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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Laura Marie Altom

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La misión más peligrosa, n.º 34 - octubre 2015

Título original: The SEAL’s Christmas Twins

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7294-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

–Un momento…, ¿muerta? –el SEAL, Mason Brown, se tapó la oreja izquierda. Estaba en la base de Virginia, Fort Story, en unos entrenamientos de combate. Si su comandante lo pillaba con el móvil, sería el infierno. Por si acaso, se encerró en el baño–. No he entendido bien.

–Mason. Lo siento, pero me has entendido perfectamente. Melissa y Alec han muerto. Su avión se estrelló y… –Hattie se interrumpió.

Tenía que ser un error. Porque, aunque su exmujer lo hubiera traicionado de las peores maneras posibles, no se imaginaba la vida sin ella en el planeta.

–Siento comunicártelo por teléfono, pero estabas muy lejos.

–Lo entiendo –lo que no entendía era su propia reacción.

Melissa lo había engañado con su viejo amigo, Alec, hacía seis años. ¿Por qué sentía las piernas entumecidas? ¿Por qué se sentía vulnerable, expuesto, incluso algo atemorizado?

–Mason, sé que seguramente será lo último que quieras oír en un momento como este, pero el abogado de Melissa y Alec necesita verte. Dice que estás en el testamento y…

–¿Y por qué iba a estar yo en el testamento? –la interrumpió él.

–No tengo ni idea. Quería llamarte él, pero le pedí que me dejara hacerlo a mí. No quería que recibieras esta noticia de un extraño.

«¿Y no es eso lo que somos tú y yo?». Aunque Hattie y él habían estado muy unidos, tras la ruptura con Melissa, esta última se había llevado consigo al resto de la familia.

–¿Mason? ¿Vas a venir?

Él soltó un gruñido.

Desde el exterior llegaban los sonidos de las armas de fuego. Aquel era su mundo. Se sentía cómodo en Virginia. En su pueblo natal de Conifer, Alaska, era un paria, algo que resultaba irritante, considerando que había sido él la víctima.

–¿Mason? El abogado de Melissa insiste en que estés presente para la lectura del testamento.

–De acuerdo –murmuró al fin–. Allí estaré.

 

 

El jueves por la tarde, Hattie Beaumont se ofreció a ir al aeropuerto. Su madre seguía postrada en la cama, y su padre no estaba mucho mejor. Acomodó a las gemelas de su hermana, de cinco meses, en una fila de asientos vacíos en el aeropuerto de Conifer, recién construido tras el hundimiento del anterior por culpa de una tormenta de nieve.

El modesto edificio alojaba tres aerolíneas regionales, dos compañías chárter, una agencia de alquiler de coches, una cafetería, una tienda y un restaurante.

A las nueve de la noche todo estaba cerrado y allí solo había tres grupos más esperando la llegada del último vuelo de la noche, procedente de Anchorage.

Las pequeñas, que al fin se habían dormido en sus cucos, pesaban mucho, pero nada que ver con el peso del dolor que le agarrotaba el corazón.

La avioneta bimotor del marido de su hermana se había estrellado por culpa del mal tiempo el martes anterior. Alec había muerto en el acto, pero Melissa había sido rescatada e ingresada viva en el hospital de Anchorage, donde había fallecido el miércoles por la mañana.

Todavía no se había hecho a la idea de que su hermana había desaparecido para siempre. Era lo más parecido a una pesadilla de la cual uno no lograba despertar.

Como era de esperar, los padres de Alec, Taylor y Cindy, no se habían tomado bien la noticia. Vivían en Miami y era a quienes estaba esperando Hattie. Tenían idea de quedarse hasta los funerales del sábado. Después, no se sabía qué iban a hacer. ¿Compartirían las dos parejas de abuelos la custodia de las gemelas?

Cubriéndose el rostro con las manos, Hattie reprimió una nueva oleada de las náuseas que la invadían desde el accidente de su hermana.

Y además estaba Mason.

Tiempo atrás había pensado mucho en él. Y no dejaba de ser otro dolor añadido al que ya sentía.

Estaba resignada a verlo en el funeral del sábado, y durante la lectura del testamento el domingo. Por suerte, hasta entonces no tendría que encontrarse con él.

¿Cómo debía comportarse una con un tipo del que había estado secretamente enamorada? Un tipo que no solo se había marchado, también se había casado con, y divorciado de, su hermana.

Hattie intentó jugar con el móvil, pero, tras perder una docena de partidas, desistió.

Por fin el rugido del motor de un avión le indicó que el tormento estaba a punto de concluir. Aunque dudaba mucho poder conciliar el sueño al regresar a su casa, si lo lograba, el aislamiento que le proporcionaría de la realidad sería más que bienvenido.

Dado que las gemelas seguían dormidas, Hattie se apartó de ellas los treinta metros que la separaban de la puerta de llegadas.

–¿Hattie?

Sobresaltada, miró a su izquierda y se encontró con Jerry Brown, el padre de Mason.

–¡Chica! Hace siglos que no te veía, aunque tengo entendido que ves a Fern a menudo.

–Es verdad, nunca me harto de sus galletas –Fern era la anciana vecina de Jerry.

Pero para ir a verla tenía que pasar delante de la casa de Mason. Su mera visión le recordaba tiempos más felices, y por eso solía pasar muy deprisa para evitar un encuentro casual con Jerry. Lo último que quería era tener noticias de su hijo. Saber de Mason le recordaría lo mucho que lo echaba de menos.

–Pues ya somos dos –el hombre rio, pero su sonrisa rápidamente se borró–. ¿Qué tal lo lleváis en casa? Tu hermana y Alec, ambos muertos –sacudió la cabeza–. Un golpe tremendo.

–Sí –Hattie contuvo las lágrimas–. He venido a recoger a los padres de Alec.

–Y yo a Mason. Tengo muchas ganas de verlo, aunque ojalá fuera en mejores circunstancias.

«¿Mason estaba a punto de llegar? ¿Allí?».

Considerando que su hermana acababa de fallecer, no se había molestado en arreglarse mucho. Hattie iba vestida con vaqueros y una sudadera verde descolorida. Los cabellos estaban recogidos en un desordenado moño y en cuanto al maquillaje, ni había pensado en ello.

«¿Pero qué te pasa? ¿Por qué te preocupa tanto tu aspecto?».

Era evidente que Mason estaría para el funeral, pero había supuesto que no se verían hasta el mismo sábado. Era demasiado pronto. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué iba a hacer?

El dolor y la pena que había dictado los latidos del corazón hasta ese momento se vieron sustituidos por el pánico. No podía verlo. Todavía no.

Pero un empleado del aeropuerto le arrebató todas sus opciones al abrir la puerta de llegadas.

Hattie reculó varios pasos. Con suerte, no la vería.

El plan parecía sencillo, y eficaz, ya que Mason y su padre se centraron el uno en el otro.

Dos extraños más entraron en la terminal, seguidos de los padres de Alec. ¿Cómo se habían sentido al compartir vuelo con Mason?

–¿Cindy? ¿Taylor? –Hattie agitó una mano en el aire–. Hola. ¿Qué tal el vuelo?

Los ojos de Cindy estaban rojos e hinchados, y Taylor no tenía mucho mejor aspecto.

–Estuvo bien –contestó Taylor–, pero ya tenemos ganas de retirarnos a descansar.

–Lo entiendo. ¿Traigo un carrito para el equipaje?

–No llevamos gran cosa –el hombre sacudió la cabeza.

–De acuerdo, entonces. Recojo a las gemelas y nos vamos.

Incomodidad ni siquiera se acercaba a describir el momento, sobre todo cuando miró en dirección a Mason y lo vio apartar la mirada. ¿A propósito? Esperaba que no.

 

 

***

El domingo por la tarde, Mason no daba abasto con la pala. Situado en la Costa Este de Prince William Sound, Conifer era famoso por sus impresionantes nevadas. De niño había pasado interminables ratos construyendo fuertes y muñecos de nieve, incluso túneles. Pero en esos momentos se afanaba en desenterrar la camioneta de su padre.

El remolque quedaba empequeñecido al lado de los inmensos abetos en los que Mason había jugado al escondite. Acostumbrado al mar abierto, el oscuro bosque le hacía sentirse atrapado.

Había pasado seis largos años lejos de casa.

Recordaba haber disfrutado con el sonido del viento, pero en esos momentos el mundo estaba en completo silencio bajo el blanco manto de nieve. El aire, tuvo que admitir, olía muy bien, fresco y limpio. Y así había sido su vida.

–Este es el último sitio en el que esperaría verte.

–Lo mismo digo –Mason se volvió hacia la voz de la pequeña Hattie Beaumont, ya no tan pequeña.

La había visto en el aeropuerto, pero no le había parecido un buen momento para conversar, con los padres de Alec delante. Y el funeral tampoco le había parecido mejor.

–No hace muy bueno para dar un paseo.

–A mí me gusta. Sienta bien salir de casa.

Durante el funeral, Mason había estado tan absorto que no se había percatado de que la antigua adolescente se había convertido en una espectacular mujer. Ella era en parte inuit, y la nieve que caía sobre sus oscuros cabellos dibujaba un hermoso cuadro. Los ojos marrones carecían de la habitual chispa, lo cual, dadas las circunstancias, era normal.

–Estoy de acuerdo –Mason se apoyó en la pala–. ¿Se espera que deje de nevar alguna vez?

–Mamá dice que mañana podríamos tener más de veinticinco centímetros.

–Genial –los pilotos de la zona eran capaces de volar en casi cualquier circunstancia, pero una gran tormenta de nieve daría al traste con sus planes de marcharse por la mañana.

–¿Sigue en pie lo de esta tarde?

–A las dos, ¿verdad? –él asintió.

–Sí. Benton abrirá el despacho solo para nosotros, de modo que no te retrases.

–La pequeña Hattie Beaumont –él no pudo reprimir una sonrisa–, la que siempre llegaba tarde al colegio, ¿me da lecciones de puntualidad? ¿Cuántas noches me mandó tu madre a buscarte para la cena?

–Qué buenos tiempos, ¿verdad? –ella apartó la mirada con los ojos brillantes y sonrió.

–Los mejores.

Tiempos en los que lo tenía todo claro: la mujer perfecta, un trabajo. Incluso le había echado el ojo a una casita. Considerando lo trágico de los últimos años de matrimonio de sus padres, no debería haberse confiado en que con su esposa fuera diferente.

Alistarse en la marina había sido la mejor decisión que hubiera tomado jamás.

–Bueno –ella señaló hacia la casa vecina–, quería agradecerle a Fern las tartas y el jamón que trajo a la vigilia. Y ya de paso, echaré una ojeada a la chimenea.

–¿Quieres que te acompañe? –Mason había olvidado el espíritu comunitario reinante allí. Llevaba cinco años viviendo en Virginia Beach, pero no conocía a los vecinos.

–Gracias, pero puedo con ello –Hattie sonrió.

–No digo que no puedas. Solo me ofrecía a echarte una mano. Además –sacudió la cabeza–, no he visto a Fern desde que me echó de su casa por cruzar su terraza con la moto de nieve.

–Aún no ha puesto barandillas. Me sorprende que nadie lo haya vuelto a hacer.

–¿Qué quieres que te diga? Soy único.

–Más bien un delincuente –ella continuó calle abajo–. ¡No llegues tarde! –gritó.

–No lo haré.

–Ah, Mason…

–¿Sí?

–Gracias por venir –Hattie bajó la mirada al suelo–. Te lo agradezco de veras.

–Claro, sin problemas –mintió él.

Lo cierto era que regresar a Conifer había despertado un inmenso dolor. Recordar a Melissa, el amor de su vida, nunca era fácil. No solo le había roto el corazón, también el alma. Y la odiaba hasta un grado que le resultaba inimaginable.

¿Y desde que estaba muerta?

El odio mezclado con el remordimiento había culminado en un mortal dolor de corazón y una irreprimible necesidad de escapar.

Capítulo 2

 

Hattie había pensado que su enamoramiento adolescente estaría ya superado. Pero una de las sonrisas torcidas de Mason había bastado para abrir las compuertas de sus sentimientos.

Las gemelas estaban al cuidado de la vecina y Hattie y sus padres aguardaban fuera del despacho del único abogado de la ciudad, Benton Seagrave, la llegada de Mason.

Hattie cerró los ojos y comparó los recuerdos de infancia de Mason con los más recientes.

Siempre había sido más alto que ella, pero en esos momentos la diferencia era claramente escandalosa. No solo había crecido en altura, también en envergadura. El día anterior, lo había visto manejando la pala vestido con botas de nieve, vaqueros y una camisa que se pegaba a los anchos hombros y pectorales. En el bar estaba acostumbrada a ver muchos hombres robustos, pero ninguno le provocaba la misma sensación que Mason y su sonrisa torcida. Tenía los ojos azules y los cabellos oscuros, siempre revueltos, estaban salpicados de mechas doradas. Hattie tenía dos años menos que él y mientras que el resto de los chicos de la escuela se habían dedicado a burlarse de ella por su sobrepeso, Mason acostumbraba a compartir con ella su amor por la astronomía y la pesca. Y, sobre todo, a su hermana.

El día de la boda de Mason y Melissa, Hattie había intentado sentirse feliz, pero lo cierto era que había odiado a su hermana, por el vestido de dama de honor que le había elegido y por casarse con el único hombre que ella había amado jamás.

Hattie sabía que no había sido verdadero amor. Soñaba despierta con él abrazándola, besándola, asegurándole que era a ella a quien deseaba, no a Melissa. Pero la muerte de su hermana hacía que esos traicioneros pensamientos le hicieran sentir sucia e irrespetuosa.

Melissa era, había sido, una belleza objeto de deseo de todos los chicos. Y desde siempre, Hattie había luchado contra unos celos y resentimientos que no deseaba sentir. Cuando Melissa destrozó a Mason, ella se había mantenido secretamente a su lado, considerando a su propia hermana despiadada y cruel. Años más tarde, cuando Melissa luchaba por superar su infertilidad, Hattie estuvo segura de que se trataba de un justo castigo divino.

Desde su muerte, el remordimiento la corroía, sobre todo por no ser capaz de llorar.

Tras el accidente, ella había sido la más fuerte de la familia, protegiendo a sus padres del dolor de enterrar a su perfecta hija, la más bonita, a la que su madre, inuit, llamaba piujuq: «hermosa».

Desde el exterior llegó el sonido de alguien subiendo las escaleras y, segundos más tarde, la puerta se abrió. Mason entró, sacudiéndose la nieve de los cabellos. Seguía llevando las botas y los vaqueros, pero había añadido a su atuendo un jersey de lana color marfil que resaltaba el color azul de sus ojos. Hattie casi se quedó sin habla.

–¿Llego tarde? –Mason consultó el reloj.

–Nosotros… nosotros llegamos pronto –ella no sabía qué hacer con las manos–. Los padres de Alec no deberían tardar.

–Estupendo –Mason hundió las manos en los bolsillos.

Nadie habló. Aparte del sonido del viento y el susurro de las páginas de las revistas que hojeaban, el lugar estaba sumido en un espeso silencio. Afortunadamente, los pensamientos y el pulso acelerado de Hattie carecían de sonido. De lo contrario, todos habrían conocido su pánico. Durante años había soñado con una cita con ese hombre, pero jamás en tales circunstancias.

Veinte minutos pasaron sin que hubiera la menor señal de los padres de Alec.

En el despacho de Benton sonó el teléfono, seguido de voces apagadas.

–Escuchad –Mason interrumpió el silencio–, si no os importa, podríamos comenzar. No me imagino qué puede haberme dejado Melissa. Todo esto es muy extraño.

–Estoy de acuerdo –asintió el padre de Hattie ofreciendo una mano a su esposa.

Akna y Lyle guiaron al resto por el pasillo que conducía al despacho de Benton.

Pero antes de que llegaran, la puerta del despacho se abrió.

–Qué bien que estéis todos aquí –Benton hizo pasar a Akna y a Lyle–. Acabo de hablar con Taylor y Cindy. No van a poder venir.

–¿Va todo bien? –preguntó Lyle.

–Todo lo bien que puede esperarse.

Mientras sus padres y Benton conversaban, Hattie se quedó atrás con Mason. La envergadura de ese hombre hacía que el reducido espacio lo pareciera aún más.

–Las damas primero –Mason le cedió el paso, lo último que ella deseaba que hiciera.

Más cómoda vestida con vaqueros y una amplia sudadera, los pantalones de tergal negro y el jersey de lana se le marcaban en los lugares menos adecuados. También echaba de menos la cola de caballo que evitaba que los cabellos se le pegaran al rostro.

–Lo siento muchísimo –el abogado les estrechó la mano–. Melissa y Alec eran buenas personas.

«¿En serio?». El peso de lo que habían hecho Melissa y el antiguo mejor amigo de Mason permanecía en el ambiente.

–No quisiera parecer descortés –Mason se aclaró la garganta–, pero ¿podemos acabar con esto?

Hattie comprendía lo que debía de estar pasando ese hombre. Mientras que ella sufría de remordimientos, él sin duda albergaría mucha ira. Había abandonado Conifer hacía años, y su ausencia habría calmado en parte el dolor de saber que su mujer se había acostado con su mejor amigo, pero no tenía la menor idea de cómo se sentiría Mason ante la muerte de los tortolitos.

Sentado tras el abarrotado escritorio, Benton rebuscó entre tres montones de carpetas. Al tirar de la elegida, provocó una avalancha de ficheros que quedaron desparramados por el suelo.

–Me pasa siempre –el abogado sonrió–. Si me dais un segundo, enseguida lo soluciono. Hattie, Mason, por favor, tomad asiento.

Pero Mason le ayudó a recoger los documentos.

Normalmente Hattie se habría unido a ellos, pero en esos momentos le fallaban las fuerzas.

–Vamos allá –anunció Benton al fin–. Gracias, Mason.

–No hay de qué.

–De acuerdo, nos saltaremos las formalidades e iremos directamente a lo que interesa.

–Perfecto –Lyle tomó la mano de Akna.

–Vivian y Vanessa transformaron a tu hermana –Benton se dirigió a Hattie–, la ablandaron hasta un punto que no creo que permitiera que muchas personas supieran.

Un gruñido escapó de labios de Mason.

Hattie se removió en la silla, evitando cuidadosamente rozar a Mason en el reducido espacio.

–Era muy supersticiosa con respecto a los vuelos de Alec. Tras su matrimonio, él redactó un testamento, declarándola su única heredera.

–¿Y qué tiene que ver eso conmigo? –Mason suspiró.

Hattie apretó los labios para evitar decir algo que fuera a lamentar. Mason tenía derecho a estar enfadado con Melissa, pero no hacía falta que fuera tan grosero. Ella misma había tenido problemas con su hermana, pero en el fondo la había querido con locura. Sus propios padres no se habían disgustado con la infidelidad de su hija. Opinaban que Mason, antiguo pescador, era el culpable por haber permanecido largas temporadas en el mar cuando ella más lo necesitaba.

–Me temo que tiene todo que ver contigo, Mason –el abogado cerró la carpeta y suspiró–. Alec se lo dejó todo a Melissa…

–Por favor, date prisa –Akna mantenía un pañuelo presionado contra la nariz.

–Por supuesto –Benton volvió a consultar el documento–. En la última línea, Melissa se lo deja todo a Hattie y a Mason en caso de que Alec y ella fallecieran al mismo tiempo.

–¿Qué? –Lyle soltó la mano de Akna y se puso de pie–. Eso es ridículo.

–Seguro que todo, todo, no. ¿Las niñas? –las lágrimas corrían por las mejillas de Akna.

–Me temo que también –el abogado asintió.

–¿Por qué? –preguntó Hattie.

–Quizás esto lo explique –el hombre le entregó una carta a Mason, pero él la rechazó.

–Léela tú. No quiero tener nada que ver con todo esto.

Akna lo fulminó con la mirada.

–Muy bien –Benton abrió el sobre y empezó a leer–. «Mason, si estás leyendo esto, quiere decir que se cumplieron mis premoniciones. Sé que nunca confiaste demasiado en mi herencia inuit, pero nosotros le damos una gran importancia a los sueños, y he tenido tres veces el mismo sueño en el que Alec y yo morimos juntos. Me siento obligada a adoptar algunas medidas por si ese sueño llegara a hacerse realidad. En primer lugar, te debo una disculpa. La pérdida de nuestro bebé fue un terrible accidente que ninguno de los dos podría haber evitado. Siento haberte echado la culpa, pero fui demasiado cobarde para admitir que nuestra relación se me quedaba pequeña».

Mason se cubrió la boca con una mano, los ojos brillantes por las lágrimas sin derramar.

–¿Quieres leer el resto en privado? –preguntó el abogado.

–Acaba con esto de una vez –con los puños apretados, Mason miraba por la ventana.

–Eres un monstruo. ¿Cómo te atreves a deshonrar las últimas palabras de mi hija? –espetó Akna.

–Cariño… –Lyle le rodeó los hombros con un brazo.

Hattie deseó que hubiera una trampilla bajo la silla por la que escapar.

Benton se aclaró la garganta y prosiguió con la lectura.

–«Me avergüenza admitir que dediqué toda mi vida a perseguir el placer. Ahora que soy madre, comprendo que la vida es mucho más. Honor y sacrificio. Rasgos que no solo reconozco en mis padres y mi hermana, también en ti. Dudo mucho que seas consciente de ello, pero Hattie ha estado secretamente enamorada de ti desde que dio sus primeros pasos para poder seguirte a todas partes. Si mis sueños son reales, y muero pronto, quiero hacer algo bueno de verdad. Lo mejor que puedo hacer es ejercer de casamentera. Si Hattie y tú acabáis juntos, no solo vivirán mis preciosas gemelas con unos maravillosos padres, mi hermosa y bondadosa hermana será feliz para siempre con un buen tipo que siempre se ha merecido». Ya está –Benton dobló la hoja y la metió de nuevo en el sobre–. Lyle, Akna, espero que esto haya contestado a vuestras preguntas sobre los motivos de vuestra hija para dejar a sus gemelas a Hattie y Mason.

–Lo recurriremos –aseguró Akna–. Mis nietas deben permanecer conmigo. Con su familia.

–¿Y yo qué soy? –Hattie consiguió que las palabras atravesaran el nudo en su garganta.

–Tu madre no quiso decir eso –le aseguró Lyle.

–Dios bendito –Mason sacudió la cabeza–. Esto es de locos. Nadie entrega a sus hijos basándose en unos estúpidos sueños.

Akna soltó una retahíla de juramentos inuit contra su anterior yerno.

Hattie sintió una opresión en el pecho. Por mucho que adorara a sus sobrinas, de ninguna manera estaba preparada o capacitada para ejercer de madre. Melissa había dejado caer su deseo de nombrarla madrina de las niñas, pero nada más. Siempre había soñado con ser madre, pero, considerando su mediocre vida social, se había resignado a un destino de solterona.

–No –Mason paseó por el angosto despacho–. No quiero tener nada que ver con esto. Es evidente que Melissa no estaba en su sano juicio, y desde luego no creo en el vudú inuit.

–¡Cállate! –rugió Akna.

–Deja mi cultura fuera de todo esto –le espetó Hattie antes de dirigirse a Benton–. ¿Seguro que Melissa no quería que las niñas se quedaran con sus abuelos? Mis padres ya las han acogido.

–Como acabas de oír, Melissa fue muy clara con respecto a sus deseos, no solo en la carta, también en el testamento. Quería que sus hijas vivieran en su casa, criadas por su hermana y su exmarido.

–Pues desde ya te digo que eso no va a suceder –bufó Mason–. Tengo que estar en la base el martes por la mañana, y no quiero saber nada del retorcido plan casamentero de Melissa, sin ánimo de ofenderte, Hattie. Eres una chica estupenda, pero…