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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Cuando el cielo se queme

© 2017, Jordi Sierra i Fabra

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia

Ilustración: Júlia Gaspar

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-189-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

Primera parte. Contactos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Segunda parte. Regreso

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Tercera parte. Crisis

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Epílogo. Reunión

Capítulo 67

 

 

—¿Cuándo volverá a reunirse el grupo?

—Cuando el infierno se hiele.

 

Respuesta de The Eagles a un periodista en el momento de su separación

 

Primera parte

Contactos

1

 

A pesar del bendito GPS, se había equivocado ya dos veces.

Pirineos, montañas, bosques, casas perdidas, caminos que, más que de cabra, eran de hormiga, y nadie a la vista para preguntar.

La delicia de un urbanita.

Encima, el frío.

—¿Pero cómo se te ocurre vivir aquí, maldita sea? —rezongó dando un volantazo para evitar una enorme roca desprendida de alguna parte y que estaba en mitad del camino.

—Gire a la izquierda en cien metros —le dijo la voz impersonal del GPS.

—¿Que gire a la izquierda? ¡No sé dónde!

Cien metros más adelante, a la izquierda, apareció una vereda.

Redujo la velocidad al mínimo. Su coche no era precisamente un todoterreno.

Acabó en el mismo lugar en el que había estado diez minutos antes.

—¡Mierda! —golpeó el volante con las dos manos.

No tuvo más remedio que detener el vehículo, coger la cazadora y poner un pie en tierra, para orientarse y relajarse. Lamentó haber dejado de fumar hacía ya unos meses, porque en ese momento necesitaba la nicotina mucho más que el limpio y fresco aire de la montaña. Ver la nieve a lo lejos, en las cumbres más altas, le hizo estremecer y subirse la cremallera. Aun así, reconoció la belleza del paisaje y la paz que desprendía.

Como si el tiempo, allí, no contase.

Finalmente decidió volver al pueblo y empezar de cero otra vez.

Tardó poco en vislumbrar las primeras casas, hechas de piedra y cargadas de años. Esta vez pasó del GPS. Se detuvo al ver a un hombre de rolliza figura y le preguntó:

—Por favor, ¿sabe dónde vive Silvio Paz?

El lugareño le lanzó una mirada socarrona, como si la pregunta fuese ridícula.

—Pues claro —asintió.

La explicación fue prolija, con demasiados giros a derecha e izquierda, pero se le antojó más clara que la de la dichosa maquinita parlante. Cuando volvió a salir del pueblo intentó no equivocarse y esta vez lo consiguió. El hombre le había dicho que la casa estaba a unos tres kilómetros, y a tres kilómetros estaba. La localizó perfectamente, entre los árboles, con su tejado negro, los muros de piedra vista y los marcos de las ventanas pintados de rojo.

Detuvo el coche en la entrada y se sintió aliviado.

Quedaba lo peor.

Verle.

Convencerle.

—Bueno, pues… ¡allá vamos! —se dio ánimos a sí mismo.

No había timbre en la puerta, tuvo que llamar con los nudillos. La primera vez de forma queda. La segunda con más fuerza. La tercera casi con violencia.

—No me digas que no estás en casa… —empezó a desfallecer.

Dio la vuelta por la izquierda, tratando de mirar por las ventanas. Todas estaban cerradas y al otro lado, por entre las cortinas, no se veía a nadie. En la parte de atrás, sin embargo, vio la segunda casita, con paredes y techo de cristal, a unos diez metros, y en ella localizó a Elisabet.

A medida que se acercaba al lugar, se dio cuenta de que estaba haciendo algo en barro. Manejaba un torno con soltura y sus manos modelaban un jarrón, o al menos una pieza que se parecía a un jarrón. Al fondo, un horno con la puertecita abierta mostraba las brasas que contribuían al proceso de secado de lo que ella elaboraba.

Justo cuando entró en la casa de cristal ella detuvo el torno.

Se quedaron mirando.

Una sonrisa tímida en el rostro de él.

Sorpresa pero control en el de ella.

—Juanjo —dijo, admirada.

—Hola, Elisabet —la saludó.

Ella estaba prácticamente igual, como si los años no hubieran dejado una huella o el paso del tiempo la hubiese respetado. También podía ser el retiro, el aire de la montaña. Siempre fue una mujer hermosa. La edad acentuaba esa belleza y la potenciaba. De joven a adulta manteniéndose igual.

Se acercaron para darse un beso en la mejilla. Elisabet se limpió las manos con un trapo. Él estuvo a punto de abrazarla, víctima de un ramalazo de cariño.

Descubrió que estaba emocionado.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—Bien —ella señaló el torno—. Trabajando.

—¿Preparas otra exposición?

—No, es para venta directa.

—¿Y qué tal?

—Bien, muy bien. Se venden mucho.

Siguieron mirándose, reconociéndose. Los ojos de Elisabet eran tremendamente grises, transparentes. Tenía los labios más sugestivos que jamás hubiese visto y, aunque llevaba el pelo recogido por la nuca, seguía disfrutando de una exuberante melena. Juanjo de pronto se sintió mayor, muy mayor, como si estuviese más cerca de los noventa que de los cincuenta.

—No me dirás que pasabas por aquí casualmente o que te has perdido —arqueó las cejas ella.

—No, he venido a verle. ¿Está?

—En el estudio del sótano, sí.

—¿Trabaja?

—Nunca ha dejado de hacerlo, ya le conoces.

—Sí, claro —comprendió que la pregunta había sido tonta.

—Anda, ve —lo invitó a seguir—. Yo he de meter esto en el horno o se estropeará —señaló la casa—. Por detrás está abierto. Pasa la cocina y en el pasillo verás la puerta abierta, a la izquierda.

—Gracias.

No le había preguntado qué estaba haciendo allí, ni para qué quería ver a Silvio. Elisabet siempre discreta, siempre en un presente segundo plano. Parte de la estabilidad de su marido se debía a ella, eso era evidente. El contrapunto perfecto.

No es que detrás de cada gran hombre hubiera una mujer, sino que toda gran mujer equilibraba al hombre con el que compartía la vida.

Y más si él era artista.

Y más si era músico.

Y más si era roquero.

Juanjo salió del taller, caminó los diez metros que le separaban de la casa escuchando tan solo el crepitar de sus pisadas en el sendero y entró por la puerta de atrás. La cocina rezumaba orden. Silvio no había sido nunca el paradigma del orden, así que también se lo atribuyó a ella. O a una eficaz sirvienta que, al parecer, si existía, no andaba por allí. Cruzó el lugar y llegó al pasillo. El acceso al sótano estaba abierto.

Mientras bajaba la escalera, con las paredes acolchadas, escuchó la música.

La guitarra.

Y al llegar abajo, al otro lado del cristal que separaba la mesa de mezclas del estudio de grabación, pequeño y coqueto, lleno de instrumentos, volvió a verle por primera vez en tantos años.

Él.

Silvio Paz.

2

 

La puerta que comunicaba el estudio con la salita de la mesa de mezclas estaba abierta, por eso había escuchado la guitarra. No supo si Silvio estaba ensayando o componiendo, así que se quedó quieto, expectante. De pronto comprendió que, a lo peor, le echaba a patadas, sin siquiera oírle. O lo haría después de hacerlo.

Allí se estaba bien, la temperatura era ideal, pero tuvo un ramalazo de frío.

—Ánimo —suspiró.

No, no era una grabación. Los aparatos no indicaban movimiento alguno, todos estaban apagados. Ningún dígito iluminaba las pantallas ni los ordenadores estaban conectados. Además, tampoco había un ingeniero de sonido. Silvio componía algo. Lo comprendió así cuando le vio detenerse, coger un bolígrafo y anotar algo en un papel situado en un taburete, a su lado.

Quizás una letra.

Lo estudió unos segundos mientras se bajaba la cremallera de la cazadora. Tenía el mismo cabello largo, rizado y alborotado. Estaba más delgado, también más enjuto. Superados los cuarenta, algunas canas tintaban de ráfagas blancas su pelo. En los días del grupo, no tocaba nunca la guitarra, así que verle componer con ella le resultó extraño. La batería, su batería, presidía sin embargo el estudio. A un lado, teclados, al otro, media docena de guitarras y un par de bajos. Allí lo tenía todo para hacer su propia música y grabarla.

Como había hecho con sus últimos dos discos en solitario.

Excelentes, pero lejos de la fuerza de Lágrimas de Cocodrilo.

Siguió esperando, sin atreverse a molestarle.

Hasta que Silvio se dio cuenta de que estaba allí.

Levantó la cabeza y le vio al otro lado del ventanal.

Elizabet había arqueado las cejas. Él, ni eso. Solo aquella acerada mirada con sus profundos ojos cargados de historia y música.

Unos segundos, para digerir la realidad.

Después, dejó la guitarra.

Se levantó y caminó hacia él, saliendo del estudio para entrar en la salita de control.

Los dos hombres se estrecharon la mano en silencio.

El primero en hablar fue el recién llegado.

—Hola, Silvio.

—Dios… Juanjo —soltó un bufido que poco a poco convirtió en una leve sonrisa—. ¿Hola Silvio? ¿Eso es todo?

—¿Cómo estás?

—La madre que te parió… Estoy bien, ¿no lo ves? —abrió las manos—. ¿Y tú?

—Tirando.

—¿Sigues en el negocio?

—Sí, claro.

—Tus artistas…

—Mejor no hablar de eso —movió la cabeza de lado a lado.

Volvió el silencio. Breve. Los dos parecieron estudiarse. Se conocían bien. O se habían conocido bien. Juanjo intentó mostrarse sereno. Silvio siguió sonriendo.

Y eso era bueno.

—No te veía desde aquella noche —dijo el músico.

«Aquella noche».

No hacía falta precisar más.

La noche de los puñetazos, la noche en que todo se había venido abajo, la noche en que Lágrimas de Cocodrilo pasaron a la historia, la noche en que acabó un sueño y todos, todos, entraron en el desierto.

Tras una década de gloria.

Esa noche.

Doce años antes.

Una vida antes.

—Mucho tiempo, sí —reconoció Juanjo.

Silvio se encogió de hombros. Los años le habían dado serenidad, paz y estabilidad. Ya no parecía el batería demencial de antaño. El hombre capaz de tocar como un demonio, pero también de componer y cantar con una expresividad absoluta algunas de las mejores canciones de la historia del rock en español.

—Vamos, siéntate —le indicó la butaca que presidía la sala de control—. ¿O quieres ir arriba?

—Aquí está bien.

Silvio ocupó uno de los otros asientos. El lugar era relativamente grande, pero, con la mesa de mezclas y los restantes aparatos, daba la impresión de ser más angosto. Siguió manteniendo la sonrisa una vez superada la sorpresa. Y desde luego no perdió ni un minuto con una charla insustancial.

—¿Qué has venido a proponerme? —fue directo.

Juanjo comprendió que era la hora de la verdad.

No iban a hablar precisamente de los viejos tiempos.

Bueno, cuanto antes se lo dijera…

—Quiero que volváis.

Tres palabras. Tres cuñas. Una bomba.

Silvio no alteró su rostro.

Pausa.

—¿Hablas en serio? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque no ha habido ningún grupo como vosotros, porque no lo ha habido en estos años, porque seguís siendo una leyenda, porque habéis desperdiciado toda una década, y porque solos no sois nada, pero juntos…

—¿Recuerdas lo que dijimos al separarnos?

—Sí, que volveríais cuando el cielo se quemase, parafraseando a los Eagles.

—¿Y se ha quemado ya el cielo?

—Sí, Silvio. Se ha quemado —Juanjo sacó el móvil del bolsillo, buscó una imagen y se la mostró.

Una puesta de sol con un cielo rojo, absolutamente rojo.

—¿Tuviste una epifanía? —soltó una risa el músico.

—Hace dos días, sí, viendo esa puesta de sol. Pensé: «Parece que el cielo esté ardiendo». Y en ese momento lo vi claro, pensé en vosotros. Y aquí estoy.

—Increíble.

—¿No lo has pensado ni una sola vez en estos años?

—Alguna, sí —hizo un gesto vago—. Pero eso no significa nada.

—¿Cuántos grupos se han separado a lo largo de la historia, pagando el precio de su éxito, y al cabo de unos años han vuelto más fuertes que nunca, comprendiendo su error?

—No fue un error, y lo sabes. No podíamos más.

—El tiempo lo cura todo. La gente madura con los años.

—Vamos, Juanjo —expresó su desagrado con una mueca—. La muerte de Pau lo complicó todo. El final fue una completa mierda.

—¿Te imaginas lo que podríais hacer si volvierais?

—No.

—¡Claro que sí! ¡Un nuevo disco, una gira…! ¡Todo sería diferente!

—Nunca es diferente.

—¡No tendríais que convivir como antes!

—¿Desde cuándo un grupo no convive? Aunque Gabi o yo llevábamos una canción propia, por separado, las trabajábamos todos, las discutíamos, nos peleábamos…

—¡Coño, Silvio, porque erais unos perfeccionistas! Nunca queríais editar un disco que no tuviera diez o doce éxitos. ¿Un corte de relleno? ¡Jamás! Si una canción no servía como tema en solitario, fuera.

—Por eso hicimos lo que hicimos.

—¡Y por eso habéis de volver!

—Juanjo —Silvio le miró muy serio—. ¿Necesitas dinero, estás en apuros?

—¡No! —se enfadó—. No nado en la abundancia, pero voy tirando. ¡La música ya no es lo que era, aunque los buenos resistimos! ¿Qué más puede pedir un mánager que haber descubierto a los mejores artistas de su tiempo? ¿Y qué más puede desear salvo que vuelvan? ¡Sería histórico! —su énfasis le hizo inclinarse hacia adelante—. ¡Acabas de decir que lo has pensado alguna vez! ¡Eso es un resquicio!

—¿Sabes lo tranquilo que estoy aquí, con mi vida, con mi música…?

—¡Y una mierda! —mantuvo la pasión—. Esto pude ser el paraíso, tienes a tu mujer y a tu hijo, vives bien, pero tú eres lo que eres. ¡Y eres músico! Grabas en solitario de peras a uvas, actúas de vez en cuando… ¡Tres discos en doce años! ¿Sabes que fui a verte una vez, hace dos años, cuando sacaste tu último CD?

—¿Por qué no viniste a decirme «hola»? —se extrañó.

—¿Para qué? ¿Para decirte que muy bien cuando en realidad salí de Razzmatazz llorando? ¡Por Dios, eras el líder de Lágrimas de Cocodrilo! ¡Ese grupito de aprendices con el que tocaste no os llegaba ni a…! —dejó de hablar al ver la expresión del dueño de la casa.

El silencio fue más largo.

—Hablas en serio, ¿verdad? —preguntó el músico.

—¡Claro que hablo en serio! ¡Para eso he venido!

—¿Y realmente crees que funcionaría?

—¡Sí!

—¿Como revival, las viejas glorias que vuelven?

—¡No! —mantuvo su exaltación el mánager—. ¡Sé que si te pidiera eso me echarías a patadas! ¡Te hablo de volver con todas las de la ley! ¡Nada de vivir del pasado! ¡Incluso sé que si no sois capaces de componer material nuevo, del que os sintáis orgullosos, no lo haréis!

—Juanjo.

—¿Qué?

—Respira.

Tuvo que hacerle caso. Se detuvo y respiró.

Entonces advirtió que Silvio estaba riendo.

La noche de los puñetazos, todos enfrentados con todos violentamente, había sido muy distinto.

Por entonces hacía tiempo que no reían.

—Joder, Silvio… —soltó una bocanada de aire.

—¿Has hablado con alguien de esto?

—No, eres el primero.

—Gabi no querrá.

—Gabi querrá si tú quieres, y Gonza os seguirá a los dos con los ojos cerrados. El único problema es Marc.

—¿Por qué él?

—Ya veo que no lo sabes.

—¿Qué es lo que he de saber? —se envaró Silvio.

Juanjo se lo soltó como si le disparara a bocajarro.

—Volvieron a internarle, y salió hace poco, pero sigue siendo alcohólico —dijo.

3

 

A través de la ventana, Silvio Paz vio como el coche de su antiguo mánager se alejaba por el camino, de regreso a la civilización.

No se movió hasta mucho después de verle desaparecer de su vista.

El polvo del camino volvió al camino.

El silencio se adueñó del lugar, el bosque, la montaña.

Entonces se dio la vuelta y miró el salón de la casa.

Los discos de oro y platino, las portadas de los álbumes enmarcadas, las fotografías de los grandes momentos, los premios y reconocimientos alineados en la vitrina, los recuerdos de una vida.

Muy pocos de los últimos doce años.

Casi todos de su vida con Lágrimas de Cocodrilo.

Le había mentido a Juanjo Miralles. Mentido porque era lo que tocaba, por dignidad, por ética. Mentido porque cada vez más pensaba en Gabi, y en Marc, y en Gonza. Incluso en el pobre Pau. Mentido porque, pese a la estabilidad y el equilibrio de su nueva vida, sí echaba de menos un poco de todo lo que los había convertido en estrellas, actuar en grandes conciertos, componer, grabar, viajar.

Doce años siendo un Lince. Doce años sin serlo. Tenía cuarenta y dos y vivía una encrucijada que, de pronto, Juanjo acababa de convertir en alternativa.

—Volveríamos a matarnos —suspiró en voz alta.

—Tal vez no —oyó la voz de Elisabet.

Movió la cabeza. Allí estaba ella, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Cuánto llevas aquí? —le preguntó.

—El suficiente para verte la cara mirando todo esto —abarcó la sala con las paredes llenas de discos de oro y platino.

—¿Te lo ha contado?

—No, no ha sido necesario.

—¿Pero sabes…?

—Quiere que volváis, por supuesto.

Silvio fue hacia su mujer. La abrazó. Se quedaron así unos segundos, hasta que él buscó sus labios y ella se abandonó sin resistencia.

El beso se convirtió en algo más.

—No tenemos tiempo —le recordó Elisabet—. Hay que ir a por Neo.

—Aguafiestas —le reprochó él.

—¿Te das cuenta? —bromeó ella—. Aún no has dicho que sí y ya te has excitado.

—No seas mala.

Le cogió la cara con las dos manos y hundió en él aquella mirada tan firme y, a la vez, delicada.

—Cariño, te estoy viendo cada día, ahí abajo, sin sacar ni una sola canción desde hace meses porque sabes que te falta algo, lo que tenías cuando el mundo era tu casa.

—Aquello era una locura.

—Lo sé.

—¿Y no tienes miedo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque te quiero.

—¿Y ya está?

—Y porque ya no tienes dieciocho años, como cuando formaste a Lágrimas de Cocodrilo; ni tampoco veinte, como cuando os volvíais locos en las giras y creías que erais inmortales; ni siquiera veintitrés, cuando salías con aquella pedorra que se aprovechó de tu fama; ni siquiera veinticinco, veintiséis o veintisiete.

—A los veintisiete te conocí.

—Por eso mismo.

Silvio le acarició la mejilla. A veces olvidaba lo mucho que la quería. Lo mucho que significaba para él. A veces, en el estudio del sótano, peleándose con una melodía imposible o con una letra que no salía, sentía como si el mundo se desmoronase y se cayese a pedazos. El estudio era un búnker, y él un superviviente de un holocausto nuclear. Tenía que salir a la superficie y verla, o jugar con Neo, para reaccionar.

¿Cuánto tiempo llevaba engañándose a sí mismo?

Y de pronto… aparecía Juanjo Miralles.

Como la primera vez que los vio y se ofreció a ser su mánager, prometiéndoles el mundo.

—Seré vuestro Brian Epstein —les dijo.

Y ellos le respondieron:

—Brian Epstein era un pésimo negociante, por su culpa los Beatles perdieron millones. Y además se suicidó.

—Pero era su amigo. Y la lealtad vale mucho más —les recordó él.

Así que se convirtió en el sexto Lince.

John Lennon tenía veintinueve años y medio cuando los Beatles se separaron. Y cuarenta al morir. A lo mejor habrían vuelto a unirse. ¿Cómo saberlo? La mayoría de bandas se separaban y volvían tras comprender su error y aprender del pasado. Y la mayoría, también, pese a lo que dijera la gente o la prensa musical más ruin, no lo hacía por dinero o para convertirse en un revival de sí mismos, sino para continuar donde lo dejaron, pese al paso del tiempo.

Ese era, a fin de cuentas, el poder de la música.

La fuerza del rock.

—¿Qué le dirás? —preguntó Elisabet.

—No lo sé. Depende de los demás.

—No, depende de ti y de Gabi. Si tú dices que sí, Gabi lo hará. Y si Gabi dice que sí, le apoyarás tú a él. Gonza y Marc os seguirán. No creo que les esté yendo demasiado bien.

—Marc sigue haciendo el idiota con la bebida. Parece ser que lo internaron, pero no ha servido de nada.

Ella acusó el golpe.

—¿Te lo ha dicho Juanjo? —entristeció la expresión.

—Sí.

—¿Es grave?

—¿Cuándo no lo es?

—Lo siento.

—Bueno, ya veremos —no quiso seguir hablando del tema, súbitamente incomodado por todo lo que se estaba disparando en su mente—. Hay que ir a buscar a Neo.

—Voy yo —se ofreció Elisabet.

—No —la disuadió—. Necesito que me toque el aire.

Ella le dio un último beso rápido antes de separarse de su lado.

—Esta noche prometo ser tu groupie —le guiñó un ojo—. Mantente en alza como hace un minuto, ¿de acuerdo?

4

 

Mucho antes de detenerse el tren de alta velocidad en la estación de Atocha, la gente del vagón ya estaba en pie, con sus carteras de mano, mochilas, bolsas y pertrechos, dispuesta a abandonarlo a la carrera. Juanjo, en uno de los asientos centrales, se vio atrapado entre las dos filas y se lo tomó con calma.

El hombre sentado a su lado por fin se guardó el móvil.

Dos horas y tres cuartos hablando.

Juanjo ya conocía todos sus casos y argumentos jurídicos.

Y, por supuesto, ni se había dado por aludido con sus miradas de fastidio.

Los pasajeros y las pasajeras que habían hecho el trayecto manipulando sus ordenadores, trabajando o jugando con ellos, comenzaron a desfilar con el rostro extraviado en cuanto se abrieron las puertas del vagón. En otro tiempo, leían el periódico. Ahora era raro ver algo así. Y, por descontado, nada de libros.

Nuevas costumbres.

Puso un pie en la estación de Atocha y siguió a la corriente humana en dirección a la salida. El cielo estaba cubierto desde Zaragoza y hacía un poco de frío. Se arrepintió de no haber comprobado antes la climatología de Madrid. Se subió la cremallera hasta arriba y pensó en el otro frío, el de los Pirineos, el día anterior.

El largo pasillo del primer piso, con sus cintas deslizantes y los enormes anuncios publicitarios salpicándolo, se convirtió en el cauce de la corriente humana. Nadie dejaba que las cintas los llevaran: caminaban por encima de ellas. Los que arrastraban maletas producían un extraño ruido, algo así como si un minitrén pasara por encima de apretados raíles.

En aquel momento, fue cuando Juanjo se dio cuenta de que no sabía muy bien cómo enfocarle el tema a Gabi.

Silvio siempre había sido más natural y abierto. A Gabi había que saber cuándo y cómo entrarle. A las buenas, podía ser el mejor. A las malas, se convertía en el peor de los bichos, incapaz de olvidar. Cinco años después de una mala crítica, se había vengado de un comentarista musical con extrema saña destrozándole el libro que acababa de publicar, de todas formas una mediocre novela.

Lo triste era que el comentarista había escrito aquel artículo con sinceridad, y que tenía razón.

Llegó al final del pasillo, cruzó las dos puertas y superó la barrera de gente que esperaba a sus familiares o amigos así como a los desconocidos que reclamaban a pasajeros mediante carteles escritos a mano. La rampa mecánica le llevó hasta el nivel de la calle y salió a la pequeña placita coronada por las enormes cabezas de piedra, frente al monumento por las víctimas del 11 de marzo de 2004. Un enjambre de taxis aguardaba paciente a su clientela.

Cuando le llegó el turno se enfrentó al taxista, un hombre cejijunto de rostro redondo y enormes mejillas que se fundían con la barbilla y la sotabarba. Tuvo que buscar la dirección en el papel que llevaba en el bolsillo, pero, mientras, le avanzó la zona:

—A La Latina.

El hombre arrancó el taxi y, para dejar claro que era hablador, antes de que le diera las señas exactas le endilgó:

—Hoy acabará lloviendo, ya lo verá.