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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Anna Turró Casanovas

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Cleo pide un deseo, n.º 53 - diciembre 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4923-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

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Para Marc, Ágata y Olivia, mis tres deseos

 

 

«Aquel día fue en el que descubrió con asombro que cuando él decía “como desees”, en realidad significaba “te amo”».

 

La princesa prometida — WILLIAM GOLDMAN

Capítulo 1

 

El primer día de bailarina en la Ópera de París. La cantidad de sacrificios que había hecho para llegar hasta allí le parecieron, durante un segundo, insignificantes. No lo eran, e iba a tener que seguir haciéndolos, pero no le importaba. Cleo se detuvo en mitad de la calle y observó embobada el imponente edificio. De pequeña lo había visitado en dos ocasiones con el colegio y todavía se quedaba sin aliento cuando recordaba el techo pintado por Chagall. En la primera de esas visitas, mientras la profesora reñía a uno de sus compañeros de clase, Cleo vagó distraída por el pasillo y se quedó hipnotizada observando los gráciles movimientos de una joven junto a una barra de madera clavada en la pared frente a un espejo. Se la veía tan segura, tan delicada y fuerte al mismo tiempo, que en lo más profundo de su ser Cleo supo que quería ser como ella.

Hoy entraba en la Ópera de un modo distinto y si todo salía bien seguiría haciéndolo durante mucho tiempo. Iba a ser muy difícil, estaba segura, pero la constancia y el esfuerzo formaban parte de su ser y no iba a traicionarse a sí misma ahora. Soltó el aliento despacio y cruzó con solemnidad el paso de peatones. El conductor del coche que encabezaba la fila le sonrió a través del cristal como si estuviese al corriente de que era un gran día para ella. Cleo le devolvió una sonrisa trémula y al pisar de nuevo la acera el sonido del tráfico pareció seguir el ritmo de su pulso. Abrió la puerta sin poder contener un cosquilleo en la palma de la mano y, tras sonreír y presentarse al conserje, se dirigió a los despachos de administración, donde según lo acordado la estaban esperando. Firmó los papeles después de leerlos, aunque pasó por alto algunas palabras. Finalizadas las formalidades burocráticas, le dijeron que podía cambiarse y utilizar cualquiera de las salas de ensayo que había en el primer piso mientras esperaba la llegada del resto de bailarinas y del director.

El vestuario al que la dirigieron tenía un aire antiguo, romántico, las molduras del cristal que había encima del largo tocador parecían susurrar secretos de las bailarinas que habían estado allí mucho antes que ella. Cleo vio que había dos bolsas de deporte en un rincón y otra más en medio del banco de madera. Eligió un espacio en la esquina de más a la derecha y colgó el abrigo con solemnidad en el gancho que había a la altura de sus ojos. Pasó los dedos por la diminuta placa de metal en la que había grabado un número, el ocho, y después dejó la bolsa y empezó a cambiarse. Si se quedaba embobada con cada pequeño detalle, nunca saldría de allí. Todavía faltaba una hora para la primera reunión de la compañía e iba a aprovechar cada minuto para calentar los músculos y relajar los nervios. Abrió la puerta de la sala que presidía el pasillo convencida de que iba a encontrarla vacía y conoció al hombre del que seguiría enamorada dos años más tarde: Daniel Liveux. Lástima que en ese momento, igual que en muchos a lo largo de esos dos años, estuviera acompañado de una mujer despampanante.

Cleo tendría que haberse ido, dar un paso hacia atrás y cerrar la puerta. Pero no lo hizo, se quedó tan embobada al ver a Daniel Liveux, el joven director de la orquesta del Liceo, que fue incapaz de moverse y se quedó allí, petrificada, babeando, observando la escena.

—¡A mí no puedes hacerme esto! —gritó la desconocida a Daniel.

—Oh, vamos, querida, no te pongas así.

—¿Y cómo quieres que me ponga? —Se abrochó un botón de la camisa, las joyas que adornaban sus dedos brillaron al verse reflejadas en el espejo de la sala de ensayos casi tanto como el carmín de labios que acababa de aplicarse.

Él suspiró exasperado y sacudió la cabeza. Al hacerlo, descubrió a Cleo de pie en la entrada y le sonrió.

La mujer giró el cuello de inmediato y de repente la furia que hasta entonces había sido capaz de contener estalló. Volvió a mirar a Liveux y lo abofeteó.

—¡Eres un cerdo!

Él se tocó la mejilla y la miró con los ojos helados y una sonrisa igual de fría en los labios.

—Has sido tú la que ha venido a verme esta mañana sin motivo, querida. Y la que no ha parado hasta conseguir lo que quería.

El significado de esa frase no pasó inadvertido a ninguna de las dos mujeres, la rica desconocida reculó ofendida y tras coger una gabardina y un pañuelo del respaldo de una silla que había junto a la puerta se fue tan rápido que Cleo tuvo que apartarse para que no la pisase. Casi sin querer, Cleo siguió con la mirada la tempestuosa partida de esa morena despampanante y, cuando el ruido de la puerta que conducía a la escalera resonó por el pasillo, reaccionó y comprendió que se había entrometido en algo muy privado. En su primer día de trabajo. Con el director de la orquesta del Liceo.

Con la estrella del Liceo.

Sintió náuseas, iban a despedirla. Ni siquiera había bailado una nota e iban a despedirla. Apretó lo dedos alrededor del picaporte mientras les mandaba la orden de cerrar la puerta e ir al vestidor a cambiarse antes de humillarse.

—Siento que hayas tenido que presenciar el numerito de Elsa.

Él no le estaba gritando ni le estaba ordenando que se fuese, ¿le estaba pidiendo perdón?

—No pasa nada —balbuceó. Lo tenía demasiado cerca y podía ver que sus ojos al natural eran mucho más azules de lo que se veía en la tele y en las revistas.

—Gracias, y no solo por ser tan comprensiva, sino también por haber llegado cuando lo has hecho —le sonrió y se puso las manos en los bolsillos—. Elsa tiene problemas para entender una negativa.

—Claro. —Cleo en realidad no sabía qué decir. No entendía nada de esa conversación y el perfume de Daniel le impedía pensar con claridad.

—Confío en que no le contarás a nadie lo que ha pasado, ¿verdad? Sé que no me dirán nada —añadió guiñándole el ojo—, pero no quiero oír otro sermón del señor Clairmont, se pone muy pesado cuando intenta ejercer de figura paternal.

—Por supuesto que no.

—Fantástico, eres un encanto. —Sacó las manos de los bolsillos y apoyándose en el marco de la puerta con un hombro se cruzó de brazos—. Por cierto, ¿nos conocemos? No me suenas, y te aseguro que tengo buena memoria, yo soy Daniel…

—Sé quién eres —lo interrumpió ella—, es un honor conocerte.

—No digas tonterías y dime tu nombre —le sonrió él, encantado en el fondo de que ella le hubiese reconocido.

—Soy Cleo, soy bailarina. —Le tendió una mano—. Hoy es mi primer día.

La sonrisa de Daniel se volvió más devastadora.

—Bueno, Cleo soy bailarina, es un placer conocerte. —Le cogió la mano y la estrechó con firmeza—. Veamos qué más puedo hacer para que tu primer día sea interesante.

Sonó un viejo timbre cogiéndolos por sorpresa y Cleo recordó que la profesora de ballet que se ocupaba del primer ensayo de la mañana era extremadamente estricta. No podía llegar tarde. Soltó la mano a Daniel y salió corriendo con la risa de él detrás y un cosquilleo recorriéndole de arriba abajo la espalda.

Ese primer día fue maravilloso, los nervios no llegaron a abandonar a Cleo, pero consiguió contenerlos y disfrutar de cada pequeño descubrimiento. Además, había conocido a Daniel Liveux y era todavía más guapo y encantador de lo que se había imaginado. Y él le había sonreído. No volvió a cruzarse con él hasta días más tarde, nada extraño porque ella era una de las nuevas bailarinas y él, el director de la orquesta, aun así sus caminos volvieron a juntarse un viernes y fue también en una situación de lo más extraordinaria:

—Hola, Cleo soy bailarina.

Cleo casi se tropezó con la acera al oír la voz de Daniel. Él estaba sentado tras el volante de un descapotable negro con tapicería crema que gritaba a los cuatro vientos lo exclusivo que era.

—Hola.

—¿Has salvado a algún otro director de orquesta de las garras de una mujer despechada? —Se puso unas gafas de sol estilo aviador que lo hicieron más atractivo.

—No —consiguió balbucear.

—Me alegro de ser el único —sonrió—. Me voy, me están esperando. Que tengas un buen fin de semana, Cleo soy bailarina.

—Tú también.

—Gracias. El lunes a las ocho te lo cuento tomando un café —le señaló con la mano una cafetería que había en la otra esquina—. No llegues tarde.

El ruido del motor le impidió contestar a Cleo, aunque antes habría tenido que encontrar la mandíbula, que le había caído al suelo.

Pasó el fin de semana como siempre, aunque las horas se le hicieron injustamente más largas y lentas, y el lunes, nerviosa como la adolescente que probablemente no había sido jamás, se presentó en el lugar acordado diez minutos antes de la hora establecida. Se preparó mentalmente para un plantón, se horrorizó durante un instante al considerar la posibilidad de que todo eso formase parte de una truculenta novatada, una broma de mal gusto dirigida al más reciente miembro de la compañía, pero la puerta del local se abrió, las campanillas que colgaban del techo tintinearon, y Daniel apareció.

—Buenos días, veo que además de comprensiva eres puntual.

—Buenos días. —Se sonrojó. Cuando él estaba cerca no podía evitarlo.

Daniel pidió dos cafés con leche al cruzarse con el camarero y le sonrió a Cleo al acercarse. Se quitó el abrigo y se sentó frente a ella. Le preguntó por esos primeros días con atención y le rozó la mano que ella tenía encima de la mesa tres veces.

Cuando minutos más tarde se hizo un silencio, Cleo tuvo el impulso de llenarlo haciéndole a Daniel una pregunta, la que no había podido quitarse de la cabeza desde el viernes.

—¿Cómo está Elsa? ¿Habéis pasado un buen fin de semana?

—Me imagino que Elsa está bien, ya no estamos juntos. —Durante un segundo a Cleo el corazón le subió a la garganta—. He pasado el fin de semana con Adele y ha sido espectacular, ella es mucho menos dramática que Elsa. Seguro que me entiendes.

El corazón le volvió al pecho y se obligó a sonreír.

—Claro.

Daniel le contó que Adele era abogada y que se habían conocido en un acto benéfico, quizá le dio más detalles, pero Cleo no prestó atención o los olvidó. Igual que olvidaría más adelante más conversaciones sobre Monique, Silvia, Martha, Raquel y Beatrice.

Tal vez Cleo hubiese podido evitar enamorarse de Daniel si él hubiese sido un seductor más, pero poco a poco fue cambiando, madurando, y su amistad también. Según el propio Daniel, Cleo era su mejor amiga, exceptuando un misterioso amigo del pasado llamado Sergio; hablaba con ella de todo, de sus composiciones musicales, de las ofertas que recibía de otras compañías, de su familia, y de las mujeres con las que salía. Era cariñoso con ella, detallista, romántico incluso, y Cleo había estado a punto de volverse loca demasiadas veces a lo largo de esos dos años.

La relación entre ellos dos seguía un patrón invisible preestablecido por algún sádico: durante la semana, Daniel se preocupaba de que Cleo desayunase, no llegase tarde a ningún ensayo y volviese a casa sana y salva. Le apartaba la silla para que se sentase, le abría la puerta cuando entraban en la cafetería o en el Liceo, le prestaba la chaqueta si hacía frío.

Le apartaba el mechón de pelo negro que se le escapaba siempre de la diadema.

Le acariciaba la mejilla.

Y cuando saltaba alguna chispa de atracción en el aire, cuando se miraban a los ojos demasiado rato o se humedecían los labios y sus rostros se acercaban, Daniel se apartaba y carraspeaba para añadir después la suerte que tenían de ser tan buenos amigos. Esos momentos tensos, mágicos, se sucedían cada tres o cuatro meses y después él desaparecía durante días con alguna otra mujer. Cleo se sentía entonces como una idiota y se juraba que se olvidaría de él, al menos en ese sentido, y que se fijaría en otros hombres. Pero, cuando lo hacía, cuando aceptaba salir con otro, era siempre un desastre. Además, Daniel siempre volvía y volvía a prestarle la chaqueta, a hacerle las preguntas exactas, a sonreírle en el momento preciso y a ganarse su corazón.

Podía esperar, se repetía Cleo constantemente, lo único que necesitaba Daniel era tiempo. Nada más. Era imposible que él no sintiese algo especial por ella, el modo en que la miraba, en que la tocaba, hablaba de emociones mucho más profundas que la amistad, aunque sin duda esta también era muy importante, pues él no se la había ofrecido a ninguna de las mujeres con las que se acostaba.

Podía esperar, los ensayos consumían su vida de todos modos y si no estaba atrapada en el Liceo lo estaba en casa. Hacía unos meses que su hermana Luela y la hija pequeña de esta, Marion, se habían instalado con ella trastocándole los horarios y la vida entera. La noche que Luela llegó sin avisar discutieron hasta las tantas de la madrugada. Si su hermana no hubiese estado acompañada por la niña de apenas cuatro años, Cleo se habría planteado echarla y mandarla a un hotel. Pero Luela lloró y le juró que había cambiado, las drogas habían quedado atrás y ya no se iba con el primer tipo que la invitaba a una copa, ahora trabajaba de camarera y quería rehacer su vida, pero necesitaba un lugar donde empezar.

Cleo cedió, quiso creerla desde lo más profundo de su corazón y lo hizo. Las dos hermanas habían reaccionado de maneras completamente opuestas a la prematura muerte de sus padres cuando justo después de que sus hijas entrasen en la veintena murieron en un trágico accidente aéreo. Cleo, la mayor, pidió un préstamo para complementar su parte de la herencia y se compró el pequeño apartamento donde vivía, terminó los estudios de danza y trabajó duro hasta que se convocó una plaza de bailarina en el Liceo y luchó con uñas y dientes para conseguirla. Luela dejó la carrera de periodismo sin terminar y se fue a Mallorca a vivir con un tipo al que hacía dos meses que conocía. Cuando esa relación fracasó, se fue con otro, y luego con otro. La bebida y las drogas no tardaron en aparecer, y tampoco el distanciamiento con su hermana. Hasta que se quedó embarazada de un desconocido al que no recordaba y para sorpresa de ambas decidió tener al bebé. Desde el nacimiento de Marion, Luela había intentado ser distinta, aunque no llegaba a conseguirlo. De pequeña había sido igual, incapaz de contenerse, se bañaba en la piscina hasta que le quedaba la piel arrugada, entregaba los deberes tarde y perdía todas las piezas de sus muñecas.

Cleo se había distanciado de Luela porque le dolía ver lo empecinada que estaba su hermana en destruirse, pero esa noche fue incapaz de alejarse de ella y de su sobrina y las dejó entrar en su pequeño y cálido apartamento y en su vida.

Habían pasado dos años desde ese primer día en el Liceo, ahora tenía a su hermana y a la pequeña Marion en casa, estaba a punto de tener un papel importante en el ballet que se estrenaría la Navidad siguiente, La Bella Durmiente, y estaba enamorada de su mejor amigo.

Podía esperar a que él se enamorase también de ella.