tipo y salimos las dos juntas?

—No puedo. Tengo que buscar un piso... o un albergue.

—Puedes quedarte conmigo todo el tiempo que quieras.

—Y lo haría si no fuera alérgica a tu gato, pero gracias.

A veces se preguntaba por qué había vuelto a Filadelfia. Su madre había vuelto a casarse y se había mudado a Florida, sus tíos se habían marchado a Palm Springs y, a pesar de todo, ese lugar seguía siendo su hogar. Sus amigos y todos sus recuerdos estaban allí. Por mucho que le hubiera encantado París, siempre había sabido que volvería.

Philippe le había suplicado que se quedara diciéndole que podían abrir el mejor restaurante de París juntos y que, si las autoridades le ponían algún problema con su visado, se casaría con ella.

Pero su hogar la había llamado y ahora ahí estaba, de vuelta en casa e, irónicamente, sin casa.

Capítulo 2

A David se le daba muy bien mantenerse frío cuando se encontraba bajo presión y por experiencia sabía que al final las cosas siempre le salían bien. Tal vez necesitara trabajar un poco más, esforzarse más, encontrar una solución, pero al final siempre arreglaba el problema.

En ese caso, era diferente. Había atrasado la fecha de la cena de compromiso todo lo posible, pero estaba acercándose con rapidez. ¿Cómo iba a encontrar una prometida en unos pocos días? No podría hacerlo a menos que le vendiera su alma al diablo.

Y, además, no le valdría cualquier chica. Estaría bajo el escrutinio de todos los miembros del consejo y de sus esposas. Había repasado mentalmente todas las mujeres que se le habían ocurrido, había rastreado por el Facebook, en su agenda personal, pero ninguna de las mujeres que conocía eran la clase de mujer que Piers y su hermano considerarían apropiada para esposa de director.

Debería haberse pasado todo el fin de semana localizando a casamenteros que pudieran conocer a una mujer apropiada que quisiera fingir ser su prometida durante unos meses; alguien serio, sin mucho estilo, que supiera defenderse y hacerse valer en una conversación. También, tendría que ser discreta. Después, una vez que tuviera el puesto de vicepresidente en el bolsillo, su futura esposa y él descubrirían que no querían casarse. Él recibiría la compasión y la comprensión que despierta todo hombre abandonado y el puesto sería suyo.

Sin embargo, en lugar de entrevistar a posibles candidatas, estaba dirigiéndose a su casa para almorzar con sus padres antes de que ellos se marcharan de vacaciones unas semanas.

Recorrió el camino de entrada de la casa que sus padres tenían en Cape Cod y vio que su hermana ya estaba allí.

Salió del coche y sacó el enorme ramo de flores que era, por un lado, un regalo de despedida y, por el otro, un regalo de disculpas, ya que hacía semanas que no iba a visitar a sus padres.

Cuando pasó por delante del coche de su hermana, vio que ella seguía dentro y que, como siempre, estaba discutiendo con alguien por el móvil. La saludó y siguió caminando, pero entonces se detuvo en seco y retrocedió hasta la puerta del conductor.

Sabía que estaba dejándose llevar por la desesperación, pero Sarah tenía un montón de amigas abogadas como ella y alguna podría impresionar a Van Horne. Además, era cuatro años más joven que él, así que la mayoría de sus amigas estaban en el rango de edad perfecto. Claro que esas chicas solían ser demasiado serias y demasiado feministas, y consideraban los testículos del hombre no como una de sus principales zonas erógenas, sino como el lugar más a mano para darles una patada. Una patada muy fuerte.

Sin embargo, estaba desesperado.

Ella apagó el teléfono y dejó escapar un resoplido de satisfacción. Era raro que su hermana perdiera una discusión, como él bien sabía por experiencia. Era la perfecta abogada de divorcios.

—¿A qué pobre imbécil estás fastidiando esta vez?

—¿Quieres hablar de fastidiar a la gente? Ese tipo ocultó millones de dólares en el extranjero y ahora está demandando a su mujer, una profesora de instituto, para exigirle una pensión alimenticia. Lo atraparemos.

—¿Alguna vez representas a hombres?

—Ni hablar —salió del coche y le dio un abrazo—. ¿Cómo está mi hermano mayor?

Ganar una discusión siempre la ablandaba, así que él decidió aprovechar y pedirle ayuda. Tal vez, sólo tal vez, tenía a la mujer perfecta para él.

—Pues en un lío, la verdad. Necesito tu ayuda.

—Oh, cielo, ¿qué pasa? ¿No será nada relacionado con la ley?

—No, no es nada de eso. Problemas de mujeres.

Las carcajadas de Sarah casi marchitaron de golpe el ramo de rosas.

—Ése es tu problema, guaperas, que sólo sales con muñequitas emocionalmente atrofiadas.

—Exacto —sonrió ante la expresión de sorpresa de Sarah—. Necesito conocer a una mujer de verdad. Alguien como tú que, obviamente, no sea pariente de sangre… ni que odie a los hombres.

—Yo no odio a los hombres.

—Está bien —no llegaría muy lejos insultándola, se recordó—. En serio, Sar, de verdad que necesito tu ayuda.

—Cuéntaselo todo a tu consejera.

Y eso hizo…

—¿Que has mentido sobre tener una prometida para lograr un ascenso?

—Haces que suene como si fuera algo malo.

—¿En qué estabas pensando?

—Está claro que no estaba pensando.

Ella cerró la puerta del coche con su cadera.

—No puedo creer que hoy en día una compañía piense que está bien negar o dar ascensos basándose en el estado civil de una persona. Está mal y es anticuado. ¿Quieres demandarlos? —su expresión se volvió tan llena de esperanza que David casi se rió.

—No. No quiero demandar a mi jefe. Quiero el puesto de vicepresidente.

—Entonces, ¿por qué has dicho que querías mi ayuda?

—Esperaba que conocieras a alguna mujer agradable y sin compromiso, alguien inteligente y con clase que pudiera ser encajar bien como esposa de un vicepresidente. Una chica a la que pudiera apetecerle acompañarme a unas cuantas cenas de empresa y actuar como si fuera mi prometida. Después, cuando consiguiera el empleo, romperíamos.

—Si conociera a alguna mujer así…

—Déjalo, no importa. Sólo quería intentarlo, no necesito que me des ninguna lección. Vamos a olvidarnos de toda esta conversación y disfrutemos de un agradable almuerzo en familia.

Se había girado para entrar cuando Sarah lo agarró del brazo.

—Espera.

David se dio la vuelta.

—Lo creas o no, sé de alguien que podría estar lo suficientemente desesperada como para hacerlo, si tú la ayudas a cambio.

—¿En serio?

—Y tú también la conoces. O la conocías.

—¿Quién es?

—Chelsea Hammond.

—¿Chelsea Hammond? —el nombre le sonaba, pero no lograba ponerle cara.

—¿Chelsea? ¿Mi mejor amiga? ¿La que vivía ahí mismo en la casa de los Dennis en la época en la que iba al instituto? —señaló una casa blanca de dos plantas que compartía un jardín trasero con la casa de sus padres—. Siempre estaba por aquí. Solía hacer las galletas y pasteles más ricos que he probado en mi vida.

—Oh, ¿te refieres a Hermione?

—Tú eras el único que la llamaba así —le recordó Sarah.

La recordaba bien. Era una chica muy seria. Siempre estaba leyendo un libro, normalmente uno de cocina, y tenía una mata de pelo morena y unos ojos marrones demasiado grandes para su cara. En cuanto había leído el primer libro de Harry Potter había pensado en la amiga de Sarah y desde ese momento la había llamado Hermione, como la mejor amiga de Harry, la cerebrito Hermione Granger.

Antes de poder preguntar más, se abrió la puerta.

—Me había parecido oíros a los dos —dijo su padre, sonriéndoles. Alzó la voz para decir—: ¡Meg, ya están aquí los chicos! —y su madre salió de la cocina con los brazos abiertos.

Meg y Lawrence Wolfe eran como las típicas parejas de los anuncios de jubilados, personas de éxito y llenas de salud que seguían felizmente casadas. Viajaban, se marchaban a lugares más cálidos en invierno y asistían regularmente a la iglesia. Su madre trabajaba como voluntaria en un comedor de beneficencia y, para vergüenza de sus hijos, su padre acababa de empezar clases de teatro.

La única pega que tenían era que ninguno de sus hijos estaba casado.

En cuanto se habían saludado, Sarah fue hacia la librería que había junto a la chimenea, sacó un álbum de fotos y lo abrió. Se lo llevó a David.

—Aquí hay una foto de los tres. Chelsea, tú y yo.

Era una fotografía tomada el día del cumpleaños de Sarah y los tres adolescentes posaban juntos. Él rodeaba a las dos chicas con sus brazos y la tarta decía «Feliz 15 cumpleaños, Sarah». En la imagen aparecía una delgada Hermione con una melena oscura y brillante que le caía como una cortina ocultándole la cara. Solía sonrojarse siempre que él estaba cerca, y eso le hacía sospechar que la chica estaba encaprichada de él. Había sido una buena niña, y David creía recordar que algunas veces la había ayudado a hacer los deberes.

—¿A qué se dedica ahora?

—Ha estudiado en Le Cordon Bleu en París. Hace unas semanas que ha vuelto a casa y está buscando una cocina. Tiene intención de crear una empresa de catering.

Su madre se acercó.

—Era una niña buenísima. Me alegra que haya vuelto. Tendremos que invitarla a venir cuando volvamos de nuestras vacaciones —y a continuación formuló la pregunta que David quería hacer—: ¿Sigue soltera?

—Sí.

Meg suspiró.

—No sé qué le pasa a la gente joven. ¿Es que ya nadie se casa?

—Claro que sí, mamá. Lo único que pasa es que David y yo somos muy selectivos.

David seguía mirando la fotografía, intentando imaginarse a Hermione de mayor. Veía que con quince años tenía una piel y un pelo bonitos y unos ojos grandes, y podía imaginársela de mayor. Se imaginaba a una chica estilo bibliotecaria con el pelo recogido en un moño y, tal vez, gafas por haber leído tanto. Y le gustaba la imagen, aunque temía algo…

—Conque catering, ¿eh? ¿Ha ganado mucho peso?

Sarah y su madre lo fulminaron con la mirada.

—¿Qué pasa? Sólo es una pregunta.

—Tomé algo con ella el jueves. No está tan delgada como cuando tenía quince años, pero por lo demás está exactamente igual. Incluso diría que la veo más guapa que antes. La reconocerías en cualquier parte.

David sintió que su mundo había pasado de pronto de ser una lúgubre película europea en blanco y negro a un éxito de taquilla en Technicolor. Chelsea Hammond era una chica brillante, estudiosa y algo tímida, y todo eso era positivo. Además había estado en París, lo que le añadía un cierto grado de sofisticación, y ¿podía cocinar? ¡Sus jefes se derretirían por ella!

Chelsea Hammond aún no lo sabía, pero acababa de convertirse en su prometida fingida perfecta.

Capítulo 3

—Bueno, ¿soy un genio o no? —exclamó Sarah.

La cafetería estaba repleta a media mañana, mamás con niños en sus cochecitos, señores mayores haciendo crucigramas y una gran mesa ocupada por lo que parecía un grupo de mujeres que salían a caminar juntas. El murmullo de voces quedaba enmarcado por el silbido del vapor de la máquina de café.

—¿Estás de broma? —dijo Chelsea tras un breve silencio.

—Te lo digo en serio. Mi hermano quiere que finjas que eres su prometida.

—No me lo creo —había estado enamorada de David Wolfe desde el primer momento que lo había visto en la parte trasera de la casa jugando a encestar y se quedó prendada de su alto y atlético cuerpo.

Nunca, mientras viviera, olvidaría ese momento. Su madre y ella acababan de mudarse con sus tíos, ya que sus padres, no contentos con alterar su vida con su divorcio, ni siquiera habían llegado a un acuerdo para dejar que siguiera en su casa, yendo a la misma escuela y junto a sus amigos de siempre. Recordaba haberse sentido perdida y sola, pero después se había asomado por la ventana, había visto a ese chico dando un salto en el aire mientras el sol resplandecía sobre su cabello, y se había enamorado perdidamente.

Por entonces tenía catorce años y hasta el momento ningún hombre había podido igualar el impacto que había sentido al ver a David Wolfe por primera vez.

Claro que, como en todos los casos de amor adolescente no correspondido, él apenas se había percatado de su existencia. ¿Y ahora el David maduro quería que fingiera ser su novia?

—Pero aún no has oído la mejor parte.

—¿Es que hay algo mejor?

—Ya que soy tu abogada…

—No, no lo eres.

—Lo sería si lo necesitaras. Deja de interrumpir. Ya que soy tu abogada, he negociado las condiciones.

—¿Condiciones? Estoy a punto de quedarme en la calle, no estoy de humor para bromas. Gástaselas a tu hermano.

—Le he dicho que si ibas a hacerle un gran favor, entonces él tenía que hacerte un favor a ti.

—¿Y cuál es?

Sarah esbozó una gran sonrisa.

—Que ya no estás en la calle.

—¿Qué?

—Le he sugerido a David que, si ibas a hacerle este gran favor, entonces él tiene que hacerte uno y dejarte vivir en su habitación de invitados.

—¿Estás sugiriéndome que me mude con tu hermano?

—Claro, tiene una casa fantástica y varias habitaciones. La habitación de invitados está decorada por un profesional, tiene su propia televisión, te encantará. Pero espera —dijo, como en los anuncios de la tele—, aún hay más.

—No puedo imaginarme más.

—Tiene una cocina impresionante de diseño y con electrodomésticos de último modelo. Lo único que usa es el microondas y el dispensador de hielos. Le he dicho que vas a dirigir un negocio de catering desde su cocina hasta que puedas permitirte tener tu propio local.

En lugar de hacer uso, como de costumbre, de su racionalidad, Chelsea se dejó llevar por la emoción.

—¿Y ha aceptado?

—Ha dicho: «Gracias, Sarah. Eres una diosa entre las mujeres y tengo el honor de ser tu hermano».

—En otras palabras, le has dicho que o me acogía en su casa o no había trato.

—Más o menos.

Ella se recostó en la silla y le dio un sorbo a su café con leche mientras en su cabeza se desvanecían las imágenes de electrodomésticos de acero inoxidable y de su propio dormitorio.

—Creo que no.

—¿Estás loca? Esto es todo lo que quieres y te lo he puesto en bandeja de plata. Admito que tener que fingir estar enamorada de David va a ser duro, y si yo tuviera que volver a vivir con él, me suicidaría, pero tú eres mucho más simpática y buena que yo.

—No es por eso. Sería una invitada no deseada en su casa. Sería incómodo.

—Créeme, ese hombre está tan desesperado, que podría decirle que tiene que marcharse de su casa mientras tú estás allí y empezaría a hacer las maletas.

Chelsea se rió.

—¿Cómo es posible que un treintañero atractivo no conozca a ninguna mujer agradable?

—Conoce a muchas mujeres agradables, son unas muñequitas superficiales. En serio, no sé dónde las encuentra, es como si las encargara por internet. El caso es que no son la clase de mujer que le presentas a tus jefes y que encaja en el perfil de esposa de directivo.

—¿Y creéis que yo lo soy?

—Pues claro. Eres simpática con todo el mundo, tienes buenos modales en la mesa, te mantienes al tanto de lo que sucede en el mundo y te encanta cocinar. Además, eres guapísima y no hay duda de que eso es un punto extra —le quitó a Chelsea el cruasán que tenía intacto en el plato y le dio un mordisco—. ¡Hasta yo estoy medio enamorada de ti!

—Sería genial volver a tener una cocina de verdad.

—¡Bravo! —y antes de que Chelsea pudiera decir nada más, Sarah había sacado el móvil y había marcado un número a toda velocidad—. ¡Ey, hermanito! Soy yo, la mejor hermana del mundo.

Chelsea no podía creerlo. Su amiga estaba cerrando el trato y ella ni siquiera había aceptado.

—He hablado con Chels y dice que lo hará. Necesitará un compromiso de tres meses, claro, ya que necesita esa cocina, así que aunque te ofrezcan el empleo de vicepresidente en una semana, ella seguirá teniendo un lugar donde quedarse y una cocina.

Chelsea estaba sacudiendo la cabeza y las manos, no podía creer que Sarah estuviera haciéndola quedar como una egoísta interesada.

Su amiga la ignoró. Estaba totalmente metida en el negocio.

—¿Trato hecho? Excelente —volvió a reírse—. Claro que habrá un contrato, lo tendré redactado antes de que llegue el viernes. ¿Dónde tiene que reunirse contigo?

Chelsea abrió los ojos de par en par y, al parecer, David también tenía ciertas reservas al respecto porque oyó a Sarah decirle:

—No. No podéis veros antes, porque ella no está aquí —su amiga le guiñó un ojo—. Está trabajando en un catering y volverá el viernes. No te preocupes. Te garantizo que estará allí. Acuérdate de Hermione, siempre era absolutamente fiable. Ahora dime, dónde y cuándo.

Chelsea casi había olvidado el apodo de Hermione. En el pasado había hecho como si lo odiara, claro, pero en secreto le había encantado que David se hubiera fijado en ella lo suficiente como para ponerle un apodo… aunque fuera porque le recordaba a una cerebrito socialmente inepta.

—No. No puedes llamarla. Recuerda, te he dicho que está trabajando en un catering y su móvil aún tiene el operador europeo. Es demasiado caro. No. No voy a darte el número. Tendrás que confiar en mí.

El tono de Sarah cambió.

—Ey, yo jamás te dejaría tirado, no con algo tan importante. Mira, si quieres que le diga a Chelsea que se olvide de todo, lo haré. Sólo queremos ayudarte… Está bien. Te verá el viernes a las siete menos diez.

Él dijo alguna otra cosa y Sarah volteó los ojos.

—¿No la recuerdas? Chelsea es la persona más puntual que conocerás en la vida.

Estaba claro que su hermano tenía sus dudas y Chelsea se dio cuenta de que a ella le pasaba lo mismo.

—¿Por qué no dejas que me vea ni que me llame antes del viernes? —le preguntó a Sarah cuando ya había colgado.

—Pequeño saltamontes, debes aprender a ser sensata. ¿Prefieres que tu amor de adolescencia al que no ves en años te vea en el trabajo, llena de harina y mugre de cocina o llevando uno de esos preciosos vestidos parisinos que has traído, con el pelo de peluquería y un maquillaje perfecto?

Tenía que admitir que su amiga tenía razón. Si tenía que ver al dios de su juventud, quería hacerlo con el mejor aspecto posible.

—¿Y cuál es la razón para no dejar que me llame por teléfono?

—En nombre de todas las mujeres, se merece ponerse un poco nervioso, ¿no crees?

Chelsea recuperó la mitad de su cruasán.

—En serio, ahora mismo no sé qué pensar.

—Va a ser fantástico. ¡Oh!, una cosa, David me ha pedido que lleves algo sexy. Ya sabes cómo son los hombres, les encanta lucir a una mujer guapa.

—¿Sexy, eh? —en lo más hondo de su ser, tenía que admitir que la atraía la idea de que David la mirara como a una mujer deseable en lugar de como a una tímida adolescente—. Lo tengo. Es rojo, bastante ajustado y corto. Aunque no sé, tal vez sea demasiado sexy para un ejecutivo.

Sarah estaba encantada.

—Será perfecto.

Capítulo 4

«Debería pedir cita con un psiquiatra», pensó David mientras se dirigía a la que, probablemente, sería la noche más importante de su vida, en la que además de llevar una acompañante que fingiría ser su prometida, esa chica era básicamente una cita a ciegas.

Al salir de su casa, pensó en qué cosas podrían salir mal. ¿En qué habría estado pensando? Había sido un arrogante al creer que podía llevar a cabo una trama así. ¿Por qué no había escuchado a Jane? Ella tenía razón, siempre tenía razón. Ese engaño había sido una mala idea desde el principio. Si su jefe lo descubría todo, no sólo perdería la posibilidad de un ascenso, sino también su trabajo.

Antes de poder darse cuenta, ya estaba delante del hotel donde había quedado con Chelsea.

Al situarse junto a la entrada, vio a una impresionante morena que parecía estar esperando al hombre más afortunado del mundo. Esa mujer era guapísima. En una escala del uno al diez, le daba un cincuenta. Llevaba una media melena lisa, oscura y brillante, y sus enormes ojos marrones miraban al mundo con una sofisticada inocencia. Tenía una boca maravillosa pintada en un sensual tono rojo; un rojo que hacía juego con el ceñidísimo vestido que resaltaba sus curvas de modelo. Dio un paso hacia él sobre unos zapatos de tacón de aguja y el contoneo de sus caderas casi acabó con él.

—Lo siento —le dijo a la chica—. He quedado con alguien.

Esa preciosa boca se curvó en una sonrisa.

—Creo que has quedado conmigo —incluso el sonido de su voz era excitante. David se rió.

—Ojalá —y después miró a un lado y otro de la calle esperando que Hermione llegara pronto.

La sonrisa de la chica desapareció y quedó reemplazada por una expresión de perplejidad.

—David. ¡Soy yo! Chelsea.

—¿Chelsea? —preguntó con la voz entrecortada ante la mujer más sexy que había visto en su vida. ¿Esa increíble mujer era su prometida? ¿Qué había pasado con la tímida y sosa Chelsea? Presentarle a esa chica a los ejecutivos y al consejo de directores sería como mezclar nitroglicerina con gas.

¡Boom!

Y sería él el que saliera volando por los aires.

Podía oír el eco de las palabras de su hermana: «Está exactamente igual».

Y fue entonces cuando se dio cuenta de que le había gastado una broma. Nunca debía haber apuntado a Sarah a esa página de citas de internet. En venganza, ella había arruinado su carrera.

—¿Eres Chelsea? —no podía creer que esa insulsa adolescente se hubiera convertido en una diosa. Una sonrisa de entusiasmo iluminó los ojos de Chelsea.

—No me has reconocido.

—Eh…, no. La verdad es que no. ¿Qué le ha pasado a Hermione?

—Que ha crecido. Pero decir eso era quedarse corto. Si al menos hubiera sido invierno, podría haberle comprado un abrigo y cubrirla desde los tobillos al cuello. Pero era julio, un caluroso julio, y no había forma de taparla.

Ella captó su preocupación.

—¿Estoy bien vestida? Sarah me dijo que me pusiera el traje más sexy que tuviera.

—Claro que te lo dijo. Rápidamente, David analizó sus opciones. Tenía cinco minutos hasta que se reunieran para cenar.

Podía decirle que se fuera a casa e inventarse que su prometida se había puesto enferma, o podía seguir con su farsa. Tal vez podía romper con ella mucho antes de lo planeado, ya que la prometida que había pensado que ayudaría a lanzar su carrera parecía estar en peligro inminente de destruirla.

Forzó una sonrisa.

—Estás bien —dio un paso adelante y la besó en la mejilla—. Gracias por ayudarme.

—Podría decir lo mismo. Supongo que estamos ayudándonos el uno al otro.

David casi gruñó. Había olvidado las condiciones de su hermana. No sólo iba a destrozar su carrera, sino que lo había convencido para que alojara a esa mujer en su casa durante tres meses.

—¿Puedes caminar con esos tacones? El restaurante está unas calles más allá.

—Creo que puedo apañármelas.

Se dirigieron al restaurante. Tenía cinco minutos para prepararla, mientras que se había imaginado que pasaría horas contándole todo lo que una prometida tiene que saber de su prometido. Aunque, de todos modos, lo había dejado tan atónito, que a David se le habían olvidado todas las cosas que le habían parecido importantes.

Pero, ¿qué más daba? Estaba condenado.

Chelsea parecía ajena a todo ello mientras caminaba sobre el pavimento como si fuera bailando al ritmo de sus tacones.

—¿A quién voy a conocer esta noche?

Por suerte, era una chica lista y, al parecer, no se había quedado tan impactada con él como él con ella. Le hizo un resumen de todos los participantes mientras ella escuchaba atentamente y le recordaba por primera vez a la chica que había conocido.

—¿Hay algo en particular que debería o no decir?

—Simplemente sé tú misma, y si no sabes qué decir, déjame a mí.

—¿Qué les has contado sobre mí? —el cabello le caía por la mandíbula en un corte sofisticado y él se fijó en lo largo y elegante que era su cuello.

—Nada. Ni siquiera sabían tu nombre hasta hace unos días. Ah, sí, fuimos al Caribe en marzo. Y te quemaste con el sol.

—Tonta de mí.

—Puede que también les haya dicho que te encanta esquiar.

—Tonto de ti.

—Sí. Creo que en febrero fuimos a Vail.

—¿Desde París?

—No sabía que estabas en París cuando nos prometimos. Improvisaremos sobre la marcha.

—Haré lo que pueda —dijo ella.

A pesar de los ridículos tacones de Chelsea, llegaron a tiempo y, antes de que él se sintiera preparado, ya estaban de pie esperando fuera del restaurante. Respiró hondo.

—¿Preparada?

—Más que nunca.

—Bien —le agarró la mano—. Espero que no te importe. Deberíamos actuar como… bueno, ya sabes…

—Amantes —respondió ella, entrelazando sus dedos con los de él. Encajaron a la perfección. La palabra «amantes» y el modo en que ella la había pronunciado le había hecho formar en su mente la imagen de los dos en la cama, una imagen ardiente y orgásmica. Pero eso no era lo que quería estar pensando cuando viera a sus jefes.

Entraron en el restaurante, un local francés, y los llevaron a la planta de arriba, donde tenían reservado un espacio privado.

Aún no había mucha gente, sólo los personajes clave. Piers y su esposa, Helen. El hermano de Piers, Lars, y su esposa, Amelia, y varios miembros del consejo con sus mujeres. Damien Macabee lo saludó con gesto afable y David estaba tan nervioso que ni siquiera se le pasó por la cabeza lo incómodo que sería cenar con el hombre al que pretendía sustituir. La mujer de Macabee también lo saludó y bajo su escrutinio se sintió todavía más incómodo. Pero claro, esa mujer era jueza y él siempre estaba convencido de que podía ver a través de él.

Durante un segundo se hizo un silencio absoluto. Piers fue el primero en reaccionar y caminó hacia ellos con una sonrisa.

—Bueno, David, me alegro de verte. Y, por favor, preséntame a tu encantadora prometida.

—Encantado, Piers. Piers Van Horne, mi prometida Chelsea Hammond —el nudo de la corbata estaba asfixiándolo. Ya había estado prometido una vez y se había jurado no volver a ponerse nunca más en la misma situación, a pesar de que ahora sabía que con Chelsea no saldría herido porque no la amaba y apenas la conocía.

Ella estrechó la mano de su jefe.

—Gracias por invitarme.

—Nos alegramos mucho de poder conocerte por fin. Hemos oído muchas cosas sobre ti.

—David también me ha hablado un poco sobre ustedes.

—Ven a saludar al resto de personas con las que trabajamos.

La instó a que se acercara.

—Mi esposa Helen. Helen, te presento a Chelsea.

Se dieron la mano.

—Vamos a traerles algo de beber a nuestras mujeres —dijo Piers.

David odiaba tener que dejarlas solas, pero no tenía elección.

—¿Qué quieres beber, cielo?

—Tomaré Pernod, como siempre, si tienen —respondió—. Y si no, vino blanco.

Pernod. Por qué demonios no podía beber algo normal, un whisky o un martini o algo así.

—Pernod —oyó decir a Helen y se estremeció de miedo—. Recuerdo que mi hermano lo bebía. Adoptó la costumbre cuando estuvo viviendo en Francia.

—Así es como empecé yo también. He estado viviendo en París hasta hace poco.

—¿En serio? Una Navidad llevamos a los niños a visitar a Bob. Estaba trabajando en IBM. ¿Tú estabas de vacaciones?

—No. He estudiado en Le Cordon Bleu. Soy chef.

—¿En serio? Qué interesante. Oh, cuánto te envidio. Me casé tan joven, que nunca… —y entonces David, que había ido a acompañar a Piers, ya no pudo seguir oyendo su conversación y se quedó sin saber qué era eso que Helen no había hecho nunca. Por lo menos los cinco primeros minutos de su suplicio estaban yendo mejor de lo que esperaba.

Piers y él pidieron las bebidas y volvieron con las mujeres, que para entonces estaban hablando de pasteles. ¡Pasteles!

David se bebió de un trago su whisky con soda. No era un gran bebedor, pero estaba claro que necesitaba algo que le diera un falso valor si quería pasar esa noche.

Más miembros del consejo empezaron a llegar y si bien Chelsea seguía destacando como la mujer más glamurosa y sexy de todas, él también empezó a darse cuenta de que no estaba avergonzándolo tanto como se había temido. Seguía siendo la persona inteligente, leída y curiosa de siempre, y además, parecía haber superado su timidez.