El canal

Cuatro óleos italianos habían sido descolgados de la pared. Cuatro croquis ocupaban su puesto. Sus cuatro leyendas recorrían el espacio de izquierda a derecha: “Desniveles”, “Diagrama longitudinal”, “Estudio geológico” y “Mapa”. Cuatro lámparas de petróleo iluminaban esos dibujos. Sobre la mesa del despacho de Stefan Vertheimer en el Zürcher Kommerz Bank, había un informe voluminoso titulado “Rompimiento del istmo de Suez”. Y junto a él estaba la segunda carta del Vicomte, la que tanto había esperado desde su vuelta de oriente:

“París, 2 de enero de 1858

Monsieur Vertheimer: Le envío el informe completo de la Comisión Internacional que me ha solicitado. Mi joven amigo, sigo rogándole que mantenga la máxima discreción. Nadie debería saber que estamos en contacto, y menos la banca Rothschild. Espero impaciente su presupuesto. Mes sincères salutations,

Ferd de Lesseps”.


—Rothschild… –repitió Stefan Vertheimer, pasando los dedos por su cabello rubio.

Los Rothschild actuaban como intermediarios de la Res Publica, captaban y colocaban empréstitos estatales en el mercado financiero. Los gobiernos siempre estaban escasos de dinero, por lo que las cuantiosas emisiones de títulos de deuda terminaban siendo muy generosas con ellos. Eran los únicos que tenían capacidad económica para llevar a cabo operaciones tan voluminosas, pero cobraban bien caro el riesgo de que el país deudor no pudiera llevar a cabo la amortización. Stefan recorrió sus rostros uno a uno en las fotos de la carpeta de los Rothschild que tenía su padre. “Dan miedo”, escribió en el reverso de la de Mayer Amschel Rothschild, el fundador de la dinastía. Miró también el retrato de Herr Leonard Vertheimer que presidía el salón. Después encendió una quinta lámpara y la colocó sobre la mesa. La nieve seguía cayendo sobre el lago Zürich y su contorno de montañas.

Se levantó de la silla y buscó en los archivos de su padre las bases jurídicas de la Compagnie Universelle du Canal Maritime de Suez, la Sociedad Anónima fundada por Lesseps cuatro años antes. Un acuerdo final cuyos 22 puntos se basaban en la amistad, la de Mohamed Said y Monsieur Ferdinand, tiempo atrás alumno y mentor. Una ocasión única que Lesseps tenía que aprovechar. Sin esa confianza mutua, le había contado su padre cuando tuvo noticia por primera vez del proyecto del francés, todo hubiera sido mucho más difícil. Consultó el libro de geografía de su época de estudiante. Con él había seguido los constantes viajes de Herr Leonard por todo el mundo hasta el fatídico día en que el médico localizó un tumor blanco en su rodilla. Junto al título del contrato, había un texto escrito a lápiz por él mismo en aquellos días aún felices del pasado. “Quizás, cuando mi padre habla de Lesseps y del Visir, también piensa en nosotros dos”.

El montón de hojas encuadernadas que tenía sobre la mesa incluía una información muy detallada de los ingenieros Linant y Mugel, los encargados de hacer el proyecto. Pero Stefan Vertheimer no continuó leyendo. Metió el informe en su cartera de piel y suspiró. Luego recogió los cuatro croquis de la pared y los volvió a colocar bien enrollados en el portaplanos cilíndrico. Pero no de cualquier modo, claro está, sino respetando el orden alfabético de sus cuatro leyendas escritas en francés. Puso los cuatro óleos italianos en su sitio y apagó las cuatro lámparas. A continuación salió al pasillo y llamó a su secretario particular. Le aguardaba una carpeta llena de trabajo mucho más cotidiano.

Eran las diez de la mañana. El reloj de Fraumünster no se equivocaba nunca.

Stefan Vertheimer salió del Zürcher Kommerz Bank cuando las farolas de gas ya llevaban un buen rato encendidas. Con una mano sostenía la cartera, con la otra el cilindro metálico. Antes de entrar en el coche de Landau que le esperaba, miró alrededor. Hacía horas que en el edificio no había nadie más que él. Y los otros bancos también estaban desiertos.

El carruaje atravesó la puerta de hierro de Friesehaus, avanzó por el camino rompiendo el hielo en un par de líneas paralelas y al llegar frente a las escaleras se detuvo. Stefan no entró en el palacete. Con paso rápido se dirigió al embarcadero, oscuro y negro, sin luna. Solía hacerlo cuando necesitaba pensar. Estuvo allí un rato, inmóvil, salpicado por ráfagas de aguanieve. Y después volvió.

Unna, el ama de llaves, le recibió con el reproche de siempre.

—Es muy tarde.

—¿Muy tarde para qué?

—Para todo, señor –respondió ella–. Herr Alphonse le espera en el salón. ¿No ha visto su carruaje?

Dio una respuesta indirecta.

—¿Hoy es martes?

—Sí señor. Martes.

Stefan, a toda prisa, se quitó de encima el abrigo, los guantes y el sombrero. La cartera y el cilindro metálico entraron con él en la sala de juego.

El tablero de ajedrez estaba presto para la contienda.

—Esta noche me siento ganador –Herr Alphonse Goldbach atizaba el fuego de la chimenea–. Estoy ansioso por empezar.

A Stefan le tocaba jugar con las blancas. Abrió la partida avanzando dos casillas su peón de rey. El contrincante respondió con una salida simétrica.

—El viernes no fuiste a la fiesta de Henrietta.

—No pude.

—Corina es una muchacha muy linda.

—Eso dicen.

Herr Alphonse movió su caballo de rey a la casilla de tres alfil, atacando de ese modo al peón más avanzado de su adversario. Rápidamente Stefan contrarrestó el ataque con el caballo de dama.

—De todos modos te hubieras aburrido.

Unna entró con dos vasos de vino rojo recién traído de Italia. Ella y Herr Goldbach tenían valoraciones distintas de las cosas.

—Sólo falta que le diga eso.

—Es la verdad. Yo me aburrí muchísimo.

Tras varias escaramuzas, el viejo colocó una de las torres en la columna que había quedado libre de sus peones.

—Pero él tiene veinticuatro años. No es lo mismo, Herr Alphonse.

—Eso es cierto. Deberías haber ido, Stefan.

—A buenas horas –se quejó Unna.

Stefan Vertheimer puso fin a al diálogo.

—Basta ya, parecen un par de cotorras. Así no hay forma de concentrarse.

La avalancha de peones en el centro del tablero empezaba a ser peligrosa para él. Tenía que enrocarse cuanto antes.

Unna salió de la biblioteca sin decir nada.

—¿Qué llevas ahí? –quiso saber Herr Alphonse señalando la cartera y el cilindro metálico.

—Documentos –contestó Stefan mientras adelantaba su caballo.

No añadió ninguna explicación, y Herr Alphonse tampoco insistió con una nueva pregunta. Se hizo un silencio interrumpido solamente por el ruido leve de las piezas sobre la madera y algún que otro suspiro hondo. La partida había entrado en una fase más lenta.

Unna hizo el anuncio de que la cena estaba lista.

—Lo siento, hoy no puedo quedarme –se disculpó Herr Alphonse mientras se levantaba de la silla con una sonrisa–. Demasiada nieve.

Stefan miró hacia la esquina donde había dejado la cartera y el cilindro metálico, y salió tras el que años antes había sido el mejor amigo de su padre. Herr Alphonse estaba ya bajo un paraguas que sostenía Werner, el criado joven de Friesehaus. Nada más aparecer Stefan, el muchacho los dejó solos.

—Una pregunta, señor –ambos estaban frente al carruaje de Herr Alphonse–. ¿Ha oído hablar del muelle que construyeron los holandeses cerca del cabo de Buena Esperanza?

—Sí, y eso que aún no existían las máquinas de vapor. Una obra de ingeniería notable. ¿Te interesa? Puedo dejarte algún libro. Lo buscaré en la biblioteca de la universidad.

Herr Alphonse Goldbach dirigía el Departamento de Ciencias Militares en la Escuela Técnica Federal de Zürich. Stefan, por el contrario, había estudiado Economía en la institución rival: la Universidad de Zürich. A menudo ese hecho provocaba ciertos desajustes entre ellos. Esa noche no.

—Y si encuentra algo sobre la escollera de Cherburgo, o sobre el rompeolas de Plymouth, o sobre el dique del río Delaware, también.

—¡Vaya! –Herr Alphonse señaló hacia el lugar en que, tras la oscuridad de la noche, se escondía el edificio gris del ayuntamiento, a orillas del río Limmat–. ¿Van a hacer un puente nuevo? ¿Algún muelle nuevo?

—No creo.

Otro silencio. Herr Alphonse se quedó mirando la escalinata de Friesehaus.

—¿Te acuerdas? Cada vez que tu padre volvía de alguno de esos viajes interminables alrededor del mundo, le esperabais todos al pie de estas escaleras.

—Formaba parte del ritual de sus llegadas. Era magnífico.

El viejo levantó la mano y la dirigió hacia lo alto.

—Cuando vivía tu madre ella y tú os colocabais ahí, bajo el pico del friso, en primera fila. Aunque de eso no creo que te acuerdes, eras tan pequeño…

—No, de eso no. Si cierro los ojos siempre me veo esperándole solo.

La muerte de Herr Leonard había colocado a su hijo en el vértice superior de una pirámide muy alta. Y ya se sabe que las cúpulas siempre están demasiado lejos del suelo. Y demasiado aisladas. Desde el ventanal de su despacho, en la planta noble del Zürcher Kommerz Bank, los pasos que surcaban las dos aceras de la calle sonaban tan lejanos como el discurrir del río Limmat. Un coche de caballos le esperaba en la puerta cada vez que tenía que trasladarse hacia algún lugar fuera del barrio de los bancos. Así iba de un lugar a otro cuando salía de Altstadt, incontaminado. Y vivía en una casa a orillas del lago desde la que apenas se oían las campanas del reloj de Fraumünster.

—Sí, tan pequeño, tan serio… Eras un niño muy responsable. Tu padre me lo decía, “Alphonse, mi hijo es un chico extraordinario”. Estaba orgulloso de ti.

—Él lo llamaba saber estar.

—Eso, saber estar. Nada de lloriqueos. Todo muy medido pero también muy solemne.

—Decía que un banquero tenía que controlar las emociones y transmitir seguridad a los empleados. Y conservar la dignidad. Que sin el respeto de sus subordinados un jefe no era nada. Pero a veces yo me sentía algo incómodo con toda esa puesta en escena.

—Pues funcionaba. A ti te ha funcionado.

—No sé. Quizás con el paso del tiempo lo vea de otra manera. Si quiere que le diga la verdad, no echo de menos aquellas bienvenidas tan protocolarias.

—Entiendo, pero las formas lo son todo en el mundo civilizado, no lo olvides, y si no pregúntaselo a la iglesia.

—A él sí le echo de menos.

Herr Alphonse metió las manos en el bolsillo de su gabán. Eludió cualquier comentario a esas palabras y continuó el recorrido de su nostalgia.

—¡Qué recuerdos! Los criados permanecían detrás, perfectamente uniformados. Él bajaba de su calesa y se dirigía a ti en primer lugar. Te cogía de la mano y juntos ibais saludando al personal de servicio, a Unna, a tu institutriz, a las doncellas, a la cocinera y sus ayudantes, a los lacayos, a los mozos de cuadras, a los jardineros, a los marinos del velero… Cada vez que vengo a esta casa veo la escena

Cuando volvió de oriente, los criados también habían recibido a Stefan en formación, como hacían con su padre.

—No me sentí incómodo, ni siquiera melancólico. Pero el pobre Werner miraba el espectáculo con cara de asombro.

Aquel ritual simplemente le había devuelto a casa.

—Yo sí te encuentro cambiado– el viejo subió por fin el peldaño del carruaje–. Antes de su última escapada, le reproché a tu padre que se fuera tanto tiempo dejando el banco solo. ¿Sabes lo que me contestó? Solo no, se queda mi hijo. ¡En fin, buenas noches!

El tablero se quedó en espera del martes siguiente. La partida se presumía larga, aunque con cierta ventaja para las piezas negras.

Y en el cielo brillaba la estela amenazadora del cometa Donati.


Después de la cena, a la jornada de Stefan Vertheimer aún le restaban unas cuantas horas de trabajo en la biblioteca de Friesehaus. Puso más leña en la chimenea, la noche se presentaba gélida y larga. Luego buscó la caja pequeña que tenía siempre sobre la mesa, extrajo de ella una cantidad mínima de rapé y la estuvo esnifando con parsimonia. Ya no le quedaban más excusas. Abrió la cartera y comenzó a leer. Istmo de Suez, punto umbilical en el que confluían las ambiciones de Marco Polo y el Gran Khan. Un obstáculo entre mares de coordenadas geográficas muy precisas: 27 grados de Latitud Norte en su punto medio, Longitud, 33 grados hacia el Este. Poco más de 150 kilómetros medía esa lengua de tierra divisoria entre oriente y occidente, la que iba desde los pantanos del golfo de Suez hasta el poblado de pescadores de Pelusio, el lugar que antaño fuera una de las bocas del Nilo, allá donde estuvo la fortaleza maldecida por el profeta Ezequiel. Se trataba de una línea trazada en el desierto sin ningún pozo de agua dulce en su entorno, de una planicie interrumpida en su parte central por una cadena de montículos que apenas alcanzaba la cota de los cuarenta y cinco metros. Stefan Vetheimer abrió el portaplanos y extrajo el dibujo que mostraba la sección longitudinal de la zona. Allí, decía el informe, yacían las ruinas de un antiguo Serapeo. Cerca de los faraones. A un paso del Monte Sinaí. En la ruta de los peregrinos a La Meca. Camino de la India. A 300 kilómetros de Alejandría: tres grados de Longitud poco más o menos, tradujo Stefan, poco acostumbrado aún a las nuevas medidas. A 3.000 kilómetros de Marsella. Se volvió hacia la esfera armilar que había junto a la ventana y recorrió con sus dedos la órbita de la tierra. Apenas nada. O tal vez demasiado.

Le costó cinco meses y medio encontrar respuesta a lo que Ferdinand de Lesseps le pedía. Tuvo que hacerlo solo, sin consultar con nadie. El proyecto era mucho más complejo de lo que Lepére había calculado para Napoleón. Antes de mandarlo al Vicomte, tenía que revisar por enésima vez la evaluación del coste de un canal de centenar y medio de kilómetros de longitud, cien metros de ancho y más de siete metros de profundidad. Y de otro canal de comunicación y riego que lo enlazaría con el Nilo, cumpliéndose así un viejo deseo de los faraones. De dos exclusas, de tres presas, de tres puertos, de dos faros, del telégrafo. Y de movimientos de tierra… ¡74 millones de metros cúbicos! “57 de ellos como mínimo tendrían que extraerse con dragas de vapor, el resto a brazo”, escribió.

Calculó uno a uno el precio estimado de todas las actuaciones, y al final añadió la cifra global del presupuesto: doscientos millones de francos, ocho millones de libras esterlinas. El escrito que Stefan Vertheimer estaba a punto de enviar al Vicomte aconsejaba, además, lanzar al mercado una emisión de 400.000 acciones de 500 francos nominales cada una, al 5% de interés. Y en una hoja aparte, valoró para sí mismo los beneficios directos e indirectos que podría obtener el su banco con la construcción del canal. Actuar como consejero de Lesseps le había colocado en un lugar de privilegio.

Cuando se trataba de algo importante relacionado con el Zürcher Kommerz Bank, Stefan no se fiaba del servicio de correos. Los Rothschild habían buscado desde sus orígenes el asidero de la nobleza y del poder, primero en el príncipe William de Hesse, luego en el duque de Wellington… Y casi siempre su dinero terminaba sometiendo de algún modo a esos valedores. Uno de los pasamanos de la escalera hacia la cima de los Rothschild había sido el príncipe de Thurn und Taxis, que tenía el control del correo en buena parte de Europa. Se decía que los banqueros de Frankfurt habían aprendido de él a contabilizar los réditos de ciertas informaciones relacionadas con el negocio bancario que viajaban en sobres cerrados. Como era su costumbre, utilizaban la debilidad financiera del príncipe y le sobornaban cada vez que perseguían alguna carta que podía serles útil para sus negocios. James Mayer de Rothschild vigilaba los movimientos de Lesseps desde su atalaya de París, por eso el Vicomte se había servido del consulado francés en Zürich para hacer llegar su misiva. Stefan Vertheimer también se defendía de tales prácticas pagando un correo privado que traspasaba el bloqueo de la casa alemana sin levantar sospechas. El presupuesto del Canal de Suez llegaría a París por ese procedimiento.

Se decía en los ambientes financieros que el joven Stefan Vertheimer llevaba camino de ser el mejor. Aún no lo era, pero el amanecer le encontraba siempre trabajando y la llegada de la noche también. Lo mismo que había hecho su padre, a quien trataba de seguir los pasos sin darse cuenta de que casi siempre le sobrepasaba. Los padres, decía a menudo Herr Alphonse, dejaban a sus hijos la herencia de sus aptitudes, no la de sus esfuerzos. Pero aún existían unos cuantos retos incumplidos en ese ejercicio de imitación. Vivir, por ejemplo. Y no tenía tiempo para hacerlo. Por aquella época en Europa se estaba librando una de las partidas simultáneas de ajedrez más reñidas de todos los tiempos. Y había que ser muy tenaz para adelantarse a la poderosa banca Rothschild.

Cuando dio por terminado todo aquel galimatías de cifras, Stefan llevaba ya muchas derrotas frente a Herr Alphonse en el tablero de ajedrez, muchas noches de insomnio, muchas madrugadas con los ojos abiertos. Casi todos los días, al llegar a casa, veía un sobre pequeño en la bandeja de plata del recibidor que ni siquiera tenía tiempo de leer: el protocolo que regía la celebración de tertulias particulares seguía tan rígido como siempre. A pesar de las protestas de Unna, Stefan había dejado de asistir a todas las reuniones sociales a las que estaba invitado.

La noche en que Stefan Vertheimer despidió al mensajero que llevaría el presupuesto a Lesseps, la nieve seguía cayendo sobre el tejado azul de Fraumünster, del sol, ni rastro.

Tres meses después volvió a utilizar su correo secreto para escribir a Lesseps.

El gobierno británico ha rehusado comprar el paquete de acciones que le hemos ofrecido y los Estados Unidos lo mismo. Pero a pesar de esos desaires, la operación financiera ha sido un éxito rotundo: Francia acaba de adquirir más del cuarenta por ciento y Egipto se queda casi todo el resto. El proyecto ya tiene financiación”.

Y casi un año más tarde, el 25 de abril de 1859, por las playas del Golfo de Pelusia, se iniciaron las obras del Canal de Suez.

Cádiz

Como el día de ese mes de mayo no era demasiado malo, Stefan cruzó el lago en el velero pequeño que había comprado su padre en los astilleros de Rochefort y llegó a Küsnacht. Habían pasado dos años desde que empezaran las obras del canal, y durante ese tiempo se habían producido algunos cambios. En uno de los viajes en el Landau que le llevaban a las afueras de Altstadt, Stefan había descubierto Le Duc, el burdel de los bidés y los espejos, del lujo y la relajación. A veces allí se compraba la virginidad con francos de la Confederación, pero Stefan se conformaba con la compañía de Pauline, una mujer galante muy lista. El futuro enviaba emisarios a Pauline, por eso al cabo de un año había conseguido salir de Le Duc para instalarse en un cómodo apartamento meublée de Küsnacht. Como era inteligente, sabía moderar sus ambiciones. Se había colocado en el centro geométrico, a una distancia prudencial de Friesehaus, pero también de las fábricas y de los talleres. Stefan estaba cómodo con ella. Y moderadamente satisfecho. Los jueves por la noche para Pauline, los martes al atardecer para Herr Alphonse y el ajedrez, los domingos por la mañana para Dios, y el resto de las horas para el Zürcher Kommerz Bank. Esa era, a grandes rasgos, la distribución de su tiempo cuando estaba en Zürich. Stefan Vertheimer era un hombre muy organizado.

Tampoco había puesto en cuestión su comportamiento cuando, meses atrás, leyó El Faro de Vigo, el único diario en español que llegaba al Zürcher Kommerz Bank y el único también que solía traer noticias de ultramar. Un terremoto había asolado la ciudad de Manila. El Faro de Vigo ilustraba el desastre con una foto del centro de Binondo. Se veían varios edificios abatidos junto a la torre resquebrajada de su iglesia. Y alrededor una masa crítica de curiosos, la que nunca faltaba en ninguna catástrofe. Escribió una carta a Manila. Quería saber qué había sido de la oficina de la calle Escolta, nada más.

—¿Quieres ir a Cádiz conmigo? –preguntó a Paulina. Ella abrió los ojos y sonrió.

—Necesitaré vestidos de verano. Y una sombrilla…, o dos. Y un abanico. ¿De dónde voy a sacar un abanico? Y un echarpe ligero. Y sombreros.

No era un viaje de placer. Acababa de recibir una carta de don Cipriano Segundo Montesino, uno de los ponentes que en su día elaboraron para Lesseps la memoria sobre el Rompimiento del Istmo de Suez que Stefan tan bien conocía. Don Cipriano, como miembro de la Academia de las Ciencias, había sido encargado por el gobierno del Reino de España para hacer un estudio sobre las consecuencias que tendría la comunicación entre el Mediterráneo y el Mar Rojo en el comercio con los territorios de ultramar. Holanda se había adelantado a todas las naciones de Europa. Guillermo III de Orange se estaba preparando para los cambios que iban a producirse a causa de la ruptura del istmo con antelación. Había dejado que Bélgica tomara la delantera en el ferrocarril, y no estaba dispuesto a repetir el error. Venecia y Génova también se habían lanzado a la batalla del futuro que se abriría por medio del canal con entusiasmo, lo mismo que los Estados Pontificios. Inglaterra seguía teniendo la misma obsesión de siempre: hacerse con el control. Y en Francia se acababa de celebrar la Conferencia de La Rochelle: todo elogios. Nápoles y Grecia, por el contrario, parecían seguir el camino opuesto, perdidas ambas en problemas internos de difícil solución. España no quería seguir la senda de Nápoles y Grecia. Don Cipriano, que tenía pensado hacer ese primer sondeo en la ciudad portuaria de Cádiz, recurrió a su amigo Ferdinand de Lesseps. Y Lesseps a Stefan Vertheimer.


El buque dobló la Punta de Tarifa, Latitud: 36 grados Norte. Y cuando pasó por delante del cabo de Trafalgar, se hizo el silencio para que el capitán dijera una oración. Tras la pérdida de la mayor parte de las colonias americanas, aquellos lugares estaban lejos de lo que habían sido. Puertos que, según don Cipriano Segundo Montesino, necesitaban actuaciones urgentes. Stefan también anotó algunos hechos positivos. Contó quince faros iluminados en la costa peninsular, y cuatro que no podía ver prestaban ya servicio en Baleares. Diez más, le dijeron, estaban en construcción. Otros dos faros iluminaban el estrecho de Gibraltar, el de Ceuta y el del Cabo Espartel. Síntomas de que Suez, quizás, empezaba a mover el ritmo del progreso en el extremo occidental del Mediterráneo. Pero lo hacía despacio, esa era la preocupación de don Cipriano.

El barco dejó atrás el Caño de Sancti Petri, y la Isla de León, y fue bordeando el tómbolo arenoso que unía La Isla con la ciudad de Cádiz. Después dio un giro y se metió en la bahía. Una fortificación medieval amurallada protegía tres flancos de la ciudad del viento de Levante y de las invasiones, no de los asedios. Tres puertas, cuatro baluartes y un torreón defensivo completaban el lienzo de la muralla. El cuarto flanco no necesitaba ningún apoyo: el acantilado había cumplido muy bien su misión durante siglos. Stefan empezó a entender por qué don Cipriano había elegido Cádiz. En el estrecho todo era mar.

Descendieron del buque con una suave neblina de humedad que opacaba el sol, pero sin limitar sus efectos devastadores. Un mozo de equipajes se encargó de llevar las maletas hasta el carruaje descubierto en que les esperaba don Cipriano, un hombre calvo, de baja estatura y ojos inteligentes, bien instalado en la cuarentena.

—Yo también acabo de llegar de Madrid.

—Pauline… –dijo Stefan señalando a su acompañante. No se le ocurrió ningún añadido.

Ella tendió su mano al académico. Parecía divertirse con la situación.

Y una vez dentro del carruaje, don Cipriano expuso sus planes.

—Nos alojaremos en casa de la viuda de un buen amigo que ha fallecido recientemente. Por desgracia su enfermedad era más grave de lo que se pensó al principio. ¡Teníamos tantos proyectos para estos días!

Stefan miró a Pauline.

—Nosotros habíamos previsto ir a un hotel….

—¡Nada de eso! Ya está todo arreglado.

El coche se encaminó hacia el barrio del Pópulo. El Palacio de Tejada era un edificio isabelino recién construido situado en la Calle Ancha. La viuda de Tejada y su hijo Práxedes les recibieron al pie de la escalera doble hecha con el mejor mármol de Carrara. A Stefan le sorprendió que ella fuera tan vieja. Esperaba encontrar una mujer de la edad de don Cipriano.

—Mi más sentido pésame, doña Isabel –dijo don Cipriano-. Le presento a don Esteban Vertheimer y señora.

Pauline estiró el busto antes de hacer una leve inclinación de cabeza. Stefan tampoco mostró ningún síntoma de inquietud: estaba seguro, escribió después en su diario, de que su amante sabría cumplir bastante bien el papel que le había tocado.

—¡Ay don Cipriano, cómo le hubiera gustado a mi marido que le contase usted todas esas cosas tan importantes en que anda metido! –la señora se apoyaba en un bastón con cabeza de nácar. Llevaba un velo de viuda que cubría su pelo canoso peinado con un moño bajo–. ¿Verdad Práxedes?

—Me parece que el señor Vertheimer también tiene mucho que decir –contestó el aludido-. Estamos impacientes por escucharle.

Antes de dormir con Pauline, bajo el palio pagano de una cama de hierro recién traída de las Antillas, Stefan escribió en su diario que le parecía que estaba en Manila. Que Cádiz tenía las mismas murallas, el mismo recinto sobrio de Intramuros lleno de iglesias, el mismo mar y el mismo calor. Y que doña Isabel, con su luto y su velo negro, le había recordado a la señora Dasmariñas. Hasta el buque hundido en Manila se llamaba Ciudad de Cádiz.


Don Cipriano y Stefan se reunían cada día en un salón neoclásico del Ayuntamiento situado en la Plaza de San Juan de Dios.

—España espera que la apertura del Canal de Suez sirva para fomentar el comercio y la prosperidad –dijo don Cipriano como preámbulo–. Es lícito que aspiremos a una parte cumplida de los beneficios. Como sabrá, el Reino de España ha comprado acciones del canal.

En la página del haber don Cipriano había puesto abundantes costas, puertos importantes, una marinería notable, una red de ríos que recorría el territorio de Este a Oeste y un comercio que iba a más.

—¿Y el ferrocarril? –quiso saber Stefan.

Don Cipriano movió la cabeza y desplegó un mapa sobre la mesa.

—Avanza despacio. El que va de Madrid a Valencia y Alicante ya funciona, y pronto se abrirá otro ramal a Barcelona –don Cipriano, cuando utilizaba alguna palabra poco usual, solía acompañarla con un gesto–, la línea que va de Badajoz a Alcázar de San Juan está a punto de inaugurarse y en un año se prolongará a Lisboa. Al norte han entrado en servicio la línea Barcelona-Bilbao y la de Madrid-Zaragoza, que está previsto atraviese los Pirineos hasta unirse con una línea francesa. Y por el sur ya está casi terminada la línea Madrid-Cádiz –le tendió un par de hojas–. Aquí tiene los datos: longitud, financiación…

—¿Y las carreteras?

—Ahí andamos peor: no llegamos a las dos mil leguas, la topografía es mala. Pero las líneas de telégrafo van muy bien.

Otro día le tocó el turno a Filipinas y las comunicaciones entre la Península y su colonia asiática. Don Cipriano no ocultó su admiración por Holanda y su comercio emprendedor. Otro día a aduanas y tasas, otro al liberalismo, otro al contrabando… Las comparaciones con Inglaterra eran dolorosas, con Francia también. En todo, en importaciones y en exportaciones, en barcos y en fábricas, en producción y en consumo, en industria y en eficiencia, en instrucción y en milicia, incluso en cómo se desarrollaba en cada lugar el delito del contrabando. Conocer a un país en cifras es lo mismo que conocer a una empresa en cifras: no hay caras de campesinos, ni de mineros, ni de pescadores, ni de obreros. Todo se reduce a toneladas, a quintales y a dinero. Y a través de la frialdad de los datos, surgía la verdad desnuda de un país atrasado.

Stefan aportó ideas de cómo la apertura del Canal de Suez podía aliviar esos males.

—La libertad es el alma del comercio, don Cipriano. Libre cambio, liberalizar las tarifas de ¿aduanas? –había palabras delicadas. Don Cipriano asintió–. Más marina mercante, y equilibrio entre ingresos y gastos. ¡Los intereses de la deuda absorben la mitad del presupuesto!

Stefan casi siempre se topaba con la política: y con la frase de don Cipriano:

—Eso en España no se puede hacer. Y si se pudiera, nos llevaría siglos de discusiones y toneladas de papel.

El nivel de atraso de un pueblo, dedujo Stefan, era directamente proporcional a las dificultades que encontraban los ciudadanos para realizar cualquier tipo de actividad.

Pauline tampoco se aburría. La señora de Tejada le presentó a su sobrina Teresa, y ambas paseaban todas las mañanas por la ciudad con sus abanicos y sus sombrillas. Además en el Palacio de Tejada tenían lugar numerosas actividades culturales veraniegas. Y el luto sólo las había hecho más austeras. Acudían allí poetas, intelectuales, pintores, políticos y académicos. Y muy a menudo lo que animaba la discusión era el Canal de Suez.


Como siempre esa jornada, tras la primera sesión de trabajo, don Cipriano y Stefan salieron de la Plaza de San Juan de Dios para almorzar en el puerto. Allí se entretenían con el baño bullicioso de los muchachos que deambulaban por los alrededores en busca de algún trabajo escasamente remunerado. Stefan nunca había visto tantas ganas de vivir.

Un buque grande con el pabellón de la Compañía de Vapores Correos de Antonio López, Marqués de Comillas, acababa de atracar en el muelle. Su nombre, “Mar de los Sargazos”.

El académico estaba hablando de aranceles.

—En vano tendremos rápidas y modernas vías de comunicación si nuestros aranceles alejan al comercio extranjero. Cuando se haya cortado el istmo de Suez…

Se escuchó una voz muy potente.

—¡Pareze maríazantízimadelodolore er día deviernezanto!

Un marinero flaco de piel ennegrecida miraba hacia el barco recién llegado. Y por la pasarela iba descendiendo una muchacha muy joven, casi adolescente, que desafiaba al sol con arrogancia. Vestía falda negra estrecha y blusa de seda amarillenta como las que llevaban las campesinas del Mekong. Y su cintura inverosímil se ajustaba con un fajín de raso. Tenía el pelo negro y larguísimo, tan larguísimo como su cuello.

Pero Stefan no pudo entender las palabras del marinero.

—El rendimiento medio anual de la aduana en el último quinquenio no ha llegado a los doscientos mil reales de vellón –don Cipriano continuaba como si nada hubiera sucedido.

—¿Con o sin gastos? –preguntó Stefan de manera poco comprometida.

Ella se irguió aún más sin detener el balanceo de su cuerpo. Stefan miró hacia el buque. Los demás pasajeros permanecían en el puente observando la ciudad bien protegidos por sombreros y parasoles.

—Sin gastos. Si los contamos el beneficio se reduce a la mitad.

La joven llevaba en las manos un trozo de pan duro y lo fue deshaciendo para dar de comer a las gaviotas. Pero al agacharse su columna dibujó la estructura de una espalda recta, y de un talle angosto que se abría después en líneas curvas.

Nada de eso pasó desapercibido a los ojos del marinero.

—¡Chiquiyya, ereunad’obrad’arte!

Pero don Cipriano no perdía el hilo.

—El año pasado los contrabandistas introdujeron de manera ilegal quinientos quintales de algodón en rama…

Stefan, mientras miraba el ir y venir de las gaviotas, sacó a la conversación un tema que sabía preocupaba a don Cipriano de una manera dolorosa. Se trataba de la falta de sintonía entre España y Portugal a la hora de acometer asuntos bilaterales: navegabilidad de ríos, comercio atlántico… Y los ferrocarriles, concluyó. Con 130 leguas que tenía la frontera, dijo, no había ningún objeto que señalara la separación entre los dos países. Era como si la naturaleza hubiera destinado que los reinos peninsulares fueran uno solo, pero…

La larga explicación de don Cipriano permitió a Stefan seguir observando a la muchacha y al marinero. Ninguno de los dos se alejaba del buque correo atracado en el puerto.

Hasta que se escuchó una sirena y las gaviotas, asustadas, emprendieron el vuelo. La muchacha se volvió hacia el barco y empezó a caminar. Y como si supiera muy bien lo que estaba haciendo, pasó por delante del marinero y le miró.

—¡Ozú, qué lunar tie mi niña! –dijo él rozando la euforia, mientras abría los brazos y cerraba los puños.

Ella subió por la escalerilla del buque y en pocos segundos desapareció.

—El culpable del bajo volumen del comercio es el proteccionismo –don Cipriano parecía inmune al desaliento.

El buque de la Compañía de Vapores Correos salió despacio del puerto.

—¿De dónde viene? –preguntó Stefan al mesonero.

—De La Habana, señor. Cada tres meses pasa por Canarias, cruza el estrecho y después va directo a Barcelona –debió de parecerle que tenía que completar su explicación–. Los vapores grandes que vienen de América ya no necesitan hacer escala en Cádiz a no ser por avería, enfermedad, falta de carbón o algún que otro imprevisto– suspiró con nostalgia–. Los negocios van cuesta abajo, caballeros, no sé adónde iremos a parar.

—¿Volvemos? –preguntó don Cipriano tras consultar su reloj de bolsillo.

Fueron caminando en silencio hasta llegar a una esquina adornada con geranios.

—Llevo en Cádiz varios días y apenas conozco el Ayuntamiento y el Palacio de Tejada. Hay muchas iglesias, ¿no?

Hicieron un recorrido amplio: Convento de San Francisco, Santiago, San Severino, San Agustín, las Descalzas, la Capilla del Caminito…, y San Lorenzo. Orden de los Servitas.

—En Cádiz existen multitud de cofradías…

Pero Stefan apenas le escuchaba. Una capilla. Allí estaba la imagen de María Santísima de los Dolores, morena, hermosa, trágica. Preparada para salir en procesión el día de Viernes Santo, como explicó don Cipriano. Las palabras del marinero empezaron a cobrar sentido.

—¿Sabe cómo se traduce “lunar” al francés, o al italiano, o al alemán?

—En francés creo que es algo así como rousseur.

Des taches de rousseur, completó Stefan. No. Lentiggine. Tampoco. Ni el francés ni el italiano reflejaban la realidad de lo que había visto en el puerto. El alemán sí. Sommersprossen. La chica del sol, la que brota con el verano. Cada idioma tenía sus matices.

Esa misma noche hizo un relato del suceso del muelle con todas sus derivaciones. Se entretuvo en resaltar la cadencia de la muchacha al caminar, el vuelo de las gaviotas hacia sus manos, la ida y vuelta de aquella obra de arte por la pasarela del barco… Y sobre todas las cosas la emoción del marinero. “Me dio mucha envidia: puedo entenderle, a pesar de que sus palabras están oscurecidas por el desconocimiento de un idioma que a menudo se me escapa”. Y también por el arcano de la fonética gaditana. ¡Ozú! A pesar de tales limitaciones, el espíritu del marinero que había construido aquellas palabras permaneció intacto en el escrito, lo mismo que el ronroneo del mar, y el sesteo del mediodía, y el aroma de los cirios que ardían en las iglesias. Recordar cada noche, una y otra vez, el estallido triple de aquella emoción tan íntima del marinero le producía vértigo, pero no podía evitarlo. Cuando volvió a pasar por el puerto de Barcelona camino de Marsella, vio las instalaciones de la Compañía Trasatlántica Española S.A. de Antonio López y López, y buscó el buque en el que se había alejado la muchacha. No lo encontró.


Después de dejar a Pauline, el coche le llevó a Friesehaus. El servicio le esperaba en las escaleras, pero Stefan entró con prisa por conocer qué había pasado en su ausencia. Sobre la bandeja del correo había un sobre grande: el secreto de que actuaba como banquero de Lesseps se había hecho noticia pocos días antes. Y la carta de Rothschild no podía ser más explícita en la valoración del efecto causado por ese nombramiento en determinados ambientes políticos y financieros.

“Sehr geehrter Herr Vertheimer: Debo manifestarle en primer lugar que respeté profundamente el buen hacer de su difunto padre, a quien tuve el placer de conocer hace diez años en Londres. Por eso, y porque sé que es usted un joven inteligente, me veo en la obligación de advertirle que el proyecto de Monsieur Ferdinand de Lesseps para abrir un canal interoceánico, tal y como él lo plantea, cuenta con enemigos tan poderosos como Inglaterra, los Estados Unidos de Norteamérica y buena parte de la banca europea y americana. Sentiría mucho que el Zürcher Kommerz Bank naufragara por culpa de ensoñaciones imprudentes y faltas de toda lógica. Le insto, por tanto, a que rectifique su trayectoria empresarial, y a que se una a la Banca Rothschild en la búsqueda tanto de otras soluciones con más posibilidades de éxito como de otros socios.

Mit freundlichen Grüßen, Samuel de Rothschild”.

Stefan contestó a la amenaza de forma cortés pero tajante: no tenía ninguna intención de abandonar a Lesseps. De ese modo la banca Rothschild trazó un círculo rojo sobre su cabeza, el mismo círculo que coronaba ya la efigie de Lesseps. Y su rostro marcado empezó a salir en los periódicos. El primero fue La Presse, el diario francés que pagaban con gusto los amantes del misterio por entregas. En su primera página salió publicado un artículo de la agencia Havas que llevaba por título un interrogante malicioso: “¿En manos de quiénes estamos?”. El texto iba acompañado de una caricatura de Phillipon titulada “La pomme ne tombe jamais loin de l‘arbre”. Se veía una gran cama llena de papeles moneda de varios países. Y sobre ellos retozaban de forma grotesca las figuras de Lesseps y de Stefan Vertheimer. La caricatura de Phillipon pasó de la agencia Havas a la Reuter, y la prensa inglesa de un penique la reprodujo también enmarcada en la bandera francesa junto al titular “Dos pájaros nada bobos”. El texto incluía una entrevista a Samuel de Rothschild, en la que el banquero derramaba chorros de cólera contra Napoleón III y su política expansionista, contra la ambición “peligrosa” de Lesseps y contra Stefan Vertheimer, un advenedizo que según sus predicciones iba a llevar a la quiebra el sistema financiero. Un caso excepcional: los Rothschild tenían por norma no aparecer en prensa, para esos menesteres estaban sus sicarios. Sólo el Frankfurter Zeitung puso cordura en aquel revoltijo de insultos: la crítica que hacía a Napoleón III no escondía el desacuerdo de Leopold Sonnermann, su director, con el nacionalismo de Bismark y con los afanes hegemónicos de Inglaterra. Los amigos de Lesseps reaccionaron con celeridad. Le Petit Journal publicó un artículo en el que Millaud, su astuto propietario, acusaba a La Presse y a los diarios ingleses de lacayos de la banca Rothschild y de la reina Victoria. Le siguieron Le Journal des Débats, Le Quotidienne y La Gazete de France. La guerra por el canal extendía así sus dominios.

—Cuidado con los Rothschild –advirtió Herr Alphonse a Stefan Vertheimer-. Unos se consideraran aliados suyos, otros competidores, pero a la hora de la verdad sólo tienen servidores y enemigos. Y de Samuel de Rothschild, en particular, tu padre decía que tiene una memoria y una paciencia infinitas.

El rostro cetrino y hermoso de aquel hombre iba a encabezar para siempre su galería de retratos Rothschild.