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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Elizabeth Harbison. Todos los derechos reservados.

DESEOS DE MEDIANOCHE, N.º 1549 - Diciembre 2012

Título original: Midnight Cravings

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1249-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Bajo el punto de vista de Dan Duvall, el jefe de policía, el concurso anual de preparación en directo de chili era siempre como un grano en el trasero.

El problema no eran sólo los borrachos, aunque había de sobra gracias a que el concurso lo patrocinaba una empresa local de cerveza. Lo peor eran los turistas. Todos los habitantes de Beldon, un pueblecito de Carolina del Norte de ocho mil habitantes, renacían como si fueran los protagonistas de una comedia musical para atender a los visitantes. Todos los años, durante una semana, los normalmente tranquilos habitantes del pueblo levantaban a toda prisa quioscos para vender camisetas, chucherías y refrescos a cuatro dólares para los acalorados y sedientos visitantes.

—Así que estoy pensando en vender alubias, ¿sabes?

Eso iba diciendo Jerry, el hermano de Dan, mientras caminaban calle abajo por la arteria principal del pueblo. Faltaba sólo una semana para el concurso y Jerry, como siempre, ya estaba maquinando una idea para hacerse rico a toda prisa.

—Porque, ¿qué es lo que quiere la gente cuando prepara chili? Alubias. Amasaré una fortuna.

Dan miró a Jerry con desconfianza.

—¿Esto es? ¿Es ésta la magnífica oportunidad de inversión de la que me habías hablado?

Dan observó la caseta de madera medio derrumbada que el viejo Jeb Currier se había ofrecido a alquilarle a Jerry por el «ventajoso» precio de novecientos dólares. Estaba situada en un pequeño recodo con césped de la calle principal.

—Sí. Por fin podrás tener un trabajo seguro. Qué demonios, ya te han disparado una vez en el trasero mientras cumplías con tu deber.

—Fue en la cadera —respondió Dan con impaciencia.

Ocho años atrás, Dan había cometido el error de entretenerse con una rubia platino del sur que participaba en el concurso de cocina. Su chili no era muy bueno, pero tenía otros talentos. Por desgracia resultó que también tenía marido, y cuando la encontró con Dan hizo lo que haría cualquier borracho con una pistola en aquellas circunstancias: Disparar y errar el tiro.

Jerry no sabía la historia completa. Igual que el resto del pueblo, pensaba que a su hermano le había disparado un turista.

—Bueno, lo que sea —gruñó Jerry—. Entonces, ¿te interesa?

—No.

¿Cuántas veces tendría que repetirlo?

—Me gustaría que todo el mundo dejara de pensar en los turistas que vienen al concurso como si fueran una mina de oro. Es como dar de comer a las palomas. Si lo hacemos seguirán viniendo.

—Eso es lo que queremos —aseguró Jerry apartándose el pelo de la frente—. No entiendes nada.

—Claro que lo entiendo. Lo entiendo perfectamente. Cada año este pueblo se llena de gente de la ciudad estresada, mandona, impaciente y en ocasiones armada. Y aquí todo el mundo se prepara para servirlos. Sé que lo hacen por codicia, pero cada caseta de refrescos ilegal, cada puesto de camisetas sin licencia y cada punto de venta de judías sin permisos complica mucho el trabajo de mi gente. Estamos hablando de seis agentes que todos los años por esta época terminan por trabajar las veinticuatro horas del día sin que nadie les dé las gracias. ¿Lo entiendes o no?

Jerry lo miró durante un instante antes de meter los pulgares en las trabillas de sus pantalones vaqueros.

—Voy a entrar en el negocio de las judías, tío. Puedes unirte a mí o no.

Dan observó un momento a su hermano y sacudió la cabeza.

—Consigue un trabajo de verdad.

—De acuerdo. Dame uno. Contrátame.

Dan debería habérselo imaginado. Aquello también sucedía todos los años.

—Eso ni hablar, Jerry.

—Vamos —suplicó su hermano—. Acabas de decir que te falta personal. Haré un gran trabajo. Dame una oportunidad. Dame una placa. Es la oportunidad perfecta para conseguir chicas.

—Olvídalo. Si no puedes ligar sin una placa tampoco lo conseguirás con ella.

—Para ti es muy fácil decirlo —respondió Jerry poniéndose a la defensiva—. Todas van detrás de ti.

Dan levantó una mano.

—No digas una palabra más. Ni una palabra más.

—¡Dan Duvall! —gritó una voz a su espalda.

Dan se dio la vuelta y se encontró con Buzz Dewey, presidente de la compañía cervecera, acercándose hacia él todo lo que le permitían sus cortas piernas y su prominente estómago. Cuando terminó de cruzar la calle principal estaba resoplando.

—Tranquilo, Buzz —le dijo Dan, que cada vez que veía a aquel hombre pensaba en una bomba de relojería a punto de estallar—. Despacio.

—Estoy bien —jadeó Buzz—. Vamos, demos un paseo. El médico dice que necesito hacer un poco de ejercicio todos los días.

—De acuerdo.

Comenzaron a andar calle abajo bajo la sombra de los robles y las coloridas fachadas. Allí estaba la farmacia de Smith, fundada en mil novecientos veinticinco, la floristería de Liz Clemens, la panadería de Beldon... Podría ser el decorado perfecto para rodar una película de Frank Capra.

—¿Y cómo va este año el tema de la seguridad, Dan?

—Como siempre —respondió el aludido deteniéndose un instante para que Buzz no se extenuara.

—Te lo pregunto porque este año es todavía más importante.

—¿Por qué lo dices?

Buzz se subió los pantalones hasta que el cinturón le llegó casi a la altura de los sobacos.

—Va a venir una autora de libros de cocina muy famosa, Beatrice Beaujold. Ha escrito un libro de recetas para hombres: Platos picantes, aperitivos, postres... Ya sabes, el tipo de comida que nos gusta. Supongo que con la intención de que se animen a declararse.

—Ah, ese libro.

Dan había leído hacía unas semanas un artículo en el periódico sobre las opiniones en contra de algunas feministas.

Buzz asintió con la cabeza.

—Tengo la sensación de que la autora debe de ser una damisela delicada. No quiero que se sienta ofendida por el comportamiento... digamos brusco de algunos de nuestros paisanos durante la preparación de las recetas.

Cuando una compañía cervecera patrocina un concurso de chili había que esperar un comportamiento brusco, pensó Dan. En la comisaría se recibían llamadas durante toda la noche de visitantes ofendidos, probablemente con pijamas de seda y mascarillas de pepino, quejándose del ruido. De ninguna manera podría mantener en silencio a todo el pueblo por una dama quisquillosa.

—Échale un vistazo —dijo Buzz sacando del bolsillo la página de una revista y pasándosela a Dan—. Ésta es toda la protección que va a traer.

Allí, rodeada con un círculo, estaba la fotografía de una mujer preciosa de cabello cobrizo y sonrisa resplandeciente. En el pie de foto se indicaba que era el miembro más reciente de una agencia de publicidad.

—No tiene aspecto de guardaespaldas —dijo Dan.

De lo que tenía aspecto era de chica de ciudad sensual e inteligente. Si él no estuviera ya escaldado como para liarse con las de su clase seguramente sería como barro entre sus manos. Pero había aprendido la lección. La había aprendido desde la Universidad, cuando cometió la estupidez de entregarle su corazón en bandeja de plata a una chica de la ciudad que lo utilizó como una pelota de goma, jugueteando con él hasta que lo dejó plano. Y desde entonces seguía plano. Sobre todo en lo que se refería a las chicas de ciudad sensuales e inteligentes.

—¡Exacto! Mírala: No tendrá más de veinticinco años y si pesa más que mi pierna izquierda me comprometo a tragarme mi sombrero. En cualquier caso, lo único que conseguirá es que haya todavía más brusquedad.

Como si las reducidas fuerzas de seguridad del pueblo no fueran a tener ya bastante. No tenían tiempo para proporcionarle protección privada a la autora. De hecho, si Dan les pedía a sus agentes que se quedaran más tiempo temía que más de uno firmara la renuncia. Seguramente tendría que ocuparse él mismo de aquel asunto.

—A ver qué te parece esto, Buzz —dijo—. ¿Y si yo personalmente mantengo vigilada a tu autora de libros de cocina?

El hombre se pasó un pañuelo por la frente húmeda de sudor y pareció agradecido.

—Eso sería todo un detalle por tu parte —aseguró—. Eres un buen hombre, Dan. Y un buen policía. Igual que tu padre.

—Bueno, gracias, Buzz.

Todo el mundo en Beldon recordaba con cariño a su padre, Jack Duvall, a quien Dan había sustituido como jefe de policía.

—La señorita Beaujold llega el jueves por la tarde —continuó diciendo Buzz—. Si pudieras estar en el hotel La Luna de Plata te lo agradecería.

—Allí estaré. No te preocupes por nada —respondió Dan, resignado.

El concurso de cocina iba a celebrarse. Otra vez.

Y algo en la foto que Buzz le había enseñado de Josephine Ross le hizo pensar que aquel año iba a ser más problemático que normalmente. Definitivamente, se mantendría alejado de aquella mujer.