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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Elizabeth Harbison

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Los besos del jefe, n.º 2115 - marzo 2018

Título original: In Her Boss’s Arms

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-774-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Veinticinco años atrás

 

Sólo podemos adoptar a una niña –dijo la mujer, con firmeza–. Sé que tiene dos hermanas, pero sólo podemos… no podemos criar a tres niñas.

Virginia Porter, directora del orfanato Barrie de Brooklyn, miró a la joven pareja que quería adoptar a la niña identificada sólo por una pulserita en la que decía Laurel. Eran una pareja aceptable, de eso no había duda. El informe no había revelado nada preocupante y Virginia sabía que para unos padres que sólo podían permitirse cuidar decentemente de un niño, cuidar de tres sería demasiado.

Aun así, se le rompía el corazón al ver a las tres niñas jugando juntas, sin saber que una de ellas se marcharía para siempre.

–Por favor, compréndalo –insistió Pamela Standish–. No es que no nos gusten las otras dos niñas. Podríamos haber elegido a cualquiera de ellas, pero la morenita se parece más a nosotros y esperamos que eso la ayude a sentirse parte de la familia.

–Cariño, quizá podríamos pensarlo… –intervino su marido.

–No podemos –lo cortó su esposa, con más dureza de la que a Virginia le hubiera gustado–. Y querríamos que se guardara el archivo hasta que cumpla los dieciocho años. Aunque pensamos decirle que es adoptada, no quiero que nadie mire sus papeles hasta que sea mayor de edad.

Virginia intercambió una mirada con sor Gladys, la tierna monja que ayudaba a cuidar de las niñas.

–Hay leyes que la protegen de eso, señora Standish.

–Yo le he escrito una nota –dijo sor Gladys–. Sobre su estancia aquí y sobre sus hermanas.

–Yo no quiero que sepa nada de ellas –insistió Pamela Standish–. Eso la haría sentir que se ha perdido algo, que le falta algo.

–Pero tiene que saberlo –perseveró sor Gladys–. Algún día podría querer conocer a sus hermanas.

–Calle, sor Gladys –la reconvino Virginia–. Eso depende de ellos y usted lo sabe.

La discusión fue interrumpida por una vocecita. La niña rubia, Lily, se dirigía hacia su hermana apoyándose en unas piernecillas aún temblorosas.

–Lau –repetía, decidida. Lily era la más obstinada de las tres y nunca dejaba que nada se interpusiera en su camino.

Pamela Standish puso un brazo protector sobre Lauren, como si temiera que la pequeña Lily se la quitara.

–Hola, Lau –sonrió la niña, abrazando a su hermana–. Te quiero, Lau. No te vayas. No te vayas.

Sor Gladys empezó a llorar.

Capítulo 1

 

El frío viento que soplaba desde el río Hudson atravesaba el delgado abrigo de Laurel Midland, haciendo que las hojas bailaran bajo la verja de hierro de la mansión Gray.

A ambos lados había hectáreas y hectáreas de viñedos. Era un paisaje muy solitario y la casa parecía aislada de todo.

Laurel miró, insegura, el taxi que ya se alejaba por la estrecha carretera.

Ella nunca había trabajado antes como niñera, pero había aceptado el puesto porque sabía que era capaz de hacerlo y hacerlo bien.

Pero mirando la casa que tenía delante empezó a preguntarse si aquello habría sido un error. Aquel sitio parecía un mausoleo. Era difícil imaginar que alguien viviera allí y mucho menos una niña de seis años.

Desde luego, no se veía ninguna señal de que allí hubiera un niño; ni una bicicleta, ni juguetes de plástico, ni muñecas abandonadas en el jardín…

Nada.

Por un momento, Laurel consideró la idea de darse la vuelta, pero eso era imposible. Necesitaba dinero y también la protección que una fortaleza como la mansión Gray podía ofrecerle. Tendría que olvidar su aprensión como fuera.

Además, cuidar de una niña pequeña era mucho más fácil que el trabajo que había estado haciendo durante los últimos tres años: cuidar niños enfermos en Europa del Este, poniendo vacunas y enseñándoles a hablar inglés. Aquel trabajo sería el intermedio perfecto entre el infierno por el que había pasado y la vida que estaba decidida a vivir.

Una vida tranquila, en el norte del país quizá, como profesora.

Una vida normal.

¿Lo conseguiría algún día? Dado su pasado, no parecía posible.

Y dado su presente… en fin, la idea parecía inverosímil. Su situación nunca podría ser normal.

¿Podría encontrar la manera de salir de aquel embrollo?

El viento volvió a levantarse y el frío la hizo temblar. Nunca se había sentido tan sola. No quería dejarse llevar por el miedo, pero había algo tan siniestro en aquel viento helado… como si estuviera advirtiéndole en susurros que saliera corriendo mientras pudiera hacerlo.

Pero Laurel nunca había huido de nada y no pensaba hacerlo ahora, por mucho miedo que tuviese. Como la mayoría de las emociones, era una ilusión. Una mentira.

Una de tantas mentiras en su vida.

De modo que levantó una mano y pulsó con firmeza el timbre de la entrada.

Enseguida oyó un chasquido y luego una voz:

–¿Sí? ¿Quién es?

–Laurel Midland. La nueva niñera.

–Ah, sí, espere, por favor.

Volvió a oír el chasquido y luego, unos segundos después, la verja de hierro empezó a abrirse, como los brazos del juicio final abriéndose para ella.

Laurel sacudió la cabeza y sujetó con fuerza la maleta en la que llevaba todas sus pertenencias: algo de ropa, su pasaporte y documentos personales y la pulserita con su nombre que había llevado de pequeña en el hospital.

Respirando profundamente para darse valor, tomó el camino que llevaba a la casa.

Levantó el brazo para llamar al timbre, pero la puerta se abrió de inmediato y una mujer bajita y gruesa de pelo blanco la saludó con una sonrisa.

–Señorita Midland, nos alegramos muchísimo de que haya llegado. Yo soy Myra Daniels, el ama de llaves. Llevo aquí cincuenta años. Pase, por favor, no se quede ahí, hace mucho frío –la mujer le quitó la maleta y, sin dejar de hablar, la acompañó por el hermoso vestíbulo de mármol–. Bienvenida a la mansión Gray –dijo luego, dejando la maleta al pie de una gran escalera.

–Gracias –respondió Laurel, quien debía admitir que, por el momento, el recibimiento estaba siendo más cálido de lo que esperaba.

–Usted se encargará de Penny. Tiene seis años y la pobre lo ha pasado muy mal. Sus padres sufrieron un accidente de tráfico en Italia hace año y medio y su madre, Angelina, murió.

El corazón de Laurel se encogió de compasión por la niña a la que aún no conocía.

–Lo siento mucho.

Myra Daniels asintió con la cabeza.

–Fue una tragedia. Su padre está buscando alguien que cuide de ella, pero tiene sus propias ideas sobre la clase de niñera que debería ser… y se equivoca.

Laurel se percató de que no había dicho que estuviera llorando la muerte de su esposa, pero no iba a preguntar, naturalmente.

–¿Qué clase de persona considera adecuada para educar a su hija?

Myra hizo un gesto con la mano.

–No se preocupe por eso. Usted será perfecta, se lo digo yo. Miles subirá su maleta a la habitación… ¡Miles! ¡Miles!

–Ya voy, ya voy –un hombre alto y encorvado, tanto que su postura era casi una interrogación perfecta, se acercó por el pasillo. Su cabeza calva brillaba bajo los apliques de luz de la pared–. No hace falta que grites… Ah, hola. ¿Es usted la nueva niñera?

–Sí, lo soy. Me llamo Laurel Midland –contestó ella, ofreciéndole su mano.

–Miles Kerry –sonrió el hombre, revelando una boca de dientes torcidos–. Es usted muy joven.

–No tan joven, no crea.

–¿Ha conocido a Gray?

–No, aún no –contestó Myra Daniels por ella–. Tú sube su maleta a la habitación mientras yo le enseño la casa.

–Eso no será necesario –oyeron una voz masculina tras ellos–. No va a quedarse.

Sorprendida, Laurel se volvió para ver a un Adonis acercándose por el pasillo. Llevaba ropa informal pero, por alguna razón, a él le quedaba como si fuera vestido de gala. De hecho, por su rostro y su forma de caminar, tenía un aspecto exageradamente formal, casi estirado.

–Es el señor Gray –le informó Myra, tomando a Laurel del brazo–. Charles, te presento a Laurel Midland, la nueva niñera de Penny.

Él miró al ama de llaves con gesto impaciente y luego se volvió para clavar sus ojos en Laurel. Tenía un rostro de facciones hermosas: nariz recta, labios firmes, una mandíbula sólida y masculina y el pelo de un tono castaño claro que le daba el aspecto de un chico joven que hubiera estado jugando todo el día al aire libre.

Pero esos ojos, fríos y penetrantes, definían toda su apariencia. Esos ojos eran los ojos de un hombre que había visto demasiado y dudaba de todo.

–Me parece que habíamos dejado bien claro este asunto –le dijo al ama de llaves.

–Sí, desde luego –asintió Myra–. ¿No vas a saludar a la señorita Midland?

Todos se quedaron en silencio y Laurel decidió tomar al toro por los cuernos.

–Encantada de conocerlo, señor Gray –sonrió, ofreciéndole su mano. Lo mejor sería portarse con normalidad, pensó. Sería una tontería dejarse intimidar.

Pero cuando él miró la mano, sin estrecharla, Laurel la apartó.

–Me alegra mucho estar aquí.

Charles Gray la miró de arriba abajo.

–¿Ah, sí?

–Sí… y estoy deseando conocer a Penny –contestó ella. ¿Qué otra cosa iba a decir? Al fin y al cabo, aquel hombre iba a ser su jefe–. Estoy segura de que vamos a pasarlo muy bien juntas.

–Van a pasarlo muy bien –repitió él, mirando a Myra Daniels antes de volver a mirarla a ella–. ¿Cree que ésa es la labor de una niñera, que la niña a la que cuida lo pase bien?

Laurel no sabía cuál era la respuesta correcta a esa pregunta… o más bien la respuesta que aquel hombre esperaba, pero decidió que lo mejor sería mostrarse sincera.

–Yo creo que es una parte importante del trabajo.

Él miró a la señora Daniels de nuevo.

–Supongo que verás cuál es el problema.

–¿Perdone? –inquirió Laurel.

Charles Gray no se molestó en mirarla siquiera.

–Lo más importante no es que mi hija lo pase bien sino su educación, como todos vosotros deberíais saber.

De repente, Laurel sintió que estorbaba, como si estuviera en medio de una discusión que no le concernía.

–Charles, tienes que darle una oportunidad –le rogó la señora Daniels.

–Lo siento –murmuró Laurel, cortada–. ¿Puedo hacer algo para aliviar su preocupación, señor Gray?

Él se volvió para mirarla.

–No, me parece que no.

Laurel sintió que el puesto de trabajo se le escapaba de entre los dedos.

–Sé que es difícil encargar la educación de su hija a otra persona, pero le aseguro que la niña y yo nos llevaremos muy bien. No tiene por qué preocuparse.

Gray la miró, con una media sonrisa irónica.

–Es usted muy optimista.

–En este tipo de trabajo, yo creo que es bueno ser optimista.

La verdad era que debía ser optimista. De no ser así, y dada la triste situación de su vida, tendría problemas para levantarse de la cama cada mañana.

–Yo diría que es mucho mejor ser realista –replicó Charles Gray–. En cualquier tipo de trabajo.

Ella se encogió de hombros.

–Es posible. Pero es mejor para Penny que yo sea optimista.

Gray pareció contener una sonrisa o un gruñido, no estaba segura.

–¿Y para quién es mejor que sea usted tan discutidora?

Laurel sonrió.

–Yo prefiero pensar que soy persistente. La persistencia es buena para todo.

Él asintió, pensativo.

–Señorita…

–Midland.

–Señorita Midland, parece usted una buena chica.

A Laurel no le gustó nada lo de «chica», pero no dejó de sonreír ante lo que, con toda seguridad, para él era un halago y no una observación condescendiente.

–Gracias.

–De modo que lo que voy a decir puede sonar un poco brusco –Gray arrugó el ceño–. Y le pido disculpas de antemano.

–No lo entiendo.

Miles, que estaba a su lado, dejó escapar un largo suspiro. Cuando Laurel lo miró, el hombre parecía alegrarse de no ser él quien estaba recibiendo lo que empezaba a sonar como una reprimenda.

Myra Daniels lo fulminó con la mirada.

Evidentemente, Charles Gray tenía acobardados a sus empleados, pero Laurel estaba decidida a no dejarse asustar.

–¿Qué quiere decir con eso?

–Ah, veo que es usted muy directa –sonrió él entonces. Y esa sonrisa transformó su rostro. Pasó de ser amenazador a enormemente atractivo. Los dientes blancos, perfectos, de un capitán de fútbol, las arruguitas alrededor de los ojos verdes, un principio de hoyitos en las mejillas…–. Eso me gusta.