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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Susan Mallery Inc.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lo mejor de mi amor, n.º 160 - junio 2018

Título original: Best of My Love

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-146-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Este libro está dedicado a Sarah S. Eres adorable y encantadora, y espero que te guste la historia de Aidan y Shelby tanto como a mí. Esta es para ti…

 

Al ser la madre de un perrito adorable y mimado, sé cuánto pueden alegrarnos la vida las mascotas. El bienestar animal es una causa que apoyo desde hace mucho tiempo. Y, para mí, eso significa ayudar a la Sociedad Protectora de Seattle. En el acto para recaudar fondos que celebraron en 2015, Tuxes and Tails (Esmóquines y colas), ofrecí Tu mascota en una novela romántica como premio.

 

En este libro os vais a encontrar con un bichón frisé llamado Charlie. Tiene una personalidad muy viva y es una preciosidad. Cada vez que aparecía en el libro, me arrancaba una enorme sonrisa. ¡Qué monada! Me encantó todo de él, desde el hecho de que intentara conducir hasta su empeño en que las comidas fueran servidas con puntualidad.

 

Una de las cosas que convierte el acto de escribir en algo especial es que obliga a interactuar con la gente de maneras diferentes. Con algunas personas hablo para investigar. Otros son lectores que quieren charlar sobre los personajes y los argumentos, y otros son fabulosos padres de mascotas. La familia de Charlie en la vida real lo adora, y él les proporciona muchas horas de alegría.

 

Quiero darle las gracias a la familia de Charlie, a Charlie y a la maravillosa gente de la Sociedad Protectora de Seattle (SeattleHumane.org).

 

Porque todas las mascotas merecen tener una familia que las quiera.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–Y lo de anoche…

Aquellas palabras fueron pronunciadas con suavidad, casi como una pregunta. Sin embargo, fueron suficiente como para que Aidan Mitchell pensara en golpearse la cabeza contra la mesa. O contra la pared. No iba a hacerlo solo porque no necesitaba que le doliera aún más la cabeza, con la resaca que se había ganado a pulso.

–No tengo nada –dijo. Tuvo que entrecerrar los ojos, porque la iluminación de Brew-haha, la cafetería en la que estaba, le resultaba demasiado brillante. Estaba allí porque, cuando un hombre se sentía tan mal como él, el café era la única solución–. No tengo excusa ni explicación.

Quería decir algo más. Que no había sido culpa suya. Pero sí había sido culpa suya.

Aidan quería decir que, normalmente, era un buen tipo. Quería a su madre, pagaba los impuestos y dirigía con éxito una empresa. Pero, en algún momento, se había convertido en un completo imbécil. Claro que, ¿para qué iba a decir algo que era tan evidente?

La mujer que estaba al lado de su mesa señaló el asiento vacío que había frente a él.

–¿Puedo sentarme?

Él asintió, pero se arrepintió al instante, porque notó otra explosión de dolor detrás de los ojos. Trató de olvidarse del dolor y concentrarse en su compañera de mesa. Shelby Gilmore tenía los ojos azules y era menuda y delicada. Tan guapa, que llamaba la atención. Sin embargo, no era para él, porque él ya lo tenía todo organizado. Nada de mujeres de su zona. Con las turistas, todo era más fácil. Y eso era lo que le había llevado a aquella situación.

Ella lo miró con fijeza mientras le daba un sorbito a su café. Parecía que estaba intentando adivinar algo. Si era algo sobre él, él debería ahorrarle el esfuerzo.

–Sí –dijo, con una voz muy grave que, sin duda, era otro efecto del alcohol que aún había en su organismo–. Soy un imbécil. Seguro que lo van a sacar hasta en el periódico.

Ella sonrió.

–El periódico ya ha salido y yo no he visto nada. Claro que… por lo general, evito la sección de «Imbéciles», porque puede ser muy deprimente.

–Chistes a mi costa. Adelante, no te cortes. Me lo merezco.

A ella le llegaba la melena por los hombros. Tenía el pelo liso, de color dorado. Llevaba flequillo. Él sabía que debía de tener casi treinta años, pero parecía más joven.

–Me gusta que te hagas responsable de lo que ocurrió –le dijo ella–. La mayoría de los chicos no lo harían.

–La mayoría de los chicos no se habrían metido en un lío, para empezar. Yo lo tenía todo bien pensado. Es lo que me está matando. Tenía un plan.

–El infierno está empedrado de buenas intenciones.

Pese a lo mal que se sentía, él esbozó una sonrisa.

–Sí. Ese soy yo, el tipo de las buenas intenciones. Evitar los líos. Y me estaba funcionando.

Ella sujetó la taza de café con las dos manos.

–Entonces, es cierto. Salías con las turistas –dijo, y estuvo a punto de sonreír–. Utilizo la palabra «salías» por cortesía. Además, hoy es el día de Año Nuevo, y es fiesta.

–Respeto. Eso me gusta –dijo él, y suspiró–. Sí, era ese gilipollas que ligaba con las turistas. Eran amistosas y estaban por la labor. Además, estaban de pasada en el pueblo. Nadie definiría eso como «salir con alguien».

–Bueno, se nota que había un plan, en líneas generales. Tú pensabas que si tenías aventuras cortas y sin complicaciones, no tendrías que enfrentarte a nada lioso, como una relación, por ejemplo. ¿Por qué?

Él entrecerró los ojos para descansar de la luz brillante.

–No quiero molestarte, pero ¿te conozco?

Ella se echó a reír.

–¿Aparte de decirnos «hola y adiós»? –preguntó. Levantó un hombro ligeramente, y volvió a bajarlo–. No, en realidad, no. Reconozco que esta es una conversación extraña, pero, de todos modos, me gustaría que me respondieras.

Aquella mañana, su cerebro funcionaba a media velocidad. Se sentía muy mal, tanto física como emocionalmente. Era el imbécil más grande que conocía y solo quería esconderse en un agujero hasta que se le ocurriera la forma de solucionar el problema. Lo cual solo podría suceder cuando entendiera qué había salido mal.

Pero nada de aquello explicaba por qué le estaba interrogando Shelby Gilmore. Tal vez uno de sus propósitos para el Año Nuevo fuera arreglar entuertos. Tal vez estuviera buscando justicia para todos los corazones que él había roto accidentalmente.

Intentó recordar lo que sabía de ella. Shelby debía de llevar unos dos años viviendo en el pueblo. Trabajaba en la pastelería. O, posiblemente, era la dueña… No lo recordaba con exactitud. La había visto por allí. Era agradable y, además, era la hermana de Kipling Gilmore; Kipling era el director del departamento de búsqueda y rescate de la zona. Aidan lo conocía de eso. También, porque estaban en Fool’s Gold, un pueblo en el que todo el mundo se sabía la vida de los demás. Ah, sí. Kipling y él eran socios propietarios de un bar del pueblo, y eso explicaba, en primer lugar, el motivo por el que estaba manteniendo aquella conversación. Aidan la miró.

–¿Cuál era la pregunta?

Ella volvió a sonreír.

–¿Por qué turistas? Eres un tipo guapo que dirige una empresa próspera. ¿Por qué no estás casado?

–No quiero sentirme atrapado –respondió él, sin poder contenerse–. ¿Me estás haciendo una entrevista de trabajo?

–No. No quiero entrometerme.

–Pero ¿vas a seguir haciéndome preguntas?

–Algo parecido. ¿En qué sentido dices lo de «atrapado»?

Él se terminó la taza de café. Antes de que tuviera la oportunidad de levantarse para ir a pedir otro, Patience, la dueña de Brew-haha, embarazada de unos cuarenta y siete meses, se acercó caminando torpemente con la jarra del café.

–Tienes una cara horrible –le dijo, alegremente–. ¿Sigues con resaca?

–Pues sí.

–Eso no es propio de ti. Casi ni me acuerdo de la última vez que te emborrachaste.

Aidan no se molestó en responder. No serviría de nada. Patience y él se conocían de toda la vida, otra de las ventajas, o desventajas, de vivir en Fool’s Gold. No había secretos, así que todo el mundo sabría ya lo que había ocurrido la noche anterior.

Shelby miró a su amiga con el ceño fruncido.

–¿Por qué sigues trabajando? Vas a romper aguas en cualquier momento.

–Sí, ya lo sé –dijo Patience, y posó la mano sobre su barriga, que era increíblemente grande–. Estoy deseando que nazca ya, y he pensado que si estoy de pie durante unas horas puede que acelere el proceso. No puedo dormir, así que, ¿para qué iba a dejar que otra persona tuviera que madrugar el día de Año Nuevo?

Otra mujer buena, pensó Aidan. Estaban por todas partes. Él no debería ni siquiera mirarla y, mucho menos, mantener una conversación con ella.

–¿Quieres una aspirina? –le preguntó Patience.

–No, gracias. Ya se me pasará.

Patience sonrió a Shelby.

–No me lo creo, ¿y tú?

–Ni por asomo, pero es divertido dejar que finja.

Se estaban burlando de él. Estuvo a punto de protestar, pero recordó que se lo merecía. Eso, y más.

Patience terminó de rellenarle la taza y volvió al mostrador. Entonces, Shelby se inclinó hacia él.

–¿Por qué dices que te sentirías atrapado si te casaras? –insistió.

No iba a dejarlo, así que lo mejor sería decirle la verdad.

–Si quieres a alguien, te sientes atrapado, y tienes que hacer cosas que no quieres hacer.

–Supongo que no te refieres a ir a restaurantes que no te gustan, ni a sacar la basura, ¿no?

–No.

–Ya decía yo. Así que lo de las turistas era una forma de mantenerte a salvo –dijo ella, sonriendo de nuevo–. Y de mantener relaciones sexuales. Dos pájaros de un tiro.

–Preferiría que no lo describieras así.

–¿Porque parece que eres idiota?

Él pensó en lo que había ocurrido la noche anterior.

–¿Qué has oído sobre la mujer?

–Algo. Cuéntame tu versión.

No estaba seguro de si ella había sido enviada para que él entendiera que merecía un castigo, o si aquella era una feliz coincidencia. De cualquiera de las dos formas, iba a soltarlo todo, y que el destino se encargara del resto.

–Yo estaba en la fiesta de Nochevieja de The Man Cave con unos amigos.

Al principio, estaba bebiendo cervezas. No tenía ninguna intención de sufrir una resaca como aquella.

–Y esa mujer se me acercó.

–¿La reconociste?

–Claro –dijo él. Más o menos–. Sabía que, probablemente, habíamos salido juntos en verano.

–¿Eso de «habíamos salido juntos» es un eufemismo que quiere decir «nos habíamos acostado»?

Él se estremeció.

–Eres mucho menos delicada de lo que pareces.

–Gracias. Bueno, entonces, ella te dijo «hola», y…

Aidan suspiró.

–No me dijo hola. Se me acercó y me dijo que no había podido dejar de pensar en mí. Que la semana que habíamos pasado juntos la había cambiado. Esperaba que yo sintiera lo mismo, porque quería dejar su trabajo y venirse a vivir conmigo a Fool’s Gold.

Shelby esperó.

–Pero no fue una semana –dijo él, con firmeza–. Si hubiera sido una semana, me habría acordado.

–¿De ella?

Él carraspeó.

–De cómo se llamaba. No me acordaba de su nombre, ni de cuándo había estado aquí. Ella se dio cuenta enseguida, se enfadó y empezó a gritar.

Todo el bar se había quedado en silencio mientras la mujer, al sentirse tan despreciada, había empezado a insultarle. Él había aceptado todos sus insultos sin responder porque no era capaz de recordar su nombre. Había pasado un par de días con ella, había hablado con ella, se había reído con ella, se había acostado con ella y, al final, se había despedido sin saber quién era.

Por eso, él era todo lo que ella le estaba llamando, y cosas peores. Para él no era malo haber estado con muchas mujeres en su vida, pero sí era malo no poder acordarse de sus nombres.

–Y ahora, ¿qué va a pasar? –le preguntó Shelby.

–Ni idea. No me gustó lo que vi en su cara. Siento haberle hecho daño. Siento haberme convertido en ese tipo de hombre. Quiero hacer mejor las cosas. Tengo que cambiar. Yo nunca he querido hacerle daño a nadie. De eso se trataba, de que nadie saliera dolido –explicó él. Agitó la cabeza y tomó un poco más de café–. ¿Y qué importa? Soy ese tipo de hombre. O, al menos, lo era.

–¿Vas a cambiar?

–Sí. Tengo que hacerlo. El no querer sentirme atrapado es una cosa, pero ser tan imbécil… Yo no soy así.

Shelby lo miró fijamente durante un buen rato y, después, asintió.

–Está bien. Gracias por hablar conmigo.

–¿Vas a darme una torta, o me absuelves?

–Ninguna de las dos cosas. Solo tenía curiosidad.

–Ah. Pues muy bien.

Ella se echó a reír.

–Sigue hidratándote, Aidan. Y la próxima vez que alguien te ofrezca una aspirina, deberías tomártela.

–Gracias por el consejo.

–De nada.

Ella se puso de pie y llevó su taza al mostrador. Aidan la observó mientras ella se ponía el abrigo y salía a la calle. Hacía una mañana muy fría.

Era guapa, pensó distraídamente. Aunque su aspecto no significara nada para él, porque, al menos, ya sabía cuál era una parte de la solución para su problema. Dejar por completo a las mujeres era una medida drástica, sí, pero también le ayudaría a arreglar las cosas. Sí, eso era lo que tenía que hacer. Alejarse de ellas totalmente. Para siempre. Desde aquel mismo instante.

 

 

Las aceras estaban barridas y la nieve estaba apilada en los bordillos. Todavía había árboles de Navidad y coronas de acebo en los escaparates, además de letreros y carteles de felicitación del nuevo año. Fool’s Gold era un pueblo en sintonía con las estaciones y con las festividades de cada una de ellas. A Shelby le gustaban los adornos que colgaban de las farolas y que cambiaban a menudo. Al lunes siguiente, la decoración navideña habría sido sustituida por los colores vivos de los Cabin Fever Days, aparecerían muñecos de nieve en los jardines y habría una competición de esculturas de hielo en el parque.

Ella ya había recibido bocetos de los diseños de varios artistas. A partir de esos bocetos, había creado una plantilla y, con ella, diferentes cortadores de galletas. Durante aquellas fiestas, la pastelería iba a vender galletas personalizadas, tanto en el local principal como en sus dos puestos itinerantes de venta.

Aquel sería el segundo año que iban a trabajar con las furgonetas de comida y el primero que ofrecerían galletas personalizadas. Ambas cosas habían sido ideas suyas, y estaba emocionada y nerviosa por las galletas. Emocionada, porque sabía que iban a ser un éxito. Nerviosa, porque eran su segunda gran sugerencia como nueva propietaria de una empresa.

El otoño anterior había entrado como socia minoritaria en Ambrosia Bakery y, algunos días, todavía no podía creer que ella tuviera parte de un negocio. ¡Ella! Aunque había disfrutado mucho estudiando en la escuela de hostelería, rápidamente se había dado cuenta de que sus clases preferidas eran las de repostería, y había cambiado sus asignaturas principales por las de Panadería y Pastelería. Después del periodo de prácticas, había conseguido trabajo, y la vida había tomado su rumbo.

Al menos, durante quince minutos, pensó con tristeza.

Entonces, su madre se había puesto enferma, y todo había cambiado.

Shelby se detuvo en una esquina. Todavía era pronto. La pastelería estaba cerrada por las fiestas, así que podía irse a casa y disfrutar de uno de los pocos fines de semana largos que tenía al año. También podría ir al trabajo a experimentar con las galletas y perfeccionar la decoración de las formas, inspiradas en las esculturas de hielo.

Como su casa era un pequeño apartamento de una sola habitación donde no la estaba esperando nadie, torció por Second Street y se encaminó hacia la pastelería. La fachada del local era blanca y tenía un precioso toldo plateado. Antes de que tuviera la oportunidad de llegar, un coche se detuvo a su lado, y de él bajó una mujer rubia.

Shelby sonrió a su amiga Madeline.

–¿No tendrías que estar de velada romántica con tu prometido?

Madeline se arrebujó en su abrigo azul y sonrió.

–Sí, pero nos hemos tomado un descanso. He venido a casa a buscar unas cuantas cosas y quería venir a saludar –dijo, y arrugó la nariz–. Sabía que hoy ibas a estar trabajando.

Shelby alzó ambas manos.

–No estoy en la pastelería.

–Estás a un metro de la puerta.

Shelby se echó a reír.

–Bueno, sí, está bien. Iba a jugar un poco con los diseños nuevos de las galletas. ¿Por qué no? Todo está muy tranquilo, y a mí me encanta hacer galletas.

–¿Habrá algo de sobra para una amiga hambrienta?

–Seguro que sí.

Shelby cerró la puerta tras ellas y encendió las luces. Le encantaba ser la primera persona que entrara al edificio. Mirara donde mirara, siempre se encontraba con la promesa de algo delicioso. Los enormes recipientes, las repisas llenas de género, los grandes hornos… Todo ello, preparado para hacer magia con unos cuantos ingredientes.

A Shelby siempre le había gustado cocinar, pero en la escuela de hostelería había adquirido la técnica necesaria para dar rienda suelta a su creatividad. Aunque apreciaba mucho la perfección de una salsa suave y sabrosa o de un buen entrante, la verdad era que la mayoría de la gente celebraba las ocasiones importantes con unas galletas, una tarta o un brownie. Nadie celebraba un aumento de sueldo comiéndose un sándwich.

A ella le gustaba formar parte de la vida diaria de la gente. Que los viernes fueran un poco más alegres por sus donuts o sus bollos. Que las bodas y las fiestas de los bebés fueran más bonitas con sus pasteles, y que en los cumpleaños hubiera tartas de todas las formas y colores.

Señaló las mesitas que había junto al mostrador. La pastelería tenía, sobre todo, clientela para despachar, pero habían colocado unas cuantas sillas para algún turista que quisiera tomar algo en el local.

–¿Qué te apetece? Hay magdalenas, aunque son de ayer.

–No te preocupes –dijo Madeline, con una sonrisa–. Cualquier cosa tuya, por muy de ayer que sea, es mejor que algo recién hecho de cualquier otro sitio.

Shelby se echó a reír.

–No me importa que lo digas solo porque eres mi amiga. Acepto el cumplido con toda mi alma.

–Como es debido.

Shelby entró en la trastienda y sacó varios botes grandes de plástico, donde guardaba las piezas que no había vendido, y seleccionó un surtido. Después puso en marcha la pequeña cafetera que utilizaban los empleados. Sacó tazas y servilletas y lo llevó todo a la pastelería.

La luz entraba a raudales por la cristalera. Aunque hacía frío, parecía que el día iba a ser soleado. Las montañas del este le recordaban a su Colorado natal, donde se habían criado su hermano y ella. Había sido un tiempo feliz y divertido; más bueno que malo, por lo menos, mientras ella era más pequeña. Al final, olvidaría todo lo malo y se quedaría solo con los buenos recuerdos.

Se sentó frente a Madeline y la observó. Su amiga tenía los ojos brillantes de amor y satisfacción.

–Te sienta muy bien estar enamorada –le dijo Shelby.

–Me siento maravillosamente bien. Es como si hubiera estado toda la vida esperando a Jonny. Cuando estoy con él, casi no puedo respirar y, cuando no estoy con él, me siento impaciente por verlo otra vez.

–El amor de la juventud –dijo Shelby, con un suspiro–. Lo recuerdo bien.

Madeline se echó a reír.

–Vamos, por favor, si tú solo tienes veintiocho años. No puedes burlarte del amor juvenil.

–No me estaba burlando. Solo estaba expresando una envidia sana. Estoy feliz por ti y me gustaría sentir un poco de lo mismo que sientes tú. Bueno, no hacia Jonny, claro.

–Eso ya lo sabía.

Shelby se levantó.

–Voy a servir el café. Después, podemos comer carbohidratos y azúcar como locas.

–Me parece muy bien –dijo Madeline, mientras la seguía a la trastienda–. ¿Cómo va todo?

Aunque era una pregunta hecha en un tono ligero, Shelby notó la preocupación. Su amiga la había encontrado llorando el domingo después de Navidad y, desde entonces, la llamaba por teléfono y le mandaba mensajes de texto a menudo.

–Estoy bien. Mejor. Solo echaba de menos a mi madre.

Sirvió dos tazas de café y volvieron a la mesita que había junto al escaparate.

–Estas fiestas son difíciles –admitió–. Siempre la echo de menos, pero estas fechas son la peor época del año.

–Es tu segundo año sin ella, ¿no?

–Sí.

El año anterior había sido peor aún. Ella estaba sola en un lugar nuevo, y Kipling estaba en rehabilitación después de su accidente de esquí. Ella había ido a pasar las Navidades con él y, después, había vuelto a Fool’s Good a seguir con su trabajo. Sin embargo, durante todas las fiestas había tenido muy presente que no tenía a nadie en el mundo, ningún familiar, salvo a su hermano. Y eso era algo que quería cambiar.

Madeline la miró con inteligencia.

–Las Navidades pasadas estabas sufriendo por una pérdida muy reciente, mientras que este año estás más tranquila. Pero Kipling se ha casado y va a tener un niño, así que, de todos modos, todo sigue siendo distinto.

–Sí, posiblemente.

–¿Puedo ayudarte de alguna forma?

–Ya me ayudas, siendo mi amiga.

–Pero… eso es muy fácil –respondió Madeline, con una sonrisa.

–Me alegro de saberlo –dijo Shelby.

Tomó una galleta de mantequilla de chocolate. Aunque tenía ya un par de días, seguía siendo tierna y dulce, con un punto perfecto de crujiente. El bocado que tomó se le derritió en la lengua.

–Bueno, y ¿te has decidido? –inquirió Madeline–. ¿Vas a intentarlo?

Shelby pensó en la alternativa. Siempre tomando malas determinaciones aunque sus razones fueran las mejores. Quería más. Por supuesto, sentirse segura era importante para ella, pero también quería lo que tenía su amiga: un hombre maravilloso al lado, alguien a quien querer y que la quisiera. Sin embargo, para encontrarlo, incluso para empezar a buscarlo, tenía que superar sus miedos.

Paso a paso. Primero, un amigo. Después, un hombre que fuera su compañero en la vida.

Shelby tomó aire.

–Voy a hacerlo –dijo, con firmeza.

Madeline enarcó las cejas.

–¿De verdad? Me parece muy bien. ¿Has elegido ya al candidato?

–Aidan Mitchell.

Madeline se quedó boquiabierta.

–¿Aidan?

Shelby asintió.

–¿Te has enterado de lo que pasó anoche?

–No. ¿Qué?

Shelby le contó el incidente de The Man Cave. Ella había oído un par de versiones diferentes antes de ir a pedirle la confirmación al propio Aidan. No ahorró detalles a la hora de describir la angustia de la pobre mujer y el arrepentimiento y la resaca que tenía Aidan aquella mañana.

–¿Y por qué te parece positivo lo que ha pasado? –le preguntó Madeline con desconcierto.

–Porque se siente fatal por la situación. Está tan decepcionado consigo mismo que dice que quiere cambiar. Y, si lo piensas, él está más o menos en la misma situación que yo. Los dos queremos ser mejores personas de lo que somos ahora.

–No –replicó Madeline–. Lo que tú quieres es superar algo malo que te ocurrió en el pasado. Él quiere dejar de ser repugnante con las mujeres. Es muy diferente.

–Bueno, sí, pero los dos vamos en la misma dirección. ¿Cómo lo ves?

Quería conocer la opinión de Madeline por muchos motivos. No solo porque confiara en su amiga, sino porque Madeline se había criado en Fool’s Gold, y conocía a Aidan de toda la vida. Si él tenía un pasado violento u oscuro, ella se lo contaría todo.

Su amiga tomó una galleta y le dio un mordisco antes de contestar.

–Si dice en serio lo de que quiere cambiar, entonces es un buen candidato. Siempre fue un buen tipo –dijo Madeline. De repente, sonrió–. ¿Y qué pasa con el sexo?

Shelby puso los ojos en blanco.

–No estoy interesada en el sexo. Esa parte de mí no me supone ningún trauma.

–¿Y si él necesita el incentivo?

–No creo, después de lo que pasó anoche. Esto no tiene nada que ver con una aventura. Es algo más importante: se trata de que los dos nos curemos de algo. Yo tengo que sanar mi corazón. O, tal vez, recuperar la confianza. No sé explicarlo. Solo sé que el hecho de ser amigos, y no amantes, es la respuesta.

–Pues que tengas suerte y consigas que él te ayude.

–Dice que quiere ser un hombre mejor –repuso Shelby, aunque no estaba segura de si estaba tratando de convencer a Madeline o de convencerse a sí misma–. Si es cierto, este es un buen modo de que lo consiga. ¿Tú crees que es el hombre adecuado para mi plan?

–Sí.

–Entonces, voy a preguntarle si está interesado.

–O, lo que daría por estar presente en esa conversación. ¿Me vas a contar lo que pase?

–Pues claro. Yo creo que le va a parecer bien. Nos ayudaremos el uno al otro y seguiremos con nuestras vidas.

–El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones… –murmuró Madeline.

Aidan había utilizado aquel mismo refrán. Las intenciones eran prácticamente resoluciones. Ella tenía las suyas para el Año Nuevo. Tenía un plan para dejar atrás el pasado y avanzar en la vida. Ahora, ya solo necesitaba un compañero que remara a favor y, en cuestión de meses, todo sería exactamente tal y como ella siempre había soñado.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Aidan se terminó la botella de agua. Estaba sudoroso y agotado, pero de un modo bueno. Era el día dos de enero, y se encontraba mejor; ya no tenía resaca, había dormido bien aquella noche, había tomado un desayuno sano y había hecho dos horas de ejercicio. Iba a convertirse en un hombre nuevo.

Iba a cumplir sus propósitos para el Año Nuevo: beber más agua, comer bien y hacer ejercicio. Ir a ver a su madre más a menudo y ayudar a los ancianos a cruzar la calle. Cabía la posibilidad, incluso, de que adoptara un perro. Eso le haría responsabilizarse de alguien y, además, sería bueno tener algo de lo que preocuparse, algo que no fuera él mismo.

Iría a casa a ducharse y cambiarse y, después, iría a la oficina a acabar algo de papeleo que tenía pendiente. Sí, virtuoso. Iba a ser su segundo nombre a partir de aquel momento: Aidan Virtuoso Mitchell.

Cuando salió a la calle, el frío se le metió en el cuerpo. Caminó rápidamente hacia el coche. Después de terminar el papeleo, iba a…

Había una mujer junto a su furgoneta y, de repente, se le formó un nudo de miedo en la garganta. Se preguntó qué otro suceso de su pasado iba a patearle el culo. O tal vez fuera la misma mujer, que había ido a pedirle una onza de carne de cerca del corazón. Se preguntó si debía dejar que le diera una paliza. Después de todo, él se la había ganado.

Continuó caminando y reconoció a la rubia menuda que lo estaba esperando. Era Shelby Gilmore la que estaba apoyada en la puerta de la furgoneta y, al verlo, se irguió y se cuadró de hombros.

Llevaba una gruesa cazadora de lana y un gorro rojo con una borla. Tenía un aspecto joven, fresco y un poco sexy.

Aidan ralentizó el paso al acordarse de que había renunciado a las mujeres y su atractivo sexual, al menos durante una buena temporada. Nada de mujeres y, menos, de mujeres de la zona.

–Hola, Aidan –le dijo Shelby en un tono alegre–. ¿Qué tal el ejercicio?

–Muy bien, gracias –dijo él, y agarró con fuerza las asas de la bolsa de deporte. Quería preguntarle por qué lo estaba esperando, pero no se le ocurría la forma de hacerlo sin parecer brusco. Había decidido que siempre iba a tener muy buenos modos.

–Te he traído unas galletas.

Le tendió una bolsa pequeña de rayas blancas y plateadas, que desprendía un olor a chocolate y, tal vez, a mantequilla de cacahuete.

–Acabo de correr diez kilómetros y de hacer una sesión de levantamiento de pesas –dijo él. Se recordó que tenía que ser virtuoso.

–Entonces, debes de tener hambre.

Ella tenía una sonrisa suave y agradable. Amigable. Lo cual estaba muy cercano a lo sexy.

Aidan volvió a reprimir aquel pensamiento. Nada de mujeres.

–No puedes enseñarle a nadie las galletas de azúcar.

Él tomó una bocanada de aire helado.

–¿Cómo?

Ella volvió a tenderle la bolsa.

–Hay algunas galletas con glaseado de azúcar. No puedes enseñárselas a nadie. Es por los Cabin Fever Days. Varios de los artistas me enviaron dibujos de sus diseños para que los convirtiera en galletas, pero se supone que son secretos, así que no puedes enseñarle las galletas a nadie.

–¿Porque otro de los tipos que hace esculturas de hielo puede robarles la idea?

Ella asintió.

–Sí. Y algunos de los artistas son mujeres. No deberías suponer que son solo hombres.

–Ya me lo imagino –dijo él. Miró la bolsa, que le resultaba muy tentadora–. Estoy intentando comer cosas sanas –añadió, más para sí mismo que para ella.

–¿Y qué tienen de malo mis galletas? –le preguntó Shelby, con sus ojos azules y brillantes llenos de diversión–. Son deliciosas. Deberías fiarte de mí.

Él tuvo muchas ganas de preguntarle por qué, y suspiró. Aquello de ser virtuoso iba a ser más difícil de lo que pensaba.

–¿Cómo conviertes esculturas de hielo en galletas? –le preguntó.

–Utilizo la silueta básica. Puedo añadir algunos detalles, pero no demasiados. Si los detalles son demasiado refinados, se desdibujan al meterlos al horno. Además, tampoco pueden ser muy difíciles de adornar, porque perdería todo el margen de beneficios si utilizo demasiadas coberturas. No por la cobertura en sí, sino por el tiempo que tengo que invertir –le explicó ella, y volvió a ofrecerle la bolsa–. Esto de las galletas es un experimento. Vamos a venderlas durante las fiestas, en nuestro quiosco.

Estaba hablando demasiado deprisa. Casi, con nervios. Le temblaba un poco la mano, y él le quitó la bolsa por un impulso. Entonces, se arrepintió.

–Shelby, ¿para qué has venido?

–Quiero hablar contigo.

–¿Sobre las galletas?

–No. Las galletas te las he traído porque soy muy agradable.

Eso le hizo gracia, y se echó a reír.

–Me alegro. ¿Y de qué quieres hablar? –le preguntó, y titubeó–. Por si viene al caso, he decidido alejarme de las mujeres.

Ella sonrió.

–¿De verdad? Eso no puede ser muy divertido.

–Solo llevo un día y, por el momento, no está tan mal –dijo él. Estaba mintiendo, pero ella no podía saberlo.

–Bueno, pues yo quiero aclararte que no he venido porque quiera acostarme contigo. Y no quiero tener novio. Bueno, sí quiero. Pero no a ti.

Él no entendía nada.

–Entonces, ¿debería sentirme agradecido por las galletas?

Ella se echó a reír.

–No, aunque espero que te gusten. La verdad es que… –Shelby tragó saliva–. Vaya, esto es más difícil de lo que pensaba. Quiero que…

Él se dio cuenta de que, fuera lo que fuera, no iba a gustarle, y pensó que iba a decir que no. Tenía que practicar aquella palabra. Ene, o. No. Era fácil. Según su madre, era una de las primeras palabras que había dicho.

–Quiero que seamos amigos.

 

 

 

Shelby abrió la puerta de casa. Tenía frío y estaba nerviosa. Lo primero lo solucionaría con la calefacción de su pequeño apartamento. Lo segundo era más problemático.

Aidan no se había reído de ella, y eso ya era algo. Tampoco la había dejado allí plantada. En vez de eso, se había quedado pensando un momento y le había dicho: «Vamos, sigue». Entonces, ella le había sugerido que fueran a charlar a su casa.

En aquel momento, se hizo a un lado y esperó a que él entrara. Cerró la puerta, se quitó el gorro y se arregló el flequillo. Después, colgó los dos abrigos en el perchero que había al lado de la puerta.

Se giró y miró alrededor, preguntándose qué veía y qué pensaba él.

El apartamento era nuevo y tenía las ventanas muy grandes. Desde donde estaban, se veía el salón, el comedor y la mayor parte de la cocina. Era un piso común y corriente, y ella no lo había decorado demasiado.

Había dejado las paredes blancas y había colgado unos cuantos pósteres, casi todos de flores silvestres o puestas de sol. Encima del sofá había una foto de Kipling haciendo un salto durante un descenso. Estaba perfectamente enfocado y, tras él, el fondo se veía borroso. Los dos esquís estaban varios centímetros por encima del suelo. Tenía una expresión intensa y un gesto serio en los labios.

Había ganado aquella carrera, y ella estaba allí para verlo. La fotografía era una de sus favoritas.

El resto de la habitación era menos emocionante. Tenía un sofá de color azul marino y una sola butaca junto a la ventana. Había comprado la mesa y las sillas de arce en una tienda de segunda mano. Al final del pasillo estaba su habitación y, también, el baño, que tenía un tamaño aceptable.

No era lujoso, pero estaba muy bien. El alquiler era razonable y tenía unos vecinos tranquilos, silenciosos. Ella trabajaba muchas horas y no necesitaba nada más. Algún día, pensó con melancolía, tendría una casa, un marido, hijos y, quizá, un perro. Hasta entonces, así estaba bien.

Señaló la mesa del salón.

–Tengo magdalenas –dijo–. Voy a preparar un café. O, si lo prefieres, un vaso de leche caliente.

–Ya me has dado las galletas. Las tengo en la furgoneta.

–Esas son para después. Las magdalenas son para nuestra conversación.

Él miró la bandeja que había en el centro de la mesa y, después, a ella.

–¿Cómo puedes comer así y tener ese tipo?

Ella se relajó un poco.

–Yo pruebo las cosas, pero no me las como todas. Además, trabajo en una pastelería. Después de un tiempo, todas las cosas ricas empiezan a ser menos tentadoras.

–Ojalá eso fuera cierto para mí también.

Él se sentó en el asiento que ella le ofreció. Shelby entró en la cocina y encendió la cafetera. La había dejado preparada antes de salir, con la esperanza de que aquello saliera bien. En realidad, le sorprendía que hubieran llegado tan lejos. Su plan tenía posibilidades, pero requería cooperación y que Aidan no pensara que estaba loca.

Ahora que él ya estaba allí, no sabía qué decir. Cómo empezar. Llevaba un par de semanas ensayando varios comienzos, desde que había decidido lo que iba a hacer. Lo que iba a hacer, sí, pero no con quién. Eso solo lo había sabido al enterarse de lo que había pasado en Nochevieja y había visto a Aidan al día siguiente.

Él podía haberse mostrado indiferente por lo ocurrido, pero no había sido así. Estaba enfadado consigo mismo, y avergonzado. Y quería cambiar.

Y todo eso iba a su favor, pensó Shelby.

–¿Leche y azúcar? –le preguntó.

–No, solo, por favor.

Ella se sirvió el café igual que él. Todas las calorías contaban, eso siempre lo había pensado. Llevó las dos tazas hasta la mesa y se sentó frente a él.

Aidan era alto y tenía los hombros anchos. Todavía llevaba la camiseta y los pantalones de hacer deporte. Aunque ambas prendas eran sueltas, Shelby captó la forma de sus músculos bajo la tela. Teniendo en cuenta cuál era su trabajo, tenía sentido que estuviera en forma.

Tenía una cara agradable; era guapo sin ser demasiado perfecto. A ella le gustaban sus ojos marrones, y cómo la miraba directamente a los ojos.

Se hizo el silencio entre ellos.

–Bueno, creo que tienes algo que decir –comentó él, mientras tomaba una magdalena. Ella había elegido las de chocolate con cobertura de coco. Sencillas, pero deliciosas. Como los mejores postres.

Shelby tomó aire y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

–Quiero comprar una casa.

Él frunció el ceño.

–Pero… yo no vendo casas.

–Sí, ya lo sé.

Shelby tragó saliva al notar que tenía una opresión repentina en la garganta. Aquello iba a ser más difícil de lo que había pensado.

–Ayer dijiste que sentías lo que había pasado con esa mujer –dijo, por fin, y le dio un sorbito a su café–. ¿Todavía lo sientes?

Él asintió.

–Qué buena está la magdalena –dijo él, después de tragar un pedazo.

–Gracias. Me gusta que quieras cambiar. No es fácil. La costumbre, y todo eso.

–Sí. Todavía no he pensado lo que voy a hacer, pero voy a dejar de ligar, eso es seguro.

–¿Y cuánto tiempo crees que vas a poder mantener el celibato?

–No lo sé. Unas semanas. O un par de meses.

–Eso es mucho.

–Dímelo a mí. Pero no sé qué otra cosa puedo hacer. Quiero dejar de ser ese tipo.

–¿Quieres enamorarte? –le preguntó ella, y alzó las manos–. No me refiero a mí. No va por ahí. Pero… ¿alguna vez?

–No lo sé.

–¿Porque estarías atrapado?

–No tenía que haberte contado eso.

–Tenías resaca, y no pudiste evitarlo. No se lo voy a contar a nadie.

En el semblante de Aidan se reflejaron varias emociones. Ella intentó descifrarlas, pero no lo consiguió.

–No quiero tratar mal a las mujeres –dijo él, por fin–. Pero yo era sincero sobre lo que quería y, si la dama quería, entonces pasábamos un buen rato. Se suponía que era estupendo para los dos. No sé por qué fue tan mal.

–Una de tus amantes quería algo más que una aventura pasajera.

–Y yo ni siquiera me acordaba de su nombre –dijo Aidan, con lo que parecía un arrepentimiento sincero.

–Y, ahora, quieres ser distinto.

Él la miró.

–Si tú crees que puedes cambiarme…

–No –dijo ella, y se encogió de hombros–. No creo que las personas puedan cambiarse unas a otras. Nosotros mismos tenemos que elegir el cambio y conseguir llevarlo a cabo. Tú quieres ser distinto con las mujeres, pero no sabes cómo. ¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez el problema no sea que no te acordabas del nombre, sino nunca la viste como a una persona, para empezar? ¿Que no ves a ninguna de ellas como persona?

Él miró melancólicamente hacia la puerta.

–Bueno, pues… aunque esto es maravilloso, tengo que marcharme.

–Cinco minutos. Dame cinco minutos. De verdad, quiero llegar a una cosa que creo que te va a interesar. Además, no da miedo, te lo prometo.

Él miró su reloj.

–Cinco minutos.

–Gracias –respondió Shelby–. Tú haces lo que haces para no sentirte atrapado, ¿no? Que, para ti, es lo mismo que estar enamorado. No quieres tener una relación en serio.

Él asintió.

–Por lo tanto, haces lo contrario: tener relaciones cortas y que no significan nada para ti. Y, aunque eso te proporciona algo de placer, no es exactamente lo que tú quieres.

Otro asentimiento, un poco menos cauteloso.

–Ahora quieres cambiar, pero no sabes cómo. Creo que parte del problema es que solo ves a las mujeres como juguetes o como esposas. No tienes amigas –dijo ella–. Sin contar a la familia, claro, ni a tu madre ni a tus primas. Estoy hablando de las demás mujeres con las que te relacionas.

Él se apoyó en el respaldo de la silla.

–Continúa.

Ella se alegró de que él no hubiera salido corriendo. Ahora llegaba la parte más difícil. Hablarle de sí misma.

–Mi madre era la segunda mujer de mi padre. Kipling y yo somos hermanastros. Mi madre era estupenda, dulce y cariñosa. Adoraba a mi padre.

Shelby tomó aire. Tenía que ceñirse a los hechos, mantener la cabeza fría, y todo iría bien. Solo tenía problemas cuando se perdía en los recuerdos.

–Mi padre era un hombre difícil –dijo. Entonces, se detuvo. Martina, su psicóloga, siempre le estaba recordando que hablara del pasado con autenticidad, no con eufemismos–. No. No es verdad. No era difícil. Era violento. Pegaba a mi madre y, cuando yo crecí, me pegó a mí también.

Aquellas palabras quedaron suspendidas entre ellos. Aidan se puso tenso, pero no dijo nada.

–Uno de los primeros recuerdos que tengo es el de mi madre gritando mientras mi padre la pegaba. Recuerdo que estaba muy asustada. Pero, cuando yo era pequeña, a mí nunca me pegaba, así que, aunque de una manera extraña, yo estaba a salvo. No pegaba tampoco a Kipling, por lo menos, no como a mi madre. Puede que eso fuera porque Kipling era su hijo. No lo sé.

Tomó la taza de café, pero se dio cuenta de que le temblaban las manos y volvió a dejarla.

–Kip se marchó cuando yo tenía unos diez años. Esquiaba muy bien y se marchó a entrenar. Me prometió que siempre estaría ahí si las cosas se ponían mal. Así era como describíamos lo que pasaba: según lo horrible que era.

¿Había enviado su padre a su madre al hospital en aquella ocasión? ¿Le había roto algún hueso? Porque, como muchas familias que tenían que enfrentarse a algo espantoso, evitaban mencionar la verdad.

–Recuerdo que le pregunté a mi madre por qué se quedaba con él, y ella me dijo que era porque le quería mucho. A mí no me parecía lógico, pero en el fondo, sabía que nunca lo iba a abandonar. Y a mí no me pegaba, así que vivíamos así. Con algunas reglas tácitas: «No hagas que papá se enfade. No intentes proteger a mamá. No te interpongas».

Había habido muchos momentos malos. Algunas noches, ella había tenido que limpiar cortes en la piel y poner hielo contra los hematomas. Algunas veces, había tenido que comprobar si había alguna fractura y si debía llamar a urgencias o no.

–Cuando cumplí los trece años…

Shelby todavía no sabía qué era lo que había provocado el estallido de su padre, si había sido su cumpleaños, o la llegada de la pubertad, o qué. Sin embargo, al día siguiente de que cumpliera los trece años, la había pegado por primera vez.