Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Trish Milburn. Todos los derechos reservados.
HUYENDO DEL PASADO, N.º 2394 - abril 2011
Título original: Her Very Own Family
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-284-1
Editor responsable: Luis Pugni

E-pub x Publidisa

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Inhalt

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

Promoción

CAPÍTULO 1

AUDREY York escudriñó las baldas del supermercado en busca de los productos en oferta. No había tantos como en los establecimientos a los que estaba acostumbrada, pero tampoco le importó.

Empujó el carrito hasta el corredor siguiente y estuvo a punto de llevarse por delante a un anciano que miraba los estantes con inseguridad.

–¿Cuál será? –murmuraba en ese momento–. Hay muchos…

El anciano alcanzó una bandeja de tarta de cereza, la dejó en su sitio, tomó otra y volvió a alcanzar la primera.

–¿Le puedo echar una mano?

Él se sobresaltó como si no la hubiera visto hasta entonces. Se giró hacia ella y la miró; parecía al borde de las lágrimas.

–No sé cuál es la mejor –dijo–. Mi esposa siempre hace la compra.

Audrey sintió lástima de él y echó un vistazo al estante. Los supermercados Glen no tenían mucha variedad de verdura fresca, pero paradójicamente, ofrecían media docena de tipos de tarta de cereza.

–¿Qué le gusta más? ¿La tarta? ¿O el pastel?

–Prefiero el pastel.

Ella sonrió y alcanzó uno.

–En ese caso, le sugiero que compre éste.

El anciano tomó la bandeja como si Audrey le acabara de dar el Santo Grial y la dejó en su carrito, junto a una bolsa de patatas fritas, un paquete de harina, una barra de pan blanco y un pollo.

–Gracias.

Mientras él se alejaba, ella notó una punzada en el corazón y sintió la necesidad de ayudarlo con el resto de la compra, pero se contuvo y siguió su camino, intentando comprar lo estrictamente necesario para no salirse del presupuesto.

Cuando por fin se dirigió a la caja registradora, vio que el anciano salía en ese momento del supermercado. Empezó a sacar las cosas del carrito y se fijó en que la cajera lo miraba con tristeza, como si compartiera el mismo sentimiento que le había causado a Audrey.

–Parece bastante perdido –dijo a la joven, que tenía el pelo de color morado y una chapita con el nombre de Meg.

–Y lo está –afirmó Meg–. Su esposa y él estuvieron casados durante cuarenta años.

Audrey empezó a comprender la desesperación del hombre.

–¿Es que ha fallecido?

–Sí, murió hace un mes. Sus familiares vinieron al entierro y se quedaron con él una temporada, pero ahora está solo. Creo que es la primera vez que viene al supermercado.

Los ojos de Audrey se llenaron de lágrimas, así que miró hacia el techo para contenerlas. Era un truco que había aprendido de su madre.

–Son cincuenta y tres dólares con setenta y seis –dijo Meg.

Audrey pagó, metió las bolsas en el carrito y salió del establecimiento, esperando que el brillante sol de primavera disipara su tristeza.

Al llegar al coche, abrió el maletero y guardó la compra mientras intentaba pensar en todas las cosas que debía hacer cuando llegara a casa. Le gustaba mantenerse ocupada, aunque precisamente había renunciado a una vida frenética en Nashville para llevar una más relajada en las montañas del este de Tennessee.

Cerró el maletero con intención de entrar en el vehículo. En ese instante volvió a ver al anciano, que parecía más desesperado que antes, y volvió a sentir la necesidad de acercarse para ayudarlo.

Pero no podía hacer nada. No le podía devolver a su esposa. Y ni siquiera estaba segura de que quisiera la compañía de los demás.

Por otra parte, ella nunca se había sentido muy cómoda conociendo gente nueva. Aunque sabía que tendría que cambiar de actitud si quería tener éxito en su nueva vida.

A pesar de todo, se sorprendió cruzando el aparcamiento en dirección al anciano. No sabía lo que le iba a decir, pero pensó que ya se le ocurriría algo.

–Disculpe –dijo cuando estaba a pocos metros de distancia–. Siento molestarlo, pero me preguntaba si podría ayudarme.

El anciano se volvió hacia ella.

–Acabo de llegar a Willow Glen y no sé dónde puedo comprar marcos para fotografías –continuó.

–En Elizabethton hay un Walmart. Audrey sacudió la cabeza, pero sin dejar de sonreír.

–Lo sé, pero no me sirve. Estaba buscando algún establecimiento más personal… con objetos más artesanales.

En realidad, Audrey no tenía ninguna prisa por comprar los marcos para sus fotografías de flores silvestres, pero fue lo primero que se le ocurrió. Era una forma como otra cualquiera de entablar conversación con aquel hombre.

–Bueno, yo hago marcos de vez en cuando, aunque ahora mismo sólo me dedico a los muebles…

–¿En serio? Vaya, parece que es mi día de suerte.

Ella extendió una mano y se presentó.

–Me llamo Audrey York. Estoy arreglando el antiguo molino de los Grayson. Me gustaría convertirlo en un restaurante.

–Encantado de conocerla. Yo soy Nelson Witt.

El anciano estrechó la mano de Audrey.

–¿El viejo molino, ha dicho? –siguió hablando–. Pues va a tener que trabajar mucho.

Ella rió.

–En eso tiene razón. Ya he sacado tanta basura como para llenar un país entero.

El humor de Audrey mejoró bastante cuando vio que en los labios del señor Witt se dibujaba algo parecido a una sonrisa. A pesar de todo lo que le había ocurrido el año anterior, de todo lo que se le había amargado el carácter, aún se alegraba de poder ayudar a la gente y de llevar alegría a sus vidas.

–Supongo que podría hacerle los marcos que necesita.

–Le estaría muy agradecida.

–¿Cuándo quiere que se los lleve?

Audrey comprendió que el anciano había aceptado su encargo tan rápidamente porque necesitaba algo en lo que ocupar su tiempo.

–Cuando le parezca mejor. Estoy allí todo el tiempo, excepto cuando salgo de compras –le explicó.

–¿Vive en el viejo molino?

–Sí. Voy a convertir la parte de arriba en una casa, y la de abajo, en un restaurante.

–Estoy tentado de hacerle un comentario sobre el peligro que corre, pero ya sé que los jóvenes se creen invencibles.

–Bueno, teniendo en cuenta que he vivido en una ciudad grande y que durante cinco años me he dedicado a cruzar el continente de cabo a rabo, yo diría que puedo asumir ese riesgo.

–Está bien, como quiera. Cuando termine los marcos, se los llevaré.

–Gracias.

Tras un par de minutos de conversación, Audrey volvió a su coche más animada que antes. Sólo había estado un rato con el señor Witt, pero ya había llegado a la conclusión de que le caía bien. Y si además lo había ayudado, el esfuerzo había merecido la pena.

Además, ardía en deseos de hacer nuevos amigos. El año anterior había sido espantoso y había dejado un vacío en su vida que necesitaba llenar.

Audrey dedicó el resto de la mañana a limpiar la casa, quemar basuras y aumentar la lista de cosas que necesitaba, aunque intentó no pensar en lo que le costarían. Se estaba preparando un plato de pasta para comer cuando oyó las ruedas de un coche en la grava del camino.

Salió al porche y echó un vistazo. Era un porche muy bonito, que cuando estuviera reformado se convertiría en la entrada perfecta para un restaurante, pero de momento sólo tenía una silla vieja y un bidón que había puesto boca abajo para usarlo como mesa.

Era el señor Witt, que bajó enseguida de su camioneta.

–Se ha dado mucha prisa –comentó.

El señor Witt se encogió de hombros.

–Los marcos de fotografías se tardan muy poco en hacer. He hecho unas cuantas muestras y se las he traído para que las vea.

El anciano se giró hacia su vehículo. Cuando Audrey vio el tamaño de la caja que intentaba sacar de la parte de atrás, se acercó a ayudar.

–Permítame… yo lo agarraré del otro lado. Detesto quedarme mirando mientras los demás trabajan.

Llevaron la caja al interior del antiguo molino y la dejaron contra una pared. El señor Witt miró a su alrededor.

–No he estado aquí desde hace años –dijo–. Recuerdo que mi padre me traía cuando yo era un niño…

–¿En serio?

–Sí, por supuesto. Podía comprar la harina en las tiendas, pero prefería venir al molino. Recuerdo que nos sentábamos en un banco, junto al arroyo, y que nos dedicábamos a ver cómo giraba la noria.

–Ésa es una de las cosas que me gustaría arreglar. Quiero volver a poner la noria en funcionamiento. Creo que contribuiría a mejorar el ambiente del sitio.

–Me cuesta imaginar el molino como un restaurante…

–Sí, admito que falta mucho por hacer. Pero mire por dónde, usted se va a convertir en mi primer cliente.

Audrey señaló la mesa que había instalado en una esquina, con un mantel blanco y un jarrón lleno de narcisos.

–Estaba a punto de comer y hay pasta de sobra –continuó.

–No quiero ser una molestia.

–No es una molestia en absoluto. Yo tengo que comer de todas formas, y es lo menos que puedo hacer a cambio de que me haya traído esas muestras –alegó.

Audrey no lo invitó a comer por simple cortesía. Por su aspecto, llegó a la conclusión de que la difunta esposa de Witt no se encargaba únicamente de hacer la compra, sino también de cocinar. Sospechaba que no había tomado una comida decente en mucho tiempo.

–Bueno, no ha sido para tanto… mi casa está muy cerca de aquí, a tres kilómetros del molino –dijo él.

Ella lo invitó a sentarse y se acomodó al otro lado de la mesa.

–Así que somos vecinos…

–Sí, eso parece.

Mientras comían, el señor Witt le contó anécdotas de su juventud en Willow Glen. Resultó ser un hombre con un mucho sentido del humor, y Audrey se lo pasó en grande.

–Creo que cuando terminé mis estudios en el instituto, la dirección del centro dio una fiesta –comentó él.

–Oh, vamos, todos los estudiantes llevan serpientes a clase y ponen espantapájaros en los coches de los profesores… –bromeó ella.

El señor Witt rompió a reír.

–Supongo que pagué mis travesuras con creces cuando tuve a mi hijo. –¿Le salió rebelde? –Tan rebelde como yo. Pero es un buen hombre, así que no me puedo quejar.

–¿Sólo tiene uno?

–Sólo un varón. Betty, mi mujer…

El señor Witt se detuvo un momento antes de continuar.

–Betty y yo tuvimos un hijo y una hija. Brady es el mayor, dirige una constructora e incluso ha abierto una delegación en Kingsport, donde vive ahora. Sophie es propietaria de un establecimiento que organiza bodas… Vive en Carolina del Norte y tiene dos niñas a las que de vez en cuando me deja mimar.

Sí, estoy segura de que las mima mucho –dijo ella con una sonrisa–. ¿Y Brady? ¿Él no tiene hijos?

–No, qué va. Ese chico se pasa la vida cambiando de novia. Está con una distinta cada mes… Ahora que lo pienso, se lo debería presentar. Usted es una chica guapa y, evidentemente, trabajadora.

Audrey se quitó la servilleta y la dejó a un lado, ansiosa por cambiar de conversación.

–De momento, me temo que mis relaciones sociales se van a reducir a la que mantengo con la escoba y con el recogedor.

–Además de trabajar, también hay que divertirse un poco… –Pero necesito abrir el restaurante cuanto antes. Mi cuenta bancaria ya está en números rojos. Audrey alcanzó su vaso de agua y dio un trago. –Mi hijo es un joven bastante atractivo –insistió él.

Audrey rió y le dio una palmadita en la mano.

–Pues habrá salido a su padre… Vamos, echemos un vistazo a esos marcos.

Lo último que deseaba en ese momento era mantener una relación amorosa con alguien. Se sentía sola y echaba de menos que la abrazaran; pero Darren, el hombre con quien había creído que se iba a casar, le había demostrado que el amor podía ser prácticamente imposible.

Sobre todo, cuando el interesado descubría quién era ella.

Brady Witt colgó el teléfono de su despacho. No podía localizar a su padre; lo había llamado varias veces a lo largo del día y no daba con él.

Pensó que estaría en la tienda y se dijo que no tenía motivos para preocuparse; pero Nelson se comportaba de forma extraña desde el fallecimiento de su mujer. Era como si un pedazo de él se hubiera muerto con ella.

–¿Te encuentras bien?

Brady miró a Craig William, su socio en la empresa y su mejor amigo. Estaba apoyado en el marco de la puerta.

–Sí, es que no puedo localizar a mi padre.

–Habrá ido al pueblo.

–Es posible, pero llevo todo el día llamando. Además, aunque entrara a comprar en todos los establecimientos de Willow Glen, sólo tardaría un par de horas. Y eso, si se detiene a charlar con sus amigos en la cafetería de Cora, como suele hacer.

Craig se acercó y se sentó en uno de los sillones que estaban al otro lado de la mesa.

–¿Por qué no te tomas unas vacaciones? Así podrías estar con él.

–Eso ya lo he hecho –le recordó.

Craig sacudió la cabeza.

–No, te tomaste unos días libres para asistir al entierro y acompañarlo un poco. Pero yo estoy pensando en otra cosa… Ve a su casa y mantenlo ocupado. Llévalo a pescar o a lo que sea. Ayúdale a crear una rutina nueva, para que no eche tanto de menos a su esposa.

Brady se recostó en su sillón y suspiró.

–No creo que esté interesado en salir de pesca.

–Vamos, Brady. Tus padres se querían mucho –afirmó–. Deberías estar con él. Las personas mayores pueden perder las ganas de vivir cuando se quedan solas. Lo sé porque le pasó a mi abuela.

La idea de perder a su padre le parecía tan insoportable que sintió una punzada en el pecho. Pero no sabía por dónde empezar. Tendría que enseñarlo a vivir de nuevo.

–Sólo un par de semanas –insistió Craig–. La empresa no te echará de menos porque faltes quince días… Y si no consigues nada, vuelve. Al menos lo habrás intentado.

Brady echó un vistazo al calendario. –Todavía no he presentado la oferta para el proyecto de Lakeview.

–Me encargaré yo y le pediré a Kelly que me ayude; así ganará experiencia. Además, no será como si te fueras de viaje al Tíbet –ironizó.

Brady miró a su amigo antes de asentir.

–Está bien. Lo haré.

Brady sabía que era lo mejor que podía hacer. De todas formas, no conseguía concentrarse en el trabajo. La muerte de su madre le había dejado un vacío muy difícil de superar; y por si fuera poco, estaba preocupado con la situación de su padre.

Aprovechó el viaje en coche a Willow Glen, de apenas una hora, para pensar en todas las cosas que podía hacer con Nelson. Podían ir a pescar, podían ir a ver a Sophie y a su familia, podían ver partidos por televisión e incluso aprovechar la ocasión para reformar la casa.

Cuando entró en el vado, se llevó la sorpresa de que la camioneta de su padre no estaba allí. Tampoco la había visto en el pueblo ni en el aparcamiento de Witt Construction, su empresa, y le pareció bastante extraño.

Aunque sabía que no estaba, salió del coche y se dio un paseo por la casa y por la tienda. Le parecieron más vacías que nunca. Tenía la extraña impresión de que su madre aparecería en cualquier momento, o de que la encontraría en la cocina con su delantal de siempre y las mejillas enrojecidas por el calor del horno.

La echaba tanto de menos que no lo pudo soportar. Salió de la casa y se apoyó en la barandilla del porche, pensando que le regalaría un teléfono móvil a su padre para tenerlo localizado.

–¿Estás buscando a Nelson?

Brady se giró y vio a Bernie Stoltz, el vecino, en su jardín. –Sí. No sé dónde se ha metido. –Seguro que está en el viejo molino de los Grayson. Últimamente pasa mucho tiempo allí, con la mujer que compró la propiedad.

Brady se estremeció. Le pareció desconcertante que su padre se dedicara a visitar a una mujer cuando sólo había transcurrido un mes desde la muerte de su esposa. Pero disimuló sus sospechas y preguntó:

–¿Alguien ha comprado la propiedad de los Grayson? Bernie se apoyó en la valla que separaba los dos jardines. –Sí. Tengo entendido que pretende convertir el molino en un restaurante.

A Brady se le ocurrieron mil preguntas distintas, pero prefirió callárselas y formulárselas a su padre. Aunque Bernie era un buen tipo, también era bastante cotilla. Y en Willow Glen, como en todos los pueblos pequeños, los rumores se extendían a una velocidad de vértigo.

–Qué interesante… Bueno, iré a echar un vistazo, a ver si lo encuentro.

Se despidió de Bernie, subió al coche y arrancó. Durante el trayecto, procuró no sacar conclusiones apresuradas. Sin embargo, estaba preocupado. Siempre había mujeres dispuestas a echar el lazo a un viudo; sobre todo, si tenía dinero.

No tardó en distinguir la camioneta de su padre, que estaba aparcada debajo de un árbol. Condujo hasta el molino y detuvo el vehículo. Nelson salió de la casa y lo saludó desde el porche.

–No esperaba verte por aquí –dijo su padre.

–Te he estado llamando todo el día.

Nelson arqueó las cejas.

–¿Has venido porque no me podías localizar?

–Sólo en parte. He decidido que necesito un par de semanas de vacaciones.

Su padre frunció el ceño.

–Claro. Y supongo que Bernie te habrá dicho dónde estaba. –Sí. Me lo ha dicho y me ha dicho que vienes muy a menudo al viejo molino. –Es una forma de pasar el tiempo –se defendió. Brady asintió y se fijó en el polvo y en los restos de astillas que tenía en la ropa.

–Supongo que la estás ayudando con la casa…

–Sí. De momento le echo una mano con cosas de poca importancia, pero dentro de poco tendré que hacerle las sillas y las mesas para el restaurante.

Brady echó un vistazo a la propiedad. –¿Cree de verdad que la gente va a venir a comer a este sitio? –Por supuesto que vendrán. Audrey es inteligente y lo ha pensado bien.

Brady no supo qué pensar. Por una parte, le alegraba que su padre hubiera encontrado una forma de mantenerse ocupado; por otra, le preocupaba que la tal Audrey fuera una buscona con intención de echar mano a su cuenta bancaria.

–¿Está por aquí?

Su padre giró la cabeza hacia el camino de grava que llevaba a la carretera principal.

–Ha ido al pueblo a comprar pintura. Volverá en cualquier momento.

–Bueno, enséñame lo que has estado haciendo…

Nelson lo invitó a entrar en la casa y le enseñó la barandilla que había instalado para que la gente no se acercara en exceso a las piedras del molino, que podían resultar peligrosas, y la estructura que estaba preparando para la parte de la casa que daba a la noria; la idea consistía en poner un ventanal para que los clientes la pudieran ver en funcionamiento.

–Parece que esa mujer te mantiene muy ocupado. Espero que pague bien.

Su padre hizo un gesto de desdén.

–Todavía no hemos hablado de dinero. Sinceramente, me agrada tener algo que hacer. No soporto estar en casa.

La declaración de Nelson no tranquilizó a Brady. Dicho así, parecía que se estaban aprovechando de él.

Nelson se puso a hablar de los planes de Audrey y su hijo pensó que no era tan mala idea como había pensado al principio; la zona era bonita y estaba cerca de las montañas, así que podía atraer a los turistas. Pero de todas formas, abrir un restaurante en el viejo molino era un negocio arriesgado.

Justo entonces, oyeron que un coche se acercaba.

–Debe de ser Audrey –dijo Nelson–. Ven, te la presentaré. Creo que te gustará.

Brady no la pudo ver cuando salieron de la casa, porque ella había abierto el maletero y estaba detrás. Siguió a su padre y contempló el vehículo, un coche caro y bastante nuevo. No parecía el coche de alguien con dificultades económicas.

–Tenemos visita, Audrey. Dos brazos más para trabajar.

–¿En serio?

Audrey cerró el maletero y Brady se quedó helado.

Definitivamente, no era lo que esperaba.

En lugar de encontrarse con una mujer de la edad de su padre, se encontró ante una joven rubia, alta, de piernas larguísimas y rasgos bellísimos.

Al parecer, iba a ser un día lleno de sorpresas.

CAPÍTULO 2

AUDREY se quedó tan sorprendida que estuvo a punto de dejar caer los botes de pintura.

–Audrey, te presento a mi hijo, Brady.

Ella pensó que si el aspecto de Brady era el mismo que Nelson había tenido a su edad, su difunta esposa había sido una mujer increíblemente afortunada. Era alto, moreno y de rasgos angulosos. Tenía el pelo de color castaño claro y lo llevaba algo más largo y revuelto de la cuenta, como si no tuviera tiempo o ganas de arreglárselo.

–Encantado de conocerte –dijo ella.