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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

N.º 38 - mayo 2014

 

© 2005 Harlequin Books S.A.

Escándalo de sociedad

Título original: Society-Page Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books

 

© 2005 Harlequin Books S.A.

Solo una vez

Título original: Just a Taste

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicados en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4341-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

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WINE COUNTRY COURIER

 

Crónica Rosa

 

 

Había cirios encendidos, un cuarteto de cuerda tocando la marcha nupcial, rosas rojas y blancas... pero si la novia que había tras el velo no era quien se esperaba... en fin, nadie iba a preguntarle al novio, el millonario Simon Pearce, al respecto.

A pesar de esa sustitución de último momento, el señor Pearce parecía tranquilo y feliz en su boda, que se celebró unos días atrás. La novia, Megan Ashton, primogénita del magnate Spencer Ashton, que también era la organizadora del evento, estaba resplandeciente con un vestido blanco de seda y encaje.

La explicación oficial es que, aunque la decisión de casarse fue un tanto repentina, los dos se conocían desde hacía varias semanas y se habían enamorado... ¡mientras organizaban los preparativos de la boda del señor Pearce con otra mujer!

Y dudamos que la cosa termine aquí, porque cuando el nombre de un miembro de la familia Ashton sale a la palestra, siempre va seguido de algún escándalo, así que no se pierdan nuestras próximas ediciones.

Prólogo

 

1968

 

 

Spencer Ashton se reclinó en su sillón de cuero y esbozó una sonrisa arrogante. Había llegado muy lejos en muy poco tiempo desde que abandonara Nebraska. Pero no lo suficiente.

La sonrisa se borró de sus labios, sin embargo, cuando giró el sillón hacia la ventana para observar las palmeras mecidas por el viento. Las palmeras eran un símbolo de California, pero para él eran también un recordatorio de lo distinto que era su presente con respecto a lo que había dejado atrás. Sus ojos se fijaron entonces en su propio reflejo sobre el reluciente cristal, y lo escrutaron con satisfacción.

Era joven, razonablemente atractivo, y ambicioso, cosas todas de las que por el momento había sabido sacar provecho. Sólo hacía tres años que había entrado a trabajar en Inversiones Lattimer, y ya había conseguido su propio despacho. Se lo había ganado. Durante esos tres años le había dorado la píldora a John Lattimer, el dueño de la compañía, había dicho siempre lo que se esperaba que dijese, había estado donde se le había requerido, y había aprendido.

Había aprendido lo bastante como para saber que no se sentiría satisfecho hasta que no fuese su propio jefe.

Lo quería todo; quería desligarse por completo del hombre que había sido. Si sintió siquiera una punzada de arrepentimiento en ese instante por la joven esposa y los hijos a los que había abandonado, debió ser sólo durante una décima de segundo.

Hacía mucho que no pensaba en Sally. ¿Cómo iba a hacerlo con lo ocupado que estaba? Iba conduciendo por la autopista del éxito, y no iba a malgastar sus energías en mirar atrás.

Sí, había decidido que no volvería jamás la vista atrás. Por lo que a él se refería el pasado no había existido. Estaba empezando de cero, había pasado página, y sólo había una dirección hacia la que quería ir: hacia arriba.

Haber conseguido un cargo en aquella empresa no era un mal comienzo, se dijo, pero un día dejaría de llamarse Inversiones Lattimer para convertirse en Inversiones Ashton.

Casi podía verlo: a él, temido y admirado por sus subordinados; a esos empleados haciéndole la pelota a él; a sus competidores nerviosos porque al más mínimo descuido pudiese echarlos del juego. Tendría una casa dos veces más grande que la de Lattimer, y por supuesto se cuidaría mucho de no tener a ningún empleado tan ambicioso como él.

«Poder», se dijo a sí mismo esbozando una sonrisa maquiavélica, «todo se reduce a eso... y a lo que un hombre esté dispuesto a hacer para conseguirlo...».

–¿Spencer?

Se puso de pie de inmediato al escuchar la voz de su jefe. Aquel condenado Lattimer nunca llamaba a la puerta. Una profunda irritación lo invadió, pero la contuvo. No podía permitirse disgustar al viejo... o al menos no aún.

–John –lo saludó sonriendo, al tiempo que lo imaginaba como a un pordiosero pidiendo en la calle–, me alegro de verte.

Sus ojos se posaron entonces en la joven que iba colgada del brazo derecho de Lattimer.

–Quiero presentarte a Caroline; mi hija –le dijo su jefe, haciéndole un guiño a la chica–. Es mi única hija, y la niña de mis ojos.

¿Hija? ¿Cómo no se había enterado hasta ese momento de que el viejo chalado tenía una hija?

Los engranajes de la astuta mente de Spencer comenzaron a girar. De una belleza discreta, Caroline Lattimer tenía los ojos verdes, buena figura, y el refinamiento y la seguridad de una joven que se había criado en una casa con dinero. Su papaíto querido la adoraba, por supuesto, y Spencer, que sabía reconocer las oportunidades en cuanto se presentaban, le dirigió la más encantadora de sus sonrisas.

La joven hizo un asentimiento con la cabeza, pero luego, para su satisfacción, lo miró con interés.

–Señorita Lattimer –le dijo tomando su mano entre las suyas–, es un placer para mí conocerla.

–Mi padre me ha hablado tanto de usted... –respondió ella en un tono quedo.

«Tímida», pensó Spencer, sonriendo con malicia para sus adentros. Aunque era bonita y la hija de un hombre rico, probablemente debido a esa timidez innata no tendría mucha experiencia con los hombres... algo de lo que naturalmente se aprovecharía.

Spencer le acarició suavemente la mano con el pulgar, y comenzó a idear un plan para seducirla mientras se preguntaba cuánto le llevaría conseguir que la hija de Lattimer se enamorase de él.

No demasiado si jugaba bien sus cartas. ¿Y después? Bueno, casarse con ella y entrar a formar parte de la familia del jefe podía serle útil. Al fin y al cabo había muchas maneras de conseguir hacerse con el poder. Y una vez que lo tuviera, no lo soltaría.

Capítulo Uno

 

El presente

 

 

–¿Que la novia ha desaparecido? ¿Qué quieres decir? –inquirió Megan Ashton, reprimiendo el impulso de lanzarse al cuello de su hermana Paige y estrangularla.

No tenía sentido matar al mensajero.

–Quiero decir que no logramos encontrarla –le respondió Paige en un siseo apresurado mientras sus ojos castaños miraban a uno y otro lado–. No aparece por ninguna parte.

–Oh, perfecto, perfecto... –murmuró Megan, dirigiendo una sonrisa forzada a los invitados reunidos en el salón.

No podía dejarles entrever su preocupación.

Tomó a su hermana por el codo y atravesó con ella la estancia hasta llegar a unas puertas cristaleras por las que se salía a un balcón de granito.

Cuando estuvieron fuera y hubieron cerrado tras ellas para que no pudieran oírlas, Megan se arrancó el auricular de la oreja, y apretándolo en un puño le preguntó a su hermana:

–¿Habéis buscado bien por los jardines?

Paige inspiró profundamente y resopló.

–Pues claro que sí; hemos mirado en todas partes; incluso en los aseos de la primera planta. No está en ninguna parte, Megan, y tengo la impresión de que no piensa volver.

–¿Por qué dices eso?

Paige suspiró.

–Porque ha dejado el vestido de novia en la habitación.

–Oh, Dios... –murmuró Megan, empezando a sentirse presa del pánico.

No, tenía que mantener la calma, se dijo, era ella quien organizaba todos los eventos que se celebraban en la mansión Ashton, ninguno hasta la fecha había salido mal, y aquél no iba a ser el primero. Lo que tenía que hacer era pensar... y rápido.

Miró a su hermana pequeña, que estaba observándola preocupada. Paige, el genio de la familia, había empezado a estudiar Ciencias Empresariales en la Universidad de California del Sur, pero lo había dejado para volver a casa y ayudar con la finca, y Megan no sabría cómo se las podría apañar sin ella.

–¿Qué hacemos ahora? –le preguntó Paige mordiéndose el labio inferior y lanzando una mirada nerviosa dentro, donde los invitados esperaban que la ceremonia diera comienzo en unos minutos.

–Te diré lo que no vamos a hacer: no vamos a perder la calma.

–De acuerdo. ¿Y respecto a la boda?

–No tengo ni idea –masculló Megan mientras apartaba de su rostro un mechón rubio que se había escapado de su recogido.

Dentro se oyó a la gente empezar a murmurar. Aquello era una pesadilla. Bueno, una pesadilla en potencia. Toda una serie ideas cruzaron por la mente de Megan, que las rechazó una tras otra. Ninguna era lo bastante buena como para evitar aquel desastre. Diablos, ¿qué clase de mujer se daba a la fuga cuando sólo faltaban quince minutos para que diese comienzo la ceremonia de su propia boda?

¿Y qué se suponía que iba a decirle al novio?

Como si le hubiera leído el pensamiento, Paige sacudió la cabeza.

–Ah, no... no pienso ser yo quien le diga al novio que lo han plantado.

Megan hizo una mueca.

Simon Pearce, el novio en cuestión y multimillonario, no se tomaría demasiado bien aquellas noticias. Había planeado la boda hasta el más mínimo detalle, y que todo se fuese abajo en el último minuto le sentaría como una patada en la espinilla.

Megan se masajeó entre los ojos con el índice y el pulgar. Estaba empezando a notar un incipiente dolor de cabeza.

Había estado tratando con Simon Pearce desde hacía un mes para organizar todos los detalles de la boda, y aunque era increíblemente guapo, también era irritante y maleducado. Estaba siempre dando órdenes y esperando que los demás lo obedecieran de inmediato. De hecho, hasta esa mañana Megan ni siquiera había visto a la novia. Había sido él quien había tomado todas las decisiones respecto a cada pequeño detalle de la ceremonia y el banquete, hasta los más insignificantes, así que a Megan no le extrañaba que la chica hubiese salido huyendo. Ella, que no tenía ninguna relación con el señor «Lo-sé-todo» y «No-me-moleste-con-tonterías», estaba temiendo el modo en que reaccionaría cuando le dijese lo ocurrido.

–Oh, Dios... Menudo lío –murmuró alzando el rostro hacia el cielo.

El frío viento de marzo que soplaba sobre los viñedos transportando el olor del océano refrescó sus encendidas mejillas, pero no hizo desaparecer la sensación de angustia que tenía en el estómago.

–Tú lo has dicho –murmuró Paige apoyándose en la balaustrada de granito. Cruzó los brazos sobre el pecho, ladeó la cabeza y le preguntó a su hermana–: Bueno, jefa, ¿qué quieres que haga?

Megan casi se rió. Nadie le decía nunca a Paige lo que tenía que hacer. Claro que probablemente fuese cosa de familia, porque ella no llevaba mucho mejor que le diesen órdenes.

Aquel pensamiento hizo que recordara una conversación que había tenido con su padre dos noches atrás. Otro hombre acostumbrado a mandar y ser obedecido. Sin embargo, ése no era el momento de preocuparse por cómo reaccionaría su padre cuando se negase a acatar los planes que había hecho respecto a su futuro sin consultarle. Bastante tenía ya en ese momento tal y como estaban las cosas.

–Esto no puede estar ocurriendo... –murmuró caminando arriba y abajo por el balcón–. La comida del banquete está preparada, la tarta es fabulosa, los músicos llevan media hora afinando sus instrumentos... –lanzó las manos al aire y las dejo caer desesperada–. Y están los reporteros esperando fuera, por amor de Dios... por no hablar del sacerdote, que ya hace un buen rato que ha empezado a impacientarse, y del novio que debe estar al borde de un infarto. ¿Cómo ha podido hacerme esto esa estúpida novia?

–Mmm... no creo que cuando decidió marcharse se parara a pensar en ti –apuntó Paige.

Megan inspiró y exhaló profundamente.

–Está bien, hagamos lo que tenemos que hacer. Tú vuelve dentro y mézclate con los invitados. Dales conversación y mantén la sonrisa, como si no pasara nada.

Paige se irguió y se apartó de la balaustrada.

–De acuerdo, ¿y tú qué harás?

–Yo... –comenzó Megan volviendo a ponerse el auricular en su sitio–... iré a hablar con el novio. Le explicaré lo ocurrido, y dejaré que él decida cómo quiere que se lo digamos a la gente.

–Pues buena suerte; me alegro de no ser tú.

 

 

Simon Pearce miró su reloj de pulsera por duodécima vez en los últimos diez minutos. Según lo previsto, hacía ya cinco minutos que debía haber entrado en el salón donde esperaban los invitados, y en ese momento deberían estar a punto de llegar a la parte del «sí, quiero» de la ceremonia.

Tamborileó con el índice sobre la esfera de cristal de su reloj de pulsera, e intentó refrenar la irritación que estaba apoderándose de él. Aquel retraso trastocaría por completo su agenda del día, y aquello era inaceptable.

–¿Quieres vaya a averiguar qué pasa?

Simon se volvió hacia su ayudante y amigo, Dave Healy, y negó con la cabeza.

–No, esperemos cinco minutos más. Si para entonces estamos igual, yo mismo iré a ver qué ocurre.

Dave se encogió de hombros y se apoyó en la pared.

–Como quieras; es tu funeral.

–Querrás decir mi boda.

Dave sonrió.

–Según lo mires.

–Ya.

Simon se puso a caminar de nuevo arriba y abajo por la pequeña antesala anexa al salón donde estaban esperando. Dave nunca lo había apoyado en su decisión de casarse con Stephanie. Estaba felizmente casado con la que fuera su novia de la universidad, y creía que cuando uno se casaba debía ser por amor.

Él, en cambio, opinaba de un modo muy distinto. Para él el amor era sólo un estorbo, algo que le enturbiaba a uno la mente y le impedía pensar con claridad, así que prefería considerar el matrimonio como una operación mercantil, como una especie de... fusión de empresas.

Fue hasta los ventanales emplomados, que se asomaban a la piscina y los jardines, y observó distraído aquella escena iluminada por el sol de ese día de principios de primavera. Las ramas de la mayoría de los árboles estaban aún desnudas, y en los rosales apenas estaban empezando a asomar los primeros capullos, pero había notas de un rojo intenso y un naranja encendido en la mezcla de flores de otoño e invierno que se alzaban en los parterres que bordeaban el camino hasta los vestuarios de la piscina.

Su mente, sin embargo, no estaba ocupada en aquellos detalles, sino en Stephanie Moreland, la mujer con la que debería estar casándose en ese momento. Se conocían desde hacía varios meses, y cuando él le había pedido matrimonio seis semanas atrás, ella había aceptado con calma y dignidad... tal y como había esperado.

Stephanie tenía todas las cualidades que siempre había pensado que debía tener su futura esposa: era elegante, inteligente, y lo suficientemente rica como para no tener que preocuparse de que sólo estuviera interesada en su dinero. En todos aquellos meses no habían saltado chispas entre ellos ni nada parecido, pero se sentía razonablemente satisfecho con su elección.

Además, necesitaba una esposa, y la necesitaba por un motivo concreto: porque en el mundo de los negocios había unos cuantos directivos de empresas chapados a la antigua que consideraban que un hombre soltero era un hombre que no había sentado la cabeza y en el cual no se podía confiar.

En cambio, con Stephanie a su lado, Industrias Pearce podría continuar creciendo como había planeado.

Una de las hojas de la enorme puerta de roble que había tras él se abrió en ese momento, y Simon se volvió. La organizadora de eventos de la finca Ashton era quien había entrado. Era alta, rubia, con los ojos verdes... y no tenía demasiada paciencia. Más de una ocasión había tenido de comprobarlo durante las semanas que había estado tratando con ella para ultimar los preparativos de la boda. Parecía eficiente, no obstante, y sin duda ése debía ser el motivo por el que los Ashton no la habían despedido.

Sin embargo, en ese momento, Simon tuvo la impresión de que la joven preferiría estar en cualquier sitio menos allí.

Uno de sus talentos como hombre de negocios era el de leer en las expresiones de la gente como en un libro abierto, y con sólo mirar a aquella mujer a los ojos y fijarse en sus labios apretados, supo que no iba a gustarle lo que le iba a decir.

–Señor Pearce.

Simon, que no era hombre de andarse por las ramas, fue directo al grano:

–¿Qué es lo que pasa?, ¿por qué no hemos empezado todavía con la ceremonia?

Megan cerró tras de sí y lanzó una breve mirada a su ayudante. Simon lo miró también. Dave se encogió de hombros y miró a su vez a la joven, que avanzó lentamente hacia ellos. Comprendiendo el motivo de su vacilación, Simon le dijo:

–No se preocupe; el señor Healy es de mi total confianza. Hable usted.

–Está bien –respondió Megan tragando saliva e irguiendo los hombros–. Lamento decirle esto, señor Pearce, pero la novia parece haber desaparecido.

–¿Qué? –casi rugió Simon.

La joven, sin embargo, no se amilanó, y no apartó la mirada.

–La señorita Moreland ha abandonado la finca.

–Eso es imposible.

–Según parece no.

Simon sintió cómo la ira se apoderaba de él, pero inmediatamente le puso freno pues sabía que enfadarse no le ayudaría a resolver la situación.

–¿Han probado a llamarla a su teléfono móvil?

–Sí, pero no contesta –respondió Megan, lanzando de nuevo una mirada nerviosa a su ayudante–, y cuando salta el buzón de voz sale un mensaje que dice que estará fuera del país durante los próximos meses.

«Fuera del país»... Simon recordó la última conversación que había tenido con su prometida. Ella le había dicho que le gustaría que se fueran a vivir a Londres una temporada, y él le había dicho que en esos momentos era imposible porque sus negocios se lo impedían. Según parecía había decidido ir sin él.

Simon tiró de los extremos de la chaqueta azul marino que llevaba y se metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras intentaba dominar la ira y pensar.

Había escogido con esmero a su futura esposa, había creído que estaban en la misma onda: un matrimonio sin complicaciones sentimentales, una unión que iría en beneficio de ambas partes..., pero a pesar de todo eso, lo había dejado plantado.

El enfado que estaba tratando de contener resurgió aún con más fuerza. La fuga de Stephanie era un golpe para su ego como hombre, pero no estaba dolido, ni mucho menos destrozado, porque su compromiso había sido simplemente de conveniencia, no había habido amor de por medio. Sin embargo, no le gustaron las imágenes que se formaron en su mente cuando pensó en las repercusiones que aquello podría tener cuando se supiese.

Para empezar aquello podría retrasar semanas, si no meses, la fusión con la Fundación Derry. El viejo Derry era muy anticuado y sólo estaba dispuesto a tratar con hombres de familia, de valores tradicionales, y no había tiempo para encontrar otra esposa.

Diablos. Aquello no podía estar pasándole a él. Él nunca perdía, y aquélla no iba a ser la primera vez.

–Lo siento de verdad, señor Pearce –murmuró la joven. Simon levantó la cabeza para mirarla–. Si me dice cómo quiere que se lo comuniquemos a los invitados, me encargaré de hacerlo yo misma.

Simon la estudió pensativo, y por primera vez en todas esas semanas se fijó en lo preciosa que era. Aquel día llevaba el cabello en un sencillo recogido, y sus grandes ojos verdes estaban mirándolo de un modo solemne en ese momento, pero los había visto brillar cuando reía y refulgir cuando se irritaba. Además, era una mujer meticulosa en su trabajo, algo que siempre había admirado... y tendría más o menos la misma talla que Stephanie. En resumen: podría ser la sustituta perfecta. Una situación desesperada exigía medidas desesperadas.

–Sí, bueno... en realidad querría pedirle otro favor –le dijo.

Confundida, Megan miró a su ayudante un instante antes de volver a girar el rostro hacia él. Simon, que advirtió su inquietud, se giró hacia su mejor amigo y le dijo:

–Dave, ¿podrías dejarnos unos minutos a solas?

El otro hombre frunció ligeramente el entrecejo pero no replicó.

–Claro.

Cuando hubo salido y cerrado tras él, Megan se volvió hacia Simon y le preguntó:

–¿De qué clase de favor se trata?

–Pues... se trata de algo en lo que sólo usted puede ayudarme –contestó él mirándola a los ojos–. Quiero que se case conmigo.

Capítulo Dos

 

A sus veinticinco años, Megan llevaba ya tres ocupándose de organizar los eventos para los que su familia alquilaba la finca, y para entonces creía haberlo visto todo. Habían celebrado fiestas en los jardines, meriendas, una fiesta para la hija del senador para celebrar el nacimiento de su bebé, e incluso un acto de la DAR, la organización de mujeres descendientes de combatientes de la Guerra de Independencia, pero era la primera vez que un novio al que habían dejado plantado en el día de su boda le pedía matrimonio.

Parpadeó, sacudió la cabeza y miró al hombre de hito en hito.

–¿Está usted loco?

–No, por lo general no.

–Vaya, pues eso no es muy tranquilizador.

Él sonrió, y Megan sintió un cosquilleo en el estómago que trató de ignorar. Era una reacción extraña y fuera de lugar, pero habría retado a cualquier mujer a ponerse a un metro de él y no sentir la atracción magnética que parecía emanar de su persona.

Medía casi dos metros, llevaba el pelo, que era negro, rizado, y espeso, peinado con un corte informal, tenía los ojos grises, y los rasgos de su rostro parecían los de una escultura helénica. Era un imán andante.

–Diga que sí, por favor, no tenemos mucho tiempo –le pidió de nuevo, echándole un vistazo a su reloj antes de volver a mirarla.

Megan soltó una risa incrédula.

–Me está tomando el pelo, ¿verdad?

Los ojos de él se oscurecieron y la miraron fijamente.

–Yo nunca bromeo.

–Pues es una pena –murmuró Megan–, porque se le daría bien.

Aquello no podía estar ocurriendo, se dijo.

–Oiga, señor Pearce...

–Llámame Simon.

–No pienso hacerlo. Y no me tutee; yo no le he...

–Escúchame, Megan –la interrumpió él, haciendo caso omiso de lo que acababa de decirle–, necesito una esposa; necesito casarme esta misma tarde.

–¿Por qué?

–¿Por qué qué?

–Por qué tiene tanta prisa por casarse.

–Eso no tiene importancia.

–Ya lo creo que la tiene cuando me está pidiendo que sea la novia.

Simon suspiró, volvió a mirar el reloj, y se abrochó la chaqueta.

–Está bien; digamos simplemente que a algunos de los empresarios con los que trato, los hombres casados les parecen más... de fiar.

–¿Qué son, de la Edad de Piedra?

Una de las comisuras de los labios de Simon se curvó ligeramente, y Megan se descubrió a sí misma deseando que volviese a sonreírle. Aquello no era una buena señal. A lo largo de esas semanas en que lo había tratado lo había visto impaciente, enfadado y aburrido, pero hasta hacía sólo unos minutos no lo había visto sonreír. Quizá guardara sus armas más potentes para las situaciones desesperadas.

–Son... conservadores –le explicó.

–Pues lo siento por usted, pero...

–Megan... –volvió a cortarla él.

La joven tuvo que reprimir su irritación. ¿Nunca lo habría puesto nadie en su sitio?

–Interrumpir a los demás cuando están hablando es de mala educación.

–Es cierto –admitió él con un asentimiento de cabeza–, pero tengo mucha prisa y quisiera que oyeras mi proposición antes de rechazarla de plano.

En fin, tampoco le haría ningún daño escucharlo, se dijo ella. Además, se estaba tomando mejor de lo que había esperado el que la novia lo hubiese dejado plantado.

–Está bien, hable.

–Gracias. Verás, como ya te he dicho necesito una esposa, y tú pareces la candidata perfecta.

–¿Por qué?, ¿porque soy mujer?

–Bueno, eso desde luego es algo a tener en cuenta –contestó él con un brillo en los ojos que la hizo estremecer.

–Esto es ridículo –masculló Megan.

A través de las puertas cerradas se filtraban las notas interpretadas por el cuarteto de cuerda que habían contratado, el sol entraba por los ventanales, y allí estaba ella con un chalado que estaba haciéndole una proposición sin pies ni cabeza.

–No veo por qué –replicó él–; los matrimonios concertados han existido desde hace siglos.

–Sí, claro. ¿Y cuántos cree que habrán resultado bien? –le espetó ella rogando por que su ayudante volviese.

Simon suspiró con impaciencia. ¡Oh, y encima estaba empezando a exasperarse!

–Te daré lo que me pidas si me haces este favor.

–¿Favor? Esto es algo más que un favor –le señaló ella–. Un favor es que un vecino te pida que saques a pasear a su perro o que le des de comer a su canario o...

–¿Y si te pagara? –insistió él–. ¿Cuánto quieres?

–Tendré que consultarlo antes con mi chulo –contestó ella, sintiéndose insultada.

Él advirtió de inmediato su metedura de pata y levantando ambas manos en señal de disculpa le dijo:

–Lo siento, lo siento. ¿Qué puedo ofrecerte entonces para que aceptes mi propuesta?

–Señor Pearce...

–Por favor, Megan, tengo que casarme; hay reporteros ahí fuera, cámaras de televisión... No puedo evitarlos, y si se enteraran de que me han dejado plantado ante el altar podría ser fatal para mi negocio –se frotó el rostro con una mano, agobiado, y de pronto a Megan le pareció más... humano–. El escándalo que se montaría haría que a mi madre le diese un ataque y acabase en el hospital.

Megan frunció el ceño. El que su negocio no fuera lo único que lo preocupaba la hizo sentirse mejor... y peor. No podía casarse con un desconocido sólo porque sintiese lástima de su madre, por amor de Dios.

Claro que, replicó una vocecilla dentro de su cabeza, su padre quería casarla con un perfecto desconocido por causas mucho menos altruistas.

Y, de repente, acudieron a su mente escenas de la discusión que había tenido lugar en el estudio de su padre dos noches atrás...

 

 

–Ya tienes veinticinco años, Megan –le dijo su padre escrutándola, como quien mira con ojo crítico un caballo que está pensando comprar.

De hecho, Megan casi creyó que iba a hacerle abrir la boca para comprobar el estado de su dentadura.

–Y ya va siendo hora de que te cases.

«¿Casarme?», pensó ella aturdida. ¡Si hacía más de un año que no había salido con nadie! Concretamente desde que su novio aceptase dinero de su padre por alejarse de ella.

–Y dado que tu gusto con los hombres es pésimo –continuó su padre–, me he tomado la libertad de buscarte a un marido adecuado.

–¿Cómo?

–Un marido, Megan; supongo que conoces el significado de esa palabra.

–Sí, padre, y te agradezco las molestias, pero...

–William Jackson –la cortó su padre, recostándose en su sillón de cuero granate. Luego apoyó los codos en los brazos del mismo, entrelazando las manos, y la observó antes de añadir–: el hijo del senador Jackson.

–¿Willie? –exclamó ella horrorizada, dando un paso hacia la mesa, sorprendida de que las piernas aún la sostuvieran–. ¿Quieres que me case con Willie Jackson?

–El senador Jackson me ha prometido que cuando os caséis acelerará la aprobación de un proyecto de ley que me permitirá afianzar algunas de mis actividades financieras aquí en California.

«De modo que de eso se trataba...», pensó Megan. No lo había hecho pensando en ella, sino en sus negocios. Aunque al fin y al cabo, ¿de que se sorprendía?, se había preguntado con amargura. Cada conversación que tenían acababa siempre derivando en lo más importante de su vida: Industrias Ashton.

–Así que, básicamente... –comenzó a decirle ella antes de poder contenerse–... el trato es que tú le consigues una esposa para su hijo, y el senador te entrega a ti en bandeja el mercado de California.

Sabía que a sus ojos nunca había valido nada, por mucho que se hubiera pasado todos esos años intentando conseguir su aprobación, pero... ¿Willie Jackson? Su padre, que había fruncido el ceño al oír sus palabras, pues no le gustaba que le replicase, le espetó:

–Podrías haber tenido peor suerte. William es un buen chico, y es de buena familia.

«Cierra la boca; no le contestes», le susurró a Megan esa vocecilla interior. Pero su lengua no recibió el mensaje a tiempo.

–Es un idiota –le soltó de sopetón–. Es un buenazo, pero eso no quita para que sea un idiota.

–Ya es suficiente –masculló su padre. Se irguió en el asiento y apoyó los antebrazos en su pulcro escritorio–. William Jackson es el hombre con el que te casarás.

–Pero es que ese hombre va a convenciones de ciencia ficción con su perro –insistió ella.

Su padre frunció el ceño.

–Y no sólo se disfraza, sino que al perro le pone también un disfraz a juego con el suyo –añadió Megan.

–Tú lo ayudarás a madurar.

–¡Que se busque a otra! ¡Yo no pienso casarme con él!

Dios del cielo... ¿Había dicho lo que creía que había dicho? Ya era demasiado tarde; las palabras habían cruzado sus labios, y tenía la impresión de estar oyendo el eco dentro de su cabeza.

El estómago le dio un vuelco, y sintió cómo el temor la invadía, igual que de niña, cuando sabía que su padre iba a castigarla. Sin embargo, apretó los puños contra los costados y alzó la barbilla desafiante. Tenía que plantarle cara. Ya no era una cría. Tenía que enfrentarse al hombre que había sido para ella un gigante y un dragón. De no hacerlo, acabaría casándose con Willie y cosiendo lentejuelas en la capa de su perro.

–Me parece que no te he oído bien –murmuró su padre.

–Has oído bien, padre: no voy a casarme con Willie.

Las facciones de su padre se endurecieron, y se puso rojo de ira. Los ojos le relampagueaban, y sus labios se habían convertido en una fina línea. Aun así, Megan no se arredró. Las piernas le temblaban, pero no retrocedió ni un paso.

–Discutiremos esto cuando seas capaz de mostrarte racional.

–Estoy siendo racional.

–No, no es verdad. Y ahora sal de aquí –le ordenó su padre.

No volvió a mirarla. Abrió un cajón de su escritorio, sacó una carpeta, tomó su pluma y se puso a trabajar, como si ella ya se hubiese marchado, como si hubiese dicho la última palabra... como si ella hubiese accedido a aquel matrimonio de conveniencia.

 

 

Apartando aquel recuerdo de su mente, Megan se dijo preocupada que, por mucho que intentara oponerse a su voluntad, su padre podía ser lo bastante insistente como para hacer que finalmente acabase rindiéndose. Nunca se daría por vencido... a menos que ella se casase antes...

–Podrías planteártelo como una propuesta de negocios –estaba diciéndole Simon.

–Negocios –repitió ella.

Simon se irguió y sus ojos se iluminaron, como si hubiese advertido su vacilación.

–Te daré lo que quieras –le dijo.

¿Sería contagiosa la locura?, se preguntó Megan, que estaba empezando a considerar seriamente aceptar su proposición de matrimonio. Al menos aquel hombre estaba dándole la posibilidad de decidir y poner sus condiciones. Además, tendría la excusa perfecta para negarse al matrimonio concertado que había organizado su padre, y, por otro lado, ¿qué podía perder? Simon era guapo, rico, y... de acuerdo, estaba loco, pero al menos no era un caso perdido como el de Willie.

–¿No tendrá perro, verdad? –inquirió.

–¿Eh? –dijo él frunciendo el entrecejo–. No.

–Estupendo –respondió ella con un suspiro de alivio–; eso está bien.

–Si tú lo dices... –murmuró él, mirándola preocupado, como si pensara que era ella la que no estaba muy cuerda.

–Aceptaré... pero con una serie de condiciones.

Simon asintió.

–Te escucho.

Oh, Dios. Megan no podía creerse que de verdad fuese a hacer aquello. Sentía un cosquilleo de nervios en el estómago, y las palmas de las manos se le habían puesto sudorosas, pero se obligó a hablar antes de que el sentido común la hiciera vacilar de nuevo.

–Nuestro matrimonio tendrá que durar por lo menos un año.

–¿Un año? –repitió él.

–Sí.

De ese modo tendría tiempo para encontrar una mujer para Willie. En aquel momento le parecía una tarea imposible, pero siempre había creído en aquello de que cada persona tiene en el mundo a su media naranja, así que encontraría la de Willie le costara lo que le costase.

Simon parecía estar pensándolo, pero finalmente asintió.

–De acuerdo.

Bueno, la primera ronda no había sido difícil de ganar, se dijo Megan.

–Y nadie deberá enterarse de que soy sólo una «novia de reemplazo» –añadió caminando arriba y abajo, sintiéndose nerviosa y excitada a la vez–. Me da igual la explicación que le dé a la gente: puede decirles que tuvo un flechazo, que fue amor a primera vista... lo que sea –se detuvo y se volvió para mirarlo muy seria–; cualquier cosa menos dejar que su familia y sus amigos piensen que he sido su último recurso.

–¿Amor a primera vista? –murmuró él con una sonrisa divertida.

–¿Qué? Puede ocurrir, ¿no?

–Si tú lo dices... –respondió él. Se cruzó de brazos, ladeó la cabeza, y le preguntó–: ¿Eso es todo? ¿No hay más condiciones?

–Sólo una más –dijo Megan.

Si iba a casarse, tendrían que hacer las cosas bien. No quería que la gente murmurara a sus espaldas, ni que sintieran lástima de ella, ni quería tener que avergonzarse porque su marido tuviese alguna «amante».

–Tendrá que serme fiel mientras dure el año.

Simon entornó los ojos.

–No he engañado a ninguna de las mujeres con las que he estado –contestó con cierta aspereza–, pero yo esperaré de ti lo mismo.

Megan se quedó mirándolo, y al ver que él no rehuía su mirada se convenció de que estaba siendo sincero.

–De acuerdo.

–Bien. ¿Alguna otra condición?

–No –respondió ella–, creo que con eso bastará.

Simon estaba atónito. Había esperado que le pidiera dinero, una gran suma de dinero, y desesperado como estaba, incluso la habría pagado. Pero no había sido así. Aquella joven lo había sorprendido, y era algo que no le ocurría muy a menudo. Intrigado, estudió en silencio a la mujer con la que estaba a punto de casarse, y se preguntó cuántas sorpresas escondería.

–Entonces... ¿trato hecho? –le preguntó ella acercándose y extendiendo la mano derecha.´

Simon miró su blanca palma, y levantó luego la vista a sus ojos.

–Todavía no. Yo también tengo una condición.

–¿Cuál?

–Pues que... si vamos a estar casados por espacio de un año... –comenzó él–... y ninguno de nosotros va a salir con otras personas durante ese periodo, tendrá que ser un matrimonio de verdad.

–¿Qué quiere decir?

–Creo que sabes a qué me refiero –dijo él tomando la mano de la joven entre las suyas. Era increíblemente suave, pero estaba fría, sin duda por los nervios–. Cuando hago un trato nunca engaño a la otra parte.

–Tampoco yo –respondió ella al instante.

–Bien, pero tampoco pienso pasarme todo un año sin sexo.

–Mmm...

Megan trató de soltar su mano, pero él no se lo permitió. Ella no había tenido relaciones desde hacía más de un año y no se había muerto por ello, pero le daba la impresión de que un hombre como él no estaba acostumbrado a estar sin una fémina al lado más de unos pocos días. Claro que... tampoco era que quisiera permanecer célibe el resto de su vida.

Frunció el entrecejo, alzó la barbilla y lo miró a los ojos.

–Está bien, es comprensible. ¿Una vez al mes?

Simon se rió.

–Dos veces al día.

Ella enarcó las cejas.

–¿Qué es, un conejo?

Simon sonrió, y se dijo que pasar un año casado con aquella mujer iba a ser mucho más interesante de lo que habría sido casarse con Stephanie. En todos los meses de la relación que había mantenido con ella no lo había sorprendido ni una sola vez, ni lo había hecho reír, pero aquella joven era distinta. Había imaginado desde un principio que ella jamás aceptaría hacerlo dos veces al día, pero un negociador avispado siempre empezaba pujando fuerte.

–¿Hacerlo dos veces al día supone un problema para ti, Megan? –la picó.

Ella lo miró irritada.

–Más bien sí. Una vez cada tres semanas.

Él sacudió la cabeza y frotó el dorso de su mano con el pulgar.

–Una vez al día.

Megan resopló, entornó los ojos, y le dijo:

–Una vez cada dos semanas.

–Una vez cada dos días.

Megan frunció el entrecejo.

–¿Sabe? Podría pensar mejor si me soltase la mano.

–Me gusta tener tu mano entre las mías.

–Es usted un hombre interesante, señor Pearce.

–Gracias, y por favor, llámame Simon.

–Está bien, Simon: una vez por semana.

Hacía años que Simon no había disfrutado tanto con una negociación. Aquel matrimonio iba a ser mucho más divertido de lo que habría cabido esperar.

–Tres veces por semana.

–Dos.

–Hecho.

«Oh, Dios...», pensó Megan. Se aclaró la garganta y asintió torpemente con la cabeza antes de liberar su mano.

Simon no quiso pensar en por qué sus dedos ansiaban volver a tocarla, ni tampoco en el porqué de la extraña sensación de vacío que le había quedado entre las manos cuando ella había retirado la suya.

–Una cosa más –dijo Megan.

Simon alzó la cabeza.

–Te escucho.

La joven remetió el mechón suelto tras la oreja.

–Respecto a... a la noche de bodas... –comenzó en un tono vacilante–. ¿No esperarás que lo hagamos esta misma noche, verdad?

Aquello era exactamente lo que quería, respondió Simon para sus adentros. Quería sentir su piel bajo sus manos, quitarle la recatada falda negra y la blusa de seda blanca que llevaba... No, se reprendió conteniendo la fuerte oleada de deseo que lo estaba invadiendo, él no era un hombre que se dejara llevar por sus hormonas.

–¿Qué tal si nos tomamos un poco de tiempo para conocernos? –le sugirió.

Megan sonrió, y Simon vio relumbrar un brillo travieso en sus ojos cuando le preguntó:

–¿Seis meses?

–¿También vamos a regatear en esto? –inquirió él–; porque si es así has empezado fuerte.

–Aprendo rápido.

Simon asintió divertido.

–¿Una semana?

Ella vaciló.

–Una semana es razonable –insistió él.

Megan echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos, y permaneció un instante más en silencio antes de asentir lentamente.

–Está bien, una semana.

Sus ojos verdes brillaban, y la vena del cuello le palpitaba como si se le hubiese acelerado el pulso. Se humedeció los labios con la lengua y tragó saliva, y Simon tuvo que inspirar profundamente para contener una nueva ráfaga de deseo. ¿Cómo podía ser que en todas esas semanas no se hubiese fijado en ella?, ¿cómo podía no haberse fijado en esos ojos, en esa boca...?

En un intento por ocultarle los pensamientos que estaban cruzando por su mente, miró su reloj de pulsera una vez más.

–Deberías ir a ponerte el vestido de novia. Le diré al sacerdote que estaremos listos en quince minutos.

Megan sacudió la cabeza.

–¿Eres uno de esos maniáticos de la puntualidad?

–Es sólo una de mis muchas virtudes.

–O defectos.

Simon sonrió. Ya podía permitirse hacerlo; había logrado convertir en un triunfo lo que podía haber acabado siendo una catástrofe.

–Megan... Vas a tener un año entero para conocer todas mis rarezas, pero ahora...

–Lo sé, lo sé: tengo que vestirme porque hay una boda que no puede esperar.

Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta, pero cuando ya tenía la mano sobre el pomo volvió la cabeza y, mirándolo por encima del hombro, le dijo:

–Espero que sepas en qué nos estás metiendo.

Y con esas palabras salió, cerrando tras de sí.

Capítulo Tres

 

Los cortinajes de seda granate de los altos ventanales del salón estaban descorridos, y a través de los relucientes cristales entraba a raudales el sol de mediodía.

Los escasos invitados que quedaban, pues la familia de la novia fugada y sus invitados se habían marchado, estaban sentados en las sillas blancas tapizadas que se habían colocado a izquierda y derecha dejando un pasillo entre medias, al fondo del cual estaba el sacerdote de pie con un misal abierto en las manos. Junto a él estaba esperando Simon, tan alto y guapo, con los ojos fijos en la que dentro de unos minutos sería oficialmente su esposa.

Mientras avanzaba por el pasillo tras su hermana Paige, que no se había cambiado el «uniforme» de trabajo: falda negra y blusa blanca, Megan se preguntó una vez más si habría perdido la cabeza. Llevaba puesto el vestido de novia de otra mujer, y aunque era muy hermoso, no era la clase de vestido que ella habría elegido. Las mangas y el pecho estaban recubiertos de encaje de color marfil, y el tacto de la seda debajo de ellos era frío. La falda del vestido era amplia y rozaba el suelo con un frufrú que a sus oídos sonaba como un murmullo de susurros nerviosos.

Estaba a punto de casarse con el novio al que otra mujer había dejado plantado, frente a un puñado de gente a la que no conocía, y en el plazo de una semana estaría compartiendo cama con él a pesar de que para ella seguiría siendo un extraño.

Paige sería la única de su familia que iba a estar presente para verla dar el «sí, quiero», y aquél no era exactamente el modo en que se había imaginado el día de su boda cuando había fantaseado con ello. Todavía resonaban en su mente los argumentos, todos cargados de lógica y de razón, que había esgrimido su hermana momentos antes para intentar disuadirla de cometer aquella locura. Sin embargo, no había conseguido hacerla cambiar de opinión. ¿Y por qué habría de haberlo hecho? Entre Simon Pearce y Willie «el Raro», prefería mil veces al primero.

Paige se detuvo un momento al llegar frente al sacerdote y Simon, y aunque estaba de espaldas a ella, Megan supo que le estaba lanzando a Simon una mirada de «si le haces daño a mi hermana te las verás conmigo» y sonrió para sí, agradecida de saber que, pasase lo que pasase, podría contar con su apoyo.

Simon había hablado con el sacerdote, e incluso había logrado, mediante un par de llamadas a ciertos contactos, que le expidieran y le llevaran una licencia matrimonial. A su manera, pensó Megan, era tan poderoso e influyente como su propio padre.

El solo pensamiento la hizo estremecer, pero se colocó junto a Simon, e inspiró profundamente. La mano de él tomó la suya, y, de algún modo, su calidez y su fuerza la reconfortaron.

La ceremonia religiosa dio comienzo, pero Megan apenas escuchaba las palabras del sacerdote. Era como si estuviese teniendo una experiencia extracorpórea. No sabía qué se sentía porque nunca había tenido ninguna, pero... ¿qué otra forma podía haber de explicar el que se notase la cabeza mareada, el pitido en los oídos, que se le estuviese enturbiando la vista...?

–Sí, quiero –escuchó reverberar la profunda voz de Simon en la sala.

Un cosquilleo eléctrico le subió desde la base de la espina dorsal hasta la nuca. Oh, Dios... Era su turno.

Fijó la vista en el sacerdote, y al ver su frente perlada de sudor se preguntó si estaría tan nervioso como ella. Parecía un buen hombre; había hablado con él hacía una hora para ultimar algunos detalles, pero entonces ninguno de los dos habría podido saber que ella iba a acabar siendo la novia.

–Yo, Megan Ashton... –dijo repitiendo las palabras del sacerdote.

Simon, junto a ella, dio un respingo. ¿Ashton? ¿Ashton de la finca Ashton en la que estaban?, ¿Ashton de Bodegas Ashton? ¿Ashton de otra docena de empresas con ese nombre?

Se preguntó por qué no se lo habría dicho. Claro que, se recordó, hacía más de un mes que la había visto regularmente para tratar los detalles de la organización de la boda, y nunca le había preguntado su nombre. Tampoco le había parecido importante; para él hasta ese momento había sido simplemente Megan, la organizadora de eventos de la finca Ashton.

Bueno, al menos ya se había resuelto el misterio de por qué no le había pedido dinero a cambio de casarse con él, se dijo mientras miraba atónito a la mujer que estaba a su lado, jurándole fidelidad hasta que la muerte los separase.

Sin embargo, al tiempo que esos pensamientos cruzaban por su mente, Simon se recordó que aquel matrimonio no iba a ser un camino de rosas. Hacía ya mucho que se había convertido en el objetivo de los paparazzi, y el que su esposa perteneciese al clan Ashton haría que se volviesen aún más implacables en su acoso y persecución cuando se enterasen.

–Puede besar a la novia.

Aquellas palabras del sacerdote borraron de un plumazo todo pensamiento de su mente. Se giró hacia Megan. La gente los miraba, pero lo único que él podía ver eran sus ojos, esos brillantes ojos verdes que lo miraban vacilantes.

–¿Lamentando no habértelo pensado dos veces? –le susurró, apartando un mechón de su rostro y remetiéndolo detrás de la oreja.

Una de las comisuras de los labios de ella se arqueó ligeramente.

–Dos no: tres, o cuatro, o...

Pero no terminó la frase porque Simon inclinó la cabeza y le impuso silencio con un beso.

Cuando sus labios se tocaron, una especie de descarga eléctrica lo sacudió, y Simon levantó la cabeza y se quedó mirando a Megan como si aquélla fuese la primera vez que la veía. Ella parecía tan sorprendida como él. Habían saltado chispas entre ellos... algo que no le había ocurrido con una mujer desde hacía... bueno, pensándolo bien no le había ocurrido nunca. Y no estaba seguro de que fuera algo bueno.

Aquél era un matrimonio de conveniencia en el sentido más literal de la palabra, y el pensar siquiera que pudiera surgir algo especial entre ellos no le causaría más que problemas.

Pero, aun así... Incapaz de reprimirse volvió a besarla, y al instante volvió a sentir esa especie de descarga, como si un rayo lo hubiera golpeado.

Megan se puso de puntillas al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás, y le respondió con avidez. Una ráfaga de deseo lo sacudió, y se olvidó por completo de dónde estaban, se olvidó de que eran extraños, y se dejó llevar por el beso.