José Manuel López Moncó


Hojas

Incendiarias









© José Manuel López Moncó

© Hojas incendiarias


ISBN: 978-84-16882-83-0

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1ª edición: 2017



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Presentación

¿Qué hay detrás de estas hojas incendiarias? ¿Qué se encuentra en el monólogo de la esposa ante el marido moribundo, en la del asesino de prostitutas, en la historia (completamente verídica) del padre Juan Crisóstomo de Sanvítores, en las celebraciones de la pequeña Indira, en el articulista lleno de contradicciones, en los colonos de Nueva Tierra, en la madre que solo piensa en dar de mamar a su bebé, en los negocios de los tres narco-hermanos, en el soldado prisionero, en el hombre radio, en los supervivientes al holocausto nuclear, en el joven cuyos hemisferios cerebrales están cortocircuitados, en la novela sobre el vuelo de Leonardo, en el odio y envidia de dos condenados a verse cada día, en el psicópata que efectúa la declaración de sus crímenes, en el beso al vencedor, en la recomendación para obtener un buen puesto de trabajo, o en los otros dieciséis relatos restantes? ¿En qué se sustentan y alimentan las veintiocho mil palabras que aguardan impacientes a que el lector pase esta página y se sumerja en ellas? En la vida, en las múltiples caras que nos muestra, en todos aquellos instantes que nos hacen llorar o reír, sufrir o gozar.

Hacerlo a través de los protagonistas de las siguientes historias ha sido todo un placer para mí. Conseguir que el lector disfrute al leerlo, lo será mucho más aún.

Noviembre, 2017

Conversación

Estamos solos, sola frente a ti, y no sé por qué inhalo el aire así de profundo, por qué lo exhalo haciendo un grotesco ruido, dejando ayes entrecortados que, sin expresar nada en concreto, buscan provocar compasión. Las paredes me los devuelven lacrimógenos, aproximando mi comedia a la verdad. Será algo impreso en ciertos cromosomas o tal vez formará parte del caudal de mi herencia; lo vi hacer tantas veces a mi madre o a mi abuela, y a otras infelices que lo repito sin preguntarme nada más. Así he hecho con tantas cosas en mi vida. Pero debería dejar de hacerlo. Ni yo misma soy capaz de saber lo que siento viéndote ahí postrado. Además, las enfermeras tardarán en volver a pasar y, salvo que quieras joderme —algo muy habitual en ti— y hagas saltar los pi-pi-pi de tanto cable como llevas, nada hará cambiar la soledad de este cuarto pintado de blanco azulado («opalino» me ha dicho la cursi de la auxiliar cuando vino a lavarte) nada modificará la pesada soledad de haber compartido contigo demasiadas primaveras. El plástico y los muelles de este sillón los ha debido diseñar un torturador, no doy con una postura cómoda. Pero hay algo peor: el olor que lo impregna todo, mezcla de lejía y ambientador barato. Debe de formar parte de algún protocolo escrito con el fin de que nadie en su sano juicio pretenda añadir días extra a su estancia. Con tales incomodidades, seguro que esta noche no podré pegar ojo, y yo estoy muy cansada. De ti, de nosotros, de habernos pasado la vida juntos pero escondiéndonos uno del otro, forzados a convivir pero bien que te ibas cuando te apetecía. Voy al fútbol, mujer, me decías, y yo callaba tanto cuando era así, y volvías oliendo a cerveza y a boquerones en vinagre, como si era mentira, y apestabas a perfume y a gin-tonics. Nada más entrar, tu mirada vidriosa y andar oscilante quedaba rubricada por la cantinela de «ya he picado algo» para, sin más diálogo, dirigirte inmediatamente a la cama porque tenías mucho sueño. Pero no imaginabas como pasado un rato, una vez que cayeras rendido en tu sueño etílico, iría a verte para poner mi nariz cerca de tu boca. Tonta de mí, era feliz cuando el regurgitar del vinagre era el aroma dominante. Me intriga cómo olerás ahora cuando no estás postrado por ninguna de esas aficiones sino porque tus cañerías se reventaron atascadas por el alcohol y los desprecios. Bueno, ese es mi diagnóstico. El doctor dijo otras palabras, tal vez lo mismo pero en jerga médica. Ya me advirtió que te dejaría muy sedado, sería inútil perder el tiempo hablándote o esperando que me reconocieras. Por eso, al recordar mis inspecciones a la búsqueda de olores a bares, amigotes o amantes, te he husmeado. Créeme, hubiera preferido cualquiera de los de antes al de ahora. Este es rancio y podrido. Por esa vena de plástico que te sujeta a la vida correrán los remedios para el infarto cerebral, pero no sé si hacen el mismo efecto con tu estómago, ahí el detritus campa por libre. Me he apenado por verte así y te he acariciado la calva como hacía años que no lo hacía. Dejé de hacerlo porque parecía molestarte sentir una de mis manos sobre ti, pero también porque empecé a tener pesadillas donde me veía sin pelo. No he dejado de tenerlas, ahora ya con algo más de motivo. Por eso, por instinto, me he atusado algún mechón de la cabeza previamente fijado con maravillosa laca y, solo por coquetería, después me he subido la hombrera del sujetador y me he alisado la falda. A ti nunca te preocupó labrar tu deterioro físico, añadiendo al brillo grasiento de la alopecia una exagerada curva debajo del pecho junto a varios huecos en tu amarillenta dentadura. Sé cómo lo solucionabas, solo era cuestión de agitar en el aire los billetes que te costaba cada servicio. A ellas sí te acercabas, no te importaba sentir su piel al revés que con la mía. Mientras navegabas por aquel alejamiento, mis pechos se fueron desplomando y mi cintura ensanchando aunque tampoco creo que te enteraras. De novios, decías que era resultona, te encantaba que me aupara sobre la punta de mis pies para besarte, abarcar al completo con tus manos mis pechos con forma de pequeño volcán. No recuerdo cuándo comencé a verme como una vieja amargada y regordeta (antes de serlo, seguro) y que nunca había degustado los placeres de la vida, únicamente sabiéndome empleada doméstica a tu servicio y al de los tres varones que traje al mundo. Los más mayores, zafios como tú (no sabes cuánto compadezco a sus mujeres) nada quieren saber de unos seres tan anodinos como sus padres. Del pequeño, del que nunca hablamos desde que dejó esta vida, te contaría un secreto, algo que me gustaba pensar que te iba a doler cuando te lo confesara. Pero has sido cruel hasta para elegir la antesala de la muerte. Te vas a ir para siempre y nunca podré decirte que no es tuyo. Harta de tu fútbol y de tus putas, en una época en la que yo te necesitaba especialmente, decidí pagarte con la misma moneda. Fue solo una vez, pero tampoco tuve fortuna. Aunque mejor amante que tú (eso tenía poco mérito) me dejó embarazada tras arreglar la lavadora y dejarle una buena propina; en eso sí eras buen maestro. También me dejó sola, más de lo que estaba antes, una soledad impuesta por mí misma, la penitencia que, arrepentida cuando constaté las consecuencias de mi venganza, pensé que merecía. Ya ves lo ingenua que he sido. Menos mal que no me escuchas, más de una vez quise transmitirte mis pensamientos, el sufrimiento por el que pasaba pero tu distanciamiento, aunque comiéramos o viéramos la tele juntos, nos hacía ser las dos orillas de un mismo océano. Eras frío, ahora tu piel también lo está. Por eso tiro de la sábana hasta cubrirte aunque de poco servirá. Al taparte, he observado con cierto morbo tu desnudez. Llevaba años sin ver esa parte flácida, casi muerta, que tan mal me trató, que tan alegremente compartiste con otras. Aborrezco sentir culpa, debe de ser algo congénito como el de mi fingido sollozo, pero no voy a poder verte sufrir. Egoístamente, sé que me repercutirá y lo pasaré muy mal. Por el momento, humedezco tus labios temblorosos y agrietados, secándote un par de lágrimas. Parece que hubieras leído mis pensamientos y me pidieras perdón. Será por eso, por la maldita educación o el ADN, me quedaré contigo toda la noche, esta o todas las que sean necesarias, por eso seré yo quien bese por última vez tus labios y te desee que encuentres, vayas donde vayas, lo que los dos no supimos darnos aquí.


Mayo, 2017

La helada

La minifalda no impedía que el frío, en forma de agudos pinchazos, se la colara entrepierna arriba. Solo las botas hasta la rodilla protegían algo sus piernas desnudas. Una fina capa de hielo se estaba formando sobre el cristal del coche en el que estaba apoyada cuando el vocerío deslenguado de otras compañeras la puso sobre aviso. Se aproximaba un vehículo, un nuevo cliente y la posibilidad de guarecerse, aunque solo fuera por un rato, del cruel invierno. Sabía que ser su primera semana en aquella oscura calle del polígono industrial, sumado a un cuerpo joven y menos ajado que el de las otras, suponía una ventaja. Efectivamente así fue. El auto paró a su altura y bajó la ventanilla.

—De acuerdo, sube —respondió una voz temblorosa y afeminada tras haber dicho ella el servicio y la tarifa.

A pesar de que con aquella penumbra no llegara a distinguir del todo los rasgos de aquel tipo, al entrar en el habitáculo percibió algo extraño. Intentando descubrir qué la desasosegaba tanto, si el olor ácido mezclado con ambientador barato o el anodino perfil del hombre, de cara muy fina y cutis encerado, transcurrieron los primeros minutos mientras se alejaban del lugar.

—En el parque de ahí al lado nadie nos molestará —soltó ella poco después, pretendiendo aparentar tranquilidad y convicción.

—No, iremos a otro lugar —fue la escueta respuesta y lo que prolongó su inquietud, al mismo tiempo que las luces de la ciudad empezaban a quedarse atrás.

Abandonaron la carretera por un camino sin asfaltar. A pesar de circular muy lento, los baches provocaban que se bambolearan como si fueran guiñoles, acrecentando las malas sensaciones que ella tenía.

—¿Adónde me llevas? —dijo entre risas con las que pretendía inyectarse ánimos—. ¿No me irás a secuestrar, verdad mi amor? —añadió, deslizando la mano hasta la bragueta del hombre para comenzar a dominar la situación y así terminar pronto aquel incomodo servicio.

—Estate quieta, que ya llegamos —respondió él sin brusquedad, pero siendo tan firme que ella regresó de golpe y sin rechistar al asiento, disimulando el pánico que la recorría el cuerpo cada vez con más intensidad.

Al parar el coche, y tras quitar el contacto, la oscuridad fue total sin llegar a distinguirse el lejano fulgor de la urbe tapado por algunos árboles. La luna nueva, sumada a una fina capa de nubes altas, hacía que el cielo se confundiera con el horizonte, sin verse nada alrededor. Entre sombras, intuyó que el hombre comenzaba a acariciarse y se dispuso a iniciar el trabajo.

—Yo te aviso cuando quiera que comiences —dijo él con sequedad y sin interrumpir su reciente actividad.

Tras el sí de la respuesta, apenas un débil silbido, cumplió la orden en silencio aterrada al igual que deseosa de no disgustar a ese peculiar cliente.

Cuando finalmente la reclamó, ella se agachó y, al aproximarse a la entrepierna, notó cómo las manos del hombre empezaban a aprisionar su garganta. Por más que agitaba los brazos y se removía en el asiento, la fortaleza del individuo era muy grande. Algo en lo que no había reparado consumió esos instantes: las zarpas de aquel desalmado eran desproporcionadas, de dedos gruesos y ásperos, de palmas prominentes; sobre todo, al aplicarlas despiadadamente con fuerza sobre su tráquea.

El aire no la llegaba a los pulmones ni la sangre al cerebro. Intentando aspirar, con las fauces muy abiertas, en los finales segundos de vida, comprendió lo que él pretendía pero nada pudo hacer. Ni tan siquiera llegó a tener alguna arcada al percibir cómo se introducía en su boca, mezclado con el último aliento, un trozo de carne flácida y húmeda del asesino.

Al terminar con el macabro ritual, excitado aún y sin la impotencia de otras ocasiones, empujó el cuerpo hacia afuera de la espesa noche y abandonó el paraje.

—Ninguna mujer me volverá a dejar, ya sé cómo disfrutar —dijo en voz alta según el vehículo tomaba velocidad y dejaba una polvareda tras él.

Rápidamente el rocío fue formando caprichosos cristales de hielo sobre matojos y charcos, también sobre los labios y los ojos cubiertos de lágrimas de aquella joven prostituta. Incluso, sobre la mirada de aquel solitario conductor que se alejaba en búsqueda de otras víctimas.


Octubre, 2017