Nocturama
 
Ana Teresa Torres
@AnaNocturama

Como los animales del Nocturama, entre los que, llamativamente, había habido muchas razas enanas, diminutos fenecs, liebres saltadoras y hámsters, también aquellos viajeros me parecían de algún modo empequeñecidos, ya fuera por la insólita altura del techo de la sala, ya por la oscuridad que se iba haciendo más densa, y supongo que por eso me rozó el pensamiento, en sí absurdo, de que se trataba de los últimos miembros de un pueblo reducido, expulsado de su país o en extinción, y de que aquéllos, por ser los únicos supervivientes, tenían la misma expresión apesadumbrada de los animales del zoo.

Austerlitz

W.G. SEBALD

1

Cuando despertó de golpe con la caída del aspa del ventilador, así había iniciado Aspern su relato, Ulises Zero, sin saber entonces que ése era su nombre, se sentó en la cama y miró desconsolado el aparato roto. Se quedó inmóvil unos minutos con la sola convicción de un dolor de cabeza, luego se levantó y se acercó a la ventana. No pudo abrirla porque los tornillos estaban oxidados, separó las hojas de las persianas y comprobó que estaba anocheciendo. Comenzaban los comercios a iluminarse y al fondo el cielo se enrojecía en un tono que consideró hermoso. Empujó la puerta del baño y se refrescó la cara con el hilo de agua que salía del lavamanos. Se miró en el espejo y se alisó el pelo. Se vio desnudo. Sobre una silla había un maletín del que sacó una camisa y unos pantalones, una chaqueta de lluvia, ropa interior y unos zapatos deportivos. Todo le calzaba a su medida. Del bolsillo del pantalón extrajo una billetera y desplegó el contenido sobre la cama: un carnet de identidad, una tarjeta de crédito, una buena cantidad de dinero en efectivo, una chequera, y la foto de una mujer con un niño. Palpó el interior de la chaqueta y encontró una pistola.

Se acostó y cerró los ojos intentando establecer un orden que no acudía en su ayuda. Activó el pequeño televisor apoyado en un soporte fijado a la pared frente a la cama. Transmitía un solo canal con una sola película que, una vez terminada, volvía a empezar. Intentó inútilmente manipular los controles del aparato para ver otra señal, pero desistió y se quedó dormido.

Por la mañana la pantalla mostraba de nuevo el inicio de la misma cinta. Decidió entonces salir de la habitación y atravesó un corredor cubierto por una alfombra sucia que desprendía olor de cigarrillo. Pulsó el botón del ascensor y esperó varios minutos sin que se presentara. Una pareja cruzó el corredor, y la mujer, obviamente muy bebida, le informó que el ascensor no funcionaba. Los siguió por las escaleras y llegó a la planta baja. Allí constató que estaba en el Hotel Oasis. Antes de salir le preguntó a la recepcionista en qué ciudad se encontraba.

–No tengo tiempo para borrachos –contestó, y desapareció por una puerta interior.

Traspasó la entrada principal y una vez afuera se detuvo absorto ante el tráfico que circulaba a gran velocidad. Recorrió la acera buscando una señalización, aunque leerla no le sirvió de nada, no reconocía el nombre de la calle.

Paró un taxi y pidió ser llevado a una estación de policía.

–Le robaron el automóvil, ¿verdad?

Optó por contestar que sí.

Cuando el taxi se detuvo frente a la estación de policía, continuó Aspern, había una larga cola de personas que aguardaban la apertura de las oficinas de declaración de siniestros. La gente se quejaba de la desconsideración por la espera y la inutilidad de los trámites, al tiempo que se relataban unos a otros los incidentes de su caso. No le importaba la demora y le pidió al que le seguía en la cola que le mantuviera su puesto mientras compraba el periódico. Compró también un café con leche y un sándwich, de pronto se dio cuenta de que tenía muchas horas sin comer. Leyó el diario sin ningún interés, daba noticias de un lugar que no significaba nada para él, pero al menos sabía el nombre de la ciudad. Nunca había estado en ella, no era sino un punto más en el mapa, sin embargo, era el punto en el que estaba. Había leído todo el periódico, incluidos los avisos clasificados, esperando que al menos una palabra, una cita, una mención, aclarase en algo la neblina de su mente, cuando oyó que alguien lo llamaba, es decir, alguien gritaba “¡Zero!”; comprendió que se refería a él.

Entró en la oficina del detective jefe –así se leía en la placa sobre la mesa– y le dijo:

–Aparecí en el Hotel Oasis y no tengo la menor idea de cómo llegué allí. Es más, tampoco conozco esta ciudad. No sé por qué estoy aquí.

Pensó que el detective se sorprendería de sus palabras pero no ocurrió así.

–Otro caso del papelito envenenado.

Ulises Zero quedó en estado de mayor perplejidad, si es que tal cosa era posible. El detective ahora atendía otros asuntos. Después de varias llamadas, por fin regresó a él.

–El asunto del papelito envenenado se ha puesto de moda. Usted probablemente tuvo contacto con alguien que se le acercó a pedir una dirección con un papel en la mano y lo tropezó. En segundos le inyectan por vía subcutánea un derivado de la escopolamina que atonta a la víctima y entonces aprovechan para administrarle una dosis más fuerte de benzodiacepina por vía oral; es una droga comúnmente usada en anestesiología que con otros compuestos produce efectos secundarios de amnesia temporal. No tema, es pasajera y sin mayores consecuencias. Mientras tanto le roban sus pertenencias y lo dejan abandonado en cualquier parte. Tuvo suerte, ¿sabe?, fue a parar a un hotel de citas muy respetable. Hay a quien lo tiran en la calle. Muerto.

–Aquí hay algo que no cuadra. A mí no me robaron, o puede ser que sí porque no recuerdo lo que tenía conmigo, pero encontré una tarjeta de crédito, dinero en efectivo, una chequera...

–Todo eso debe ser robado. No lo use.

–Me refiero a que es extraño que el ladrón me haya dejado todo eso.

–Sí, es extraño. No se preocupe, ya le digo que el efecto amnésico es pasajero. Buenos días, señor Zero.

–No estoy seguro de ser el señor Zero –pero ya el detective jefe estaba en otra llamada telefónica.

Cuando volvió al Hotel Oasis, decía Aspern que había relatado Ulises Zero, ya había transcurrido gran parte del día. Ahora la recepción era atendida por un hombre que leía la sección deportiva y vagamente escuchaba la voz del locutor que rendía los asesinatos del fin de semana. Ulises lo sacó de sus entretenimientos solicitando una habitación.

–¿Solo? –preguntó el recepcionista identificado con una etiqueta que decía “Walter”.

–Solo –contestó Ulises.

Le extendió la tarjeta de crédito y el recepcionista la pasó por la máquina y le entregó una llave.

–Segunda puerta, primer piso.

–Ésa no es la que quiero. Quiero la 32, tercer piso. Espero que hayan recogido el aspa del ventilador.

–El ascensor no funciona. Le puedo dar otra habitación en el primer piso.

–Quiero la misma –dijo convencidamente.

–No hay ascensor.

–Ya lo sé.

El hombre hizo un gesto banal. Ulises subió lentamente las escaleras observando minuciosamente todos los detalles de los peldaños, el color de la pintura, el tufo que se desprendía de las alfombras sucias de los pasillos, los susurros de algunas habitaciones, el entrechocar de vasos en otras, unas risotadas más allá. Todo estaba igual que la primera vez, todo correspondía exactamente a la fotografía que guardaba en su memoria. Es como si hubiese vivido siempre aquí, como si ésta fuese mi casa de infancia. Abrió la puerta de la habitación 32 y un sentimiento de resguardo lo protegió de la intemperie.

Revisó el interior del maletín con más atención que la noche anterior. En el compartimiento para documentos encontró un recibo en el que se indicaba que era propietario de una suite en las Residencias Urbex y unas llaves. Luego dispuso los productos de aseo personal en el baño, colgó cuidadosamente un pantalón y una camisa en el mínimo armario, guardó la ropa interior en una gaveta y arregló los zapatos junto a la cama. Todo está en orden, pensó. Todo está maravillosamente en orden. Las cosas parecen estar en el mismo lugar que siempre. Probablemente algunos cambios se han producido dentro de mí pero no son cambios demasiado graves. Creo que sigo siendo la misma persona, todos seguimos siendo las mismas personas.

Puso en marcha la televisión y aparecieron las imágenes de la película que ya conocía. Iba por la mitad, aproximadamente. Sabía que dentro de poco se iba a cometer el segundo crimen y esa seguridad lo emocionó. Dejó que la película siguiera rodando sin atenderla, y se levantó para intentar abrir la ventana. Continuaba resistiéndose. Llamó a la recepción y obtuvo una respuesta que podía interpretarse de dos maneras: era peligroso abrir la ventana porque un tercer piso no es muy alto y los hombres-arañas escalaban fácilmente hasta ella; el encargado de mantenimiento estaba de reposo médico porque lo habían abaleado mientras limpiaba las ventanas del primer piso.

–Yo la quiero abrir. Necesito un destornillador. Y también una botella de whisky.

Se sirvió el whisky y en poco tiempo logró que los vidrios deslizaran. Experimentó entonces una desconocida alegría, desde la cama podía ver el ocaso, deleitarse en cada uno de los tonos que el sol en picada iba destellando. Es el lugar más maravilloso del mundo, dijo en voz alta. Es el lugar desde el cual quiero siempre contemplar esta ciudad. Los muros de los edificios contiguos detrás de los cuales respiraba la vida de personas que no conocía ni deseaba conocer; los tendederos aéreos cargados de sábanas y toallas; los aparatos de aire acondicionado herrumbrados destilando manchas de humedad sobre las paredes; los carteles publicitarios. Especialmente le llamó la atención el de una joven en traje de baño sacando el culo; mientras bebía de un enlatado le decía a un hombre encorbatado: “Tú también puedes refrescarte”. Sintió ganas de masturbarse mirándola. Un placer rápido y eficaz. Después quería dormir profundamente con la certeza de que cuando despertara la habitación 32 estaría exactamente en el mismo estado en que la había dejado. Se sirvió otro vaso de whisky. ¿Es necesario saber quién soy para estar en el mundo? ¿O volver a algunas conversaciones? Probablemente alguien ha hablado conmigo y sabe de mí.

Irritado abrió la puerta a los golpes insistentes del empleado. No había firmado el cargo de la botella de whisky.

–Nunca más me molestes, cuando estoy descansando no me molestes, ¿lo entiendes?

Walter cerró la puerta intentando hacerlo silenciosamente y Ulises volvió a su posición anterior. Ya la noche había caído completamente y ahora quería apreciar el espectáculo de las luces. Percibir desde lejos el ruido de los automóviles que circulaban por la autopista, y el brillo de los anuncios o sus reflejos, saber que detrás de los tabiques de los edificios que veía frente a su ventana alguien estaría acostándose o mirando incansable la televisión, o cometiendo un crimen, mientras él dormía en la habitación 32 del Hotel Oasis, a la que por fin había regresado para vivir siempre en ella. Hasta que la muerte nos separe.

No se escuchaba ningún ruido que delatara la presencia de otros y más bien parecía que todo estuviera detenido. El silencio le producía insomnio. Se vistió y bajó las escaleras. Su entrada en la recepción fue anunciada por el ladrido del Pitbull.

–¡Quieto, quieto, Sonofabich! –ordenó Walter–. Se pone muy nervioso a esta hora, en la madrugada, usted sabe, la hora más aciaga. Hace un mes tuvimos un problema serio, llegó un cliente en un momento en que me había ausentado, y el perro le brincó encima. Por suerte le pude poner la inyección relajante. Es lo único que le hace abrir la mandíbula.

Ulises ignoró el comentario y pasó delante del perro, ahora retenido por la cadena de clavos que sostenía Walter.

–¿Se quiere ir ya?

–Voy a dar una vuelta.

–Es la hora de los piqueros.

–¿Quiénes son los piqueros?

–A esta hora salen de los matorrales del río donde viven y suben a la avenida. No se lo recomiendo, señor, si es que usted es nuevo por aquí.

Ulises, contaba Aspern, descendió por el lado sur de la calle y pasó varias esquinas sin encontrar a nadie. Por un momento amó la soledad que emergía de la acera. Hizo un esfuerzo por recordar dónde antes había sentido aquella soledad pero no podía extraer ninguna imagen de su memoria. Estaba seguro de haberla conocido, era improbable que fuese capaz de imaginar tanta felicidad. Siguió avanzando hasta que la calle se terminó. Cruzaba delante de él una autopista elevada sobre el río y era imposible continuar. Esperaba dubitativamente una solución cuando escuchó unos ronquidos que parecían de animales. Vio entonces un estrecho túnel subterráneo que atravesaba por debajo de la autopista y se encaminó hacia allí. El ruido provenía, efectivamente, de una jauría de perros salvajes que se disputaban los restos de un cadáver. Apuntó la pistola y disparó varias veces, logró herir a dos de ellos y los demás se espantaron en la oscuridad. Continuó guiándose por la luz del fuego que habían encendido entre los matorrales al otro lado del túnel. Era un grupo de unas diez personas, seis o siete adultos y varios niños. Cuando se aproximó a ellos, uno de los hombres sacó una punta afilada con la que picaba la carne que las mujeres calentaban sobre las piedras y lo amenazó:

–¡No fotos!

Ulises Zero gritó también:

–¡No soy periodista!

–¡No periodistas, no periodistas! –gritaron a su vez los niños y comenzaron a arrojarle piedras.

Ulises logró sacar de la chaqueta la botella de whisky que había traído consigo y se la acercó al que pretendía atacarlo; éste la tomó y bebió un trago, se la pasó a otro, y así hasta que la botella quedó vacía. Él también bebió, y una de las mujeres. Los hombres lo dejaron tranquilo y desaparecieron por el túnel. Llevaban las puntas afiladas en los bolsillos de los pantalones y se alumbraban el camino con una linterna; comenzaba a clarear y en pocos minutos estarían en la avenida. Recordó lo que le había dicho Walter, “la hora más aciaga”, y los miró mientras se alejaban. Las mujeres y los niños sacaban agua de unos baldes que sostenían con una cuerda. Le ofrecieron unos pedazos de carne pero él se resistió a comerlos. Pensó que podían ser carne de perro, de los perros salvajes que vivían en las orillas del río, estaba seguro de que si lo preguntaba no obtendría una respuesta. Ulises se dio cuenta entonces de que estaba sangrando. Se pasó la mano por la frente y la vio roja, pero no sentía dolor, solamente un frío intenso, las piedras le habían rozado la sien. Una de las mujeres le echó agua por la cabeza y lo empujó para que se recostara de un árbol. Se dejó empujar y cerró los ojos como si durmiera, aunque sabía que estaba despierto. La mujer, entonces, le abrió la bragueta y lo chupó hasta hacerlo brotar.

Cuando la luz invadió los matorrales aguzó el oído para percibir los ladridos o las voces de las mujeres de los piqueros, únicamente se escuchaba el tráfico atronador que atravesaba la autopista por encima del río. Luego se concentró en el olor nauseabundo que la mujer había dejado en él y sintió asco. Se enderezó y vio que estaba completamente solo. Atravesó el túnel subterráneo en sentido contrario y regresó por la calle que conducía al Hotel Oasis.

–¿Cómo estuvo el paseo? –saludó Walter–. Estaba por terminar el turno.

Ulises Zero subió a su habitación, se duchó hasta agotar el agua caliente, se vistió con ropa limpia y volvió a salir. Cuando volvió por la tarde encontró de nuevo a Walter en la recepción.

–Walter, avísale al dueño que quiero comprar la habitación 32.

–¿Comprar la habitación?

–No repitas lo que digo sino haz lo que digo.

–Es que las habitaciones se alquilan, no se compran.

–Busca una calculadora, ¿tienes una a mano? Bien, multiplica el precio de la habitación durante 24 horas por 365, eso te dará lo que vale por un año. Llama al dueño y avísale que lo ponga en mi tarjeta. Allí tienes el número.

–No es dueño sino dueña.

–Es lo mismo.

–No ha sido costumbre de la casa, no sé si la señora esté de acuerdo.

–Te aseguro que lo va a estar. Te volveré a contactar en una hora para confirmar que ya hablaste con ella.

Cuando la dueña del Hotel Oasis lo citó para que firmara las formalidades del uso exclusivo de la habitación 32, Ulises Zero, había relatado Aspern, le explicó así:

–Lo primero es que no estoy nada seguro de ser Ulises Zero. Me desperté en la habitación 32 de este hotel sin recordar nada de mí y encontré unos documentos con esa identidad. Aquí están todos los papeles que me acreditan como tal –dijo poniéndolos sobre la mesa–, aunque no tengo la certeza de serlo. El inspector de la policía me explicó que fui víctima del papelito envenenado. Parece que ha ocurrido con bastante frecuencia. Las personas pierden la memoria por unas horas y luego la recuperan. Sin embargo, creo que ya han pasado casi dos días.

–Es probable que el efecto amnésico de la droga sea mucho más poderoso de lo que se piensa, pero hasta ahora las informaciones dicen que todos los afectados vuelven a la normalidad. Debe ser muy incómoda una identidad que no parece propia. Entonces, Ulises, no tengo más remedio que llamarlo por ese nombre mientras tanto, ¿cómo piensa pagar la habitación?

–Le doy mi palabra de que soy un hombre rico. Soy propietario de una suite de lujo en las Residencias Urbex. La visité esta mañana. Aparentemente es un lugar muy notorio porque tomé un taxi y el conductor me llevó sin hacer ninguna pregunta sobre la dirección. Allí nadie pareció ni reconocerme ni desconocerme. Son más de trescientas unidades repartidas en quince pisos de alfombras silenciosas extendidas en pasillos discretos. Por todas partes se siente el aroma del refrescador de ambiente, el personal saluda mecánicamente y se limita a una sonrisa inexpresiva. En general, los residentes parecen ser hombres de negocios. No tuve que dirigirme a nadie porque las llaves de mi suite estaban en el maletín que encontré en el Oasis; entré y pude apreciar que está decorada con colores suaves y persianas verticales. En la nevera había jugo de naranja natural, y bebí un vaso mientras repasaba los canales de televisión. Puse unas rodajas de pan en la tostadora, las unté con mantequilla light y desayuné escuchando las noticias en CNN. Luego pulsé el registro de mensajes de la contestadora y había varios recordándome una cita a la que por lo visto no he acudido. Después fui al banco emisor de mi chequera y pedí el estado de cuenta. No estoy acostumbrado a ser Ulises Zero porque una cuenta de ocho dígitos altos me causó una honda impresión. Hice un esfuerzo para que el empleado no captara mi sorpresa. Y eso no es todo, tengo otra cuenta en dólares. Seis dígitos bajos, no está mal. ¿Qué le parece?

–Magnífico. Me resulta un poco extraño que alguien quiera comprar una habitación en el Oasis si tiene una suite en las Urbex, pero no me dedico a la investigación de seres humanos. Y, por cierto, ¿usted a qué se dedica?

–Creo que soy un millonario serio. No ha aparecido ningún documento que indique que trabajo en alguna parte.

–Mejor todavía, así tendrá tiempo suficiente para encontrarse.

–Quiero volver a mi vida, cualquiera que ella fuese. Y la única manera es permanecer en esta habitación, si llegué hasta aquí debe ser por alguna razón. Esta habitación es mi única pista. ¿Lo comprende?

–¿Cómo hizo para firmar en el banco?

–Mi firma correspondió exactamente a la registrada. Cobré un cheque sin el menor problema. La había ensayado antes copiando la que aparece en el carnet de identidad, y el resultado fue perfecto. Tengo la caligrafía de Ulises Zero, no debe preocuparse por el pago de la habitación.

Dicho así comenzó a llorar. Un llanto fuerte, ronco, que intentaba inútilmente refrenar. No quiero que me pase esto, gritó varias veces.

–La verdad es que es demasiado raro. ¿Ha pensado en la posibilidad de unos exámenes médicos? Busque a Díaz-Grey. Es muy famoso en la ciudad.

–Soy Ulises Zero pero no recuerdo serlo. No me siento serlo. No quiero serlo.

La dueña miró el reloj.

–Bueno, Ulises, que disfrute la habitación. Estoy un poco ocupada ahora. Cualquier cosa que necesite, por favor llame a Walter.

Contenido
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
Créditos

2

Aspern lo vio venir desde la veranda. Vio que Ulises Zero caminaba agotado entre los matorrales y esperó su llegada.

–Estoy perdido –había dicho Ulises.

–Ya lo sé, ¿por qué otra razón hubiera aparecido aquí? Pase adelante, le traeré algo caliente. ¿Toma té?

Ulises bebió ávidamente la taza que le ofreció Aspern y se sentó frente a él en la mecedora.

–Estaba buscando una dirección cuando se desencadenaron circunstancias que me impidieron encontrarla y me extravié. No tengo la menor idea de cómo llegué a su casa. Creo que estoy demasiado cansado.

Ulises se bajó del taxi cerca del edificio donde le habían dicho que vivía Díaz-Grey, había continuado Aspern su relato. El conductor le explicó que la orientación de la calle le impedía seguir, pero bastaba con que caminara unos cincuenta metros para llegar. Así lo hizo, y al pasar frente a una iglesia se detuvo y entró en ella. Había mucha gente, al parecer se celebraba una ceremonia. Las personas, en su mayoría mujeres, rezaban y cantaban. Luego el sacerdote tomó el micrófono y comenzó una perorata que fue súbitamente interrumpida por un grupo de hombres que se acercaron al altar y lo empujaron. Dijeron pertenecer a Los Guerreros del Sol y prohibieron que nadie abandonara el recinto hasta tanto hubieran registrado los archivos de la iglesia porque se había recibido información de que en ella escondían material subversivo. Las mujeres gritaban y trataban de escapar pero las puertas estaban custodiadas por jóvenes armados que les impedían salir. Una persona sentada al lado de Ulises le aconsejó que se mantuviera tranquilo hasta que todo terminara, generalmente duraba poco tiempo. Explotaron varias botellas de gasolina y los gritos se transformaron en aullidos. Una nube de gases invadió la iglesia y Ulises perdió la visión de lo que estaba ocurriendo. Se acostó en el suelo esperando que los gases se despejaran y se tapó la cara con la chaqueta. Permaneció así hasta que los gritos se debilitaron y el aire se hizo más respirable. El sacerdote retomó el micrófono y exhortó a las personas a retirarse en calma por la puerta trasera. La puerta conducía a un pasillo y Ulises avanzó con los demás hacia la salida. Finalmente se vio de nuevo en la calle pero no la reconoció. No era la misma en la que se había detenido el taxi. Preguntó a los transeúntes por la dirección de Díaz-Grey y no logró nada, no les resultaba conocida. Lo intentó varias veces hasta que, exhausto, se sentó en un café y pidió una botella de agua. Consultó con el mesero su problema, había perdido la calle en la cual creía que vivía Díaz-Grey. El mesero le indicó que la calle era muy fácil de localizar, apenas debía recorrer dos cuadras a la derecha y luego torcer a la izquierda, eso no era posible en aquel momento porque los soldados habían cerrado el acceso a causa de lo acontecido en la iglesia, y tampoco encontraría un taxi disponible en las cercanías. Cuando los soldados acordonaban las calles el tránsito quedaba interrumpido por varias horas, de modo que lo más prudente era dejar su cita para otro día y regresar a pie esquivando las esquinas precintadas.

Ulises memorizó las explicaciones que le dio el hombre para volver al Hotel Oasis y le preguntó si era una distancia muy larga. Éste le confirmó que, en efecto, se hallaba en el extrarradio de la ciudad y llegar al centro le tomaría al menos dos horas de marcha. Otra posibilidad sería continuar al norte, hacia una pequeña localidad en la que podría o bien pasar la noche o bien tomar un autobús que rodeaba la ciudad por una avenida perimetral y entraba en ella desde el lado sur. El trayecto hasta esa localidad, le aseguró, era más corto, probablemente unos cuarenta y cinco minutos si no se detenía. Ulises decidió seguir esta ruta, no sin antes comprar otra botella de agua. El sol caía muy fuerte y todavía experimentaba el efecto tóxico de los gases en la garganta y los ojos.

El camino hacia la localidad que le había señalado el mesero era inicialmente una avenida cada vez más deshabitada, y luego se transformaba en una carretera vecinal por la que transitaban muy pocos vehículos. Se dispuso a contarlos como método para entretenerse durante su marcha ya que no había ningún letrero que marcara los kilómetros ni los lugares que iba dejando atrás. Le hubiera gustado toparse con alguien para cerciorarse de que estaba en la vía correcta, pero los automóviles circulaban muy rápido y no se cruzó con ningún peatón; como tampoco apareció ninguna desviación continuó adelante. El sol iba bajando de modo que el esfuerzo se fue haciendo más leve. Transcurridos los cuarenta y cinco minutos previstos, la localidad que buscaba no aparecía. Caminó dos horas más y sintió que el anochecer estaba próximo, la temperatura había descendido radicalmente y era urgente encontrar algún refugio. Divisó, entonces, una casa un tanto apartada de la carretera y se dirigió hacia ella.

–Tiene los ojos muy irritados –observó Aspern.

–Sí, lanzaron muchos gases en la iglesia.

Aspern se levantó y volvió del interior con más té. El té es un remedio maravilloso. It keeps you going.

–Estaba por prepararme algo de cenar. Pasemos adentro, una vez que ha oscurecido completamente el frío es insoportable.

Ulises lo siguió y entró en una sala desbordada de libros. Había libros en las repisas agrupados en varias filas, en las mesas y en el piso. Libros como columnas por todas partes.

–Póngase cómodo, si encuentra un lugar donde hacerlo. Arrime un poco los libros que están sobre el sofá, es el más mullido. Voy a calentar una sopa y tengo también unas costillitas de cordero que no me quedan nada mal.

Alzó la mano hacia un gabinete y sacó una botella de vino.

–No demasiado bueno pero tampoco demasiado malo.

–Me llamo Ulises Zero –dijo como si hubiese olvidado algo importante.

–Aspern –contestó Aspern.

Mientras preparaba la comida Aspern hablaba sin parar.

–Como ve mi ocupación principal son los libros. Estoy escribiendo la historia de Nocturama. Su fundación es desconcertante. Un científico fascinado por el conocimiento de las especies de la comarca se había propuesto producir un diorama de la fauna y flora con la intención de exponerlo en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Equipado con los mejores recursos disponibles para la época –aproximadamente la primera mitad del siglo pasado– se instaló en una población cuyo nombre original se ignora, y que, si bien lejana, era la más cercana al emplazamiento que había escogido para sus fotografías y registros. Mientras vivía allí era percibido por los lugareños como un ser estrafalario, de pocas palabras, pero en general amigable. Su nombre fue olvidado porque nadie lo llamaba por él, se referían a su persona como “el científico”, y algunos más irrespetuosos decían “el raro”. Sus datos personales consignados en la posada en la que residía fueron destruidos en un incendio que acabó con el establecimiento; por otra parte, su diorama no llegó nunca a término. Como habrá sospechado todos los materiales acumulados durante su investigación se perdieron en las llamas, y apenas si los huéspedes de la posada, incluyendo al fracasado dioramista, tuvieron tiempo de huir. No hubo víctimas fatales pero el posadero atribuyó lo ocurrido a la mala suerte y la mala suerte al forastero. Eran en la región muy supersticiosos, y, comprendiendo que sería considerado un enemigo, optó por irse.

A partir de estos hechos la calamidad se abatió contra el pueblo, que había comenzado a conocerse como Diorama debido a que los habitantes se referían obsesivamente a ese nombre. Como el científico no hablaba su lengua, era una de las pocas palabras que lograba articular cuando los curiosos querían saber más de sus propósitos. Poco después del incendio Diorama comenzó a sufrir una sequía abominable que arruinaba las cosechas, único medio de vida de la población. Muchos de ellos abandonaron el lugar y se perdieron para siempre en ciudades desconocidas, pero otros, fieles a su tierra, decidieron emigrar a la región de las cumbres en donde la lluvia era casi constante durante, al menos, ocho meses del año. El éxodo desalojó la antigua población y produjo una nueva, la que después se conoció como Nocturama, probablemente porque quisieron los fundadores recordar la causa de su exilio, o porque llegaron por la noche al valle en el que decidieron asentarse. La ciudad se recogía en el seno de una alta montaña, que a su vez se desplegaba en otra hasta perderse en una cordillera. Un observador que la sobrevolara no sería capaz de distinguirla sin que alguna señal dirigiera su mirada hacia el recoveco que llenaban las casas apiñadas, de color parduzco y tejados de pizarra desgastados por los largos inviernos. En primavera la luz de las cimas eternamente nevadas se reflejaba en las piedras de los muros y espejeaba en las estrechas ventanas adornadas con las flores que colocaban las mujeres en los balcones siempre oxidados.

Aspern había vaciado varias copas de vino, exaltado por su propia descripción, aunque dudoso de que el tema interesase a su huésped.

–No sé a qué se dedica, amigo Ulises, pero quizá le guste participar de mis investigaciones a las que me dedico por entero. Para descansar suelo leer novelas, soy muy aficionado a la novela inglesa. ¿Cuál es su ocupación?

Ulises quiso decirle que su caso era problemático, no recordaba su identidad anterior. Estoy perdido, éste es mi oficio. Aún no sé si lo ejerzo bien, aunque de alguna manera sí, puesto que llegué hasta su casa. Aspern suponía que probablemente Ulises le calculaba unos sesenta años, quizás algunos menos, y en su observación seguramente había detallado que usaba una chaqueta de tweed, una camisa de lanilla de un mostaza irritante, y botas cortas trenzadas, con mucho uso pero todavía en buen estado. Probablemente le atribuía fumar de vez en cuando una pipa que se le apagaba constantemente, y en todo parecía un personaje plausible para vivir en una novela inglesa. Quizás el lord en cuya casa de campo se había cometido un asesinato y conversaba desenfadadamente con el inspector. O también el propio inspector, cuando regresaba a su oficina a poner en orden las notas que había tomado interrogando al mayordomo y a la camarera. O el mismo mayordomo cansado de servir tisanas a milady. Todo es intercambiable, dijo Aspern que hubiera pensado Ulises. Pero, al fin y al cabo, esperaba de él una respuesta concreta y le había preguntado por su ocupación.

–Soy un millonario.

Aspern decía que se atragantó de la risa. –¿Ése es un oficio? ¿Y dónde vive?

–Compré una habitación en el Hotel Oasis y tengo una suite en las Residencias Urbex.

–¡Qué lugares tan prodigiosos! Es usted muy imaginativo. Oasis es un nombre apropiado para un hotel de citas.

–Así es –contestó Ulises.

–¿Y las Residencias Urbex? No las he oído nombrar nunca. ¿Son nuevas? Bueno, la verdad es que hace mucho tiempo que no voy a la ciudad. Cuando debo comprar provisiones envío a un chico que vive por aquí cerca y él me trae lo necesario. Es mi único lujo. De resto prefiero quedarme en casa. Trabajo desde la mañana hasta la tarde, luego salgo a pasear un rato, y cuando cae el sol regreso a ver el atardecer desde la veranda. Gracias a esa costumbre lo vi llegar. De lo contrario, en otro horario, no nos hubiéramos encontrado. ¿Tiene sueño?