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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sandra E. Steffen

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Intenciones ocultas, n.º 1227 - octubre 2015

Título original: Quinn’s Complete Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7342-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Era primavera.

Nathan Quinn no sabía muy bien cómo había llegado, pero lo cierto era que ya estaban en primavera. Eso no podía negarlo. A bordo de su camioneta, pasó la curva donde se espesaban los lechos de flores y la carretera rural se convertía en una calle más del pueblo. Por las ventanillas abiertas entraba ya una brisa cálida con el dulce aroma de las primeras lilas florecidas. Las flores del campo habían sobrevivido al largo y duro invierno de Dakota. Y, por muy asombroso que fuera, él también.

Saludó a la gente que descansaba tranquilamente en los portales de sus casas, un gesto tan natural como la costumbre que tenía de jugar con la alianza de matrimonio que llevaba en su dedo anular. A esas alturas ya debería habérsela quitado, pero hasta el momento no había sido capaz de hacerlo: no había tenido corazón para ello. Todavía le costaba creer que hubiera pasado más de un año desde el fallecimiento de Mary. Supuestamente había sido el final de aquel invierno lo que le había salvado, porque había estado absolutamente seguro de que ya nunca volvería a sentirse vivo a la madura edad de treinta y ocho años. Y sin embargo su cuerpo se había despertado, resucitado, al mismo tiempo que la nieve comenzaba a derretirse.

Últimamente había estado pensando que sería una suerte encontrar a una mujer como Mary, buena, dulce y cariñosa. Pero en aquel instante, cuando frenaba ante la única señal de stop del pueblo, pensó que eso no sería nada fácil y menos aún en una población como Jasper Gulch, famosa por su proverbial escasez de mujeres casaderas. Aunque Nathan no se consideraba un hombre con suerte, sí que podía considerarse más afortunado que los demás hombres del pueblo. Había disfrutado de un sólido y feliz matrimonio. Poseía un próspero rancho con sus hermanos. Y tenía a Holly, la mejor hija del mundo.

Entró en el aparcamiento del instituto y aparcó cerca del lugar donde había besado a Mary por primera vez, cuando ambos solo tenían quince años. Apenas podía creer que su hija tuviera ahora esa misma edad. Y, por lo que sabía, todavía no se había besado con ningún chico. Miró su reloj y esperó. Era temprano. Últimamente siempre llegaba temprano a todas partes. Era como si quisiera siempre adelantarse al resto de su vida, lo cual constituía la segunda gran estupidez que había cometido nunca. La primera… bueno, la primera la había cometido hacía mucho tiempo. Había pasado un montón de años arrepintiéndose de algo que no podía cambiar. Era un hombre que había aprendido de sus errores, y había ciertas cosas que un hombre podía controlar. Tal vez un chico no, pero un hombre sí.

De repente, mientras esperaba en la camioneta preguntándose por qué tardaba tanto en salir Holly, un movimiento detrás del seto del instituto captó su atención. Aparentemente uno de los paisanos estaba discutiendo con una de las pocas mujeres que se había trasladado al pueblo. Por entre las ralas ramas del seto pudo distinguir la figura de Forest Wilkie acercándose furtivamente a la única mujer de Jasper Gulch que podía tener aquella melena tan larga y tan rubia: Crystal Galloway. Crystal parecía querer alejarse y miraba de vez en cuando para atrás, nerviosa. Pero Forest la seguía, hasta que la agarró del pelo. Y Nathan saltó de la camioneta como un resorte.

Podía haber esperado ese comportamiento de cualquier otro, pero Forest Wilkie siempre había sido un buen chico. Al menos eso era lo que se estaba diciendo Nathan mientras atravesaba a la carrera el jardín del instituto y penetraba a través del seto. Aferrándolo por un hombro, lo obligó a volverse hacia él. Forest era más bajo que Nathan, pero fuerte y nervudo. Afortunadamente Nathan contaba a su favor con el factor sorpresa.

—Nathan, ¿estás loco?

Nathan habría podido hacerle a Forest la misma pregunta, pero estaba demasiado ocupado empujándolo y haciéndolo retroceder hacia el edificio del instituto. Y también porque Forest se resistía, porque aquella mujer no hacía más que tirarle de la manga y porque todos estaban hablando a la vez.

De repente Forest tropezó y Crystal cayó directamente encima de Nathan, que se encontró con su cuerpo exuberante y tentador entre los brazos. La miró. Distinguió una extraña ternura en aquellos ojos verdes como el musgo: una ternura y algo más que le aceleró el corazón y lo dejó aturdido y confuso. En cuanto al resto de su ser, se había quedado tan inmóvil como una piedra.

Forest se levantó, y Crystal volvió la cabeza hacia él y empezó a hablar. Por desgracia, Nathan se hallaba tan ocupado aspirando su delicioso aroma que tardó en escuchar lo que estaba diciendo.

—… no existen ya los valientes caballeros andantes que antes salvaban a las chicas de algún malvado villano, es decir, de algún ladrón o asaltante. Dejémoslo así, ¿de acuerdo, Forest?

—Lo que tú digas, Crys… digo señorita Galloway —respondió Forest.

Nuevamente aquellos ojos color verde musgo se volvieron hacia Nathan.

—¿Nathan?

Nathan bajó la mirada de sus ojos a sus labios, que habían quedado levemente entreabiertos después de pronunciar su nombre.

—¿Mmmm? —se oyó susurrar.

—¿Sabes? Creo que sería mejor que me soltaras ya… —su voz era ronca y rica en matices, como si hubiera sido diseñada solamente para sus oídos. Volviéndose, exclamó—: ¡Un aplauso para nuestro segundo esforzado ayudante!

¿Su segundo ayudante? Nathan todavía estaba teniendo problemas para pensar racionalmente. No podía pasar por alto el hecho de que lo había llamado por su nombre. Él también conocía el suyo, por supuesto; cuando alguien nuevo se trasladaba al pueblo, todo el mundo se enteraba, pero, formalmente no habían sido presentados. Nathan no solía bajar a menudo al pueblo y, por lo que había oído, ella tampoco salía demasiado.

No fue consciente de que aún seguía rodeándola con sus brazos hasta que ella misma se apartó. Justo en aquel instante las niñas del instituto, que se encontraban solo a unos metros de distancia, empezaron a aplaudir. Solo entonces se le ocurrió que Crystal estaba dando una clase de defensa personal y que Forest la estaba ayudando. La escena anterior, que él había vislumbrado al otro lado del seto, había sido preparada como un ejercicio práctico. Y Nathan se había metido de por medio. Exteriormente seguía sin poder moverse, pero por dentro la sangre se le había espesado en las venas y el corazón le latía a toda velocidad, y todo por culpa de la mujer que se le había echado encima.

Antes de que terminara el aplauso general, ya se había recuperado. Dejando caer los brazos a los lados, retrocedió un paso. Al mirar a su alrededor, descubrió aliviado que el tiempo no se había detenido, después de todo. De hecho, aparentemente solo habían transcurrido unos segundos desde que atravesó el seto e hizo el más completo ridículo. Afortunadamente, las chicas del instituto parecían convencidas de que aquello había formado parte del ejercicio práctico, y Forest ya se estaba aprestando a efectuar otra demostración, como si nada hubiera pasado. Lanzándole un guiño que muy fácilmente habría podido acelerarle otra vez el corazón, Crystal le recogió el sombrero Stetson del suelo y se lo devolvió. Nathan se aclaró la garganta, volvió a ponerse el sombrero y con una inclinación de cabeza se despidió de su audiencia. Un instante después atravesaba el seto y subía a su camioneta, donde ya la estaba esperando su hija, con su violín en el regazo.

—Hey, papi. ¿Viendo el ejercicio, eh? —le sonrió.

La respuesta de Nathan empezó con un asentimiento y terminó con un encogimiento de hombros. Al otro lado del seto se oía un estridente griterío femenino, seguido de la voz potente de Crystal:

—¡Más fuerte! Queréis que alguien os oiga, y lo último que quiere un atacante es llamar la atención sobre él.

La siguiente serie de gritos tuvo el poder suficiente de romper algún tímpano y posiblemente hasta una copa de cristal. Holly sonrió de nuevo.

—Es la mejor. Jenna me prometió que me enseñaría todo lo que me estoy perdiendo.

A Holly le brillaban los ojos, y su sonrisa había vuelto a ser la de antes, cuando su madre aún no había caído enferma. Mary estaría orgullosa de ella, y también de Nathan.

Sí, tal vez no le doliera ya tanto pensar en la posibilidad de encontrar a una mujer como Mary. Para cuando arrancó la camioneta, su respiración se había normalizado y su mente había hecho un buen trabajo bloqueando cierto recuerdo: el de lo que podía llegar a hacer una voluptuosa rubia con el equilibrio emocional de un hombre.

 

 

Era primavera, pensó Crystal Galloway. Ahora sí que había llegado la primavera, a pesar de que, según el calendario, el invierno hubiera terminado oficialmente seis meses y medio atrás. La primavera en Dakota del Sur no seguía las reglas convencionales. El último timbrazo de salida había sonado hacía cinco minutos, y la mayor parte de las chicas ya habían abandonado el patio. Algunas rezagadas todavía se despedían:

—¡Gracias por la clase, señorita Galloway! ¡Me muero de ganas por poner en práctica lo que he aprendido!

—Pero recuerda —la advirtió— que la autodefensa no es un juego.

—Ya lo sabemos.

Se quedó mirando a las dos niñas que corrían hacia el aparcamiento, donde ya estaba esperando el autobús amarillo de la escuela. Suspirando, se volvió hacia Forest Wilkie.

—Espero que no esté creando monstruos.

—Nunca antes habíamos tenido tanta necesidad de estas clases de defensa personal. Pueden servirles mucho a las chicas que quieran dejar el pueblo atraídas por el señuelo de la ciudad… y por mejores perspectivas de empleo que las que llevan teniendo desde los últimos treinta años.

Forest era uno de los rancheros del pueblo que todavía abría galantemente las puertas a las damas y decía cosas como «sí, señora» o «no, gracias». A sus treinta y tantos años no era exactamente lo que Crystal llamaría un hombre guapo, pero tampoco era feo. Era exactamente el tipo de hombre que habría estado buscando… si hubiera estado buscando a un hombre.

Sabía que se sentía solo, al igual que sabía que, con un solo gesto de su dedo índice o una simple batida de pestañas, podría convertirlo inmediatamente en algo más que un amigo. Desde que se trasladó a Jasper Gulch hacía cerca de un año y medio, aún no le había lanzado ese tipo de señales a ningún soltero de la comarca. Ya durante los primeros meses había recibido por lo menos una docena de invitaciones a cenar o a ver películas. Incluso había recibido dos proposiciones de matrimonio, que había tenido que rechazar. Aun así, todavía no conocía personalmente al hombre que, hacía tan solo unos minutos, había interrumpido su ejercicio práctico de defensa personal. Un hombre del que, si se lo hubieran presentado, no habría podido olvidarse fácilmente…

Forest lo había llamado Nathan. A juzgar por su complexión, su cabello oscuro y sus rasgos, pertenecía a la familia Quinn. Vaya. Otra vez se sorprendía pensando en él. Le había sucedido poco después de aquel encuentro, cuando el intruso ya se había retirado. Fue entonces cuando, para disimular su propia inquietud, les había enseñado a las chicas cómo se debía chillar para poner en fuga a un asaltante. Todavía le zumbaban los oídos.

Probablemente Forest tenía razón acerca de la conveniencia de aquellas clases para las chicas. No había mucha delincuencia en Jasper Gulch, desde luego, donde los vecinos seguían dejando abiertas las puertas de sus casas por la noche. Según se decía en el pueblo, el delito mayor no era otro que el abandono constante de la localidad por parte de las chicas, inmediatamente después de su graduación en el instituto. Como resultado, había más de sesenta solteros por un puñado de mujeres casaderas. Los chicos se habían encontrado en una situación tan desesperada que, varios años atrás, habían llegado a publicar un anuncio pidiendo mujeres. Crystal había leído el artículo en una revista, pero no se había trasladado a Jasper Gulch buscando un hombre. Había ido allí porque la gente de aquel pueblo le había parecido una gente solitaria, desamparada, desorientada. Y conocía esa sensación. Por supuesto, había otro motivo, pero eso era un secreto para todo el mundo excepto para ella.

Aspiró profundamente, casi convencida de que aún podía oler el aroma de la loción de Nathan. Intentó recordar todo lo que había visto u oído acerca de los Quinn. Altos, morenos e inquietantes: así los calificaba DoraLee Brown.

—¿Y tú qué? —le preguntó Forest.

Crystal se esforzó en vano por recordar lo que le había estado diciendo.

—¿A qué te refieres?

—¿Piensas quedarte en Jasper Gulch?

—Cariño —respondió, sonriendo—, no me puedo imaginar ningún otro lugar del mundo donde pudiera estar mejor una solterona achacosa como yo.

—Si tú eres una solterona achacosa —Forest sacudió la cabeza—, entonces yo soy el tío de un chimpancé y mi único hermano no tiene hijos.

Crystal se echó a reír. Forest era un hombre honesto y decente, pero entre él y ella no había chispa alguna. Había que olvidarse de lo que decían acerca de que una mujer alcanzaba su etapa cumbre sexual a los treinta años. Ella, con treinta y tres años, iba ya cuesta abajo.

Aunque chispa no era precisamente lo que faltaba por lo que se refería a Nathan Quinn. Vaya, otra vez estaba pensando en él. Se preguntó cuántos años tendría. Podría habérselo preguntado a Forest, pero entonces habría parecido que estaba interesada por él. Y no lo estaba. Lo que sí estaba era curiosa. Eso era todo. Sí, sentía curiosidad, porque por una milésima de segundo había sentido que el aura de Nathan se hallaba estrechamente conectada con la suya.

 

 

Crystal todavía seguía pensando en las auras cuando cerró con llave la puerta trasera del centro de salud del pueblo, donde pasaba las mañanas trabajando como recepcionista del doctor Kincaid, y las tardes atendiendo clientes ella misma como psicóloga consejera de familia.

—¡Aummpf!

Al principio Crystal ignoró el sonido. Sabía quién lo había emitido. Solo una persona en el pueblo podía emitir suspiros capaces de penetrar el acero. No había dado más que tres pasos hacia la pensión en la que vivía cuando lo oyó de nuevo. Vivir tan cerca del local donde trabajaba tenía sus ventajas. Y el hecho de que Harriet Andrews viviera en el mismo edifico no era una de ellas. Crystal sonrió a Harriet, y ello aun sabiendo que su sonrisa no sería ni bien acogida ni mucho menos correspondida. Como era de esperar, Harriet alzó su carnosa barbilla, papada incluida, y le dio la espalda.

Con la complexión de un tanque, Harriet era una de las más desagradables cotillas del pueblo. Pasaba la mayor parte del día atisbando detrás de los visillos a la gente que entraba y salía de la consulta del doctor Kincaid, y gracias a esa actividad podía decirse que todo Jasper Gulch sabía en todo momento quién estaba enfermo y de qué. Harriet se había mostrado verdaderamente entusiasmada cuando circularon rumores de que el matrimonio de su único hijo había ido a pique. Y nadie se había sorprendido más que ella cuando su hijo Grover, un niño de mamá de cuarenta años de edad, y su esposa, la espectacular belleza sureña Pamela Sue, recurrieron a los servicios de Crystal como consejera matrimonial. Como resultado de ello, últimamente Grover y Pamela Sue estaban saliendo de su crisis, algo de lo que Harriet consideraba a Crystal directamente responsable. Su actitud, sin embargo, le resultaba indiferente a Crystal. De hecho, le parecía incluso divertida, aunque los rumores que Harriet difundía sobre la gente a la que estaba intentando ayudar no lo eran tanto. Realmente necesitaba encontrar un local más privado para atender a sus clientes.

Aquel día, después de comer con unos amigos, Crystal salió a buscar un nuevo local. Con un mapa de la comarca en una mano y el periódico del condado doblado por la sección de propiedades en la otra, subió a su coche y comenzó su búsqueda. No la sorprendió comprobar que el negocio inmobiliario en Jasper Gulch no era precisamente muy boyante. Se dirigía ya a la última casa en venta que figuraba en el periódico cuando descubrió una que no había sido anunciada. Se levantaba solitaria sobre una colina baja, rodeada de frutales y zarzamoras. Era… absolutamente encantadora. Se detuvo al final del sendero y contempló su poco común estructura, con su porche de barandilla y su enorme jardín delantero, protegido por un muro de piedra. Era un edificio pequeño y cuadrado, de tres pisos, pintado de rosa y con un aire ciertamente excéntrico.

Después de aparcar a la sombra de un viejo manzano, bajó del coche y se dedicó a examinar la casa con mayor atención. Una mujer había vivido allí, probablemente sola. Crystal simplemente no podía imaginarse a uno de los rancheros del pueblo habitando una casa pintada con aquel tono rosado. Cediendo a un impulso, subió los escalones del porche. Después de comprobar que no la estaba viendo nadie, echó un vistazo por la ventana. Los muebles estaban cubiertos con sábanas. Se atrevió a empujar la puerta de rejilla, que se abrió con un chirrido. La puerta interior tampoco estaba cerrada con llave. Le dio un pequeño empujón.

—¿Puedo ayudarte?

Crystal dio un respingo y se volvió de repente. Un hombre la miraba desde el jardín, medio oculto por la sombra de los frutales. Le resultaba familiar. De hecho, se parecía a…

—¿Nathan? ¿Nathan Quinn?

—No. Te has acercado, pero no —el hombre salió de entre las sombras—. Soy Marsh Quinn, hermano de Nathan —le lanzó una sonrisa que probablemente habría ensayado con cientos de mujeres antes—. ¿Eres amiga suya?

—La verdad es que no.

—Por supuesto —su sonrisa se amplió—. ¿Quién, en su sano juicio, habría sido amigo de un oso gruñón, de tan mal genio y miras tan estrechas como mi hermano? ¿Estás interesada en la casa de Hester?

Al verlo acercarse, descubrió que cojeaba ligeramente.

—¿Está Hester aquí? —preguntó.

—Hace unos tres años que subió al cielo.

—¿Entonces está en venta?

—No —se detuvo, observándola—. Pero podrían convencerme de que la alquilara si diera con la persona adecuada. Entra y echa un vistazo.