Invierno en tiempo de guerra

 

La publicación de este libro ha sido posible con el apoyo financiero de la Dutch Foundation for Literature

 

 

 

Título original: Oorlogswinter

© del texto: Jan Terlouw, 1973, 2003 y 2016

Ilustración de portada: Marc Suvaal, Lemniscaat 2018

© Lemiscaat, Rotterdam, Países Bajos, 1973, 2003 y 2016

© de la traducción: Marta Arguilé Bernal, 2018

 

© editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2018

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

 

ISBN: 978-84-17222-26-0

 

 

Disponible guía de lectura en
harpercollinsiberica.com/harperkids

1

 

 

 

 

¡Qué oscuro estaba todo!

Paso a paso, tanteando al frente con una mano, Michiel avanzaba por el carril de bicicletas que corría paralelo al camino de carros. En la otra mano llevaba una bolsa de lona con dos botellas de leche.

—Noche sin luna y cielo cubierto —murmuró—. Ya debería de estar cerca de la granja de Van Ommen.

Miró a su derecha, pero por mucho que aguzó la vista no logró distinguir nada. La próxima vez no saldré sin la dinamo, pensó. Ya se encargará Erica de estar en casa antes de las siete y media. Así no hay manera.

Los hechos le dieron la razón. A pesar de lo lento que iba, la bolsa chocó contra uno de los postes que había cada pocos metros para impedir que las carretas de los granjeros invadieran el carril de bicicletas. ¡Maldita sea! Michiel palpó la bolsa con cuidado. ¡Húmeda! Una de las botellas se había roto. ¡Qué desperdicio! Con lo que costaba conseguir la leche. Reanudó la marcha de muy mal humor pero extremando aún más las precauciones. ¡No se veía nada en medio de aquella oscuridad! Estaba a quinientos metros de su casa, y como quien dice conocía cada piedra del camino, sin embargo no le sería fácil llegar antes de las ocho.

Un momento, ¿qué era aquello? Vislumbró un débil resplandor. ¡Ah, sí! La casa de los Bogaard. Al parecer no se tomaban muy en serio la orden de oscurecimiento nocturno, aunque por desgracia la única luz que podían ocultar era la llama de una vela. Al menos sabía que ya no había más postes hasta la carretera y a partir de ahí el camino era más fácil. Había más casas y de un modo u otro siempre se filtraba algo más de luz. ¡Vaya! La leche le iba goteando en el zueco. ¿Había alguien allí? No era muy probable a esas horas. Eran casi las ocho y a partir de ese momento empezaba el toque de queda y no podía haber nadie por la calle.

Notó que el pavimento cambiaba bajo sus pies. La carretera. Ahora debía girar a la derecha y tener cuidado de no acabar en la cuneta. Como ya había anticipado, ahora le resultaba más fácil avanzar. Empezó a distinguir vagamente el contorno de algunas casas. Los De Ruiter, la señorita Doeven, Zomer, el herrero y el pequeño edificio de la Cruz Verde. Ya casi había llegado.

De repente un potente foco se encendió y le dio de lleno en los ojos. Michiel se llevó un susto de muerte.

—Son más de las ocho —dijo una voz en un mal holandés—. Tú quedar arrestado. ¿Qué llevar en mano? ¿Una granada?

—Apaga esa maldita linterna, Dirk —exclamó Michiel—. Vaya susto me has dado.

Por mucho que disfrazara la voz, Michiel había reconocido al hijo de su vecino. A Dirk Knopper le gustaba gastar bromas y a sus veintiún años no le temía ni al mismísimo diablo.

—Los sustos lo hacen a uno más fuerte —replicó Dirk—. Además, es verdad que son más de las ocho. Cualquier alemán podría dispararte, eres un peligro para el Gran Imperio Alemán, heil Hitler.

—¡Chist! No vayas gritando ese nombre por la calle.

—Bah, ¿por qué no? A nuestras fuerzas de ocupación les encanta oírlo —comentó Dirk despreocupadamente.

Prosiguieron juntos el camino. Dirk tapaba la linterna con una mano para dejar pasar un fino haz de luz, pero a Michiel le parecía como si fuera pleno día. ¡Qué lujo poder distinguir el borde del camino!

—¿Cómo has conseguido esa linterna eléctrica? Y sobre todo ¿cómo has conseguido las pilas?

—Se las he birlado a los boches.

—¡Anda ya! —exclamó Michiel con incredulidad.

—Lo digo en serio. Ya sabes que tenemos a dos oficiales alojados en casa. Pues esta semana uno de ellos, el gordo, tenía una caja de cartón con diez linternas de estas en su habitación. ¡Qué digo su habitación, nuestra habitación! Así que le mangué una.

—¿Entras en su habitación?

—Pues claro. Todos los días voy a tantear el terreno en cuanto se marchan. No hay peligro. Del único del que tengo que preocuparme es de mi padre, que se asusta por todo. Si llegara a enterarse de que tengo una de esas linternas, esta noche no pegaría ojo. Aunque de todos modos tampoco dormirá por culpa de los aviones ingleses. Bueno, me voy. ¿Verás hasta tu casa?

—Sí, me las arreglaré. ¡Adiós!

La gravilla crujió bajo sus zuecos cuando Michiel atravesó el jardín. Se alegraba de que Dirk no hubiera visto la botella de leche rota, seguro que le habría hecho algún comentario burlón.

 

 

En casa la lámpara de carburo aún estaba en pleno apogeo, como sucedía siempre al comienzo de la velada cuando hacía poco que su padre la había llenado. Llenar la lámpara era una tarea bastante desagradable porque el carburo olía muy mal, pero una vez que cerraban el recipiente de hierro y encendían la llama en la boquilla cónica el olor desaparecía y la lámpara alumbraba casi tanto como una bombilla. Por desgracia, al cabo de un par de horas, la luz empezaba a perder intensidad, y sobre las nueve y media no quedaba más que una llamita azulada que apenas servía para no tropezar con los muebles.

A Michiel le encantaba leer por las noches. Durante el día había luz, pero él no tenía tiempo; en cambio, por las noches tenía tiempo, pero no disponía de luz. Había descubierto dieciocho libros viejos de Julio Verne en la estantería de su padre y estaba deseando leerlos. Al comienzo de la velada, aún veía lo suficiente a unos metros de la lámpara, pero al cabo de un rato solo lograba distinguir las letras si ponía el libro justo delante de la llama, y no podía hacerle eso a los demás, sobre todo cuando tenían huéspedes en casa, lo que sucedía casi siempre.

También en esos momentos la sala de estar se encontraba llena de gente. Además de su padre y su madre, su hermana Erica y su hermano Jochem, Michiel contó a otras diez personas. A primera vista no reconoció a nadie salvo al tío Ben. Su madre le presentó al resto empezando por el señor y la señora Van der Heiden que, según decían, lo habían sentado en su regazo cuando Michiel era aún muy pequeño. Venían de Vlaardingen, así que quizá fuese cierto, porque él había nacido allí. También vio a una viejecita con muchas arrugas que dijo ser su tía Gerdien y que se empeñó en que le diera un beso. Él no sabía que tuviera una tía llamada Gerdien, pero su madre le explicó que era una pariente muy lejana de su padre a la que no habían visto en veinte años. Había dos señoras desconocidas que se asombraron por lo mucho que había crecido, un señor algo estirado que lo llamó «nene» a pesar de que Michiel casi había cumplido los dieciséis años y algunas personas más. Salvo el señor del «nene», los demás parecían saber bien quién era.

Han hecho sus deberes —murmuró Michiel.

Todas aquellas personas procedían del oeste del país y se desplazaban hacia el norte y el este empujadas por el hambre. Había comenzado el invierno de 1944-1945 y seguían en guerra. En las grandes ciudades apenas quedaba nada de comida y tampoco contaban con medios de transporte, de modo que aquellas personas recorrían decenas, incluso, a veces, hasta centenares de kilómetros a pie, empujando carros, cochecitos infantiles, bicicletas sin neumáticos o los artefactos más estrafalarios. Pero a las ocho de la tarde empezaba el toque de queda y no podía haber nadie por las calles. Por eso era tan importante tener contactos que vivieran a lo largo del camino. Los padres de Michiel no tenían ni idea de que conocieran a tanta gente o, mejor dicho, que tanta gente los conociera a ellos.

Todos los días, alrededor de la siete de la tarde, el timbre de casa sonaba repetidas veces y al abrir la puerta se encontraban alguna cara desconocida en el umbral que exclamaba con alegría: «Hola, ¿qué tal estáis? ¿No me reconocéis? Soy Miep, de La Haya. ¡Cuánto me he acordado de vosotros!». Parecería una escena cómica si no resultara tan triste, porque ocurría que Miep era una señora a la que su padre y su madre habían visto una sola vez en casa de una conocida común. Pero entonces reparaban en que la pobre mujer estaba desnutrida y al borde del agotamiento, que había llegado caminando desde La Haya con unas viejas zapatillas y todo para conseguir unos kilos de patatas que llevarles a los niños de su hija, y entonces le decían:

—Claro que sí. Pase usted, tía Miep, si me permite llamarla así. ¿Cómo se encuentra?

Y le ofrecían un plato de sopa de guisantes, un lugar cerca de la lámpara de carburo y una cama o al menos un colchón en el suelo para pasar la noche.

Después de haber saludado a todos los presentes, Michiel le hizo una seña a su madre para que lo acompañara a la cocina. Para aquellos breves desplazamientos contaban con la dinamo. Era una especie de linterna que funcionaba como la dinamo de una bicicleta y podía recargarse accionando una palanca arriba y abajo. Daba bastante luz pero el pulgar no tardaba en quedarse acalambrado.

—Lo siento mucho, mamá, se me ha roto una botella.

—¡Ay, hijo, pero cómo has podido ser tan torpe!

Michiel dejó de accionar la dinamo y retiró las cortinas. La noche era oscura como boca de lobo.

No hay luna y no tenía la dinamo —dijo, en tono de disculpa.

Volvió a dejar caer la cortina y empezó a mover el pulgar arriba y abajo obedientemente para que pudieran verse. Su madre deseó no haber hecho aquel comentario y le acarició el pelo. Trabaja como un hombre, pensó. Va él solo a buscar la leche en medio de esta oscuridad, algo que no sé si yo me atrevería a hacer o si sería capaz. Y encima le hago reproches.

—Perdóname, Michiel. Lo he dicho sin querer. Sé que no ha sido culpa tuya. Es que pensaba en todas las personas de la sala a las que tengo que servir café.

Llamar café a aquella bebida era un poco exagerado. En realidad lo que tomaban no era más que un sucedáneo con un colorcillo marrón que intentaban mejorar añadiéndole un poco de leche caliente.

—Ahora ya no puedo volver a ir. Son más de las ocho —dijo Michiel—. Si alumbras tú un rato, quitaré los cristales de la bolsa.

—Ya lo haremos mañana. ¿Podrías traerme la otra botella? Gracias. Cuéntame cómo ha sido.

—Choqué contra un poste cuando estaba cerca de la granja de Van Ommen. ¿La pongo en el cazo?

Ya lo hago yo.

Michiel volvió a coger la dinamo y, poco después, los dos regresaron a la sala de estar, donde pusieron a calentar la leche sobre la estufa que alimentaban con leña, porque hacía tiempo que se les había terminado el carbón.

Después de tomar el café, los huéspedes contaron historias sobre la vida en las grandes ciudades. Casi todas iban sobre el hambre, el frío y el miedo a las detenciones. Había escasez de todo y reinaba una gran inseguridad. Todos conocían a alguna familia que había tenido que ocultarse, algún amigo al que habían llevado a un campo de concentración o alguna casa que había quedado reducida a escombros por una bomba. Después comentaron los rumores que corrían sobre el desarrollo de la guerra, el rápido avance del general estadounidense Patton en el frente occidental y las pérdidas que los alemanes estaban sufriendo en el frente ruso.

A continuación se pusieron a contar chistes de la guerra. Se decía que Anton Mussert, el líder del Partido Nacional Socialista holandés se había casado con su tía. El señor Van der Heiden contó que había visto una película en el cine en la que salía Mussert. De pronto alguien en la sala gritó: «¡Anton, Anton!», y una vocecilla al fondo le contestó: «¿Qué quieres, tía?». A todos les hizo mucha gracia.

—¿Sabéis lo de la apuesta que hicieron Goering, Goebbels y Hitler para ver cuál de ellos aguantaba más rato en la madriguera de una mofeta? —dijo el tío Ben—. Goering fue el primero en intentarlo y a los quince minutos salió de allí con arcadas. Luego entró Goebbels y aguantó media hora. Por último Hitler se metió en la madriguera y ¡a los cinco minutos salieron corriendo todas las mofetas!

Aquellos chistes inocentes bastaban para que todos los presentes, con los nervios crispados por la miseria y la tensión, estallasen en carcajadas.

La lámpara de carburo estaba a punto de apagarse. Alumbrándose con cabos de vela, cada uno se fue a su cama o a su colchón en el suelo. Michiel comprobó que quedara algo de leña menuda para encender la estufa al día siguiente, luego se dirigió a tientas a su cuarto en la buhardilla. Se quitó la ropa y se metió en la cama. A lo lejos oyó el motor de un avión. Rinus de Raat, pensó Michiel. Espero que no venga hacia aquí.

Rinus de Raat era el hijo del zapatero del pueblo. Al comienzo de la guerra había logrado llegar a Inglaterra y, según decía el padre de Michiel, se había hecho piloto. Por eso, cada vez que los del pueblo oían pasar un avión, decían: «Ahí va Rinus de Raat».

Michiel se quedó dormido y no se enteró de nada más en aquella noche, la número mil seiscientos once de la ocupación alemana.