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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Stella Bagwell

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Defensa apasionada, n.º 1684- marzo 2018

Título original: His Defender

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-789-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Nunca he querido matar a nadie y quien diga lo contrario miente!

Ross Ketchum se detuvo en mitad del despacho del rancho T Barra K el tiempo suficiente para mirar furioso a su hermana y su nuevo cuñado.

—¿Y la vez que te metieron en el calabozo por intentar estrangular a Lance Martin? —preguntó Victoria.

Ross echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que resonó por toda la habitación.

—Eso no fue más que una pelea de adolescentes, y Lance necesitaba que alguien le bajara un poco los humos.

Victoria intercambió una mirada de complicidad con su marido, Jess, que estaba sentado a su lado en el sofá de piel.

—Está bien —admitió Victoria—, puedo admitir que no fue más que una pelea de gallitos, pero la gente se acuerda del incidente. Y si esto llega a juicio…

—No va a llegar a juicio, hermanita —le aseguró Ross, con total seguridad—. No conmigo como acusado.

Jess Hastings no sólo era el nuevo marido de Victoria, sino también el ayudante de sheriff del condado de San Juan, y además la persona a la que Ross había presuntamente intentado matar.

Tres semanas antes, allí mismo en el rancho, alguien disparó a Jess en el hombro. Si la trayectoria de la bala hubiera ido cinco centímetros más abajo, ahora su cuñado estaría muerto.

—Victoria tiene razón, Ross —dijo Jess—. El fiscal del distrito no parece muy convencido y está hablando de presentar cargos contra ti.

Con la mandíbula apretada y el ceño fruncido, Ross se quitó el sombrero vaquero y lo lanzó con destreza al perchero de pared. El sombrero se balanceó peligrosamente unos instantes en uno de los ganchos y por fin se acomodó en su sitio. Como su vida, pensó Ross con ironía. A veces tenía la sensación de que su vida apenas se sujetaba con la punta de los dedos, aunque al final siempre terminaba con los dos pies firmemente apoyados en el suelo. Esta vez también tenía que creer que las cosas acabarían bien.

—Lo que está claro es que me han tendido una trampa —dijo ella—. Lo que significa que de ahora en adelante vamos a tener que andar con mucho cuidado.

Jess asintió, totalmente de acuerdo.

—Tienes toda la razón. Tenemos que tener mucha cautela.

Ross miró a su hermana.

—Me alegro de que ya no estés viviendo en el rancho —dijo con sinceridad.

En cuanto a Jess le dieron el alta en el hospital, Victoria decidió no seguir posponiendo la boda incluso aunque significara una sencilla ceremonia en los juzgados en lugar de una celebración por todo lo alto. Ross no entendía tanto amor y devoción. Al menos él no lo había sentido nunca por ninguna mujer, pero se alegraba de ver tan feliz a su hermana. Su matrimonio era lo único alegre que había ocurrido en el rancho en muchos años.

—Seguiré viniendo por aquí —le aseguró Victoria—, pero ahora Jess estará conmigo. Entre tanto, Neal Rankin te espera en su despacho mañana a las nueve.

Neal Rankin era el abogado de los Ketchum para todos los asuntos legales y financieros del rancho. Además de ser su abogado, era un buen amigo de Ross y Victoria desde su infancia.

—¿Rankin? ¿Para qué? —preguntó Ross, quitándose las espuelas—. ¿No me digas que hay problemas con la contabilidad del rancho?

—No, no es por la contabilidad —le dijo Victoria—. Quiere hablar contigo sobre el incidente del tiroteo.

Ross soltó una risa amarga.

—¿Desde cuándo cree que es un abogado criminalista? Me temo que a Neal le hacen falta unas buenas vacaciones.

—Con amigos como tú, seguro que necesita más que unas vacaciones —le espetó su hermana—. Pero quiere hablar contigo. Cree que tenemos que contratar… un abogado defensor para ti.

Inclinándose otra vez hacia delante, Ross se quitó las espuelas de los tacones de las botas. Llevaba todo el día subido a lomos de un caballo y estaba cansado. Quería darse una ducha y meterse en la cama. No quería hablar, ni siquiera pensar, en abogados, tiroteos y cárcel.

—No lo necesito.

—Entonces será mejor que se lo digas por la mañana —dijo Victoria—. Porque él cree que estás metido en un lío.

Sonriendo, Ross le guiñó un ojo.

—Oh, hermanita, soy el rey de los líos. Todo el condado de San Juan y la mitad del estado de Nuevo México lo sabe.

 

 

A la mañana siguiente, Ross fue a Aztec, y después de tomar un suculento desayuno a base de huevos y bacon acompañado de tres tazas de café en la cafetería La Rueda de la Carreta, se dirigió andando al modesto bufete de Neal Rankin que se encontraba a poca distancia de allí. Al llegar abrió la puerta sin llamar. Una mujer corpulenta de pelo canoso que estaba sentada detrás de un amplio escritorio le recibió con una sonrisa.

—Hola, señor Ketchum. Bonito día, ¿verdad?

—Hola, Connie. Ya lo creo que sí, un día precioso. ¿Está Neal?

Connie señaló con el pulgar hacia una puerta a la izquierda de su espalda.

—Acaba de llegar. Más vale que entre antes de que se cuelgue al teléfono toda la mañana.

Ross cruzó la oficina y entró en el pequeño despacho donde un hombre alto y rubio estaba sirviéndose un café. El apuesto abogado se volvió justo a tiempo para ver a Ross sentarse en una silla y cruzar los tobillos con las piernas estiradas.

—Supongo que no te han enseñado a llamar —dijo.

—A tu puerta no, Neal —respondió Ross sin inmutarse.

Asintiendo con la cabeza, Neal levantó la taza de café.

—¿Te apetece? —le ofreció.

—Acabo de meterme tres entre pecho y espalda en La Rueda de la Carreta —le dijo Ross—. La camarera ha estado todo el rato muy pendiente de mí —añadió con una pícara sonrisa.

—Eso se debe a que sabe que eres un hombre rico.

—Y yo que pensaba que era por mi cuerpo —rió Ross de nuevo.

—Estás loco, Ross. Tienes treinta y cinco años, y sigues igual que cuando tenías veinte.

—¿Qué necesidad hay de mejorar lo que ya está perfectamente? —sonrió Ross, alzando divertido las cejas. Y sin más dilación, como era propio de él, fue directamente al grano—. Además, el que está loco eres tú, creyendo que necesito un abogado.

Neal bebió un sorbo de café y se sentó en el sillón de cuero detrás de la mesa del despacho.

—No sólo creo que lo necesitas, amigo mío. Ya he contratado a alguien que se ocupará de tu defensa en caso de que sea necesario.

Incrédulo, Ross se echó hacia delante en la silla.

—¡No!

—Ya lo creo que sí. Estará aquí mañana por la mañana, y espero que estés en el rancho para recibirla.

Ross lo miró aún más desconcertado.

—¿Recibirla?

Neal asintió.

—Se llama Isabella Corrales. Es muy buena. Trabajó una temporada como fiscal en el condado de Doña Ana.

Furioso, Ross se quitó el sombrero.

—No sólo contratas a una mujer, sino además a una que ha sido fiscal. ¿Qué pretendes hacerme?

—Tranquilo, amigo mío —respondió Neal con calma, acostumbrado a los apasionados arrebatos de Ross—. Sólo quiero ayudarte. Esto es serio, Ross. Pueden acusarte de intento de asesinato.

—Sí, de mi propio cuñado, por el amor de Dios. Venga, Neal, cualquiera sabe que es una trampa.

—Puede, pero teniendo ya otro asesinato en el rancho, tú eres el principal sospechoso.

—¡Qué narices, yo no tuve nada que ver con ese asesinato!

—Yo lo sé, Ross, pero la policía no. Ahora está buscando pistas que le conduzca a resolver el crimen, y te tiene en el punto de mira.

—Estás exagerando, tío —dijo Ross. El alto vaquero dejó caer la cabeza en la mano y se frotó los profundos surcos de la frente—. Y ya sabes lo que pienso de las mujeres que trabajan en esa clase de profesiones —añadió en voz baja—. ¿Por qué la has contratado?

—Para que no te metan en la cárcel. ¿Te parece una buena razón?

Alzando la cabeza, Ross lo miró furioso.

—Despídela y contrata a un hombre. No tengo tiempo para una mujer ambiciosa que sólo pretende hacerse un nombre a mi costa.

—No sabes nada de ella —le reprochó Neal, garabateando en un papel—. ¿Cómo puedes juzgarla tan a la ligera si ni siquiera la conoces?

—Pero conozco a esa clase de mujeres —masculló él.

Neal estudió a su amigo en silencio durante un largo momento.

—Entérate, amigo, Isabella no tiene nada que ver con Linda. No las puedes comparar.

Linda. Al oír su nombre, una profunda amargura embargó a Ross, a pesar de que ya habían transcurrido cinco años desde que Linda lo abandonó por una oferta de trabajo. En todo aquel tiempo no logró atenuar el dolor del rechazo ni olvidar la dura lección que le había enseñado.

—Te aseguro que no he venido para hablar de Linda.

—Ni yo te he llamado para hablar de tus novias del pasado. Sólo quiero asegurarme de que no metes a Isabella en el mismo saco que las demás —le respondió Neal.

Ross respiró profundamente. Neal era su amigo, un buen amigo, y en ese momento no deseaba discutir con él.

—De acuerdo, no la conozco, y si tú dices que no es como Linda, lo acepto. Pero eso no significa que quiera que sea mi abogado.

Neal continuaba estudiándolo con detenimiento, hasta que al final se encogió de hombros y dijo:

—Está bien, Ross, si no quieres que sea tu abogada, tendrás que decírselo tú personalmente. En cuanto llegue mañana la mandaré al rancho.

Convencido de que había ganado la discusión, Ross sonrió de oreja a oreja.

—Allí me tendrá esperándola —dijo.

 

 

Isabella no podía creer que por fin hubiera vuelto a su tierra natal. Bueno, Aztec no era exactamente la Reserva Apache de Jicarilla donde nació y pasó su infancia y adolescencia, pero estaba mucho más cerca que Las Cruces, en el Condado de Doña Ana, donde había pasado los últimos dos años trabajando en la oficina del fiscal del distrito. Además, Aztec sólo era un destino temporal, se dijo a la vez que dejaba la carretera asfaltada y se adentraba por el camino de tierra que llevaba hasta el rancho T Barra K. Ya había alquilado una casa en Dulce, y en cuanto terminaran la construcción del edificio donde iba a montar su bufete, se instalaría definitivamente allí a practicar la abogacía.

Pero primero tenía que solucionar el problema del rancho. Ross Ketchum no era la clase de cliente que ella elegiría, un hombre rico y caprichoso que, a juzgar por lo que le había contado Neal, también era un arrogante y en ocasiones de difícil trato. Pero Neal le dijo que Ross la necesitaba, y eso fue fundamental en su decisión. Eso y el hecho de que Neal Rankin ayudó a la madre de Isabella, Alona, en un momento en que ésta lo necesitaba desesperadamente. Lo mínimo que podía hacer ahora Isabella era ayudar al amigo de Neal, se dijo mientras avanzaba con cierta dificultad por el camino en dirección al rancho.

Aunque nunca había estado allí, sí había oído hablar de la extensa explotación ganadera, como prácticamente todo el mundo en el norte del estado de Nuevo México. Con una superficie de cincuenta mil hectáreas, el rancho era famoso por su ganado vacuno y sus caballos en todo el oeste del país. Además, el viejo Tucker Ketchum había tenido una reputación que no tenía nada que envidiar a la de otros famosos forajidos del estado, como Billy el Niño y «Black Jack» Ketchum, aunque Neal le había asegurado que éste último no tenía nada que ver con Ross ni su familia.

A pesar de todo, Isabella sabía de primera mano que a la gente le gustaba relacionarlos.

Después de recorrer varios kilómetros sorteando los baches y rocas del camino, Isabella llegó por fin a la vivienda principal del rancho, una espectacular edificación de troncos de madera con sendas alas rectangulares a ambos lados de la estructura principal. Isabella aparcó el coche y se dirigió al amplio porche que recorría buena parte de la fachada principal.

Una mujer corpulenta de piel oscura y cabellos canos abrió la puerta. A juzgar por la mirada que le dirigió, Isabella supuso que no esperaba su visita.

—Hola —dijo a la mujer con una amable sonrisa—. Soy Isabella Corrales. Tengo una cita con Ross Ketchum.

A pesar de la cautela con que la miraba, la mujer mayor asintió con la cabeza.

—Hola. Yo soy Marina, la cocinera. Ahora Ross no está en casa, está en los establos con los hombres. ¿Quiere entrar y esperarlo aquí?

Isabella echó una ojeada el reloj. Normalmente solía ser muy puntual, pero esa vez, al calcular el tiempo que le llevaría ir desde Aztec al rancho, no tuvo en cuenta el camino de tierra y piedras que conducía desde la carretera hasta la vivienda principal.

—¿Cree que volverá pronto?

La mujer se encogió de hombros.

—La hora nunca le preocupa demasiado.

Isabella miró hacia las naves de los establos y graneros que no estaban muy lejos y decidió ir a buscar al dueño del rancho en lugar de esperar.

—En ese caso me acercaré a los establos.

La cocinera observó el vestido color crema pálido de Isabella y los zapatos de tacón a juego.

—Hay mucho polvo, señorita —le advirtió.

Isabella sonrió a la mujer.

—Un poco de polvo nunca me ha importado. Y por favor, llámeme Isabella. Estoy segura de que nos vamos a ver mucho los próximos días.

Mientras se alejaba de la casa, Isabella sentía la mirada de la cocinera clavada en la espalda, y se preguntó si la mujer sabría algo del incidente de los disparos que tuvo lugar tres semanas antes. Seguramente no mucho. En una propiedad tan extensa, debía de ser difícil controlar las idas y venidas de todas las personas que pasaban por allí, lo que era una realidad que podía tanto beneficiar como perjudicar a su cliente.

—¡Así, Ross! ¡No le dejes agachar la cabeza!

—¡Es un demonio, Ross! ¡Ten cuidado!

Siguiendo los gritos de ánimo de los vaqueros, Isabella llegó a un corral circular con vallas de metal en el momento en que un enorme caballo blanco se encabritaba apoyándose sobre las patas traseras. En la silla de montar, un hombre fuerte y moreno con un sombrero vaquero negro se esforzaba por mantenerse sobre el animal.

—Perdone, ¿ha dicho Ross? —preguntó Isabella a uno de los espectadores que estaba sentado sobre la valla.

—Sí, señora —respondió el vaquero, volviendo un momento la cabeza hacia ella y mirándola sin mucho interés—. Ése es Ross Ketchum.

A Isabella le sorprendió que el dueño del rancho hiciera un tipo de trabajo tan físico y extenuante, por no decir peligroso. Se acercó a la valla y observó la encarnizada lucha entre el hombre y la bestia.

—¡Oh! ¡Oh, no! —exclamó de repente al ver al caballo lanzar las dos patas traseras hacia atrás con fuerza y a su nuevo cliente caer con un ruido seco sobre la tierra.

—Tranquila, señora. No se ha hecho nada. Ross tiene siete vidas como los gatos.

Isabella miró con incredulidad al hombre mayor y delgado que continuaba sentado sobre la valla sin inmutarse.

—¿No le va a ayudar?

—No, señora. Ross aún no ha terminado con Juggler. Tiene que dejarle claro quién es el que manda.

Isabella apenas lo podía creer.

—¿O sea, que va a volver a montarlo?

Por toda respuesta, el hombre señaló hacia el centro del corral donde el vaquero moreno estaba montándose de nuevo a lomos del animal. Esa vez el caballo obedeció a las órdenes del hombre y recorrió varias veces el perímetro circular vallado al paso que le marcaban las espuelas de su jinete.

A la tercera vuelta, su mirada se encontró con la del vaquero, y éste tiró de las riendas y detuvo bruscamente al animal a poca distancia de ella. La brusca frenada provocó una inesperada lluvia de tierra y arena que salpicó el vestido crema de Isabella.

—¡Eh, Flaco! —gritó el vaquero al hombre de la valla—. ¿Quién es tu nueva amiga?

—Aún no he tenido la oportunidad de preguntárselo —respondió el hombre mayor, mirando a la recién llegada con curiosidad.

Isabella maldijo para sus adentros a Neal Rankin. Éste sólo le había advertido que Ross Ketchum era un hombre de treinta y tantos años bastante arrogante, pero lo que no le había dicho era que el propietario del rancho era un hombre muy atractivo, de ésos que hacían suspirar a muchas mujeres. Claro que a ella no. Ella conocía muy bien a esa clase de hombres.

Alzando la barbilla, Isabella dijo:

—Creo que sabe perfectamente quién soy, señor Ketchum. Habíamos quedado en su casa hace media hora.

El hombre levantó los ojos y miró hacia el sol, e Isabella se dio cuenta de que no llevaba reloj. Por lo visto las palabras de Marina eran ciertas.

—Debo disculparme, señorita Corrales. El tiempo vuela cuando te diviertes.

—¿A eso llama divertirse? ¿A morder el polvo? —preguntó ella en tono burlón.

La sonrisa en el rostro masculino se hizo más amplia, como si la situación le pareciera de lo más divertida.

—Todo buen vaquero termina por los suelos de vez en cuando, señorita Corrales. Son gajes del oficio —dijo, y acarició afectivamente el cuello del animal—. Y si un caballo no es capaz de tirar a un buen jinete por tierra, no es buen caballo para mi rancho. Juggler es uno de los mejores —añadió el dueño del rancho, apeándose de su montura y ofreciendo las riendas al otro vaquero—. Ocúpate de él, por favor, Flaco. Seguro que Linc quiere trabajar con él un rato más tarde.

—Claro, jefe.

El vaquero llamado Flaco bajó de la valla y sujetó las riendas del animal. Ross Ketchum salió del corral, se quitó un guante de cuero y extendió la mano derecha a Isabella.

—Hola, señorita Corrales.

Las manos encallecidas rozaron la suave piel femenina, y los dedos del hombre envolvieron los suyos.

—Llámeme Isabella —dijo ella, sin entender por qué de repente, al tenerlo tan cerca y sentir toda la fuerza de su masculinidad, se quedó un poco sin aliento.

—Isabella Corrales —murmuró él—. Un nombre precioso para una mujer preciosa.

Isabella sintió el abrasador rastro que dejaron en ella los ojos verdes claros del hombre al recorrer su rostro y después, centímetro a centímetro, el resto de su esbelto cuerpo.

Aclarándose en la garganta, Isabella retiró la mano.

—No he venido como objeto de decoración, señor Ketchum —le advirtió ella con sequedad—. Estoy aquí para ayudarlo.

Ross se quitó el guante de la mano izquierda y se metió los dos en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Cuando la miró, no sonreía.

—Le dije a Neal que no la necesitaba. Tenía que habérselo dicho él, que fue quien la contrató, pero es muy testarudo. Se empeñó en que se lo dijera yo personalmente.

Al oírlo, Isabella se sintió embargada por una profunda decepción, lo que no tenía ningún sentido. Ni siquiera había querido aceptar aquel trabajo. No le gustaban los hombres como Ross Ketchum, y debería alegrarse de que la despidiera. Pero no le gustaba la idea de ser despedida sin haber tenido siquiera la oportunidad de empezar a trabajar.

—¿Me está diciendo que no quiere que sea su abogada?

—Le estoy diciendo que no quiero abogados —repuso él con firmeza.

—Oh —Isabella se humedeció los labios con la punta de la lengua, gesto que al hombre no le pasó desapercibido—. ¿Piensa asumir usted mismo su defensa?

Entonces él sonrió de nuevo con un aplomo que la desarmó.

—No necesito ninguna defensa, señorita Corrales —afirmó con rotundidad—. El sheriff descubrirá la verdad sin necesidad de que todo este asunto llegue a juicio.

Isabella estudió el rostro masculino unos instantes, tratando de discernir si la actitud del hombre se debía al hecho de que ella fuera mujer. Y apache, para más inri.

—¿Y si no es así?

Él se encogió de hombros.

—Entonces contrataré a alguien que me defienda.

O sea, que no descartaba la necesidad de recurrir a una defensa legal.

—¿No me cree capacitada para hacer mi trabajo, señor Ketchum?

Ross frunció el ceño, sorprendido por la vehemente reacción de la mujer que lo observaba con los labios apretados.

—Escuche, señorita Corrales, no lo convierta en un asunto personal.

—De eso se ha ocupado usted al despedirme —repuso ella, con una sonrisa tensa.

—No la he despedido. Sólo he dicho que no la necesito.

—Creo que debe reconsiderar su decisión —dijo ella, sacudiéndose los restos de tierra del vestido.