El mundo en bicicleta

7 años viajando por el globo

 

 

Andoni Rodelgo

 

 

 

 

 

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© Andoni Rodelgo, 2015

© De esta edición, Casiopea Ediciones, 2015

 

ISBN: 978-84-946727-4-3

 

CASIOPEA EDICIONES

equipo@edicionescasiopea.com

 

Diseño de cubierta y maquetación: MarianaEguaras.com

 

Reservados todos los derechos.

 

EL MUNDO EN BICICLETA - 7 AÑOS VIAJANDO POR EL GLOBO

Agradecimientos

Prólogo

 

A ORIENTE EN BICICLETA (PARTE 1)

La ruta de Noordzee y Waddenzee

Las primeras sensaciones

Las primeras montañas

Los montes Cárpatos

Estambul, la puerta de Oriente

Por los mares Mármara y Egeo

Una pausa en Göçek

Frío, muchísimo frío

Una escapada a la primavera

Newroz

Viva el vino y viva Georgia

Verde que te quiero verde

Una visita inesperada

¿Dónde está la carretera?

Empezamos a subir

Mundubicyclette en el Tíbet

Katmandú tiene duende

1.080.264.388

Everything is possible

Ruta gastronómica

Sabaidi

Más cerca del Extremo Oriente

El Kham, otro Tíbet

Por fin conocemos la China han

Tiempos modernos

Hanjin Ottawa

Super Natural British Columbia

Welcome to USA

Californication

El Lejano Oeste

¡Ah! Chihuahua

Dixie’s Land

Por el camino de la libertad

El Atlántico canadiense

El futuro

Vuelta a casa

 

UN MUNDO EN CICLO-REMOLQUE (PARTE 2)

Dulce Francia

Nos vamos al sur

¿Labes?

La Tierra de Gracia

¡A la orden!

Luz de América

¡Que no soy una gringuita! Soy una niña

Samaipata, descanso en las alturas

La argentinidad

Adiós, Sudamérica

La isla de los caprichos

¡Por los pelos!

Callejón sin salida

El último bastión

Las tres hermanas

Ley seca

Eterno otoño

Dubái, The Global City

El Eje de la hospitalidad

La manzana de la discordia

La danza macabra

 

Otros libros de Casiopea Ediciones

 

 

A mis hijos, Maia y Unai

 

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Agradecimientos

Quiero dar las gracias a todas las personas que nos ayudaron y nos abrieron las puertas de sus casas de par en par. Sin ellos, este viaje no habría sido posible. Y a todos los anónimos por su generosidad.

Asimismo, me gustaría mostrar mi agradecimiento a todas las personas que me animaron a escribir este libro.

 

 

Prólogo

—Hola, Frank. Soy Andoni Rodelgo. ¿Te acuerdas de mí?

—Hombre, Andoni, claro que sí. ¿Qué es de tu vida?

—Bueno, si te contase… He regresado a Bélgica tras dar la vuelta al mundo en bicicleta durante tres años y medio. Te llamo porque he visto en Internet que estáis buscando un ingeniero de ventas para el mercado español, el mismo puesto que dejé en el 2004. Estoy interesado en volver.

—Bien. Acércate este viernes a mi oficina para entrevistarte.

Y, así, cuatro años después, vuelvo al mismo puesto de trabajo, a aquel que dejé antes de partir de viaje y que tanto me costó dejar. En aquella época estaba muy contento con mi trabajo y me gustaba lo que hacía. Tenía muchas facilidades, compañerismo y buen sueldo. Era feliz. Había cumplido un objetivo, ser ingeniero y trabajar con responsabilidades. Y, quién sabe, quizás un día ocupar un alto cargo en una empresa, ya que tenía ambiciones profesionales.

Obtener el título de ingeniero industrial no fue nada fácil. En septiembre de 1995 decidí dejar mi tierra natal y cambiar de aires para tener otras oportunidades. Me fui a Aberdeen, Escocia, para aprender inglés. Un año más tarde conocí a Alice, mi futura esposa. Después de vivir juntos dos años en la ciudad del granito, nos mudamos a la capital británica para estudiar en la Universidad del Este de Londres; yo, ingeniería industrial, y ella, antropología. Para llegar a la universidad, tuve que hacer un curso intensivo de acceso y, una vez dentro, financiarme yo mismo los estudios a base de becas, un préstamo estatal y trabajos de media jornada. Y con mucha ilusión, ganas y disciplina, terminé mis estudios en el verano del 2001.

Pero ya en esa época de estudiantes se cocía en nuestras mentes un sueño, un largo viaje por el mundo sin fecha de vuelta. Anteriormente habíamos viajado de mochileros, pero siempre nos frustraba esa fecha de retorno. El turismo que hacíamos por entonces no nos satisfacía. Nos dejaba con la miel en los labios. El viaje estaba cerca, pero no era lo que buscábamos. Apenas habíamos llegado y ya teníamos que partir. Visitábamos algunos sitios arqueológicos y ciudades importantes, pero no entendíamos gran cosa del país en el que nos encontrábamos ni el modus vivendi de sus habitantes. No habíamos podido dejarlo todo atrás, olvidar nuestras preocupaciones cotidianas y vivir el presente con una intensidad que solo la verdadera partida permitiría. Queríamos salir. Sin más. Sin pensar en el regreso, sin planes, sin una ruta determinada, sin agenda. Simplemente salir, cerrar la puerta de nuestra casa y abrirnos a un mundo desconocido, dejarnos guiar por lo que se presentara, dar al espacio el tiempo que necesitara y hacer del tiempo nuestro mejor aliado, nuestra mayor riqueza. Vivir únicamente el presente, con un futuro cercano, pero totalmente incierto.

Nada más llegar a Bruselas empezamos a trabajar para ahorrar el dinero suficiente y poder vivir como mínimo dos años mientras viajábamos. Intuíamos por qué queríamos viajar, pero no sabíamos de qué manera íbamos a hacerlo. El transporte público no nos convencía, ya que limitaría la libertad a la que aspirábamos. Autobuses, trenes, barcos… Todos imponen ciertos horarios y trayectos, los cuales impiden parar donde uno quiera y cuando lo desea. Sí, el coche parecía permitir estas libertades, pero dudábamos de que, aislados en esa burbuja confortable y rápida, nos integráramos en el país que visitábamos. Además, sería mucho más costoso y éramos nulos en mecánica.

Un día de marzo de 2002 paseábamos por el parque del Cincuentenario en Bruselas. Se organizaba un evento para la promoción de la bicicleta. Caminábamos, sin más, cuando, de repente, un puesto nos llamó la atención. Un chico mostraba su viaje alrededor de África, continente que recorrió en ¡BICICLETA! Nunca habíamos pensando en esta posibilidad. Espontáneamente, le ametrallamos a preguntas, hasta el punto de que nos preguntó:

—¿Es que estáis pensando viajar en bicicleta?

Alice y yo nos miramos fijamente y sin pensarlo decimos a la vez,

—¡Sí!

El medio de transporte, después de meses de interrogantes, estaba resuelto, la bicicleta se imponía como una evidencia, y no nos explicábamos cómo no lo habíamos pensado antes. Desde este día nuestra motivación se multiplicó. De alguna forma, fue el comienzo del viaje, la despedida imaginaria, cuando con nuestras narices pegadas en un atlas comenzamos a trazar rutas por países completamente desconocidos, intentando imaginar los lugares, los encuentros y la rutina que nunca habíamos vivido. Nos afanamos entonces en detalles más tangibles, que sí podíamos planear. El material que llevaríamos sería sólido, pero sencillo, ya que teníamos que transportarlo a fuerza de pedal. Pasamos horas leyendo, escuchando las experiencias de otros cicloviajeros para aprender de ellos. Pero luego nos dimos cuenta de que una vez en la ruta, muchos de estos consejos y conocimientos no nos servirían de nada, porque cada viaje es un mundo diferente, y cada viajero tiene experiencias, expectativas y aficiones tan distintas que lo que parece evidente para unos es completamente fútil para otros.

 

Así, dos años después de descubrir nuestro medio de transporte, salimos de viaje en bicicleta con el sueño de llegar hasta el Extremo Oriente, Japón. Después de tanto tiempo soñando, lo dejamos todo para vivir nuestra ilusión, con la cabeza llena de interrogantes y el corazón latiendo a mil por hora.

 

 

 

 

A Oriente en bicicleta
(Parte 1)

 

La ruta de Noordzee y Waddenzee

Bélgica y Países Bajos

(junio, 2004)

Sobre las once de la mañana empieza a llegar la gente que hemos invitado para la despedida. Muchos familiares y amigos vienen para festejar nuestra salida y darnos ánimos. En los días anteriores, he estado tan ocupado que no he tenido tiempo para pararme a pensar en lo que vamos hacer en los próximos meses, pero verme ya preparado para partir y todo el mundo haciéndome miles de preguntas empieza a ponerme nervioso. Por primera vez me doy cuenta de a qué nos vamos a enfrentar y siento miedo.

La impaciencia puede con nosotros y a la una de la tarde partimos. Antes, Alice derrama algunas lágrimas, mientras yo tengo ese nudo en la garganta que me impide despedirme de algunas personas. Algunos amigos nos acompañan en bicicleta en los primeros kilómetros. Henri, el hermano de Alice, es el último en dejarnos. Nada más perderle de vista, nos paramos, y, tras mirarnos el uno al otro fijamente, empezamos a llorar de tantas emociones. Prácticamente hemos dejado todo atrás y enfrente tenemos un futuro eventual. Los primeros treinta kilómetros se hacen duros psicológicamente: no paro de pensar en lo ocurrido esta mañana y en nuestro viaje, pero, sobre todo, en si seremos capaces de ir hasta el Extremo Oriente en bicicleta.

En los siguientes días estamos más relajados y descansados anímicamente, con ganas de hacer este viaje. Pedaleamos tranquilamente por los canales en Flandes. Caminos que antiguamente servían para que los caballos arrastrasen las balsas desde la orilla. Hoy en día estas vías son utilizadas como ciclopistas. Antes de llegar a Brujas un señor nos pregunta sorprendido mientras le rebasamos:

—¿A dónde vais tan cargados?

—¡A Japón! —le respondemos como si estuviéramos de guasa.

 

Ya en la costa comenzamos a pedalear por la ruta ciclista del mar del Norte, Nordzee-LP1, que nos guiará hasta el norte de los Países Bajos. Sin darnos cuenta, entramos en el país de los tulipanes sin tener la oportunidad de ver ese primer cartel de cambio de país que nos habría hecho mucha ilusión ver y parar a retratarnos junto a él.

Alice quiere acampar por libre, prefiere dormir tranquilamente a la intemperie que plantar la tienda de campaña en un camping entre caravanas y pagando unos precios elevados. Pero en los Países Bajos no es tan fácil encontrar un terreno disponible. El mínimo metro cuadrado está aprovechado en un país donde continuamente sus ciudadanos están luchando con el mar para ganarle terreno. Aunque yo no estoy por la labor de acampar a la intemperie, al contrario que Alice, no me siento a gusto acampando en cualquier sitio y desconfío de cualquier transeúnte. Así que a la hora de acampar es cuando estamos más en desacuerdo. Alice quiere encontrar un lugar para acampar por libre; yo prefiero ir directamente a un camping. Aunque la provincia de Zelanda está plagada de campings caros y hay muchísima gente, así que pedaleamos hasta casi de noche para instalar la tienda de campaña en la misma pista-ciclista, en un lugar no muy transitable. Mi primera noche a la intemperie no es tan mala como creía.

En Katwijk-Aan-Zee no podemos contactar con los miembros de la lista de hospitalidad Warm Showers y a las siete de la tarde seguimos pedaleando en busca de un camping. Después de muchas vueltas damos con uno ideal y económico. Por primera vez no hay que pagar por la ducha y hay papel higiénico en los servicios. Además hay mucha tranquilidad, la cual necesitamos después de recorrer nada menos que ciento treinta y tres kilómetros. No lo podemos creer, toda una marca para unos principiantes cicloviajeros.

 

Tras un día de descanso seguimos pedaleando por la costa a través de las dunas, esos muros de arena naturales que protegen a los neerlandeses del mar, ya que muchas zonas están por debajo de su nivel. Al estar aburridos de tantas dunas, nos metemos al interior. Los molinos y canales son más atractivos, a través de las dunas siempre rodamos en sus pies y nos priva de vistas al mar. Ya estamos hartos de los campings, son caros, aunque yo no estoy por la labor de acampar a la intemperie, así que se nos ocurre la idea de preguntar a los granjeros si podemos instalar nuestra tienda de campaña en su terreno, pero nunca aceptan. Siempre nos dicen que a escasos kilómetros hay un camping. Otros ganaderos aprovechan parte de su terreno para alquilárselo a autocaravanas o tiendas de campaña. Suelen ser más económicos, pero son muy básicos. Como todavía estamos fuera de temporada, somos los únicos. Así que es como si estuviéramos acampando a la intemperie, en un camping y junto a una granja. Aunque a las seis de la mañana siempre nos despierta la máquina ordeñadora con un ruido fuerte que no nos deja dormir.

Una mañana para desayunar le preguntamos al granjero si nos puede vender un poco de leche recién ordeñada, pero nos mira con cara rara, como si estuviéramos locos. Y nos dice, sin más, que no puede vender leche directamente al consumidor, que estaría rompiendo la ley. Hay que regularla y antes pasar por la fábrica y la tienda. Así son los neerlandeses, un ejemplo de cómo nunca infringirían la ley y jamás se saldrían de aquellas normativas que siguen rigurosamente.

Antes de llegar a Wirdum, donde nos espera Juuk Slager, miembro de la lista de hospitalidad ciclista Warm Showers, atravesamos la inmensa presa de Afsluitdijk. Menos mal que tenemos un fuerte viento a favor, si fuera lo contrario, aquello sería una tortura. El dique tiene nada menos que treinta y cinco kilómetros, y separa dos mares, el exterior salado y el interior de agua dulce. Esta presa, construida en 1932, fue la última gran batalla ganada por los neerlandeses al mar para obtener más tierras. Al pasar al otro lado entramos en la provincia de Frisia y una nueva ruta, Waddenzee. Por causalidad encontramos a Juuk, justamente cuando sale del pueblo en coche para hacer algunas cosas. Nos indica dónde está su casa. No tiene pérdida, ya que es la única casa del pueblo que tiene el tejado cubierto de paneles solares y la hierba del jardín sin cortar. La puerta de atrás está abierta y podemos entrar sin problemas. Menuda confianza, sin conocernos, nos deja toda su casa para nosotros. Juuk regresa sobre las nueve de la tarde y salimos a dar un paseo. Cuando pasamos junto al bar del pueblo, oímos un gran griterío; está jugando nada menos que la selección holandesa contra la alemana en la Eurocopa, futbolísticamente, eternos rivales. Propongo tomar una cerveza y presenciar el ambiente. Nada más entrar, todo ese mar de camisetas naranja gira la cabeza y se queda muro. Hay algún murmullo que otro: «Slager ¿en el bar? ¿Con forasteros? ¿Viendo fútbol?».

Juuk sonríe con una carcajada risueña e inocente. Una oportunidad clara de gol rompe el silencio y los espectadores vuelven sus cabezas hacia la gran pantalla y gritan con júbilo mientras beben cervezas como bárbaros. Tras el partido, Juuk nos dice que es el bicho raro del pueblo, una oveja negra que no sigue las reglas. Su casa rompe el maridaje urbanístico, pues es el único del pueblo que deja su jardín descuidado, que, al fin a cabo, lo abandona en las manos de la madre naturaleza para que los insectos y aves se acerquen a su casa. Pero en los Países Bajos todo debe ser perfecto y, a pesar de que es un país tolerante, nadie puede romper las normas. Lo más curioso en los Países Bajos es que en la mayoría de los hogares no hay cortinas ni persianas en las ventanas. Se puede ver todo lo que tienen y hacen los neerlandeses en su propia casa, como si se tratase del gran hermano, todo el mundo tiene que saber lo que hace y tiene su vecino. Juuk nos lo comenta mientras miramos a través de una ventana y observamos cómo un señor se bebe un té mientras ve la televisión.

<<El que oculta algo, algo malo está haciendo>>

Él tampoco tiene cortinas ni persianas, y desde fuera de su casa se ven pilas y más pilas de libros, revistas por el suelo y algunos platos y vasos sin fregar, así que su desorden lo delata como un negligente. Nosotros estamos muy a gusto en su casa, hablando de diversos temas, así que nos quedamos allí un día más. Aprovechamos el día para ir hasta Leenwarden y hacer algunas compras mientras visitamos la ciudad, aunque no hay gran cosa que ver. Lo único interesante es su catedral, que pillamos abierta por casualidad. Unos jóvenes están sacando todos los muebles del altar y sacristía. En unos días el sagrado edificio se convertirá en una sala de conciertos. En nuestra estancia en los Países Bajos hemos visto curiosamente cómo las iglesias son transformadas en salas de conciertos, restaurantes e incluso en talleres de reparaciones.

Juuk ya se ha ido a trabajar cuando nos levantamos. Continuamos la ruta hacia el norte hasta llegar al parque natural de Kollurwaad, donde hay un camping de esos que nos gustan, los Natuurkampeerterreinen, el lugar ideal para estar tranquilos y descansar. Alice tiene el culo irritado y no puede sentarse en el sillín, así que nos quedamos un día más en el camping para que se le pase la inflamación.

El norte de los Países Bajos es menos turístico y podemos provocar alguna invitación que otra. Quizás, porque el tiempo empeora y el viento sopla fuerte y en contra. Aquí los ciclistas saben que estamos en una tierra donde el viento permanece eternamente. Todos los ciclistas, incluso los ancianos, pedalean con un manillar de triatlón para ser lo más aerodinámicos posible.

Llegamos a Nieuw Beerta, frontera con Alemania, supercontentos y muy satisfechos por nuestro recorrido por los Países Bajos. Hemos hecho nada menos que setecientos kilómetros sin cruzarnos con un vehículo. Prácticamente hemos seguido una pista ciclista desde el sur hasta el norte del país. Los Países Bajos es el paraíso para las bicicletas. Tiene nada menos que seis mil kilómetros de carril bici. Los neerlandeses usan las bicicletas diariamente como medio de transporte para ir a cualquier sitio, ya sea un día soleado o lluvioso, son adeptos a este medio de transporte y se puede encontrar montando en bici a gente de todas las edades, desde mujeres con largos tacones, hasta hombres trajeados, niños que van a la escuela o ancianas con sus bolsas de la compra. Los Países Bajos es el único país del mundo donde hay más bicicletas que habitantes.

 

Las primeras sensaciones

Alemania y República Checa

(julio, 2004)

—¿Dónde encontrasteis a mi hijo Víctor?

—En ninguna parte. Si no lo conocemos en persona —le respondemos con toda naturalidad.

—¡Cómo que no! ¿Entonces qué hacéis aquí, en mi casa? —El hombre responde algo encorajinado.

—Tu hijo Víctor es miembro de la lista Warm Showers y nos ha invitado a pasar la noche en tu casa —le contestamos a la defensiva.

—¿Qué es eso de la Warm Showers? Pensaba que lo conocisteis cuando recorrió la Panamericana en bicicleta y erais amigos —nos dice algo confuso.

 

Gerdau no sabe que su hijo es miembro de la comunidad ciclista de Warm Showers y que ofrece alojamiento en su propia casa a pesar de que él ya no vive con ellos. Víctor nunca le advirtió que un día unos cicloviajeros le podían llamar por teléfono y pedir alojamiento, así, sin más. Tras el malentendido, Gerdau echa una sonrisa y seguimos con el aperitivo. Le sorprende cómo ingenuamente unos viajeros se pueden colar tan fácilmente en su casa sin saber nada sobre estas listas de hospitalidad que existen en Internet. Al final incluso le caemos bien y, junto a su mujer, insiste en que nos quedemos un día más con ellos.

Después de pasar dos días en Wybeisum nos dirigimos hacia Hamburgo pasando por Bremen. Queremos seguir la ciclopista que une ambas ciudades, pero es bastante complicado. El camino está en penoso estado y no está bien indicado. Frecuentemente nos perdemos, por lo que decidimos seguir por carretera nacional. La ruta no tiene nada de especial y para colmo llueve y hace frío para la temporada en que estamos. Por lo menos, y a pesar de que la zona está muy poblada, en Alemania es mucho más fácil encontrar un lugar tranquilo e inadvertido para acampar a la intemperie.

En Hamburgo nos alojamos en casa de Peter Postel, otro miembro de la Warm Showers. Nos da la bienvenida con una riquísima cena india. Mientras charlamos con Peter, surge el tema de la Segunda Guerra Mundial, lo cual desagrada a muchos alemanes y particularmente a él. Siempre se habla de la inhumana guerra, de las invasiones y las víctimas del genocidio. Pero Peter resalta que nunca se habla de los muchos jóvenes alemanes, como su padre, que combatieron obligados en una guerra a pesar de no estar a favor de los nazis, y que no tenían otra alternativa si querían seguir con vida. Tras la guerra, su padre fue enviado como prisionero durante seis años a un campo de concentración en Siberia. Peter cree que los alemanes ya han pagado por aquello y están hartos de sentirse culpables.

Lo extraño es cuando nos comenta que se levanta a las seis de la mañana y a las siete tenemos que salir con él. Alice y yo nos miramos uno al otro como diciendo: «¿Tan pronto para qué?».

Pero no decimos nada. Quizás no le gusta que estemos en su casa sin su presencia. Por la mañana nos despierta con un original toque de diana, música de los Beach Boys a todo volumen. Desayuna- mos con él y salimos a visitar Hamburgo. La ciudad no tiene gran cosa, como Bremen; fue destruida en un ochenta por ciento durante la Segunda Guerra Mundial. Hay muchas zonas verdes para pasear, pero, viajando en bicicleta, lo que nos apetece es estar bajo un techo y descansar en su sofá. Abandonamos Hamburgo antes de lo pensado y vamos hacia Berlín; antes, pasamos por la costa del mar Báltico para visitar Rostock.

En Berlín nos alojamos en el piso del primo de Alice, Julian. Como otros jóvenes artistas, él ha encontrado también un hueco en la capital germana. Con un alto índice de desempleo, en Berlín todavía se pueden alquilar pisos y locales a un buen precio. Así que la ciudad está plagada de nuevas promesas.

Visitamos Berlín en bicicleta por los cuatro costados, tratando de entender en vano algo de esta ciudad en plena ebullición, con una sensación de que todo puede suceder y es posible. Por un lado está la zona este, la excomunista, sin vida y con inmensas avenidas. En ambos lados hay edificios comunitarios de la época soviética, que, a pesar de contar con algunas macetas de flores en las ventanas, siguen siendo unos bloques patéticos. Aunque de repente, descubrimos una pequeña plaza con un ameno mercado pulgoso lleno de gente. En lo que llegó a ser el Berlín occidental, la parte que perteneció a los aliados, hay mucha más juventud y frescura, jóvenes que intentan rehacer el mundo en una de las mesas de los cientos de cafeterías. Esta ciudad es emocionante, pero, a su vez, atrofiante. Nos vamos con la sensación de no haber visto nada, no entender nada, y queremos volver con el fin de descifrar su vida diaria.

Tras pasar unos diez días en la capital germana disfrutando de la compañía de Julian y su novia, Hanna, reanudamos el pedaleo. Superado Berlín, estamos más convencidos de que podemos continuar el viaje, aunque emprenderlo no ha sido tan fácil. Hemos tenido que acostumbrarnos a todos los detalles de nuestra nueva vida; reaprender una rutina, distribuir las tareas, estar pendientes el uno del otro las veinticuatro horas del día, aceptando las incertidumbres y debilidades del otro frente a esta nueva situación que hemos elegido para una larga temporada. Indiscutiblemente, estamos asombrados por nuestra capacidad física, y, sorprendentemente, rodar en bicicleta es, al final, la parte más fácil del viaje. Nuestros cuerpos lo aceptan sin problema, a pesar de que nunca habíamos hecho algo parecido. Incluso nos sentimos mucho mejor físicamente. Si bien Alice tiene experiencia de acampar por libre en cualquier lugar, preguntar el camino a cualquiera y alojarse diariamente en una tienda de campaña, yo tengo que aprender a vivaquear en cualquier sitio, en campo abierto y a la vista de todos, cerca de la carretera, donde sea, donde sea posible. Cada uno tiene su guión durante el viaje. Alice lleva el mapa y lee la guía, yo marco el ritmo hasta el fin del día. Alice elige el lugar para acampar, yo monto la tienda de campaña. Alice cocina, yo mantengo las bicicletas. Y, sin darnos cuenta, ya hemos hecho rodaje. Estamos ya enganchados a viajar en bicicleta. Nos gusta la sensación de libertad que nos ofrece. Siempre cogemos carreteras secundarias y cambiamos de ruta a menudo por diferentes razones. Descubrimos pueblos encantadores, ausentes en las guías turísticas. Cruzamos localidades donde por casualidad hay una fiesta. Encontramos mucha gente, sobre todo, gracias a la hospitalidad de otros cicloviajeros. Exploramos rutas encantadoras en los países que cruzamos. Da igual que llueva, ya parará; si hay que subir una cuesta, ya la bajaremos. Y a pesar de alguna discusión que otra, somos felices, ya que hemos encontrado la forma perfecta para viajar por el mundo.

Nuestro trayecto bordea la frontera germano-polaca, por una antigua República Democrática Alemana algo extraña. Muchas veces tenemos la sensación de pasar por ciudades que fueron abandonadas la noche anterior. Toda la zonificación industrial está en ruinas; con vagones abandonados, camiones desguazados y maquinaria oxidada. Todo está tal como lo dejaron, como si el éxodo hubiera durado unos escasos minutos. Hasta llegar al centro de la ciudad, atravesamos esos tristes y desolados inmuebles de la época soviética, pero, de repente, llegamos a una plaza y nos topamos con un moderno y grande centro comercial repleto de gente.

El río Elbe nos guía hasta la frontera checa por un paraje placido, con el único incordio de los mosquitos a la hora de acampar. Tras salir de Alemania vemos el cartel que nos da la bienvenida a la República Checa. En las fronteras anteriores, nunca nos percatamos cuando rebasábamos la línea divisora. Paramos en Deçin para sacar dinero. Por primera vez cambiamos de moneda. No hay que mirar mucho a los alrededores para percatarse de que la República Checa es mucho más carente que los países que hemos atravesado hasta el momento. La escasez de empleo y los bajos salarios hacen que la gente viva más humildemente. Por unos kilómetros dejamos el río Elbe, estamos hartos de seguir la ruta indicada para ciclistas porque está en muy malas condiciones; además, el calor asfixia y tenemos el viento en contra. Paramos antes y nos vamos a un camping plagado de holandeses. Dejamos Praga para el día siguiente a pesar de que está a tan solo veinte kilómetros.

Al estar tan cerca de la capital, pensamos que sería un camino de rosas y que antes del mediodía estaríamos en Praga, pero estamos equivocados. Insistimos en seguir la ruta por el río para no dar un rodeo, pero es peor. Debido a las inundaciones del verano del 2002, toda la zona esta todavía en obras y a veces ni hay un simple camino.

La ciudad dorada está plagada de turistas. Es increíble ver la marea de extranjeros que hay para visitar una ciudad que realmente merece la pena conocer, pero no en verano. Nos levantamos a las seis de la mañana para visitarla y evitar la muchedumbre de turistas y el calor. Pero merece la pena levantarse tan pronto y cruzar esos magníficos puentes de estilo gótico sin un alma.

Alice tiene que volver a Bruselas. Su amiga Julie se casa y le había prometido decorar el evento con flores. Así como preparar el ramo de la novia. Yo continúo solo para juntarnos nuevamente en Wurzburgo, Alemania, y empezar la ruta Romántica junto a su familia, que quiere pasar sus vacaciones con nosotros.

 

 

Las primeras montañas

República Checa, Alemania, Austria y Hungría

(julio-agosto, 2004)

—¡Joder! ¿Qué te ha pasado, Andoni? —me pregunta Alice sorprendida y algo preocupada.

Aguanto, miro a sus padres, y continúo aguantándome mientras le pregunto a Alice con algo de disimulo:

—¿Por qué? ¿Pasa algo?

Aunque, si no fuera por sus padres, me echaría a llorar entre sus brazos. Pero tengo que mostrar que no lo he pasado tan mal durante su ausencia. Sin embargo, mi rostro lo dice todo. En una semana he perdido nada menos que doce kilogramos. Y por una sencilla razón, he sido un dejado y un cabezón. Me empeñé en recorrer seiscientos kilómetros en cinco días para llegar hasta Wurzburgo, a pesar de que los padres de Alice me podrían haber ido a buscar en coche a cualquier sitio. Pero quería ir hasta la ciudad donde empieza la ruta Romántica, y cuando doy mi palabra, la cumplo. Me metí una media de ciento veinticinco kilómetros diarios por un recorrido con bastante relieve. Además, tenía mucho más peso, puesto que llevaba los utensilios de cocina y la comida. Me levantaba por la mañana y no paraba de pedalear hasta que la luz del sol desaparecía. Ya a oscuras, montaba la tienda de campaña y hervía unos espaguetis para mezclarlos con una salsa de tomate de bote. Caía rendido. Aun así, cada día seguía con el mismo ritmo: tirar y tirar hasta el crepúsculo. Los nervios también me estaban jugando una mala pasada. No estaba acostumbrado a viajar solo y echaba de menos a Alice. No era lo mismo. A pesar de hundirme físicamente alguna vez que otra, sufrir calambres, bajones anímicos, calamidades y desnutrición, llegue a Wurzburgo el sábado por la tarde. Tal como lo había planificado.

Con las bicicletas en la baca partimos hacia el sur. Recorremos en coche la ruta Romántica junto a la familia de Alice, desde Wurzburgo hasta Füssen, pasando por los pueblos más pintorescos de Alemania. Me viene de maravilla parar una semana, con la paliza que me he metido, empiezo a tener dolores musculares y calambres. Cometí el error de querer llegar a Wurzburgo en menos de una semana y ponerme al límite de mi esfuerzo físico. Aunque encuentro algo positivo en todo esto: he perdido bastante peso. Y se agradece. Antes de partir pesaba ochenta y cinco kilos. Me acuerdo de cuando fuimos por primera vez a la tienda de bicicletas La Maison du Vélo («casa de la bicicleta») en Bruselas, para comprar las bicis. No teníamos ni idea y le pedimos al dueño de la tienda información sobre qué tipo de bicicletas necesitaríamos para viajar por el mundo. Él me miró de arriba abajo como un escáner y, con mucha arrogancia, me dijo:

—¿Tú vas a recorrer el mundo en bicicleta? ¿Con esa barriga? —Y se dio media vuelta mientras le decía a un representante de uno de sus productos—: Así son estos. Dicen que va a viajar en bicicleta por el mundo, pero luego terminan cogiendo trenes y buses porque no pueden ni con su alma.

Si me viera Yves ni me reconocería.

 

Tras una semana haciendo turismo convencional, los padres de Alice vuelven a Bruselas y nosotros continuamos la ruta ya en Austria, a los pies de la cordillera de los Alpes. Nuestra primera jornada montañosa es algo dura; todavía no estamos acostumbrados a la alta montaña, así que nos lo tomamos con mucha tranquilidad y a un ritmo moderado. A pesar de la dureza, disfrutamos de los paisajes alpinos, y, sobre todo, de la facilidad para acampar por libre, aunque en los lugares más pintorescos siempre hay carteles que rezan «Prohibido acampar».

Hasta Salzburgo seguimos por la ruta ciclista Mozart, aunque muchas veces cogemos la carretera principal porque la pista zigzaguea sin sentido alguno. A veces, hasta hay pendientes de veintidós por ciento de desnivel. Al llegar a la ciudad donde nació el famoso compositor, vamos a la casa de Eric, otro contacto de la Warm Shower.

Ya en Passau, frontera con Alemania, empezamos a pedalear por la ruta del Danubio, vemos bastantes cicloturistas que siguen el río para ir hasta Viena. Nos quedamos sorprendidos por las muchas personas que hacen la ruta del Danubio en bicicleta. Aparentemente, es una de las ciclorutas más famosas de Europa. Hay gente de todo tipo; solteros, parejas, familias, grupos de amigos, hasta gente que transporta su perro en un ciclo-remolque. La ruta es fácil y solo nos dedicamos a seguir el río a escasos metros.

Rápidamente llegamos a Viena, donde nos alojamos en casa de Helga Staudinger en pleno centro de la ciudad, y, cómo no, miembro de la lista Warm Showers. Con nuestros anfitriones siempre hemos tenido un buen contacto, sobre todo porque compartimos la misma filosofía a la hora de viajar. Helga nos ofrece todo lo que tiene y disfrutamos su compañía en una ciudad encantadora.

En un mismo día llegamos a Bratislava, la capital de Eslovaquia. Por casualidad nos topamos con una acampada en pleno centro de la ciudad. Hay una exhibición de perros y los participantes de toda la región acampan en un parque. Todo el mundo tiene un perro menos nosotros, pero nadie se percata. Apenas visitamos la ciudad y pedaleamos rumbo a Hungría. Nos perdemos, ya que no tenemos un mapa más detallado de Hungría, pero la suerte se alía con nosotros y nos topamos con un par de jóvenes alemanes que viajan en bicicleta de Passau a Budapest. Tienen una guía completa de la ruta del Danubio. Con ellos vamos hasta Gyor. No tenemos muy buena impresión de Hungría. Los paisajes no son gran cosa y su gente es fría y distante, así que decidimos ir a Rumanía por la vía rápida. Budapest tampoco nos impresiona, a pesar de sus famosos edificios y puentes. Es caro para lo que es. Pensamos que Hungría sería mucho más barato que los otros países de la Comunidad Europea, pero no es así. Y cuando uno empieza a comparar los precios y verlo todo caro, le resta un poco a la esencia del viaje.

Tardamos cinco días para ir de Budapest hasta la frontera rumana. Mientras, atravesamos el este del país viendo miles hectáreas de campos de girasoles secos y maíz. Lo único bonito es atravesar el parque natural Hortobagyi Nemzeti, aunque la luz del sol al atardecer lo maquilla un poco. Comunicarse con los húngaros es complicado. A veces preguntamos a los grajeros si podemos acampar en su tierra. Aceptan sin problemas, pero la comunicación es imposible, por lo que todo queda en cuatro gestos, lo suficiente para entendernos. Tampoco ponen mucho empeño en hablar con nosotros. Pasamos la frontera esperando que los rumanos sean más sociables y amigables.

 

Los montes Cárpatos

Rumanía

(septiembre-octubre, 2004)

Llegar a Rumanía es algo especial. Entramos en un país no comunitario y por primera vez nuestros relojes se adelantan una hora. Estamos en septiembre y la sensación vacacional se despega de nuestras mentes, como si el viaje empezara realmente. Aprovechando la visita de Henri, hermano de Alice, visitamos el norte de Rumanía en coche. Nos instalamos en Vatra Dornei y de allí hacemos alguna caminata que otra por los montes Cárpatos. También visitamos las famosas iglesias construidas en madera de roble, los monasterios de Bucovina y el memorable museo de la prisión de Sighet en Sighetu Marmatiei, que antiguamente era una cárcel para todos aquellos que se oponían al régimen comunista. El museo explica la llegada del comunismo al poder, la reacción de la oposición, las torturas, la historia de personalidades encarceladas y muertas, la creación de una resistencia y la política de Nicolae Ceausescu, quien fue un héroe para Occidente por su política exterior, pero un canalla para la mayoría de los rumanos por su política interior.

Tras la visita de Henri, iniciamos el pedaleo hacia el sur, siguiendo la columna vertebral de los montes Cárpatos. El frío nos sorprende a mediados de septiembre y tenemos que comprar guantes y calcetines de lana. Para evitar las carreteras principales, cogemos caminos sin asfaltar y en muy mal estado, aunque el paisaje quita ese mal momento de tener que subir en esas condiciones.

Sin conocer antes Rumanía, la primera cosa que nos viene a la cabeza son los gitanos, con su mala reputación, la corrupción y la delincuencia. Pero, tras unos días en Rumanía nos llevamos una grata sorpresa. Después de la frialdad de los centroeuropeos, nos sentimos en un país cercano. Los latinos del este son buena gente, hospitalaria y educada. Siempre que preguntamos en una casa si podemos instalar la tienda de campaña en su terreno, nunca obtenemos una respuesta negativa. Incluso la gran mayoría nos propone dormir dentro de su casa. Tenemos la suerte de poder discutir de todo. Abiertos al viajero, los rumanos poseen unas cualidades valiosas y nos entendemos con ellos fácilmente gracias al parecido de su lengua con otras lenguas latinas. Pedalear por Rumanía es como entrar en un libro de historia. El principal medio de locomoción es un carro de madera tirado por un caballo. Los campos de cultivo son trabajados sin maquinaria agrícola por una multitud de jornaleros. Las casas están equipadas con lo básico y todas las viejas pertenencias tienen un gran valor sentimental por su largo uso. La leña es la principal fuente de energía para las estufas y cocinas. Muchas familias se alimentan de sus huertas; los vegetales que plantan en sus tierras y los pocos animales que guardan cuidadosamente en el corral. Para nosotros es algo romántico, la Europa de nuestros abuelos, pero para la población local este modo de vida no es fácil ni deseado. Solo el siete por ciento de la población rural dispone de agua corriente, el resto tiene que recoger el agua de un pozo o directamente del río. El retrete está siempre en una caseta de madera con un agujero sin canalización al fondo del jardín. Todos desean las comodidades que tenemos en la Europa Occidental, aunque sea un frigorífico, y evitar así que sus cocidos deban cocinarse durante todo el día a fuego lento para poder conservarlos más tiempo. Pero para la mayoría de los rumanos es casi imposible comprar esos lujosos electrodomésticos o ahorrar. El salario medio estatal apenas llega a los cien euros mensuales. En esas condiciones es imposible comprar una casa y la única forma de ganar dinero es emigrando a un país occidental. A pesar de cobrar tres veces menos que la población autóctona, para ellos es suficiente. Oímos muchas historias, como la de un jubilado que nos invita a pasar la noche en su casa. Nos cuenta que con sus problemas de salud tiene que cuidar todo el día de su travieso nieto de tres años, ya que su hija y su yerno emigraron a España para trabajar en los invernaderos. Prefirieron dejar a su hijo en Rumanía que criarlo en la precariedad y quizá en la clandestinidad.

Recorremos casi toda la cadena montañosa de los Cárpatos rumanos y terminamos bordeando la diversa región de Transilvania. Vale la pena pedalear por esta región. Sus paisajes montañosos con bosques centenarios sin explotar son espléndidos. Hay mucha diversidad entre pueblos: aparte de rumanos, también habitan aquí húngaros y sajones. Los húngaros llevan en Rumanía desde hace muchos siglos, cuando Transilvania pertenecía a Hungría. Muchos de ellos no hablan rumano y miran más hacia Hungría. Los alemanes fueron a Rumanía en el siglo xii. Cuando el rey húngaro Geza II les regalaba tierras para colonizar la región. Pero la gran mayoría emigró a Alemania cuando terminó la guerra fría en 1991. Sus ciudades medievales, como Brasov, Sibiu y Sighisoara, son también una maravilla. En esta última ciudad, donde supuestamente nació el conde Drácula, descansamos unos días.

De camino a Bran, donde está el castillo de Drácula, nos cae un chaparrón impresionante. A la desesperada, nos refugiamos en un paso a nivel del tren. Hay un señor que todavía baja las barreras manualmente. Le saco una fotografía. El ferroviario barrigón es bastante cómico, con un traje arcaico y aspecto de borrachín. Le preguntamos si podemos acampar en la casa que está al lado, pero, antes de abrir la boca, un señor apoyado en la puerta no dice que es su casa y que nos deja acampar en el jardín. Por la mañana sigue diluviando. Esperamos hasta el mediodía con la esperanza de que pare, pero llueve aún más fuerte, así que nos quedamos a pasar el día en la casa del matrimonio y su hija. Marin está jubilado. Pasó nada menos que treinta y cinco años de su vida subiendo y bajado la barrera a nivel. Se queja de su pensión, tan solo recibe cincuenta euros al mes, así que apoya al antiguo régimen, pues en la época de Ceausescu cobraba el doble. A media tarde vamos al pueblo en autostop para hacer unas compras. Por el detalle de dejarnos dormir una noche más en su casa, se nos ocurre la brillante idea de comprar una sandía para su mujer y una litrona para él. Nada más ver la cerveza, el rostro de Marin cambia por completo. Cuando le entrego la cerveza, sale corriendo hacia el fondo de la huerta mientras va girando la cabeza de un lado para otro y ocultando la litrona. Alice y yo nos miramos sorprendidos por su reacción y quizás desesperación. Minutos más tarde vemos la botella de cerveza vacía y tirada en el suelo. Sus tambaleos lo delatan y su mujer se enfada porque ha bebido a escondidas. Empiezan a discutir. No entendemos nada, aunque está claro que Marin tiene problemas con el alcohol. Así que es la primera y última vez que ofrecemos bebidas alcohólicas como regalo.

Seguimos disfrutando de los montes Cárpatos, aunque se sufre cuando subimos puertos, como el Curmatura Vidrutei (1.575 metros) y el Tartarau (1.675 metros), el puerto más alto de Rumanía. Este último, por una carretera sin asfaltar y en muy mal estado. Para Alice son realmente las primeras montañas y lo pasa bastante mal. Le cuesta subir. Más de una vez se echa a llorar por la dureza y frío, aunque pasada la tarde siempre se olvida, sobre todo cuando se baja. Lo bueno es que cada noche estamos invitados por una familia diferente y siempre nos cuentan historias de su agitado pasado. Algunos rumanos añoran la época comunista. Piensan que antes Rumanía era un país más estable, limpio, había más seguridad y menos bandidos. Según ellos, con el capitalismo Rumanía va peor, hay más mafiosos y desigualdad social. Se quejan de que todos los servicios sociales se están privatizando. En cambio, otros discrepan con la política de Ceaucescu, como un señor que nos invita a dormir en su casa y le ayudamos a hacer vino casero. Él pasó ocho años de su vida haciendo trabajos forzados en el canal de la Muerte, donde miles de enemigos del pueblo se dejaron la piel, y hasta algunos la vida, en la construcción del tercer canal más grande del mundo. Un proyecto megalómano y de dudosa rentabilidad que debía abrir una vía navegable entre el Danubio y el mar Negro. Cuando regresó a su casa, ya no estaba; en su lugar se alzó un bloque de viviendas.

Ya fuera de los montes Cárpatos, el paisaje es feo y monótono. Seguimos teniendo contacto con la gente local, pero ya no son tan nobles como en las regiones de Maramures y Transilvania. En la región de Dobrogea son más ignorantes, pobres y algunos hasta miserables. En la conversación siempre se aborda el tema de los salarios en nuestros países y cuánto cuesta nuestro material. Muchas personas nos piden nuestra dirección por si algún día emigran. No pueden más, se quejan del nivel de vida, del alto coste de la vida y los salarios bajos. La mayoría ganan menos de un euro a la hora.

En Tulcea adquirimos el permiso para visitar el delta del Danubio y cogemos un barco para ir hasta Crisan. Nada más zarpar, nos entra una señora de Mila-23, un pueblecito más aislado y fuera del canal de Sulina. Nos ofrece alojamiento y un tour en barca para navegar por el delta. Después de pensarlo y acordar un precio, decidimos ir con ella y coger otro barco para ir hasta allá ¡Sorpresa! El lugar es patético. La casa no tiene agua corriente ni electricidad, la habitación que nos ofrece parece una cueva y el olor a pescado es insoportable. Acampamos en su diminuto jardín. Por la mañana vemos que la barca no tiene motor. Miro a Alice y le comento: «¡Ya me parecía muy barato el precio que nos ofrecía!».

Su hijo llega una hora y media más tarde con las legañas todavía en los ojos. Parece que no está muy contento al ritmo que rema. Aunque, conforme va pasando el tiempo, nos cuenta su vida. Está divorciado, tiene cuarenta y tres años y cobra una miserable pensión de por vida por un accidente laboral. No hay muchas aves en el delta, casi todas ya han emigrado, y las que regresan para pasar el invierno todavía están por llegar. Mientras visitamos los canales, alguna vez que otra saca su caña de pescar y nos enseña su técnica para atrapar ranas. Al regreso, nos prepara unas ancas.

 

Con un buen golpe de pedal, llegamos rápidamente a Constanta, en la costa del mar Negro. Al pararnos para consultar la guía turística y buscar una pensión barata, un hombre nos ofrece una habitación a un precio bajo. Le encanta hablar con nosotros, sobre todo de la situación en Rumanía. Nos cuenta que en los tiempos de Ceausescu no se podía hablar de cualquier cosa porque había miles de agentes secretos. Nos imaginamos lo mal que lo pasaría en la época comunista: Andrei habla por los codos. Constanta no es gran cosa, desde Budapest, no hemos estado en una gran ciudad y después de estar mucho tiempo pedaleando por zonas rurales, nos alegramos de ver todos esos centros comerciales, tiendas, restaurantes y bares.

 

Estambul, la puerta de Oriente

Bulgaria y Turquía

(octubre, 2004)

Nada más entrar en Bulgaria, el tiempo empeora. Llueve y el viento helado sopla en contra. El cambio es radical: pasamos del afecto de los rumanos a la frialdad de los búlgaros; de la gran hospitalidad, al desamparo. Diluvia, pero nadie siente pena por nosotros. Simplemente nos observan con recelo y es muy difícil la comunicación. Se hace duro. Acostumbrados a la facilidad para entrar en las casas rumanas, en Bulgaria nos pegan un portazo en las narices cuando solicitamos hospitalidad. Llueve a cántaros y pasamos casi tres días metidos en la tienda de campaña acampando en la plaza de un pueblo de mala muerte. Solo salimos de la tienda de campaña para ir a comprar comida en el único almacén del pueblo. Nadie se acerca. No tienen ni el mínimo interés y nos evitan. Quizás los habitantes piensan que somos cíngaros.

Los primeros días en Bulgaria nos da mal rollo. El ambiente no ayuda y es hasta desagradable. Y los nubarrones negros lo hace más siniestro. El paisaje tampoco es tan bello como en los montes Cárpatos. Cada vez que llegamos a una aldea que parece abandonada, tenemos la sensación de no ser bienvenidos. Las señoras de luto nos observan a través de la rejilla de las ventanas. Todo es funesto, con esquelas por todas partes. A pesar de que un difunto falleciera hace ya dos años, todavía siguen puestas en las puertas de sus casas o en los paneles municipales.

El tiempo no da señales de mejoría. El otoño se ha echado encima y empieza sobre un panorama montañoso, monótono y algo deshabitado. Los días son más cortos y empieza hacer frío. Una mañana, mientras desayunamos dentro de la tienda de campaña, Alice me propone ir directamente a Turquía sin pasar antes por Sofía, al otro lado del país. Nos pasamos toda la mañana mirando el mapa. ¡Qué cerca esta Turquía!

Volvemos a la costa pasando por Burgas, una visión completamente diferente a los que hemos visto hasta el momento en el interior del país. La cuarta ciudad mas grande de Bulgaria es un gran centro industrial con numerosas atracciones turísticas. En la costa el clima mejora e incluso hace sol.

La última noche en Bulgaria casi me cago. Acampamos a veinte kilómetros de la frontera, cerca de la carretera nacional. Sobre las dos de la mañana oigo que se acerca un coche y se para a ras de nuestra tienda de campaña. Abro discretamente la cremallera para ver quién es, pero los focos del automóvil me deslumbran y no veo nada. Tiemblo. Me guío por el sentido del oído. Dos individuos se bajan del coche y cierran las puertas con un gran portazo. Alice sigue durmiendo y la despierto. Ella, media dormida, me dice:

—Déjame en paz, que quiero dormir.

—Alice, que hay dos tipos afuera —le respondo aterrorizado.

—¡Y qué! Déjame dormir —me dice tranquilamente.

—Igual nos roban. Qué hostias hace aquí a estas horas.

 

Y, cuando me temo lo peor, oigo que se montan nuevamente en el coche y se van. Me cuesta dormir, igual vuelven. Pero el sueño termina venciéndome. Por la mañana cuando voy a orinar veo que a un par de metros de la tienda de campaña hay una vieja cocina, un fregadero y unos ladrillos rotos. En realidad, esos dos individuos estaban tirando discretamente unos escombros. Alice se ríe de mí: «¡Siempre con tus paranoias, Andoni!».

Tengo que admitir que soy un temeroso a la hora de acampar por libre, me cuesta encontrar un lugar para plantar la tienda de campaña, siempre quiero estar oculto y pasar desapercibido. Después de elegir un sitio, muchas veces dudo si es el lugar perfecto para pasar una noche tranquila. Mi instinto animal hace que el mínimo ruido me alerte. En cambio, a Alice, acostumbrada a hacer camping libre desde niña, no le importa acampar en un lugar abierto y a la vista de todos. Nunca piensa mal. Con el tiempo me voy acostumbrando y empiezo a tener más confianza. Incluso empiezo a coger gustillo a asentarnos en plena naturaleza, repartirnos y hacer siempre las mismas tareas y seguir el ritmo del sol, desmontar la tienda de campaña al amanecer y montarla al atardecer.