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Akal / Pensamiento crítico / 69

Eduardo Maura

Los 90

Euforia y miedo en la modernidad democrática española

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Este ensayo parte de la experiencia de un vacío. ¿Por qué se escribe tan poco sobre los años 90? La práctica totalidad de los estudios y ensayos que se asoman a la historia de nuestra democracia los omiten. Y sin embargo, ¿podemos pensar el presente sin esos años?

Este es un libro sobre el inconsciente social de los años noventa. Un inconsciente que se mueve entre la euforia y el miedo, el sueño y el despertar, pares dialécticos que recogen bien las sensaciones ambiguas de un periodo en el que todo iba bien, pero algo iba mal. De Sevilla a Barcelona 92 –de Curro a Cobi–, pasando por el crimen de Alcàsser, la ruta del bakalao, la primera victoria de Aznar o el asesinato de Miguel Ángel Blanco, este libro pretende abrir una década fundamental a quienes la vivieron y a quienes quizá encuentren en ella motivos para seguir pensando cómo y por qué hemos llegado hasta donde estamos.

Eduardo Maura es profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Autor de Las teorías críticas de Walter Benjamin (Barcelona, 2013) y editor de Rousseau y Benjamin, entre otros, su trabajo se ha desarrollado en los campos de la teoría crítica y la estética. Actualmente es portavoz de Unidos Podemos en la Comisión de Cultura del Congreso de los Diputados.

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Antonio Huelva Guerrero

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© Eduardo Maura, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4630-1

Ábrete Sésamo, ¡quiero salir!

Stanislaw Jerzy Lec, aforismo.

Se escribe como se pierde.

María Salgado, Hacía un ruido.

Introducción, o sobre por qué escribir un libro más sobre…

…la evolución social, política y cultural de España en los últimos cuarenta años. Ciertamente, hay muchos libros sobre este periodo. Hay versiones oficiales, investigaciones y biografías de toda índole, historias de la contracultura, de los movimientos alternativos y de los mundos que no fueron posibles. De todos puede aprenderse algo, pero no aportan lo mismo a la comprensión del presente y a la imaginación del futuro de España. Entonces, ¿por qué escribir otro libro sobre la democracia en España? ¿Es que no se ha dicho todo sobre ella, lo bueno y lo malo?

Durante algún tiempo he tenido la inquietud de escribir un libro sobre la configuración del campo democrático español. Como lector casi siempre me he encontrado con libros sobre el periodo que va de la muerte de Franco a la mayoría absoluta de González, por un lado, y sobre el 15-M, Podemos y el ciclo de cambio político, por el otro. Lo que echaba en falta era alguna pista sobre la relación entre el 78 y las generaciones posteriores. El problema era: ¿qué clase de libro?, ¿para qué y para quién?

Parto de tres premisas. En primer lugar, es un libro sobre los años noventa. Es decir, en él no se trata de repensar los acontecimientos de la transición y de dirimir si esta fue buena o mala, si tiene o no vigencia. No pretendo resolver qué es lo que pueden seguir aportando las instituciones, valores y reglas de juego de 1978 a nuestro tiempo. No le pregunto al presente cómo se siente con respecto a la transición, si le gusta o no lo que se hizo. Parto de la base de que todas las personas que tenemos interés político en el presente y futuro de España debemos pasar por ella, para bien y para mal. Su relato oficial, basado en los valores del consenso y la modernización, constituye la escena originaria de la única experiencia democrática estable que ha tenido España, por más que no fuera la única escena posible, la única que tuvo lugar o la única manera de entender la democracia.

Al contrario, quiero preguntarle a la transición cómo se siente con respecto al presente. Quiero saber si se siente desbordada o si percibe que sus fronteras permanecen estables. Mi manera de hacerlo es volviendo a los noventa para preguntarme: ¿cabe la democracia en la transición?, ¿cabe 2018 en 1978? Si no es así, ¿qué ocurre con lo que no encuentra su lugar? ¿Se trata de un “sobrepeso” a eliminar, de una semilla de futuro necesaria para vencer la inercia de las élites y sus descendientes o de la rabieta de personas que aspiraban a una casa en la playa y al no obtenerla se han indignado, tal como sugería Susana Díaz?[1].

En segundo lugar, una premisa metodológica. Algunos trabajos que conozco cuentan ejemplarmente aspectos muy interesantes del periodo 1968-1986. También es cierto que muchos dicen lo mismo, incluso cuando son diferentes en temática y enfoque. Sin embargo, hay poco escrito sobre los noventa, y lo que hay casi siempre los atraviesa en clave macro, bien para explicar procesos posteriores, como la crisis de 2008, bien para pensar la derivación española de las principales corrientes epocales: del final de la Unión Soviética a la batalla de Seattle, pasando por la integración europea. Esto puede ser insuficiente para quienes adquirimos uso de razón precisamente en aquellos años y somos más herederos de su estética y su política que de sus tasas de desempleo o de crecimiento, por más que también lo seamos de estas. Por tanto, más que en los grandes acontecimientos nacionales e internacionales, este libro se centra en cómo nos fue transmitido el núcleo del proceso transicional y en la educación sentimental que propuso la década de los noventa, tan decisiva para quienes hoy rondamos los cuarenta, por arriba o por abajo. A esto me refiero con la expresión «estética y política de los noventa». En ese sentido, estoy en deuda con las y los historiadores, cronistas y ensayistas de la transición, pero mucho más con la cultura informal, mediática y de sentido común de la que participé desde los nueve hasta los dieciocho años (1990-1999). Me refiero a los telediarios, las series de televisión, periódicos, historias y recuerdos que he visto, sentido o escuchado alguna vez en boca de amigos, colegas y familiares, sin la menor pretensión documental. No se trata, por tanto, de desvelar la verdad oculta de la época, sino de recorrer sus lugares comunes, aparentemente superficiales y sencillos de cuestionar, precisamente porque han configurado el terreno de juego en el que sentimos, pensamos y actuamos.

Esta premisa también apunta a que la clave de la relación entre mi generación y la transición no está solo en el análisis comparado de las fuerzas políticas o en la historia social y económica. También se da en cierto texto de la vida cotidiana. Para comprender dicha conexión hay que dibujar el «inconsciente social» de la época, revisar qué y cómo representa, examinar la manera en que se configura su contexto de conciencia. La fuerza de esta cultura cotidiana es incalculable, profunda y matizada, y pienso que solamente se deja leer con claridad en las exageraciones, los rumores y las manifestaciones sociales y culturales peregrinas (un anuncio de TV o un telediario que no recordamos haber visto, por ejemplo), mucho más que en los aspectos macroeconómicos, sociológicos y políticos «duros» como la estructura social y económica, la demografía, etc. Ambas investigaciones me parecen decisivas, complementarias e interconectadas, pero mi decisión metodológica y política ha sido emprender la primera. Metodológica porque me abría un campo de objetos y de relaciones muy estimulante. Política porque me permitía desafiar la lógica marxista vulgar, que no solo rige en la izquierda, según la cual lo decisivo política y científicamente se decide en la base económica, mientras que la superestructura cultural, religiosa o estética, aunque muy interesante, es siempre subalterna: no dice la verdad de la sociedad. A otros nos parece que las superestructuras (en plural, como las pensó Marx) son el campo de juego por antonomasia y que con, en y a través de ellas podemos marcar la diferencia.

Se incurre a menudo en una idea de la sociedad que omite que la cultura (y el conjunto de imágenes y palabras que constituye el campo social) tiene un elevado potencial de conflicto con el oligopolio que ostentan quienes tienen el poder de definir lo que es real y lo que no, lo que merece ser discutido y lo que queda fuera de la mesa. Se tiende a pensar lo cultural, en contraste con lo social, como algo sectorial. Por tanto, se conciben las políticas culturales como algo minoritario y exclusivo, no como la prolongación de un derecho fundamental. En esto buena parte de la izquierda tradicional es afín al núcleo duro de la misma transición con la quiere romper. Quiere ser crítica con la sociedad actual y su cultura conformista, pero sigue pensando la cultura como espectáculo en vivo, como promoción o como agencia publicitaria. Es decir, no se ha emancipado del paradigma que Sánchez Ferlosio tildara de «actomaníaco» en «La cultura, ese invento del gobierno», su panfleto contra el PSOE.

Desde un punto de vista metodológico y político, no es irrelevante que este libro esté escrito a medio camino entre Madrid, Bilbao y las ciudades a las que he viajado a menudo por mi trabajo como diputado de Podemos por Bizkaia. Casi todos los pensamientos sobre la transición que he tratado de poner en juego son pensamientos de transición, en el sentido de que son inseparables de los desplazamientos vitales, geográficos y de paradigma que me ha tocado vivir: de la universidad a la política, de lo político como objeto de reflexión a la actividad institucional, del escenario anterior a 2011 al nuevo. La cuestión geográfica también es clave de otras maneras. Las experiencias, referencias y motivos culturales y sociales que expongo son mayoritariamente en lengua castellana, inglesa y alemana. Nací en 1981 y crecí en Bilbao en una familia urbana castellanoparlante. Solo por ese motivo no podía aspirar a un texto neutral o que desvelara las leyes generales de la evolución democrática. En este libro la transición no existe «en general», sin sus aterrizajes particulares, y en él aspiro a contar cosas que ojalá sean valiosas para alguien, sea de donde sea y tenga la edad que tenga, pero sin olvidar un instante que desprovisto de mi situación socio-histórica (la Euskadi de los hombres castellanoparlantes nacidos a principios de los ochenta en contextos urbanos dañados por la crisis y reconversión industrial, pero en posiciones sociales privilegiadas) no tendría nada que decirle a quienes vienen de otros lugares y crecieron en otras lenguas y contextos.

Hasta ahora he planteado el qué y el cómo de este libro: se trata de un libro sobre el inconsciente social de los años noventa, en sentido amplio, desde el punto de vista de una persona para la que fue decisivo el periodo que va de la primera guerra de Irak a la segunda y que atraviesa Barcelona, Sevilla, FILESA, Maastricht, el suicidio de Kurt Cobain, Windows 95, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, la guerra de los Balcanes, la muerte de Diana de Gales, la oveja Dolly, el pacto de Lizarra y el euro. Ya se ha dicho, pero conviene insistir: casi todos los libros sobre la transición, incluidos los más críticos, se centran en los setenta y ochenta. A mí sin los noventa me resulta imposible comprender el campo democrático español. Aunque solo sea por eso, me resisto a pensarlos como de segundo orden.

La tercera premisa es, por tanto, que los noventa constituyen el periodo del asentamiento y configuración madura de la modernidad democrática española. Es un periodo al mismo tiempo caliente y frío: se forja en la violencia en Euskadi y en la crisis económica de 1993; en él se produjeron no pocos escándalos y batallas políticas «calientes», pero presenta rasgos de estabilidad muy notables como la reconversión y asentamiento de las bases materiales y simbólicas post-industriales del país, la neutralización del miedo al (retorno del) pasado franquista y la participación activa en el proceso europeo, entre otros elementos propiamente «fríos». No aspiro a hacer competir unas décadas con otras. Más bien pretendo ponerlas en diálogo, pero con cierto afán de compensación: los noventa transformaron la televisión y los medios de comunicación, pero los setenta y ochenta no han dejado de chupar cámara.

Dos reflexiones más antes de empezar. La primera es sobre una frase que me persigue hace tiempo: «el que no esté colocado, que se coloque». La firma Enrique Tierno Galván, es muy conocida y fantaseé con convertirla en el título de este libro. Pronunciada en plena onda expansiva del Madrid de la Movida y de las nuevas libertades (sexuales, culturales y de consumo), se deja leer de muchas maneras. Aunque cabe retorcerla para que sugiera que aquella época era perfecta para «colocarse» en una buena posición para hacer negocios o para hacerse hueco en el tramo medio-alto del entonces pujante star system cultural español, es obvio que se trata de una exhortación al disfrute y a la libertad de hacer con el cuerpo lo que se quiera. La anécdota me parece decisiva porque emana de ella un aspecto fundamental de los noventa: «el que no esté colocado, que se coloque» es sobre todo un mandato de evasión de la realidad. Sin embargo, ¿por qué habría que evadirse de un proceso tan exitoso y capaz de generar un resultado social de tanto consenso?

En 1986, poco después del masivo funeral de Tierno, Barricada participan en un concierto de homenaje al viejo profesor. Introduce el concierto El Pirata, legendario presentador de Emisión Pirata: «larga vida al rock y a Don Enrique», dice antes de alabar la «filosofía de Don Enrique de que toda la gente joven estamos en un mismo barco, aunque algunos estemos más marginados que otros. De cualquier manera, que esto sea una fiesta». Me interesa ese «de cualquier manera» porque creo que ahí se juega una parte importante de la configuración de la modernidad democrática española. «De cualquier manera» es una expresión común que ejerce de complemento circunstancial de modo. Solo que «cualquier manera» empezaba a significar una manera concreta, esa que combina a Tierno con Barricada, el consenso con la violencia, y todas esas cosas con los restos del proceso de construcción de una institucionalidad democrática, en sentido social, simbólico, económico y cultural. Que esa democracia en particular, entre setentayocho y ochendaydosista, pasara a convertirse en la democracia, en la única aceptable, es lo más relevante para pensar el presente y ampliar nuestras posibilidades de futuro. Si opté por otro título fue porque me parecía inadecuado ponerle uno tan marcadamente ochentero a un libro sobre otra década. Habría tenido sentido, pero no fui capaz de vencer mis dudas.

Otro título que tuve en mente alude a un pasaje importante de nuestra democracia: la campaña Barcelona posa’t guapa. Si bien siempre la asociamos con las olimpiadas, la realidad es que atraviesa tres décadas: nació a finales de 1985 y algunas de sus actuaciones llegan hasta 2009. Barcelona, ponte guapa fue un gigantesco proyecto de modernización en el que se conjugaron, desde la iniciativa municipal y empresarial, los principios de terciarización de la economía y de trasformación del tejido urbano a través de la arquitectura, las industrias visuales, el turismo y la cultura. Me interesa una anécdota que cuenta Manuel Borja-Villel a propósito de una exposición en la que trabajó con diferentes artistas, vecinos y colectivos de la periferia metropolitana de Barcelona:

Ahora me acuerdo de que fui a una entrevista en la radio para presentar la exposición [La ciutat de la gent, Fundació Antoni Tàpies, 1996] y un tertuliano me metió un puro en directo: «¡Qué van a opinar los oyentes! ¡Usted es un impresentable, dar esa imagen de Barcelona en 1995, cuando se necesita que todos apoyemos la ciudad, que está mejor que nunca!» [risas] Hay que decir también, en honor a la verdad, que cuando empezamos a trabajar en este proyecto en 1993 era el momento inmediatamente posterior a las olimpiadas, en el que ya había algo de miedo porque todo ese entusiasmo empezaba a estar un poco entre interrogantes[2].

Euforia y miedo, sueño y despertar, son pares dialécticos de una historia apasionante cuyo influjo es imposible de minusvalorar. Recogen bien las sensaciones de una época en la que incluso quienes no éramos aún adolescentes sentíamos una ambigüedad constitutiva: todo iba bien, pero algo iba mal. Por tanto, había que elegir entre ir con la corriente o activar el freno de emergencia, a riesgo de ser visto como cenizo, idiota o radical. Barcelona condensaba las emociones de un país, y la incitación a ponerse guapa no era exclusivamente barcelonesa: la sentíamos como propia en todas partes.

Al mismo tiempo, el título Ponte guapa. Los noventa y la consolidación de la modernidad democrática española planteaba el problema de que no se hacía cargo de tintes importantes del libro y de mi experiencia, sobre todo los relativos a ETA. No servía del todo. Si cuento esta pequeña historia de cómo he terminado titulando Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española es porque dice algo de su método y de la experiencia de escribir sobre algo cercano, pero poco transitado bibliográficamente, a saber, que es fácil perderse en el laberinto de las cosas familiares. Otro ejemplo de esto es el uso de obras literarias, sobre todo novelas. En mi planificación inicial iba a usarlas extensivamente, pero su peso ha terminado reduciéndose a la mínima expresión. Ni las que leí como adolescente ni las que han venido después me ayudaban como cabía esperar, con la excepción de La pista de hielo de Roberto Bolaño, que me parece la que mejor reordena los noventa españoles, precisamente como euforia y como miedo, y una de las pocas que considero indispensable para comprenderlos.

En segundo lugar, aunque está escrito entre 2015 y 2018, algunas líneas de este libro datan de otra época. En pleno auge del milagro económico español, a pesar de los datos macroeconómicos decrecientes, un grupo de personas solíamos juntarnos para tomar cañas en diferentes bares de Madrid, fundamentalmente en torno a las calles Palma y Amaniel. Algunas de las expresiones que utilizo en el libro parten de aquellas conversaciones, hasta el punto de que su autoría solo puede considerarse colectiva. Estaba Luis López Carrasco, que luego dirigiría películas como El futuro, muy importantes para este libro. Estaban Javier Fernández y Natalia Marín, miembros, junto con Luis, del colectivo de cine Los Hijos. Su película Los materiales, entre otras, ha estado en mi cabeza mientras escribía. Luis de la Torre ha destacado siempre por su capacidad para sintetizar situaciones sociales en imágenes finísimas y este libro le debe la vida a su enseñanza. También a Pablo Díez, autor de aforismos inolvidables y de notables investigaciones al respecto, por ejemplo su novela Comet, digna predecesora de la Asamblea ordinaria de Julio Fajardo. No estaba aún Erea Fernández, que más adelante sería indispensable para este libro y para tantas otras cosas.

Tras la gesta de Germán Labrador en Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986) queda poco por saber de los setenta y de la primera mitad de los ochenta. Al contrario, cuando se aproximan los noventa disminuye drásticamente el número y diversidad de las referencias. ¿Se debe a alguna clase de tapón generacional? ¿Puede tener que ver con que la versión oficial de la transición termina justo antes de los noventa y, de alguna manera, hemos dado por supuesto que lo que viene después puede leerse solo en claves en claves globales? Sin embargo, este vacío ha sido una oportunidad para descubrir y reconocer algunos textos fundamentales de la época, sobre todo audiovisuales, pero también entrevistas, recortes de periódico o vivencias en primera del singular y del plural. Aunque solo sea por eso, le estoy muy agradecido.

A efectos de permitirme a mí mismo escribir a partir de recuerdos y sensaciones sin renunciar al más elemental imperativo de precisión, he contrastado todos los datos del libro, pero procurando minimizar el aparato de notas y, salvo en momentos muy concretos, intentando distanciarme del trabajo académico. Un exceso de modales universitarios podría haber convertido el libro en algo que no quería: una historia sociocultural de los noventa. Hay que llenar el vacío historiográfico que tenemos al respecto, pero conozco a personas más capacitadas que yo para esa tarea.

Ya solo falta el para quién del libro. Una tentación clásica de quienes venimos de la filosofía y la estética es pensarnos como escribiendo «para todos y para nadie», tal como reza el subtítulo del Zaratustra de Nietzsche. Para todos porque la filosofía es muy importante y muy universal, como dicen todos los ministros del gremio cuando les preguntan por qué la eliminan de los planes de estudio. Para nadie porque habitualmente nos lee tan poca gente que para nosotros el «público» es como aquel «nadie» con el que Ulises engaña al cíclope en la Odisea: un truco para salir corriendo. En otras palabras, pensamos para poder seguir pensando sin tener que pensar en la menguante importancia social de lo que hacemos. Así las cosas, la sombra de Nietzsche es alargada, pese a que no necesariamente da cobijo. Por eso mi deseo es que este libro sí sea para alguien, y que lo lea cualquier persona con ganas de pensar el presente y de pensarse a sí misma, individual y colectivamente, con perspectiva crítica. Deseo sinceramente un orden diferente para mi país, pero no existe ningún orden nuevo que no emerja, interactúe y dialogue con el estado de cosas realmente existente. A lo profundo se llega desde algún lugar de la superficie y se llegue adonde se llegue, se parte siempre de algún sitio.

¿Qué quiere decir entonces eso de escribir «con perspectiva crítica»? Significa intentar pensar la realidad social y cultural desde el punto de vista de su transformación, no de su permanencia. Me interesa pensar, con vocación de ir más allá, qué aspectos de la transición llegan hasta nuestros días. En cierto sentido, lo que me estimulaba era darle una vuelta a cómo hemos llegado hasta aquí en primera del plural, más que escribir una historia del pasado reciente. El cuerpo me pedía dejar que la realidad irrumpiera en el pensamiento con el que tratamos de fijarla, no tanto dar con la llave que abre el candado del 78. Incluso he renunciado al sintagma «régimen del 78», por motivos de economía del lenguaje y de inclusividad política. Hoy por hoy, «régimen del 78» solo funciona en espacios muy militantes o muy académicos, donde la voz «régimen» tiene resonancias más filosóficas que franquistas. Sigue pareciéndome una manera precisa de referirse a cosas que son importantes para este libro, pero no por precisa es más útil o más verdadera. Por eso optado por «modernidad democrática española», que considero más practicable y no exenta de carga tanto crítica como de comprensión. Al fin y al cabo, democracia y modernización son inseparables en el relato oficial de la transición y también en el imaginario mayoritariamente compartido.

Creo que no me equivoco si digo que los noventa fueron mucho más importantes de lo que se dice. Si lo hacemos bien, lo serán todavía más. El problema es que aún no lo son. Un problema für Alle und Keinen, para todos y para nadie. Para todas y todos, todas, todes, todxs… he valorado estas fórmulas inclusivas para vencer la brecha de género que construye el lenguaje normalizado, pero no he conseguido una solución que me permitiera escribir más de un centenar de páginas sin dudar permanentemente de si estaba haciéndolo bien. No es el menor de los remordimientos que tengo mientras termino esta introducción.

Madrid, mayo de 2018.

[1] «Polémica por un vídeo de Susana Díaz de enero sobre los indignados», en http://www.huffingtonpost.es/2017/05/16/polemica-por-un-video-de-susana-diaz-de-enero-sobre-los-indignad_a_22093549/ (último acceso el 26 de enero de 2018).

[2] M. Expósito, Conversación con Manuel Borja-Villel, Madrid, Turpial, 2015, p. 73.