Para Myla,
para Will, Naushon, Serena,
Sally, Howie y Roz

y para todos los que cuidan
de lo que es posible,
de lo que es,
de la sabiduría,
de la claridad,
de la bondad
y del amor
.

AGRADECIMIENTOS

Quisiera expresar mi gratitud a Larry Horwitz, Larry Rosenberg y Howard Zinn, por su lectura del primer borrador del manuscrito y por la comprensión y el aliento que me proporcionaron. También estoy profundamente agradecido a Alan Wallace, Arthur Zajonc, Doug Tanner, Richard Davidson, Will Kabat-Zinn y Myla Kabat-Zinn por sus comentarios críticos sobre determinadas partes del manuscrito y a Tom Lesser, Ray Kurzweil, Zindel Segal, Mark Williams, John Teasdale, Andries Kroese y Brownie Wheeler por sus sugerencias acerca de algunos capítulos relacionados con su experiencia y su trabajo. Con todos ellos estoy en deuda y, por ese motivo, quiero agradecérselo públicamente. También quisiera expresar la gratitud, el aprecio y la deuda que tengo con mi editor, Will Schwalbe Emily Gould fueron muy amables y, junto a mi editor y amigo Bob Miller y toda la familia de Hyperion, se esforzaron en que este libro llegara a buen puerto. Pero por más que sean muchas las personas que me han brindado su apoyo, su aliento y su consejo, asumo toda la responsabilidad por las inexactitudes y deficiencias que el lector pueda descubrir en él.

También quiero expresar mi más profunda gratitud, respeto y afecto a Saki Santorelli, mi amigo, hermano del dharma y colega de enseñanza, actual director de la Stress Reduction Clinic y director ejecutivo del Center for Mindfulness, cuya creatividad, liderazgo, humanidad y sincera elocuencia siguen alentando el trabajo del Center y a mis colegas, tanto pasados como presentes, de la Stress Reduction Clinic y del Center for Mindfulness: Melissa Blacker, Florence Meyer, Elana Rosenbaum, Ferris Urbanowski, Pamela Erdman, Fernando de Torrijos, James Carmody, Danielle Levi Alvares, George Mumford, Diana Kamila, Peggy Roggenbuck, Debbie Beck, Zayda Vallejo, Barbara Stone, Trudy Goodman, Meg Chang, Larry Rosenberg, Kasey Carmichael, Franz Moeckel, Ulli Grossman, Maddie Klein, Ann Soulet, Joseph Koppel, Karen Ryder, Anna Klegon, Larry Pelz y Jim Hughes, cuya vida y pasión han contribuido tan positivamente en la realización de este libro. También quiero dar las gracias a todos aquellos que, de tantas y tan diferentes maneras, han participado en la administración, la investigación y el trabajo clínico de ambas instituciones desde sus mismos inicios, muy en particular, a Norma Rosiello, Kathy Brady, Brian Tucker, Anne Skillings, Tim Light, Jean Baril, Leslie Lynch, Carol Lewis, Leigh Emery, Rafaela Morales, Roberta Lewis, Jen Gigliotti, Sylvia Chiaro, Betty Flodin, Diane Spinney, Carol Hester, Carol Mento, Olivia Hobletzell, Narina Hendry, Marlene Samuelson, Janet Parks, Michael Bratt, Marc Cohen y Ellen Wingard.

También quiero expresar mi respeto y gratitud a todos aquellos que, a lo largo y ancho del mundo, están trabajando e investigando con la aplicación de enfoques basados en la meditación plena a entornos tan distintos como la medicina, la psiquiatría, la psicología, el cuidado de la salud, la educación y otras facetas de la sociedad, y que, al hacerlo, rinden homenaje a la profundidad y belleza del dharma. Pueda nuestro trabajo llegar a quienes más lo necesitan, conectando, aclarando y alentando lo más profundo y lo mejor de nosotros y contribuir, cada uno en su medida, a la curación y transformación que la humanidad tan desesperadamente necesita.

SUMARIO

INTRODUCCIÓN: Un reto que dura toda la vida

PARTE I:
LA MEDITACIÓN NO ES LO QUE CREEMOS

La meditación no es para pusilánimes

Un testimonio de la integridad hipocrática

La meditación está en todas partes

Los comienzos

Ulises y el vidente ciego

No apego

Un cuento sobre el origen de los zapatos

La meditación no es lo que creemos

Dos formas de pensar en la meditación

¿Por qué debemos practicar? La importancia de la motivación

Dirigir y mantener

La presencia

Un acto radical de amor

Conciencia y libertad

Acerca del linaje y de los usos y limitaciones de los andamios

Ética y karma

La atención plena

PARTE II:
EL PODER DE LA ATENCIÓN Y EL MALESTAR DEL MUNDO

¿Por qué es tan importante prestar atención?

El malestar

Dukkha

El imán de dukkha

El Dharma

Stress Reduction Clinic

Nación TDA

Conectados permanentemente

La atención parcial continua

La sensación del paso del tiempo

La conciencia no tiene centro ni periferia

La vacuidad

PARTE III:
EL MUNDO SENSORIAL: TU PRECIOSA Y ALOCADA VIDA

El misterio de los sentidos y el hechizo de lo sensual

Ver

Ser vistos

Escuchar

El paisaje sonoro

El paisaje del aire

El paisaje del tacto

En contacto con la piel

El paisaje olfativo

El paisaje gustativo

El paisaje mental

El paisaje del ahora

PARTE IV:
EL COMIENZO DE LA PRÁCTICA FORMAL:
DEGUSTAR LA ATENCIÓN PLENA

La meditación yacente

La meditación sedente

La meditación de pie

El paseo meditativo

El yoga

Simplemente conocer

Simplemente escuchar

Simplemente respirar

La meditación de la bondad

¿Lo estoy haciendo bien?

Los principales obstáculos de la práctica

Los apoyos de la práctica

PARTE V:
POSIBILIDADES CURATIVAS: EL REINO DEL CUERPO Y DE LA MENTE

La sensibilidad

¿Somos realmente quienes creemos ser?

Nuestras moléculas están en contacto

No fragmentación

No separación

La orientación en el espacio y el tiempo.
        Un homenaje a mi padre

La realidad ortogonal. Una rotación de la conciencia

Instituciones ortogonales

Una investigación sobre la curación y la mente

Una investigación sobre la felicidad.
        La meditación, el cerebro y el sistema inmunitario

El homúnculo

La propiocepción. La sensación corporal

La neuroplasticidad y los límites desconocidos de lo posible

PARTE VI:
LLAMANDO A NUESTRA PROPIA PUERTA

¡No puedo escucharme pensar!

No tengo tiempo ni para respirar

La infidelidad de las ocupaciones

Interrumpirnos a nosotros mismos

No tengo ni un momento libre

Llegar al lugar en el que estamos

Es imposible llegar allí desde aquí

Desbordados

Diálogos y discusiones

Sentados en el estrado

¡Usted está loco!

Cambios de estado

Tienes lo que haces

Cualquier idea sobre la práctica es una construcción mental

¿Quieres que hagamos algo con ello?

¿Quién ganó la Superliga?

La arrogancia y la complacencia

La muerte

Morir antes de morir. I

Morir antes de morir. II

Mente no sabe

De vuelta a casa

PARTE VII:
SANANDO EL CUERPO POLÍTICO

Sanando el cuerpo político

Hoy he leído las noticias

La esterilidad de la indignación

Una política insólita para el siglo XXI

Las lecciones de la medicina

El poder domesticador de lo pequeño

Atención plena y democracia

Blues de la meditación sobre Vietnam.
        Una instantánea del pasado… ¿o es acaso del futuro?

Cuando la cola menea al perro

«No sé lo que hubiera hecho sin mi práctica»

La suspensión de la distracción

Un minuto de silencio

La importanccia de la atención plena

PARTE VIII:
DEJA QUE LA BELLEZA QUE AMAS SE MANIFIESTE EN TUS ACTOS

Diferentes caminos de conocimiento nos hacen más sabios
    En el umbral: La confluencia del karma y el Dharma.

    Un salto cuántico para el Homo sapiens

Reflexiones sobre la naturaleza de la naturaleza
        y el lugar que ocupamos en ella

El despliegue de las dimensiones ocultas

Viendo las cosas en perspectiva

Lecturas relacionadas

Créditos y permisos

Material para practicar la meditación de la atención plena

INTRODUCCIÓN:

UN RETO QUE DURA
TODA LA VIDA

Quizás, cuando ya no sepamos qué hacer, emprendamos nuestro auténtico trabajo y, cuando ya no sepamos a dónde ir, iniciemos nuestro auténtico viaje.

WENDELL BERRY



No sé lo que, al respecto, pensará el lector pero, en mi opinión, la vida en este planeta está en una encrucijada especialmente crítica y son muchos los caminos que se abren ante nosotros. A veces parece que el mundo está en llamas y que, despojados de convicciones, nuestros corazones están atrapados en la incertidumbre y se ven arrastrados por la pasión y el desatino. La actitud con la que, en esa situación, nos enfrentamos al mundo y a nosotros mismos tiene un efecto muy profundo en el desarrollo de los acontecimientos, razón por la cual lo que el futuro nos depare, tanto individual como colectivamente, dependerá básicamente del uso que hagamos, en este mismo instante, de nuestra capacidad innata de ser conscientes, es decir, de lo que decidamos hacer para aliviar la ansiedad, la insatisfacción y el evidente malestar que aquejan a nuestra vida y a nuestra época o, dicho de otro modo, de la forma en que alentemos y protejamos todo lo que es bueno, hermoso y sano tanto en el mundo como en nosotros mismos.

El reto al que nos enfrentamos, tanto individual como colectivamente, consiste en restablecer el contacto con los sentidos. Son muchos los arroyos que actualmente afluyen –de manera casi inadvertida y peor entendida todavía– al río cada vez más caudaloso de la atención, la compasión y la sabiduría. Ignoramos hacia dónde se dirige esta corriente en la que individual y grupalmente nos hallamos inmersos pero, en cualquiera de los casos, se trata de un viaje colectivo cuyo destino no está fijado de antemano –es decir, de un auténtico viaje–, de un viaje en el que lo que importa no es tanto la meta como el mismo camino. Por ello el modo en que entendamos y afrontemos este instante determina y configura –de manera indefinida y misteriosa– lo que nos deparará el instante siguiente.

Nos guste o nos desagraden e independientemente de que lo sepamos o lo ignoremos y de que se atenga o no a un plan, se trata de un viaje en el que todos nos hallamos inmersos. La vida es lo que nos ocurre durante este viaje y el reto al que nos enfrentamos consiste en vivir como si realmente importase. Por ello los seres humanos nos hallamos ante la disyuntiva de dejarnos arrastrar pasivamente por la corriente de impulsos y hábitos inconscientes profundamente arraigados que nos sumen en sueños y pesadillas distorsionadores o asumir, por el contrario, el compromiso de despertar y zambullirnos plenamente, “nos guste” o nos desagrade, en lo que suceda en el momento presente. La vida sólo es real cuando estamos despiertos; sólo entonces tenemos la posibilidad de liberarnos de nuestras ilusiones, de nuestras enfermedades y de nuestro sufrimiento individual y colectivo.

Hace ya unos cuantos años que, durante un retiro de diez días que discurrió en un silencio casi completo, mantuve una entrevista con un maestro de meditación que empezó preguntándome:

–¿Cómo le trata el mundo?

No recuerdo exactamente lo que le respondí pero, en cualquiera de los casos, fue algo así como: Bien.

-¿Y cómo trata usted al mundo? –inquirió de nuevo.

Esa pregunta era lo último que me esperaba y me dejó estupefacto, porque no era una persona que hablase por hablar y se refería al modo concreto en que, ese mismo día y en ese mismo retiro, me enfrentaba a las cuestiones que habitualmente se consideran triviales o insignificantes. Yo había emprendido ese retiro creyendo que, de algún modo, había renunciado al “mundo”, pero su comentario me hizo cobrar conciencia de lo equivocado que estaba porque, aun en el entorno artificialmente simplificado del retiro, la actitud concreta con la que me enfrentaba al mundo no sólo era importante, sino hasta esencial, para el logro de mis objetivos. Entonces me di cuenta de que todavía me quedaban muchas cosas por aprender acerca de los verdaderos motivos de mi participación en ese retiro, sobre el verdadero significado de la meditación y, por encima de todo, sobre lo que realmente estaba haciendo con mi vida.

Con el paso del tiempo fui dándome cuenta de que ambas cuestiones son, en realidad, las dos caras de la misma moneda. En todos y cada uno de los instantes de nuestra vida mantenemos una relación íntima con el mundo y la forma que asume esa relación no sólo configura nuestra vida, sino que también determina y establece el mundo en que vivimos y en el que se desa-rrolla nuestra experiencia. Habitualmente creemos que esas dos facetas de la vida –el modo en que nos trata el mundo y el modo en que nosotros lo tratamos a él– no tienen nada que ver. ¿Acaso no tiene el lector la sensación de que él no es más que un actor en medio de un escenario inerte, como si el mundo sólo estuviera “allí” y no estuviese también, de algún modo, “aquí”? ¿No ha advertido acaso que, la mayor parte de las veces, actuamos como si hubiera una gran diferencia entre “ahí fuera” y “aquí dentro”, cuando lo cierto es que nuestra experiencia corrobora la ausencia de toda frontera y aun de toda separación entre ambos dominios? Pero, aun en el caso de que advirtamos la estrecha relación que vincula el exterior y el interior, tampoco solemos darnos cuenta de las mil formas diferentes en que nuestra vida impregna y configura el mundo en que vivimos, del mismo modo que éste, a su vez, configura nuestra vida, en una especie de danza interdependiente y simbiótica que tiene lugar a todos los niveles, desde la intimidad con nuestro cuerpo, con nuestra mente y con todo lo que pasa por ellos, hasta el modo en que nos relacionamos con nuestra familia, nuestros hábitos de consumo, lo que pensamos acerca de las noticias que vemos en la televisión y nuestra actividad o pasividad en el ámbito mayor del cuerpo político.

Esa falta de sensibilidad resulta especialmente perjudicial cuando forzamos las cosas en una determinada dirección –“la nuestra”–, sin darnos cuenta de la distorsión, quizás insignificante –pero no por ello menos dañina– que, en tal caso, provocamos en el ritmo de las cosas. Más pronto o más tarde, ese forzamiento rompe la reciprocidad, distorsiona la armonía de la interrelación y la complejidad de la danza y nos lleva, de manera consciente o inconsciente, a pisar un montón de pies. Por ello la insensibilidad y la desconexión impiden la actualización de todas nuestras posibilidades. Si nos negamos a reconocer cómo es realmente, en un determinado momento, una situación o una relación –ya sea porque nos desagrade o porque el miedo a que no satisfaga nuestras expectativas nos lleve a tratar de forzarla– no nos daremos cuenta de que, la mayor parte de las veces, ignoramos –por más que pretendamos conocerlo– cuál es, en realidad, nuestro auténtico camino. Pero, en tal caso, no nos daremos cuenta de la simplicidad y la complejidad de la danza y no advertiremos que, cuando renunciamos a todo intento de imponer nuestra voluntad y empezamos a vivir nuestra verdad, aparecen cosas nuevas e interesantes que trascienden nuestra capacidad de ejercer un férreo control sobre demasiadas cosas durante demasiado tiempo.

No podemos, ni como individuos ni como especie, seguir soslayando este rasgo fundamental que nos mantiene unidos al mundo, ignorando las nuevas e interesantes posibilidades que despliegan nuestros anhelos e intenciones cuando somos fieles a nuestro camino, por más misterioso y opaco que, en ocasiones, pueda parecernos. La ciencia, la filosofía, la historia y las tradiciones espirituales ponen claramente de relieve que nuestra salud, nuestro bienestar individual, nuestra felicidad y hasta la continuidad de nuestra estirpe germinal, ese flujo vital del que no somos más que una burbuja provisional simultáneamente dadora de vida y constructora del mundo de las generaciones venideras, depende del modo en que decidamos vivir nuestra vida.

Desde una perspectiva cultural, la Tierra en que vivimos y el bienestar de sus criaturas y culturas dependen también de esas mismas decisiones y de nuestro comportamiento colectivo como seres sociales.

Por dar un solo ejemplo en este sentido, las investigaciones científicas realizadas en torno a la temperatura global y las oscilaciones térmicas que ha experimentado nuestro planeta en los últimos 400.000 años nos han permitido determinar que, aunque actualmente estemos atravesando una era especialmente cálida, no lo es más que muchas otras de las experimentadas por la Tierra. Recientemente, sin embargo, me ha sorprendido mucho enterarme, en un encuentro celebrado entre Su Santidad el Dalai Lama y un grupo de científicos, de que las investigaciones realizadas sobre la concentración de dióxido de carbono en los núcleos de hielo de la Antártida han puesto de relieve la emergencia, en los últimos cuarenta y cuatro años, de algo inédito en la historia de la Tierra, un disparo en la tasa de dióxido de carbono en la atmósfera de un 18% por encima de la tasa en que había permanecido estable durante los últimos milenios.1

Las causas de este espectacular y alarmante aumento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera se deben, casi por entero, a la actividad humana. El Panel Internacional sobre el Cambio Climático concluyó que, si no hacemos nada por cambiar esta tendencia, la tasa de dióxido de carbono se habrá duplicado en el año 2100, con el consiguiente aumento de la temperatura media global del planeta. Y parece que el deshielo de los polos y de los glaciares y el aumento de la masa de agua en los mares del Polo Norte no son más que algunas de las consecuencias derivadas de esas desestabilizadoras fluctuaciones, consecuencias muy graves que, aun esencialmente impredecibles, pueden provocar una espectacular elevación del nivel de los océanos en un período de tiempo relativamente corto, con la correspondiente inundación de las zonas costeras habitadas de todo el planeta… Imaginemos tan sólo, a modo de ejemplo, la calamidad que supondría un aumento del nivel del océano de 15 metros en el área de Manhattan.

Bien podríamos decir que éste es uno de los síntomas de una enfermedad inmunológica provocada por una actividad humana que pone seriamente en peligro el equilibrio dinámico global del cuerpo de la Tierra. ¿Somos realmente conscientes de este problema? ¿Nos importa o, por el contrario, lo descartamos con el argumento de que no tiene que ver con nosotros, sino que incumbe a los científicos, los gobiernos, los políticos, las empresas de bienes de consumo o la industria automovilística? ¿Es posible, si en verdad formamos parte del mismo cuerpo, restablecer colectivamente el contacto con los sentidos para recuperar así el equilibrio perdido? ¿Podríamos hacer lo mismo con cualquiera de las formas de vida que nuestra actividad pone en grave peligro, las vidas de las generaciones futuras y hasta, de hecho, la vida de muchas otras especies?

Yo creo que ha llegado ya el momento de prestar atención a lo que sabemos y a lo que sentimos, no sólo con respecto al mundo externo de las relaciones que mantenemos con los demás y con el entorno que nos rodea, sino también con respecto al mundo interno de nuestros pensamientos, sentimientos, aspiraciones, miedos, esperanzas y sueños. Independientemente de quiénes seamos y de dónde vivamos, todos compartimos el mismo deseo de vivir en paz, de satisfacer nuestros anhelos y nuestros impulsos creativos, de contribuir al logro de un objetivo mayor, de adaptarnos, de pertenecer, de ser valorados por lo que somos, de desarrollarnos como individuos, como familias y como sociedades que se respetan y encaminan hacia el objetivo común de mantener el equilibrio dinámico individual (es decir, de vivir de forma saludable) y el equilibrio dinámico colectivo (lo que suele conocerse como “bien público”) que respete, en fin, nuestras diferencias, aliente nuestra creatividad y nos libere de las amenazas a nuestro ser y a nuestro bienestar.

Ese equilibrio dinámico colectivo se experimentaría, en mi opinión, como estar en el cielo o, al menos, como estar cómodamente en casa. Así es, como nos sentimos cuando, tanto interna como externamente, estamos en paz, y así es también como se experimentan la salud y la felicidad. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que todos, de un modo u otro, anhelamos?

Pero este equilibrio se encuentra ya, paradójicamente, a nuestro alcance y no tiene nada que ver con las buenas intenciones, el control autoritario o las utopías. Ese equilibrio se encuentra ya presente cuando restablecemos el contacto con nuestro cuerpo, con nuestra mente y con las fuerzas que nos movilizan a lo largo de los días y de los años, es decir, con la motivación y la visión clara de lo que debemos hacer para vivir de un modo que realmente merezca la pena. Este equilibrio se pone de manifiesto en los pequeños actos de bondad que tienen lugar entre extraños, entre los miembros de la misma familia y aun, en tiempos de guerra, entre supuestos enemigos; se halla presente cada vez que reciclamos botellas y periódicos, cada vez que ahorramos agua y cada vez que colaboramos con nuestros vecinos en la protección de nuestro barrio, en la conservación de las zonas vírgenes o en evitar la exterminación de algunas de las especies con las que compartimos este planeta.

Si nuestro planeta está padeciendo realmente una enfermedad inmunológica y si esa enfermedad se deriva de la actividad y del estado mental del ser humano, deberíamos tener muy en cuenta lo que nos dice, sobre el modo adecuado de abordar estos problemas, la vanguardia de la medicina moderna. El desarrollo de la investigación y de la clínica de los últimos treinta años en los ámbitos conocidos como medicina cuerpo/mente, medicina conductual, medicina psicosomática y medicina integradora ha puesto de relieve que el misterioso equilibrio dinámico al que llamamos “salud” incluye tanto al cuerpo como a la mente (por usar una forma de hablar un tanto torpe y artificial que los escinde) y puede verse fomentado por una atención más nutricia y curativa. Todos somos, en lo más profundo de nuestro corazón, capaces de experimentar una paz y un bienestar internos dinámicos, vitales y sostenidos y poseemos una inteligencia innata y multifacética que trasciende lo estrictamente conceptual. Cuando activamos, ponemos en marcha y perfeccionamos esta capacidad, nos sentimos física, emocional y espiritualmente mucho más sanos y felices, nuestro pensamiento se torna más claro y nuestra mente se halla en mejores condiciones de capear las tormentas vitales que el futuro nos depare.

La motivación adecuada permite el cultivo y el perfeccionamiento de la capacidad de prestar atención y de emprender acciones mucho más inteligentes que trascienden nuestros sueños más descabellados. Resulta paradójico, sin embargo, que esta motivación sólo se presente después de haber experimentado una enfermedad que ponga en peligro nuestra vida o un problema que provoque un importante daño corporal y psicológico. Y tal cosa sólo suele ocurrir, como ilustra el caso de muchos de nuestros pacientes de la Stress Reduction Clinic, después de habernos visto obligados a reconocer que, independientemente de sus logros más espectaculares, la ciencia médica tiene limitaciones que convierten la curación en una rareza, el tratamiento –si es que tal cosa es posible– en una simple estrategia para mantener el statu quo y el diagnóstico en una ciencia inexacta y muy a menudo inadecuada.

No sería exagerado decir que las ramas más modernas de la medicina han puesto de relieve la existencia de profundos recursos innatos a los que todos podemos acceder, en cualquier momento, para aprender, crecer, curarnos y transformarnos. Estas aptitudes se hallan inscritas en nuestros genes, en nuestro cerebro, en nuestro cuerpo, en nuestra mente y hasta en la relación que mantenemos con los demás y con el mundo. Y la puerta de acceso a esos recursos se encuentra en el “aquí” (estemos donde estemos) y en el “ahora” (sea éste cual sea).

Todos tenemos pues, independientemente de que la situación en que nos hallemos sea familiar o novedosa, de que nos parezca “buena”, “mala”, “fea”, esperanzadora o desesperada, e independientemente también de que creamos que sus causas son internas o externas, la capacidad de curarnos y de transformarnos. Bien podríamos decir que esos recursos internos forman parte de nuestro legado de nacimiento al que, en consecuencia, podemos apelar en cualquier momento. La capacidad de aprender, de crecer, de curarnos y de desarrollar una forma más inteligente de percibir y actuar y una mayor compasión hacia nosotros mismos y hacia los demás se asienta en la misma naturaleza de nuestra especie.

Pero todas esas capacidades, obviamente, deben ser descubiertas, desarrolladas e implementadas. Debemos aprovechar mejor el tiempo de que disponemos, algo a lo que, hablando en términos generales y lo queramos o no, renunciamos con demasiada frecuencia y reemplazamos con cualquier otra cosa. Pero es igualmente sencillo de comprender que, a lo largo de toda nuestra vida, eso es todo lo que tenemos, que el hecho de estar presentes es un auténtico regalo y que, cuando empezamos a hacerlo, suceden cosas en verdad extraordinarias.

El reto al que ahora nos enfrentamos consiste en cultivar, en todas las situaciones que la vida nos depare, las capacidades de aprender, crecer, curarnos y transformarnos, un viaje que dura toda la vida y que, cuando lo emprendemos, nos lleva a cobrar conciencia de quiénes somos een realiddad y a vivir nuestra vida como si de verdad importase. Y ciertamente que esto sucede, mucho más de lo que creemos y mucho más también de lo que podemos llegar a imaginar. Y las consecuencias de nuestra forma de conciencia no sólo afectan a nuestro disfrute y a nuestro logro personal, sino que al mismo tiempo desarrollan nuestra alegría y nuestras sensaciones de bienestar y de logro.

La movilización y el desarrollo de los recursos de los que todos disponemos promueven también la salud y la cordura. Y el más importante de todos esos recursos es la capacidad de prestar atención a aquellos aspectos de nuestra vida que no sólo desatendemos sino que, muy a menudo, ignoramos.

El hecho de prestar atención perfecciona nuestra conciencia, ese rasgo que, junto al lenguaje, nos caracteriza como individuos y como especie y fomenta el aprendizaje y la transformación. Crecemos, aprendemos, cambiamos y nos tornamos conscientes gracias a la aprehensión directa de las cosas a través de los cinco sentidos y de nuestra mente (a la que los budistas consideran como un sexto sentido). Cualquier aspecto de nuestra experiencia tiene lugar dentro de una complejísima red de relaciones, algunas de las cuales son esencialmente importantes para nuestro bienestar, tanto inmediato como a largo plazo. Tal vez sea cierto que, ahora mismo, no podemos advertir muchas de esas relaciones, porque todavía permanecen más o menos ocultas, aguardando a ser descubiertas, en el entramado de nuestra vida. Pero, aun en tal caso, siempre podemos acceder a esas dimensiones ocultas –a las que podríamos considerar como nuevos grados de libertad– y ponerlas de forma gradual de relieve. Y ello sólo ocurrirá en la medida en que ejercitemos nuestra capacidad de ser conscientes y prestemos una atención deliberada, respetuosa y amable a los sorprendentemente complejos, aunque fundamentalmente ordenados, ámbitos establecidos por el universo, el mundo, nuestro país, nuestra familia, nuestra mente y nuestro cuerpo, en los que nos hallamos inmersos y dentro de los que nos movemos y que se encuentran, lo sepamos o no y nos guste o nos desagrade, fluctuando y cambiando de continuo a todos los niveles y proporcionándonos, de ese modo, incontables ocasiones para crecer, ver con más claridad y emprender acciones más sabias y, de ese modo, acabar con el sufrimiento de nuestras tumultuosas mentes habitualmente alejadas de su hogar, de la quietud y del reposo verdaderos.

El viaje que conduce a la salud y la cordura es una invitación a despertar a la plenitud de nuestra vida mientras todavía estamos viviéndola, en lugar de esperar a hacerlo –en el supuesto de que tal cosa ocurra– cuando estemos postrados en nuestro lecho de muerte, algo que Henry David Thoreau advirtió muy elocuentemente en Walden cuando dijo:

Fui a vivir al bosque porque quería vivir despierto, enfrentarme tan sólo a los hechos esenciales de la vida y aprender lo necesario para no verme obligado, cuando estuviera postrado en mi lecho de muerte, a reconocer que no había vivido.

Morir sin haber vivido una vida plena y sin despertar a ella mientras tenemos ocasión de hacerlo es –dada la automaticidad de nuestros hábitos y la implacable velocidad a la que, en nuestra época, se desarrollan los acontecimientos (una velocidad, dicho sea de paso, mucho más acelerada hoy en día que en los tiempos de Thoreau) y la mecanicidad con que nos enfrentamos a lo que es más importante pero, al mismo tiempo, menos evidente de nuestra vida– el reto más importante al que todos debemos enfrentarnos.

Thoreau también nos aconsejó establecer contacto con nuestra sabiduría y nuestra atención innatas. Según dijo, no sólo es posible, sino altamente deseable, desarrollar una conciencia más amplia y espaciosa de nuestro corazón y de nuestra mente y habitar en ellos. El adecuado cultivo de ese tipo de conciencia puede ayudarnos a advertir, trascender y liberarnos de los velos y limitaciones impuestos por nuestras pautas automáticas de pensamiento, de sentimiento y de relación, y por los turbulentos y destructivos estados mentales y emocionales que suelen acompañarlos. Esos hábitos se hallan invariablemente anclados en nuestro pasado, no sólo a través de la herencia genética, sino también de los traumas, el miedo, la inseguridad y la desconfianza, de los sentimientos de inadecuación derivados de no haber sido respetados y honrados por lo que somos y del resentimiento debido a los desaires, injusticias y daños de que hayamos sido objeto. Son esos hábitos, en suma, los que empañan nuestra visión, distorsionan nuestra comprensión y, en el caso de seguir desatendidos, acaban obstaculizando nuestro desarrollo y nuestra curación.

Si queremos recuperar –tanto a gran escala (de manera colectiva) como a pequeña escala (como seres humanos)– el contacto con nuestros sentidos, debemos restablecer, tanto literal como metafóricamente, el contacto con el cuerpo –un lugar que solemos ignorar, que apenas habitamos y mucho menos atendemos y cuidamos–, pero que nunca deja de ser el locus del que emergen los sentidos biológicos y lo que llamamos mente. Por más extraño que pueda parecernos, nuestro cuerpo es un territorio simultáneamente familiar e ignoto, un dominio al que, en ocasiones, aborrecemos y hasta odiamos, dependiendo de lo que hayamos afrontado o de lo que temamos. Otras veces, sin embargo, estamos hipnotizados por el cuerpo, obsesionados por su tamaño, su forma, su peso o su aspecto, aun a riesgo de caer inconscientemente en el ensimismamiento o en el más desenfrenado de los narcisismos.

Las investigaciones realizadas durante los últimos treinta años en el ámbito de la medicina cuerpo/mente individual han puesto de relieve la posibilidad de alcanzar, aun en medio de retos y dificultades, un cierto grado de paz corporal y mental que nos proporciona una mayor salud, bienestar, felicidad y claridad. Los muchos miles de personas que ya han emprendido este viaje hablan de los grandes beneficios que les ha reportado, no sólo a sí mismos, sino también a quienes comparten su vida y su trabajo. No cabe, pues, la menor duda de que la atención que restablece el contacto con nuestras dimensiones ocultas y nos permite alcanzar un mayor grado de libertad no es privilegio exclusivo de una élite de elegidos, sino algo de lo que todos podemos beneficiarnos.

Restablecer el contacto con los sentidos no es un trabajo que requiera tiempo, porque sólo consiste en estar presentes y despiertos aquí y ahora, pero también es, paradójicamente, un compromiso vital que debemos emprender “durante toda nuestra vida”, en todos los sentidos de la expresión. El primer paso de la aventura que nos lleva a restablecer el contacto con los sentidos a todos y cada uno de los niveles consiste en el cultivo de un tipo especial de conciencia conocida con el nombre de atención plena [mindfulness]. A fin de cuentas, la atención y la capacidad de ser conscientes y de conocernos a nosotros mismos es el rasgo que nos distingue como seres humanos. Esta capacidad se cultiva prestando atención y, como veremos, se ejercita a través de un tipo de práctica meditativa conocida como meditación de la atención plena que, en los últimos treinta años, se ha difundido velozmente por todo el mundo llegando incluso, gracias a diversas investigaciones científicas y médicas realizados sobre sus efectos, a infiltrarse en el pensamiento prevalente de la cultura occidental. Pero si el término “meditación” evoca en el lector la idea de que se trata de algo extravagante, ajeno, almibarado o de que no es para él a causa de sus ideas o imágenes sobre lo que es o lo que implica, deberá tener muy en cuenta que, sean cuales sean sus ideas al respecto y del modo en que llegaron a instalarse, la meditación y, muy en particular, la meditación de la atención plena, no tiene nada que ver con lo que, al respecto, pueda creer.

No hay nada raro ni extraordinario en el hecho de meditar ni en la meditación. Meditar consiste simplemente en prestar atención a la vida como si en verdad importase. Pero, por más que no tenga nada de extraordinario, la meditación es algo muy especial y transformador, y que bien merece la pena.

Cuando se la ejercita de la forma adecuada, la atención plena resulta muy valiosa a todos los niveles, desde el individual hasta el empresarial, el social, el político y el global. Pero ello exige estar lo suficientemente motivados para comprender quiénes somos en realidad y estar también dispuestos a comprometernos con nuestra vida, no sólo por el provecho personal que ello pueda reportarnos, sino también porque resulta muy beneficioso para el mundo. Esta aventura vital empieza en el primer paso y, cuando recorramos este camino –como lo haremos a lo largo de este libro–, descubriremos que no estamos solos en nuestros esfuerzos. Y es que, al emprender la práctica de la atención plena, uno se integra en una comunidad de intenciones y exploración global que, en última instancia, incluye a todos los seres humanos.

Convendría ahora, antes de emprender nuestra travesía, subrayar un último punto.

Por más que cultivemos la atención plena para aprender, crecer y curar lo que deba ser curado, es imposible estar completamente sano en un mundo como el nuestro plagado de sufrimiento y de angustia, que afecta tanto a nuestros seres queridos como a los desconocidos, ya vivan a la vuelta de la esquina o en las antípodas, y que, en muchos sentidos, está enfermo. La estrecha relación que mantenemos con el mundo convierte el sufrimiento ajeno en nuestro propio sufrimiento, un sufrimiento tan difícil de soportar que, en ocasiones, no nos queda más remedio que darle la espalda. Pero esto no tiene por qué ser un problema, porque también puede convertirse en un auténtico catalizador de la transformación, tanto interna como externa.

No sería exagerado, como ya hemos apuntado, decir que nuestro mundo está aquejado de una enfermedad crónica grave. Un simple vistazo a la historia, en cualquier momento y en cualquier lugar –incluso ahora mismo–, pone de manifiesto que nuestro mundo se ve sacudido de vez en cuando por espasmos convulsivos que bien podrían ser considerados como episodios de locura colectiva, episodios en los que el statu quo se ve conmocionado por la confusión generada por la intolerancia, el fundamentalismo y la irrupción de mil fuerzas centrípetas diferentes. Por más que se presenten disfrazadas con el lenguaje del humanismo, del desarrollo económico, de la globalización o de los atractivos señuelos de una visión demasiado estricta del “progreso” material y de la democracia al estilo occidental, esas erupciones –que son el opuesto de la sabiduría y del equilibrio– suelen asentarse en una arrogancia provinciana que sólo se preocupa por el engrandecimiento de uno mismo y la explotación de los demás, lo que inevitablemente conduce al sometimiento ideológico, político, cultural, religioso o empresarial a costa de la homogeneización, la degradación cultural y medioambiental y la burda anulación de los derechos humanos, todo lo cual se experimenta como una enfermedad. Además, el péndulo histórico parece oscilar cada vez más deprisa y son muy pocos los momentos, a mitad de camino entre un espasmo y el siguiente, en que podemos estar tranquilos y en paz.

El siglo XX asistió a más asesinatos organizados en nombre de la paz, la tranquilidad y el final de la guerra que todos los siglos pasados. Y lo más paradójico es que la inmensa mayoría de ellos tuvieron lugar en el escenario de los grandes centros culturales magníficamente representados por Europa y el Extremo Oriente, un aspecto sumamente inquietante en el que el siglo XXI no parece irle muy a la zaga. Quienes desencadenan las guerras (incluidas las guerras encubiertas y las emprendidas en contra del terror), sean quienes sean los protagonistas e independientemente de la retórica y pormenores concretos del episodio, afirman siempre hacerlo en nombre de los principios y objetivos más urgentes y nobles. Pero no debemos olvidar que la guerra siempre se origina en la mente humana y provoca un derramamiento de sangre que, en última instancia y por más inevitable que parezca, resulta tan dañino para el agresor como para la víctima. Iniciar una guerra para resolver problemas que podrían solucionarse de maneras más creativas nos impide advertir que la guerra y la violencia son los síntomas de una enfermedad inmunológica que sólo parece aquejar –tanto individual como colectivamente– a la especie humana. Pero ello también nos impide advertir la existencia de alternativas para recuperar el equilibrio y la armonía, sobre todo cuando éstos se ven distorsionados por fuerzas muy reales, peligrosas y, en ocasiones, virulentas que de forma inadvertida podemos estar contribuyendo a expandir, por más que conscientemente insistamos en aborrecer, resistir o combatir.

“Ganar” una guerra es hoy en día algo muy diferente a consolidar la paz durante el período que sigue a una guerra. Y es que, para ello, es necesario poner en marcha una modalidad de pensamiento, conciencia y planificación que sólo puede derivarse de un mayor autoconocimiento y de una comprensión más lúcida de “otros” que poseen su propia cultura, sus propias costumbres y sus propios valores y, por más difícil que nos resulte de creer, pueden llegar a tener incluso sistemas de valores completamente diferentes a los nuestros que les lleve a interpretar de distinta manera los mismos acontecimientos. Eso es, precisamente, lo que puso de manifiesto el genio y la sabiduría compasiva del plan Marshall que siguió a la Segunda Guerra Mundial.

Debemos, pues, reconocer la relatividad de la percepción y de las motivaciones que, simultáneamente, configuran y se derivan de esas percepciones, una especie de círculo vicioso que nos impide a una visión más amplia y quizás más exacta. Tal vez haya llegado ya el momento, dado el estado actual del mundo, de establecer contacto con una dimensión más profunda de la inteligencia que todos compartimos y subyace bajo nuestras diferentes formas de percibir y conocer. No sería nada inteligente, en este sentido, centrar exclusivamente nuestra atención en el bienestar y la seguridad individuales porque, en el mundo cada vez más pequeño en que vivimos, nuestra seguridad y bienestar dependen estrechamente del bienestar y la seguridad de los demás. Volver a los sentidos implica, pues, el cultivo de una conciencia global de todos nuestros sentidos (incluida nuestra mente) y de sus limitaciones y resistirnos a la tentación, cuando nos sentimos profundamente inseguros y disponemos de muchos recursos, de tratar de controlar de un modo estricto y rígido todas las variables del mundo externo, una empresa agotadora, violenta y, en última instancia, abocada al fracaso.

Pero también debemos, en el ámbito mayor de la salud del mundo, prestar una atención muy especial, como sucede en el reducido ámbito de nuestra vida individual, a la conciencia del “cuerpo” político, el cuerpo de las comunidades, de las corporaciones (un vocablo derivado del término “cuerpo”), de las naciones, de las familias de naciones (que padecen sus propios males, enfermedades y confusiones y también poseen profundos recursos para cultivar su autoconciencia y sanar sus propias culturas) y, más allá incluso de todo ello, de la globalidad multicultural que constituye uno de los rasgos más característicos del mundo actual.

Una enfermedad inmunológica es una enfermedad en la que el sistema de percepción, vigilancia y seguridad –es decir, el sistema inmunológico– se descontrola y empieza a atacar a sus propias células y tejidos, una situación que ningún organismo, por más sano y vivo que esté, puede soportar durante mucho tiempo. Y lo mismo sucede con un país cuya política exterior se halle fundamentalmente dictada por una reacción alérgica, una manifestación del sistema inmunológico o la justificación –por más cierta que pueda ser– de que colectivamente está experimentando un síndrome de estrés postraumático, una situación que sólo puede conducir a líderes bienintencionados, en el mejor de los casos, o cínicos, en el peor de ellos, a tratar de sacar tajada para fines que poco o nada tienen que ver con la seguridad y la curación.

Como sucede con el individuo al que un ataque cardíaco u otro diagnóstico adverso inesperado y no letal catapulta a una mayor salud y bienestar, los ataques al sistema, por más terribles que sean, pueden acabar convirtiéndose –adecuadamente atendidos– en una excelente oportunidad para despertar y movilizar nuestros recursos curativos más profundos y poderosos –que por lo general soslayamos hasta el punto de llegar a olvidar–, restablecer nuestras prioridades, reorientar nuestras energías y recuperar así la seguridad y el bienestar.

La curación del mundo es una empresa que compete a muchas generaciones y empieza en el mismo momento en que nos damos cuenta del peligro al que nos enfrentamos si no tenemos adecuadamente en cuenta la condición agónica del paciente (que, en este caso, es el mundo), su historial (que, en este caso, es la vida en este planeta) y, de forma muy especial, la vida humana, puesto que es precisamente nuestra actividad la que está determinando el destino de todos los seres que pueblan la Tierra. Y todo ello nos obliga a prestar atención, por más difícil que nos resulte de aceptar, al diagnóstico de enfermedad inmunológica y prestar también la necesaria atención al potencial curativo que supone abrazar colectivamente, mientras todavía estamos en condiciones de hacerlo, lo mejor y más profundo de nuestra naturaleza como seres vivos y, en consecuencia, como seres sensibles.

Si de verdad queremos sanar al mundo no sólo en beneficio propio, sino en beneficio también de las generaciones venideras, debemos aprender, aunque sólo sea de manera provisional, a poner nuestras múltiples inteligencias al servicio de la vida, la libertad y la búsqueda de la auténtica felicidad. Y ello no sólo en beneficio de los estadounidenses y de los occidentales, sino de todos los habitantes de este planeta, sin importar el continente o la isla en la que vivan…, y hasta en beneficio de todos los seres del mundo natural y del mundo más que humano que los budistas suelen incluir en la expresión seres sensibles.

Precisamente el término “sensibilidad” es la clave para restablecer el contacto con los sentidos y despertar a lo posible. Si renunciamos a la conciencia, es decir, si nos negamos a emplear, perfeccionar y habitar nuestra conciencia, la capacidad genética de ver con claridad y de actuar desinteresadamente, tanto en el interior de nuestra individualidad como en el seno de nuestras instituciones –que incluyen el mundo empresarial, el Congreso, el Senado, la Casa Blanca, las sedes del gobierno y las grandes organizaciones supranacionales como las Naciones Unidas y la Unión Europea–acabaremos condenándonos a una enfermedad inmunológica generada por nuestra propia ignorancia, de la que se deriva el interminable círculo vicioso de la ilusión, el engaño, la avaricia, el miedo, la crueldad, el autoengaño y, por último, la autodestrucción y la muerte.

Ha llegado ya el momento de apostar por la vida y de reflexionar sobre las implicaciones de esa decisión. Y no me refiero ahora a ninguna abstracción y a ninguna generalización, porque ésa es una decisión muy concreta y en ella reside, precisamente, el meollo de la cuestión. Esta decisión está muy próxima a la sustancia y el fundamento del desarrollo de nuestra vida, tanto internamente (en forma de pensamientos y sentimientos) como externamente (a través de nuestras palabras y de nuestras acciones de un instante al siguiente).

Nuestro mundo necesita de todas sus flores, por más que sean tan efímeras que sólo florezcan durante el breve período al que llamamos vida. A nosotros nos corresponde descubrir, tanto individual como colectivamente, el tipo de flores que somos, compartir nuestra singular belleza con el mundo durante el tiempo precioso de que disponemos y transmitir a nuestros hijos y nietos el legado de sabiduría y compasión que se encarna en nuestra manera de vivir, en nuestras instituciones y en la conciencia de la interconexión que nos une, tanto en el seno de nuestro hogar como en el mundo en general. ¿No les parece que ha llegado ya el momento de arriesgarnos a apostar por la salud, tanto en nuestra vida como en el mundo, que no sólo son reflejos el uno del otro, sino que también ponen claramente de manifiesto el genio de nuestra especie?

Esta empresa, en la que nos jugamos nada menos que la salud del planeta, requiere del esfuerzo y la contribución creativa e imaginativa de todos y cada uno de nosotros. Bien podría decirse que nuestra especie está acabando con el mundo y que ha llegado ya el momento de restablecer el contacto con nuestros sentidos, de despertar a la plenitud de nuestra belleza, de emprender el trabajo de curarnos a nosotros mismos, a nuestras sociedades y al planeta, aprovechando todo lo que merezca la pena y que ahora está ya floreciendo. En este sentido, no hay intenciones pequeñas ni esfuerzos insignificantes, ya que todos los pasos son igualmente importantes. Además, y como veremos, la empresa requiere de la colaboración de todos y cada uno de nosotros.

Cuando el lector emprenda la aventura que le proponemos en este libro descubrirá que está dividido en ocho partes; en cada una de ellas, he incluido historias procedentes de mi propia experiencia personal. Con ello pretendo transmitir al lector la paradójica sensación de que la práctica meditativa personal y concreta es, simultáneamente, impersonal y universal, y eludir así cualquier relato personal centrado en “mi” experiencia o en “mi” vida que pudiera estar urdiendo el persistente hábito egoísta de la mente. También es muy importante, habida cuenta del colosal sufrimiento al que, como seres humanos, estamos sometidos y de la fugacidad de esas lentes distorsionantes llamadas opiniones y visiones a las que, en un desesperado intento de dar sentido al mundo y a nosotros mismos, tan a menudo nos aferramos, tomarse muy en serio –aunque no de un modo estrictamente personal– y con una buena dosis de jovialidad y humor la propia experiencia.