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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Olivia M. Hall

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Conseguir un amor, n.º 1681- marzo 2018

Título original: Acquiring Mr. Right

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-786-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Krista Aquilon aparcó junto a la entrada de la compañía Electrodomésticos Heymyer. El reluciente Sedan rojo era su primer coche nuevo, un regalo de cumpleaños que se había hecho a sí misma, del que estaba muy orgullosa.

Aunque ese pensamiento solía alegrarla, no lo hizo aquel día. Abrió la puerta y entró en el edificio.

Era domingo dos de abril. El día después de su cumpleaños.

Siempre intentaba mantener el domingo como su día libre, para poder tener algo parecido a una vida personal, pero aquel día era una excepción. La salud de la empresa la importaba más que su propio bienestar. Y, como jefa del departamento de finanzas, tenía mucho por lo que preocuparse. No le iba muy bien a la compañía. Y todas sus sugerencias para evitarlo habían sido ignoradas.

Al detenerse para cerrar la puerta de la entrada, se dio cuenta de que había un deportivo rojo aparcado a un lado del edificio, en un espacio estrictamente reservado para el señor James M. Heymyer, su jefe de ochenta años, muy amante del protocolo. El concepto de protocolo que él tenía, pensó, pues ella era mucho menos clasista en sus puntos de vista.

Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando imaginó la cara que pondría el señor Heymyer al ver que alguien había aparcado en su sitio. Ni siquiera Mason, su hijo y discípulo, se atrevería a hacerlo. Sin embargo, como era domingo, el jefe no estaría, así que no importaba.

Regresando a los pensamientos que la habían llevado hasta allí, cruzó el vestíbulo de entrada y subió las escaleras al segundo piso.

Todos los ejecutivos tenían sus despachos allí. Los otros empleados lo llamaban «la zona VIP». Ella había entrado a trabajar en la planta como becaria, mientras estaba estudiando, y hacía tres años que había ascendido para formar parte de la zona VIP. Tras licenciarse en Empresariales, le habían nombrado directora de contabilidad, para ascender de nuevo a jefa del departamento de finanzas el otoño anterior, cuando había terminado su doctorado.

Con veinticinco años, aquello podría considerarse todo un éxito, pero Krista estaba segura de que su ascenso se debía a que el viejo jefe no había encontrado a nadie más para ocupar su puesto, que llevaba dieciocho meses vacío, desde que el anterior director lo había abandonado.

Sólo con echar una mirada a los libros de contabilidad, cualquier persona en su sano juicio hubiera rechazado el cargo, se dijo a sí misma, aunque había algo que le había impedido rendirse.

Sin embargo, si alguien no llegaba con una solución, Electrodomésticos Heymyer estaba en las últimas.

Heymyer fabricaba productos con su propia marca, aunque también hacía manufacturas para otras compañías. De hecho, aquella era su fuente principal de ingresos. Habían perdido un contrato muy importante la semana anterior y, sin él, carecerían de liquidez suficiente para pagar los sueldos de los empleados a finales de julio.

En una ciudad del tamaño de Grand Junction, Colorado, con una población de cincuenta mil personas, el cierre de la compañía dejaría sin trabajo a miles de ellos, causando un serio impacto en la comunidad. La ciudad perdería una de sus más importantes fuentes de ingresos. Las tiendas de ropa y regalos para bebés se tambalearían. Muchas de ellas cerrarían. Incluso los profesionales liberales, como abogados y médicos, se verían afectados.

Pero lo peor de todo era que las familias sufrirían. El miedo y la tensión provocaba peleas y matrimonios rotos. Los niños saldrían perjudicados. Y aquello era lo que le preocupaba más que nada. Ella sabía lo que era sentirse desvalida y llena de miedo en un mundo donde a nadie parecía importarle uno.

Al llegar al último escalón, se detuvo. Había una luz encendida al otro lado del pasillo. Era la del despacho del director general y presidente de la compañía. Su instinto le advirtió de que algo malo pasaba.

O, tal vez, el jefe había tomado por fin en serio sus advertencias sobre la situación de bancarrota y estaba estudiando sus propuestas de cambios y mejoras.

¿Pero cómo iba a conducir James Heymyer un deportivo rojo? De ninguna manera. Entonces, ¿quién estaba en su despacho?

Mientras caminaba por el pasillo, escuchó voces. Voces masculinas. Una de ellas era la del jefe. El timbre bajo y matizado de la otra persona le era desconocido. Se detuvo un momento, para escucharlo. La profundidad y resonancia de aquella voz se percibían casi como una caricia.

 

 

Krista acababa de sentarse y sacar de su maletín el último balance de cuentas, cuando Heymyer abrió la puerta de su despacho.

—Buenos días, James —le saludó.

Desde el momento en que le habían nombrado directora de departamento, había empezado a llamar al jefe por su nombre de pila. Recordó la primera vez que le había llamado James, haciendo que casi se le salieran las cejas de la frente de asombro. Ella tenía sus propias opiniones sobre mantener una igualdad con los demás ejecutivos, todos los cuales llamaban al jefe «James», y sobre ser tomada en serio por ellos. Y por el jefe.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? No sabía que planeabas venir hoy —la recriminó Heymyer.

—La oficina suele estar vacía los domingos. Está silenciosa y tranquila. Y quería estudiar algunos informes financieros antes de la reunión de mañana.

Krista mantuvo una expresión de placidez. El jefe había dejado claro hacía tiempo que no quería saber nada de nuevas ideas para salvar la compañía. Sin embargo, cuando ella expusiera los problemas de liquidez al día siguiente, él iba a tener que enfrentarse al hecho de que la bancarrota era inminente. Una rabia de impotencia la atravesó, haciéndole difícil no recordar todo lo que podían haber hecho para salvar la compañía. Si la hubiera escuchado.

—Supongo que no pasa nada porque conozcas a Lance hoy —señaló Heymyer, en tono de resignación.

¿Lance?

Debía de ser el dueño del deportivo rojo, pensó Krista. El mismo que había hecho ir al jefe a la oficina en domingo, un acto tan fuera de lo común que ella no podía ni imaginar sus motivos. Una alarma instintiva sonó dentro de ella de nuevo. Reticente, apagó su ordenador y se dirigió al despacho de James. Se sentía molesta. No había esperado encontrarse a nadie, por lo que iba vestida con vaqueros, camiseta y zapatillas. Sin maquillaje.

Bueno. No importaba. En una compañía pequeña y familiar como aquélla, todos vestían de manera bastante informal, hasta James… a menos que tuviera una cita con los banqueros. En aquellos casos, todos los ejecutivos eran advertidos para que se pusieran sus disfraces de hombres de negocio triunfadores.

Entraron en el despacho grande, donde tantas veces Heymyer había hecho trizas a sus empleados, dejando sus egos por el suelo. Krista había sido testigo de cómo hombres maduros habían estado a punto de llorar cuando él había desaprobado sus informes. También a ella le había tocado alguna vez recibir sus afiladas críticas.

Krista se detuvo en medio del enorme despacho, cuando un hombre, parado junto a la ventana, se giró para mirarlos.

—Lance, ésta es la ejecutiva de finanzas de la que te hablé —dijo James, haciendo las presentaciones—. Krista, éste es Lance Carrington.

—¿Cómo estás? —saludó ella, tratando de mantener la ansiedad alejada de su rostro.

Tuvo una sensación extraña y desagradable. ¿Qué le había dicho James sobre ella? ¿Y por qué?

—Bien, gracias. Krista… Aquilon, ¿no es así?

Ella asintió con la cabeza y, sin pensarlo, deletreó su apellido, como siempre había tenido que hacer con sus profesores y compañeros de trabajo. La mayoría de la gente no sabía cómo transcribir la pronunciación de forma correcta.

Una sonrisa se dibujó en la cara de él. Era una sonrisa cálida y… y mostraba cierta familiaridad, como si la conociera bien.

Al notarlo, Krista sintió una sacudida de perplejidad en su interior, que interrumpió sus procesos mentales. Se quedó mirando al recién llegado, sin palabras. Iba vestido de manera informal, con pantalones azules y camisa blanca, con las mangas remangadas hasta los codos. Su cabello negro tenía una atractiva onda sobre la frente y se veía brillante y saludable, iluminado por los rayos de sol que entraban por la ventana. Sus ojos eran grises, como la lluvia de invierno, y miraban de forma directa.

James los invitó a sentarse, ocupando su sitio en la silla tras la gran mesa, con una extraña expresión en su rostro.

—Bueno, imagino que aquí deberías sentarte tú —indicó a su invitado.

Confundida, Krista miró a James y al desconocido.

—Mañana, en la reunión de ejecutivos —continuó el hasta entonces jefe— anunciaré la venta de la compañía a Lance.

Las noticias la sacudieron como un golpe en la cabeza, despertando en ella con un millón de preguntas. Se sintió igual que otras veces en su pasado, cuando las cosas se habían modificado sin su consentimiento. Le resultaba familiar la sensación de incertidumbre causada por los pequeños trucos sucios de la vida. Pero ya no era una niña. En lugar de miedo, sintió rabia en su interior ante aquel anuncio.

—A SCC, la verdad —puntualizó el visitante, con su mirada puesta en Krista como si pudiera ver dentro de ella y adivinar la confusión que estaba sintiendo.

Entonces, ella se dio cuenta de que conocía aquel nombre. Lance Carrington. Tiburón de los negocios. Las piezas comenzaron a encajar en su mente a la velocidad de la luz. Una revista financiera había publicado una entrevista con él hacía un año. Su compañía, SCC o Sistemas de Control Computerizado, era la cabeza de una corporación que englobaba a todas las otras empresas que había ido absorbiendo a lo largo de los años. Bajo la bandera de SCC, había comprado negocios en quiebra, los había remodelado y vendido o fundido como parte de sus operaciones. No necesitaba una lupa para darse cuenta de lo inminente: había llegado el fin de Electrodomésticos Heymyer. Mil empleados sin trabajo. Familias asustadas sin entrada de dinero en sus casas. Todo por la tozudez en un hombre y su maldita indiferencia. Además de todo el tiempo y esfuerzo que ella había invertido, tirado a la basura. Días y noches estudiando las cuentas, investigando modos de salvar la compañía, proponiendo cambios, cualquier cosa con tal de evitar su lento declive. Todo aquel trabajo para nada.

Una profunda rabia se apoderó de ella, mientras miraba los ojos grises y sin expresión de Lance, helados como un lago de montaña en invierno. Volviéndose, miró de frente a su antiguo jefe:

—¿Has vendido la planta entera?

—Sí.

Su tono de voz fue agresivo, como advirtiéndola de que no tenía ningún derecho a opinar. La suya era una compañía privada y los dueños eran su esposa, su hijo y él. Pero, a pesar de todo, ella era la directora del departamento financiero y debía haber participado de la decisión.

—¿Tu esposa y tu hijo están de acuerdo?

—No tienen elección —replicó, hundiéndose en su sillón.

—Parece que me perdí la reunión donde se decidió la venta —señaló ella, incapaz de ocultar un tono helado en su voz.

—Fue por videoconferencia. Hace dos fines de semana —se excusó James, ante la silenciosa mirada reprobatoria de su interlocutora.

Krista hizo un rápido repaso de lo que había hecho el último mes. Hacía dos fines de semana había estado visitando a su familia en Idaho. Eran las primeras vacaciones que se tomaba en meses y habían coincidido con la presentación de una escultura hecha por su amado tío Jeff, con motivo de las fiestas populares de la primavera.

Sin duda, su ausencia había sido muy conveniente. Con la mayoría de las acciones en manos de James, su esposa y su hijo se habrían visto obligados a someterse a su decisión de venta.

—¿Sabes quién es? —le increpó, tratando de hablar en un tono bajo y controlado—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

Incapaz de permanecer sentada, se levantó y caminó hacia la ventana, volviéndose de manera abrupta para encarar a los dos hombres.

—Hice sólo lo que debía —respondió James, mostrando fastidio en la expresión de su cara.

Krista sintió su tristeza y reconoció la rabia y el desagrado en sus ojos. Lentamente, la pena suplantó su propio enojo. Ella sabía lo que se sentía al ser forzada a aceptar circunstancias no deseadas, bajo designios de un destino que no puede cambiarse. Sí, lo sabía muy bien… Pero la diferencia era que él podría haberlo cambiado, se recordó a sí misma, con severidad. Si sus propuestas hubieran sido puestas en práctica hacía un año, las cosas hubieran sido diferentes.

Pero James se había negado a aceptarlas, tal vez porque estaba demasiado cansado o porque su visión era demasiado limitada como para aceptar un futuro diferente. Sangre nueva. Eso era lo que hacía falta. Renovación.

Krista observó a Lance Carrington con detalle. Era un hombre joven. De alrededor de treinta y cinco años. Pero la renovación no podría llegar de la mano de un tiburón. Los tipos como él sólo estaban interesados en sacar beneficios rápidos, no en la inversión a largo plazo necesaria para sacar la compañía adelante.

De acuerdo, era un trato cerrado. Krista había aprendido hacía mucho tiempo que la gente tenía que moverse cuando la vida les obligaba a ello. Mil personas tendrían que reciclarse. Incluyéndose ella.

—Sabes, James —comenzó Lance Carrington, con la mirada perdida como si estuviera pensando en voz alta—. Krista es una de las ejecutivas. Ella puede presentarme a los demás mañana, si lo prefieres. De esa manera, no tendrías que venir —añadió, con los ojos puestos de pronto en ella.

—Es una gran idea —opinó James, obviamente aliviado por verse libre de pasar aquel mal trago.

Cobarde, pensó Krista. Cuando las cosas se ponían feas, mucha gente supuestamente dura salía corriendo como alma que lleva el diablo. Bueno, por una vez, ella no se iba a quedar a recoger los platos rotos. Tampoco iba a ser la traidora que asegurara a los empleados, personas con las que había estado trabajando durante casi seis años, que todo iba a estar bien, cuando sabía que no sería así.

—¿Así que queréis que presente al hombre que va a cerrar la planta, dejándonos a todos sin trabajo? —protestó, con aire burlón, observando a los dos hombres en silencio por un rato—. No, gracias. Dimito —sentenció, saliendo por la puerta.

 

 

—Volveré en un minuto —se disculpó Lance, saliendo al pasillo justo a tiempo de ver cómo la cabeza de Krista desaparecía por las escaleras.

La siguió, bajando los escalones de dos en dos, hasta alcanzarla en la puerta principal.

Krista soltó una maldición mientras trataba de abrir la cerradura con su llave. Su mano temblaba, no mucho, lo suficiente para ponérselo difícil. Sus ojos brillaban con furia.

—Espera —dijo él, ofreciéndose a ayudarla.

Ella lo miró desafiante. Era una mujer alta, alrededor del uno setenta y cinco. Aun con vaqueros y una camiseta, destilaba un aire de elegancia que Lance encontró muy atractivo. En medio de un pesado silencio, frunció el ceño por el enfado y Lance borró su sonrisa, dándose cuenta de que era mejor dejar aquellos pensamientos para otro momento. Podía comprender que estuviera enojada, al menos desde el punto de vista de ella.

Desde la perspectiva de Lance, el problema era otro. Tras estudiar las cuentas de la compañía durante los dos meses anteriores a su compra, se había preparado para dejarse impresionar por su gurú financiero. Conocía su claridad de pensamiento, las ideas que había propuesto y su excelente aptitud para los negocios. Pero no había contado con la posibilidad de que aquella mente brillante tuviera un físico tan atractivo. Aquella melena, aquellos grandes ojos marrones, su piel aceituna ligeramente sonrosada en los pómulos…

Con un gruñido de exasperación, Krista consiguió abrir la cerradura y salió, antes de que Lance pudiera poner un poco de orden en sus pensamientos.

Trató de alcanzarla, cerca ya de su coche.

—Quiero explicarte algo.

—Deja paso —le espetó ella, sin aminorar su marcha.

Al llegar a su coche, Krista apretó el botón de su llavero y las puertas se desbloquearon. Entonces lo encaró.

El sol de abril se reflejaba en la cara de ella, dando la impresión de que brillaba con luz propia. Lance se fijó en que sus pupilas eran oscuras por dentro y doradas en los bordes. Su cabello negro le caía como una cortina sobre los hombros y él sintió que deseaba tocarlo. Tocarla.

—¿Qué quieres? —le preguntó, interrumpiendo sus pensamientos.

—Nadie va a perder su trabajo —contestó, sorprendido y un poco irritado porque no podía concentrarse.

—Ya —replicó ella con sarcasmo.

—Es cierto. Si los empleados son capaces y leales no tienen nada que temer.

—¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo necesitarás para vender las partes del negocio que sean rentables y cerrar lo demás, sin dejar ningún resto de Electrodomésticos Heymyer? Excepto el nombre, que también puedes vender, ya que es una marca reputada.

—No tengo planes de hacer eso.

Lance tenía planes para la compañía pero no pensaba discutirlos con Krista hasta que ella estuviera de acuerdo en seguir en su puesto y en trabajar con él.

—Ya. Seguro que convertirás la empresa en un éxito.

—Como tú has intentado hacer en los últimos tres años —añadió él, con suavidad.

Krista se puso tensa y sintió una brizna de resentimiento. Entonces, lo miró:

—Yo no hice nada. Sólo llevaba las cuentas.

El silencio burbujeó entre ellos mientras se estudiaban el uno al otro. A su alrededor, el desierto florecía tras las últimas lluvias, trayendo aromas de cedro y salvia. El mundo parecía fresco y nuevo. La empresa estaba situada entre los ríos Colorado y Gunnison y Lance podía escuchar el susurro de las aguas corriendo. Estaba deseoso de dejarla hacer lo que ella quisiera… hasta cierto límite. Es decir, siempre que cooperara con él para hacer de su nueva adquisición una compañía rentable.

—Espero verte en la oficina mañana a las ocho —dijo, endureciendo su tono.

—Lo siento. Ya no trabajo aquí —replicó ella, casi golpeándole en el pecho al abrir con fuerza la puerta de su coche.

Lance se echó a un lado y, luego, dio un paso al frente, impidiéndole cerrar la puerta. El calor que ambos cuerpos irradiaban, uno frente a otro, le hizo pensar de nuevo en la atracción física que sentía. Sintió cómo las energías de sus cuerpos se unían creando una gran fuerza, como ocurre en la unión de dos ríos.

—No acepto tu dimisión.

Las pestañas de Krista dejaron ver una llamarada de rabia en sus ojos dorados. Era todo fuego y resplandor, como una gema preciosa. Y Lance quiso capturar ese fuego, quiso hacer suyo su brillo.

Por el bien de SCC, por supuesto. En lo relacionado con los negocios, no había sitio para la pasión. Aquello era parte de su vida personal y no de su agenda de trabajo. Sin embargo, su cuerpo le sorprendió con una reacción incontrolable. Invadido por la pasión y el deseo que le despertaba aquella mujer brillante y hermosa.

—No puedes obligarme a que me quede.

—Lo sé. Te lo estoy pidiendo.

—No.

Lance se echó hacia atrás, mientras ella se subía al coche.

—Así que era mentira.

—¿Qué?

—Toda tu preocupación porque el sitio se cerrara y la gente perdiera sus empleos.

—No. No lo era. Me importa.

—Entonces quédate y ayúdame a convertirla en una compañía rentable. James dijo que tenías muchas ideas. Quiero escucharlas.

Krista dejó escapar su risa, provocando en él una nueva oleada de deseo.

—James dijo que eran ideas de bombero. ¿Seguro que quieres escucharlas?

—Sí —contestó, metiendo las manos en sus bolsillos y sonriéndola, de colega a colega—. Creo que podemos darle la vuelta a esta compañía y convertirla en una de las más prósperas del país. ¿Qué le parece la propuesta a una directora financiera que, según James, tiene la tenacidad de un bulldog y cientos de buenas ideas?

—Bien, si es verdad lo que propones.

—Lo es —replicó él, ofreciéndose a estrechar su mano—. Entonces, ¿hay trato?

Ella levantó las manos, como para apartarle.

—¿Qué trato?

—Te quedarás al menos seis meses y me ayudarás a levantar la compañía.

—¿Como directora financiera?

—Tal vez.

Krista puso el motor en marcha:

—No me gustan los juegos —replicó con frialdad.

—Lo siento, de veras. Lo digo en serio. Eres muy valiosa para la empresa pero aún no estoy seguro de cuáles serán los títulos y los cargos. Por ahora, eres todavía la directora financiera. ¿Trabajarás con nosotros?

Lance sintió cierta ansiedad mientras esperaba su respuesta. Había tratado de convencerla apelando a todo el tiempo y energía que ella ya había invertido en la compañía, además de despertando su curiosidad por qué pasaría en el futuro. Cuando una ligera sonrisa curvó los labios de Krista, él supo que se había decantado a su favor.

—Sí. Lo haré. Seis meses. Después, ya veremos —dijo, extendiendo su mano.

Una corriente eléctrica subió por los brazos de Lance mientras estrechaban las manos. Seis meses, pensó, mientras la veía alejarse en su coche. Podían pasar muchas cosas en seis meses. Podían construir un equipo de trabajo. Podían levantar una compañía. Cualquier vestigio de atracción sexual entre ellos debía ser eliminado.