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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Daphne Clair de Jong

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Amor o venganza, n.º 1333 - agosto 2014

Título original: His Trophy Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4656-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Los novios recorrieron triunfales el pasillo de la iglesia hacia la salida. Detrás de ellos iba Paige Camden, la dama de honor, sonriendo mientras vigilaba de reojo que la niña de cinco años que llevaba el ramo, no pisara la cola de satén blanco del vestido de la novia.

Paige se inclinó un poco para sujetar a la niña, y al incorporarse miró hacia el banco más cercano y su mirada se cruzó con otra de ojos verdes y centelleantes que la hizo dejar de sonreír.

¿Qué demonios estaba haciendo Jager Jeffries en la boda de su hermana?

Seguía tan atractivo como siempre. Sus asombrosos ojos enmarcados bajo unas cejas bien definidas contrastaban con el color aceitunado de su piel. Su boca, masculina, y su nariz de guerrero sugerían que algún antepasado suyo era Maorí.

Su pelo, oscuro y ondulado, estaba muy bien cortado y su traje, caro y de corte exquisito, resaltaba sus anchos hombros, su cadera estrecha y sus piernas musculosas. A sus treinta y un años no tenía nada que ver con el alocado granuja que Paige había conocido y amado con una pasión tan intensa que la había consumido hasta dejar solo cenizas.

–¿Paige? –el padrino la agarró del brazo–. ¿Estás bien? –murmuró acercándose a ella.

–Sí –mintió Paige, volviendo a sonreír–. Es que me pisé el vestido.

Despegó la mirada de los ojos verdes y se alisó la falda del vestido, agradecida de poder apoyarse en el brazo del padrino.

Cuando llegaron a la puerta, un fotógrafo los apremió para que se acercaran a los recién casados y comenzó la sesión de fotos. Paige mantuvo la sonrisa hasta que llegó al salón del banquete y se sentó en el lugar que le habían asignado.

Para entonces, le dolía la mandíbula y estaba muy nerviosa. El padrino le sirvió una copa de vino y cuando ella la alzó para beber, le cayó una gota sobre el vestido. A hurtadillas, intentó limpiar la mancha con una servilleta mojada y, de repente, sintió que Jager le clavaba la mirada. No sabía si era solo su imaginación, pero se estremeció pensando que al verlo habían aflorado viejos sentimientos.

Apenas si probó la comida suculenta que había en su plato, pero se las arregló para mantener una conversación con su vecino de mesa y para brindar y aplaudir en los momentos apropiados. Y a pesar de que sin gafas no veía bien, no pudo resistir la tentación de alzar la vista para comprobar si era cierto que Jager estaba allí.

Y allí estaba, sentado ante una mesa próxima, recostado en la silla y relajado. Cuando sus miradas se encontraron, alzó la copa hacia ella con un gesto burlón, manteniéndole la mirada. Aunque Paige solo veía una mancha borrosa, sintió toda la fuerza de sus ojos, pero no devolvió el brindis y le lanzó una mirada acusadora que decía «¡Cómo te atreves a aparecer en la boda de Maddie y estropearme el día!»

Alguien lo habría invitado. Maddie no, desde luego. Su hermana nunca le haría eso. Así que la invitación habría sido por parte de Glen Provost, el nuevo marido de Maddie. ¿De qué conocería a Jager? ¿Y por qué Maddie no la había advertido?

Jager posó su copa sobre el mantel y siguió sosteniendo la mirada de Paige. Y Paige lo miraba aturdida, como un ratón a una serpiente.

Bajó los ojos, pero su corazón, palpitaba tan fuerte que el corpiño de su vestido se le quedaba estrecho. Respiró hondo y se percató de que el padrino estaba mirándole el escote.

«No es tan interesante», le dijo mentalmente. La cara de Paige no era su mayor tesoro. Tampoco le hacía falta ya que ella y Maddie eran las únicas herederas de su padre. Tenía los ojos pardos verdosos, una nariz correcta y una tez blanca y sonrosada. Todo junto no llegaba a la atractiva belleza femenina de su hermana pequeña.

Los ojos de Maddie eran grandes y azules, su boca en forma de corazón, y la nariz ligeramente respingona. Tenía el cabello rubio y lleno de rizos.

Paige, en cambio, tenía el pelo liso y fino. Había intentado de todo para hacerlo más atractivo, teñirlo, rizarlo, pero no había conseguido nada, y se lo había dejado corto y de su color castaño natural.

Hacía tiempo que había dejado de competir con Maddie o cualquier otra chica bonita. Paige era corriente, y tenía que aceptarlo. Al menos no era fea y su figura no estaba mal. Tenía las mismas medidas que su hermana, pero Maddie siempre había parecido más redondeada y femenina.

Mientras los recién casados cortaban la tarta nupcial, la madre de Paige la rodeó por la cintura y le susurró al oído:

–¿Qué está haciendo aquí Jager Jeffries? ¿Sabías que iba a venir?

–No, no lo sabía –contestó Paige–. No tengo ni idea.

Margaret Camden apretó los labios y le brillaron los ojos con fastidio.

–¡No puedo creer que la familia de Glen lo conozca!

Cuando terminaron de partir el pastel, los novios empezaron a circular entre los invitados. Paige estuvo repartiendo platos con tarta, pero procuró mantenerse alejada de la mesa de Jager. Después de llevar la bandeja vacía a la cocina, se dirigió al tocador para arreglarse un poco.

Se repintó los labios, se retocó la sombra de ojos y las pestañas, y como ya habían terminado las formalidades y la sesión de fotografía, sacó las gafas del bolso y se las puso.

Al salir del tocador, deseó no habérselas puesto porque allí a pocos pasos estaba Jager. Enseguida intuyó que él la había seguido. Y que la estaba esperando. Se sintió vagamente complacida, pero se reprimió.

Durante unos segundos, ninguno de los dos se movió. Paige trató de adivinar en la cara de Jager cuáles eran sus sentimientos y sus intenciones, pero aparte del brillo de sus ojos, no pudo ver nada.

Decidió tomar la iniciativa y, con una sonrisa, dijo alegremente:

–Hola Jager. ¡Vaya sorpresa! No sabía que conocías a Glen.

–No lo conozco –contestó él y al ver que ella se sorprendía, añadió–, mucho. Es una larga historia.

A ella no le interesaba y contestó:

–Estoy segura de que será interesante, pero tendrá que esperar a otro momento.

Fingiendo que tenía algo que hacer, intentó pasar de largo, pero él la detuvo agarrándola del brazo. A Paige el corazón le dio un vuelco y se le erizó la piel.

–¿Cuándo? –dijo Jager en voz baja y rasposa.

Paige sintió una sensación de calor y desazón en el vientre que comenzó a esparcirse por todo su cuerpo. Estaba desorientada y confusa y tuvo que asegurarse de que su voz iba a ser firme antes de contestar.

–¿Cuándo, qué?

–¿Cuándo puedo verte?

Ella zafó el brazo y él la soltó.

–¿Por qué quieres verme?

Las negras pestañas de él escondieron sus ojos por un segundo como tratando de distanciarse de ella. Tomó aliento y le respondió.

–Para ponernos al día –dijo bruscamente–. Para recordar viejos tiempos.

Dos mujeres pasaron por delante de ellos y Jager se apartó para dejarlas pasar.

–Eso no es necesario –dijo ella.

–¿Necesario? –él metió las manos en los bolsillos y la miró desde su metro ochenta y cinco. Bajó la voz a un tono que parecía que ronroneaba y que siempre la había afectado mucho.

–No es necesario..., pero siento curiosidad. ¿Tú no?

Volver a salir con Jager era lo último que ella necesitaba hacer.

–No –respondió con valentía.

Seguía pasando gente por el vestíbulo y Jager no hizo caso.

–¡Venga! –bromeó–. Yo pensaba que tu familia presumía de ser muy civilizada.

–¡No metas a mi familia en esto!

–Con mucho gusto –sus hermosos labios se arquearon.

Paige no podía levantar la voz, pero le temblaba de rabia.

–No puedo imaginarme para qué quieres hablar, si lo único que hacíamos era discutir.

La cara de Jager se iluminó con una chispa de emoción.

–No todo –le recordó–. Siempre había una manera de terminar la discusión –la expresión soñadora de su cara la invitaba a recordar.

Paige frunció los labios. Eran dulces recuerdos que la habían atormentado durante años.

–¡Dijiste que querías hablar!

–¿Acaso he sugerido otra cosa?

No lo había hecho, al menos no con palabras, y Paige no supo qué contestar.

Las luces se atenuaron y la orquesta comenzó a tocar el vals nupcial.

–Tengo que volver –dijo Paige–. Están bailando.

Jager se apartó para que pasara, pero ella se percató de que la seguía.

En el centro de la pista Maddie y Glen estaban dando vueltas. La gente se había agrupado junto a la puerta y Paige no podía pasar.

Hubo una pausa en la música y el maestro de ceremonias apremió a los invitados a que bailaran. Varias parejas salieron a la pista y la gente que estaba en la puerta empezó a moverse. Por fin Paige pudo pasar y comenzó a rodear la pista de baile.

De pronto sintió un brazo alrededor de su cintura que la arrastraba hacia la tarima.

–No puedo... –protestó, pero ya sus pies seguían a los de Jager–. El padrino estará buscándome.

–Él podrá encontrar a otra –dijo Jager implacable, quitándole el bolso y dejándolo caer sobre la mesa más cercana–. Baila conmigo, Paige.

En realidad no le daba otra opción, a menos que montara una escena. La atrajo hacia sí, agarrándole la mano y sujetándola contra su pecho. Tenía desabrochada la chaqueta y ella podía sentir el calor de su piel a través de la fina tela de la camisa. Su olor la embriagaba, a la vez extraño y familiar.

Tiempo atrás ella había intentado enseñarle los pasos que había aprendido en el colegio, pero él se reía y sin mover los pies, la sujetaba y se mecía con la música. Cuerpo contra cuerpo. Tan cerca como para poner su cara contra los cabellos de ella. Tan cerca como para besarla.

Paige cerró los ojos. Por un momento dejó que los recuerdos la invadieran. No decía nada y Jager, tampoco. Respiraba su calor, su aroma varonil, y recordaba cuando eran jóvenes y estaban enamorados, cuando ella creía que podría vencer la oposición de sus padres, y salvar las diferencias de clase, la falta de dinero y su falta de experiencia de la vida. Cualquier cosa con tal de estar juntos.

Y como casi todos los amores de juventud, sus sueños se habían desvanecido, se habían roto chocando contra las realidades del mundo de los adultos.

Ella emitió un sonido, mitad suspiro, mitad risa, y a pesar de la música, él lo oyó y la miró.

–¿Qué? –preguntó.

Con una sonrisa amarga, ella le contestó:

–Nada.

Él siguió mirándola.

–Nada –repitió. Y le brillaron los ojos–. Conque nada, ¿eh? –echó la cabeza hacia atrás y rio con una risa más profunda y más sonora que cuando era un muchacho, pero igual de desbordante.

Paige sintió un nudo en la garganta y un aliento de felicidad recorrió su sangre, como el eco poderoso de sentimientos reprimidos durante mucho tiempo.

Entonces él dio unos pasos de baile, expertos, apretándola fuerte y llevándola a su ritmo. Ella podía sentir la fuerza de sus músculos mientras sus muslos rozaban los de ella. Cuando paró la música, se quedaron quietos y abrazados como si no hubiera nadie más en el mundo. Él ya no se reía. Por el contrario, su cara estaba sombría y le apretaba la mano hasta hacerle daño. Pero a Paige la invadían otras sensaciones. Su respiración se hizo rápida, y su cuerpo ardía con un fuego lento y lánguido.

–Paige –susurró él, como si se acabara de dar cuenta de a quién sostenía, y suspiró.

Otra voz, la de su madre, aguda y angustiada, rompió el hechizo.

–¡Paige!

Ella parpadeó y trató de soltarse de Jager, pero él no se lo permitió.

Su madre iba del brazo de su padre. Henry parecía incómodo y Margaret autoritaria.

–Blake te está buscando –le dijo a Paige–. Este debía ser su baile.

–¿Blake? –por un momento la memoria le fallaba. Era el padrino–. No lo vi –ella no había visto a nadie más que a Jager desde que la había arrastrado a la pista de baile. Lo miró–. Será mejor... –de nuevo intentó librarse.

Reconoció la expresión de los ojos de Jager. «No me obligues», le decía, pero aflojó el brazo y la dejó que se volviera hacia sus padres. Los miró y los saludó con cortesía.

–¿Qué tal está, señora Camden..., señor Camden?

Henry Camden asintió envarado y Margaret dijo cortante:

–Estamos bien, Jager, y Paige, como puedes ver, también –hizo una pausa para mirar a su hija y continuó–. No esperábamos verte aquí.

–Fue una invitación de última hora.

–¿Ah, sí? –no había más que decir.

Henry se dirigió a Jager.

–He oído decir que te va muy bien.

Margaret miró sorprendida a su marido. Era la primera noticia que tenía.

–¿Eso ha oído?

–Dicen que vuelas alto.

–Me las arreglo.

Henry soltó una carcajada.

–Yo diría que algo más que eso.

–¿Eso diría?

–¿De qué estás hablando, Henry? –preguntó Margaret.

En lugar de explicárselo, Henry miró a su alrededor.

–Estamos obstruyendo el paso. Si vamos a hablar, deberíamos movernos.

La música cesó y otras parejas dejaron la pista.

Margaret miró a Jager y dijo puntualizando:

–Paige tiene ciertas obligaciones como dama de honor de su hermana.

Jager retiró las dos manos de Paige.

–Yo no la tengo encadenada –sus ojos la retaron y preguntó en voz baja– ¿Quieres dejarme, Paige?

Los ecos del pasado afloraban de forma inquietante. ¿Era eso lo que él pretendía?

–Tengo cosas que hacer –dijo ella excusándose. Luego intentó ser más enérgica–. Ha sido agradable volverte a ver, Jager.

La madre pareció aliviada. Jager arqueó una ceja y le sonrió a Paige, con una sonrisa burlona y prometedora a la vez, avisándola de que no se desharía de él con tanta facilidad.

Ella se estremeció. Jager había cambiado mucho con los años. Mostraba seguridad en sí mismo en lugar de la actitud desafiante y a la defensiva de otros tiempos. Además transmitía una fuerza sensual que no tenía nada que ver con la altura y el atractivo que había heredado de sus desconocidos padres. Había reemplazado la cruda sexualidad de otros tiempos con una entereza de acero bajo un aire pulido y sofisticado. Eso lo convertía en alguien mucho más peligroso, si como ella intuía, había aprendido a usar esas cualidades como arma.

Ella también había cambiado, pensó Paige cuando se alejaba de él en busca de su hermana o del padrino. Ya no era presa de sus impulsos y de sus fantasías románticas. El amor consistía en algo más que el sexo, y la vida en algo más que el deseo y la creencia de que el deseo podía vencer cualquier obstáculo.

Paige ya no se fiaba solo de los sentimientos en sus relaciones. Había aprendido la lección de la manera más dura y había decidido que para el resto de su vida, sería su cabeza la que mandara sobre su corazón.

Al ver a Maddie, fue a su encuentro, sonriéndole a todos los que charlaban con ella. Maddie la miró y se escabulleron a una habitación contigua.

Maddie cerró la puerta.

–¿Estás bien? Lo siento, Peg. No tenía ni idea de que Jager vendría. Es una coincidencia increíble. No te lo vas a creer.

–¿Coincidencia? ¿No estaba invitado?

–Glen lo invitó. Él no sabía... ¿Cómo iba a saberlo si yo nunca le mencioné su nombre? Resulta que Jager es pariente suyo.

–¿De Glen?

Maddie asintió.

–Son medio hermanos.

Paige abrió la boca, y sus pensamientos parecían un torbellino.

–¡Así que Jager encontró a su familia!

Maddie la miraba de forma peculiar.

Poco a poco Paige consiguió atar cabos.

–¿La madre de Glen...?

–Su padre y una chica que conoció antes de comprometerse con la madre de Glen. La señora Provost no lo sabe todavía. Con lo de la boda ya tiene suficientes nervios. El señor Provost les pidió que lo mantuvieran oculto hasta que él se lo diga, pero Glen quería que su medio hermano estuviera en su boda. Solo se han visto un par de veces, pero enseguida se han hecho amigos.

Glen era hijo único y Paige podía imaginar que la aparición de un hermano le había causado impresión.

–¿Hace cuánto tiempo? Debe de ser reciente.

–Hace unas semanas, creo. Yo no sabía nada porque Glen no me lo dijo hasta hoy. Y no pude hablar contigo antes. Aún no le he dicho nada a Glen sobre vosotros –Maddie se retorció las manos–. ¿Te ha estropeado la fiesta?

–¡Claro que no! –había sido una situación tensa, llena de viejas heridas y pesar, pero la había sobrellevado por Maddie, y también sobreviviría a lo que había sabido. No podía dejar que nada oscureciera el día feliz de Maddie–. Ambos hemos dejado atrás nuestros errores de juventud. Es divertido –mintió–, verlo de nuevo, ponerse al día.

Era su frase y ella se dio cuenta. Maddie parecía aliviada.

–Supongo que todo terminó hace años –dijo Maddie–. ¿Estás segura de que no te importa?

No había nada que se le pudiera hacer.

–Deja de preocuparte, Mad. Será mejor que volvamos, o tu marido pensará que ya lo has abandonado.

–¡Nunca! –Maddie se volvió hacia el espejo–. ¡Mi marido! –repitió soñadora–. ¿Puedes imaginarme como una madura señora casada?

–Madura, no –contradijo, Paige. Maddie tenía veinticinco años y ella veintinueve–. Pero sí lo suficientemente mayor para saber lo que haces. Que es más de lo que yo puedo decir sobre mi primera experiencia con el matrimonio.

Maddie le dirigió una mirada de comprensión y Paige pensó que su hermana era tan dulce y buena como bonita, y que Glen tenía mucha suerte.

–No fue un matrimonio como debe ser, ¿no te parece? –comentó Maddie–. En realidad, no cuenta.

–No –la voz de Paige era firme–. No cuenta para nada.