Sabemos menos acerca de la vida sexual de las niñas que de los niños. Pero no debemos avergonzarnos por esta diferencia; después de todo la vida sexual de las mujeres es un continente oscuro de la psicología.
La cuestión del análisis profano, 1925
FREUD
El “continente oscuro” no es ni oscuro ni inexplorable: No se ha explorado únicamente porque nos han hecho creer que era demasiado oscuro para ser explorado.
La Jeune Née, 1975
HÉLÈNE CIXOUS
Cuando era estudiante de psicoanálisis a fines de los años 70 y principios de los 80, experimentaba un frecuente malestar en el vaivén de acuerdos y desacuerdos que me suscitaban las ideas psicoanalíticas acerca de la condición femenina. En aquellos tiempos en Venezuela la discusión del tema no era demasiado bienvenida, y conducía casi siempre a una cierta destitución del problema. Las mujeres habían cambiado –era la más común respuesta en la que me parecía advertir una recóndita nostalgia–, pero las teorías no tanto. Esa manera displicente de deshacerse del asunto no lograba poner fin a mi incomodidad. Yo quería estar completamente de acuerdo con Sigmund Freud, si era su fiel discípula, o completamente en desacuerdo, si era su apóstata. En pocas palabras, continuaba viviendo la polarización Freud/Beauvoir, propia de la primera ola de los estudios feministas.
Decía Simone de Beauvoir que quien quisiera pensar acerca de la mujer debía por completo apartarse de Freud. En los años 60 Freud fue considerado como un legitimador del lugar de la mujer en el hogar, y de su sumisión pasiva al deseo social y sexual del hombre, de modo que no era posible entonces un diálogo entre el psicoanálisis y el feminismo. Dos décadas después, ambas teorías comenzaron a coincidir a propósito de la libertad sexual y la diferencia de género para comprender la subordinación femenina en la sociedad patriarcal (Appignanesi y Forrester, 2002: 456, ss.), de modo que las posteriores revisiones feministas de Freud no siguieron el radical consejo beauvoriano en cuanto al descarte sino, por el contrario, se concentraron en su deconstrucción y reteorización.
Roy Schafer (2001: 325) considera que «ahora podemos hacer preguntas y proponer respuestas basadas en la práctica contemporánea, nuestras relaciones con la realidad, la autoridad y el conocimiento –preguntas y respuestas que eran inconcebibles cien años atrás». Toril Moi (1985: 184) señala que «las feministas no pueden ni rechazar la discusión teórica como ‘más allá de la polémica feminista’ ni olvidar el contexto ideológico de la teoría».
También Shoshana Felman sugiere que:
«[…] el verdadero reto que mantendrá en confrontación a las feministas que desean estar informadas –o inspiradas– por el psicoanálisis es cómo trabajar con el genio masculino de Freud, y no simplemente contra él, como la tradición feminista se sintió obligada a hacer en un principio (1993: 83) [énfasis del texto].»
Me informo, pues, y me inspiro en la búsqueda de leer no en contra, desde una polarización irreconciliable, sino con la mirada de quien incluye otras proposiciones que llegan a distintas conclusiones. No me propongo de ningún modo una revisión exhaustiva de la extensa bibliografía producida por la academia feminista sobre el particular, ni tampoco una precisa elaboración de los campos semánticos en los que pueden localizarse los conceptos freudianos; mi interés es volver a Freud desde la perspectiva de enunciados alternos. Cumplo así una vieja intención que me estaba esperando desde entonces: acercarme a las ideas freudianas sobre la condición femenina con una apreciación más comprensiva del contexto en el que fueron producidas. En la sección «Las construcciones del género» me ocuparé de las teorías de Freud, Melanie Klein y Jacques Lacan acerca de la condición femenina, a través de la revisión y fusión de trabajos que pertenecen a diferentes momentos; entre los cuales se incluyen conferencias e intervenciones en distintos ámbitos[1], así como la recopilación de artículos publicados en libros agotados (Torres, 1992; 1993b). Inevitablemente algunas repeticiones se solapan en los diferentes capítulos. En la sección «Galería freudiana» se incluyen cuatro casos clínicos escritos entre 1892 y 1919; veremos así cómo hablaban Freud y sus pacientes mujeres. Son historiales utilizados para la formación de psicoanalistas y psicoterapeutas, así como objeto de estudio para la crítica académica por su alto valor polisémico. Steven Marcus (1985: 56, 76) considera que la razón por la cual el tiempo no los ha desgastado y continúan siendo fuente de innumerables relecturas es porque contienen una «cierta cualidad transhistórica», propia de la literatura, que los mantiene a salvo del paso del tiempo. Particularmente el caso Dora lo aprecia como una extraordinaria pieza narrativa y un modo notable de construir la experiencia humana en la escritura, cuyo estilo compara con el de Proust y los escritores modernistas. Ciertamente, rompiendo con el esquema científico de los historiales médicos, Freud inauguró la modalidad de convertir los casos clínicos en historias de vida, que adquieren a veces características de «novelas de no ficción». En tanto las estrategias narrativas utilizadas en cada uno de ellos difieren entre sí, su diversidad forma también parte del análisis y de la comprensión que podemos hacer del autor, no sólo en términos del momento de la teoría psicoanalítica en que fueron escritos sino de él mismo. Freud como escritor participa también como protagonista, y sus historiales son su propia historia.
Las estrategias narrativas con que enfrenta la escritura de sus casos no son producto del azar o una simple variación estilista, sino modalidades de su contratransferencia (término que no existía entonces para designar el conjunto de reacciones conscientes e inconscientes del analista frente al analizado), y en ese sentido dicen mucho de lo que acontecía en el tratamiento y en él mismo. Al revisitar los casos de Frau Cäcilie M, Elisabeth von R, Dora y la joven homosexual apreciamos la posición que ocupaba su contratransferencia en el complejo mundo de ideas, prejuicios y sentimientos que conformaban su aproximación a la feminidad, y destacaremos la modalidad discursiva con que fueron escritos como parte importante de su relación con ellas.
Por último, un apéndice dedicado a dos decimonónicas famosas, la una como personaje literario, Emma Bovary[2]; la otra como personaje histórico latinoamericano, Manuela Sáenz[3]. Sus vidas nada tuvieron que ver con Freud, pero ofrecen un amplio caudal de sugerencias para el análisis de la construcción del género femenino.
Después de más de cien años el psicoanálisis se ha transformado, no cabe duda, y se ha convertido en un pensamiento heterogéneo. La razón de esto se asienta no sólo en la diversidad de los planteamientos freudianos sino en el hecho de que Freud es un autor capaz de presentar ideas que en ocasiones son contradictorias, y que, por lo mismo, han permitido el florecimiento de distintas corrientes. Es bien sabido, sin embargo, que todas ellas reivindican un origen freudiano. Ningún analista es capaz de proponer un argumento sin afirmar, explícita o implícitamente, que se asienta en la obra de Freud; en verdad, si no fuera así, dejaría de ser psicoanalista. Un psiquiatra es un psiquiatra aunque no reivindique a Kraepelin. Un psicólogo es un psicólogo aunque no reconozca a Wundt. Pero el psicoanálisis, si bien está mayoritariamente poblado por psiquiatras y psicólogos, es diferente. No es una ciencia susceptible de abandonar hipótesis por nuevas comprobaciones científicas sino un discurso de la subjetividad fundamentado en las ideas de Freud; por eso un psicoanalista no puede serlo si no es freudiano, no serlo es situarse fuera de discurso. Aquellos que partiendo del psicoanálisis tomaron distintas interpretaciones del ser humano se convirtieron en fundadores o seguidores de otras escuelas, como fue el caso de Jung. Y cuando han ocurrido esos juicios históricos en los cuales un psicoanalista arriesga perder su condición de tal por la naturaleza de sus teorías, la defensa se sostiene siempre en el mismo argumento: su proposición es psicoanalítica porque está fundada en Freud. Lacan no pudo convencer a sus jueces, y a lo largo de su «excomunicación» repitió incansablemente hasta su muerte que él no era otra cosa que freudiano (así lo hizo, quizá por última vez, en Caracas, en 1981, poco antes de su fallecimiento)[4]. Gracias a haberlo podido demostrar, como veremos más adelante, Melanie Klein permaneció en la comunidad psicoanalítica cuando enfrentó la amenaza de expulsión de la Sociedad Británica. Para bien o para mal Freud inscribió su pensamiento en el nombre del Padre.
El psicoanálisis es una construcción que no se deslastra; avanza y se modifica, pero rara vez abandona sus postulados, se desprende solamente de aquellos de los que Freud mismo se separó explícitamente. Los postulados que el curso del tiempo ha ido haciendo inútiles van quedando dentro de una suerte de recycle bin, ni se usan ni se borran. Sin embargo, desde allí laten, no quedan definitivamente cancelados, y, por lo tanto, se infiltran en aquellos más novedosos y contemporáneos, revistiéndose de un lenguaje que les permita parecer más al día. Esta consideración es también parte del sustento de esta relectura de la mujer: la sospecha de que es un tema nunca del todo liquidado. Los psicoanalistas han cambiado considerablemente sus posiciones (en esto como en otros asuntos), pero el cambio es más un efecto de la práctica y de las mudanzas sociales que una declaración asumida que afecte los principios teóricos, clínicos y técnicos. Dicho de otro modo, probablemente muchos analistas hombres y mujeres analizan a sus pacientes hombres y mujeres sin aplicar la lógica fálica, al mismo tiempo que implícitamente la siguen sustentando. Jane Gallop la define así:
«El dominio del Falo es el reino del Uno, de la Unicidad. En la «fase fálica», de acuerdo con Freud, «sólo una clase de órgano genital tiene importancia: el masculino» (19: 142). Freud, como hombre, se detiene en la fase fálica, capturado en el reino del Uno, tratando obsesivamente de dominar la otredad en una imagen especular de la igualdad (1989: 99).»
En la introducción a La sexualidad femenina, Janine Chasseguet-Smirgel (1977) se refiere a las polémicas que suscitaron las teorías freudianas acerca de la mujer entre sus primeros discípulos, y señala que las discusiones fueron haciéndose más esporádicas en los siguientes treinta años. Divide las opiniones entre aquellas «entroncadas a las de Freud» (J. Lampl de Groot, Helene Deutsch, Ruth McBrunswick y Marie Bonaparte) y las «opuestas a Freud» (Josine Müller[5], Karen Horney, Melanie Klein y Ernest Jones). Si bien la división no resulta demasiado convincente, permite localizar cuáles fueron las propuestas más significativas sobre el tema en los primeros tiempos del psicoanálisis. Transcurridas varias décadas, las mujeres son mayoría en muchas sociedades psicoanalíticas, así como en las profesiones de ayuda psicológica, y han, desde luego, intervenido en la teoría y en la práctica analítica con diferentes y significativas contribuciones, pero sin remover la piedra de tranca, esto es, que la concepción freudiana del sujeto sexual se desprende de la lógica fálica (llevada por Lacan a su radicalidad extrema al colocar el significante fálico en un lugar teóricamente esencial para la comprensión del inconsciente); es decir, a partir del sujeto masculino y de una cierta visión del mismo, que requiere, a su vez, de una problematización. La impugnación de esta lógica proviene del campo académico, y de analistas independientes, pero raramente de quienes pertenecen a la Asociación Psicoanalítica Internacional o a las distintas organizaciones derivadas de la escuela fundada por Lacan. Un caso sonado fue el de Luce Irigaray, seguidora de Lacan en su «excomunicación», que discutió la lógica fálica en Speculum de l´autre femme (1974) y en consecuencia fue expulsada del departamento de psicoanálisis lacaniano de la Universidad de Vincennes en París (Gallop, 1989: 97).
Los aportes autorizados tocan más bien los temas de la psicología femenina, tales como la menarquia, la menopausia, la maternidad, las relaciones sexuales, las identificaciones, las relaciones madre-hija, la transferencia y contratransferencia de analistas mujeres y temas similares, tal como ha realizado, entre otras, la psicoanalista norteamericana Nancy Chodorow. Entre nosotros Doris Berlin (1998, 2006) ha venido estudiando las identificaciones de género y las dificultades que se derivan para las mujeres con relación a su rol profesional y familiar.
Todos estos aportes representan, sin duda alguna, una propuesta importante ya que incorporan a la mujer como sujeto dentro del psicoanálisis, pero no tocan la cuestión de fondo, no responden a la teoría freudiana de la mujer. No remueven el escollo principal. Las psicoanalistas, cuando entran en el tema de la condición femenina –que, por cierto, evaden constantemente– no se dirigen a problematizarlo. Quizá sea ése el precio de la institucionalidad fundada en el nombre del Padre. Probablemente ésta ha sido la tradición en la materia y da pie a esta irónica afirmación de Lacan:
«Acerca de la sexualidad femenina, nuestras colegas, las señoras analistas, no nos dicen… todo. Es verdaderamente sorprendente. Ellas no han hecho avanzar ni un ápice la cuestión de la sexualidad femenina. Debe haber en ello una razón interna, ligada a la estructura del aparato del goce (1975: 54) [énfasis del texto].»
Es notable cómo las primeras analistas (Helene Deutsch, Melanie Klein, Anna Freud, por citar a las más estudiadas) desarrollaron un psicoanálisis más matriarcal que patriarcal; sin embargo, en tanto se produjo como un desarrollo paralelo, no constituyó una discrepancia oficial contra la lógica fálica. La única que lo hizo radicalmente fue Karen Horney, y le costó el exilio, más o menos voluntario, de la Asociación Psicoanalítica Internacional.
Karen Danielson nació en Hamburgo en 1885, en una familia protestante de la alta burguesía, su padre era noruego, muy religioso, capitán de marina y presidente de la compañía marítima Lloyd; Karen viajó mucho con él en su juventud. Su madre era holandesa y librepensadora; con su apoyo se trasladó a Berlín para estudiar medicina y fue primera de su promoción. Completó su formación psiquiátrica y psicoanalítica analizándose con Karl Abraham y Hans Sachs, fieles discípulos de Freud. Casada a los veinticuatro años con un abogado berlinés, Oscar Horney, tuvo tres hijas y se divorció en 1937, «en razón de sus intereses divergentes y de la importancia creciente de su papel en el movimiento psicoanalítico» (Kelman, 1969: 10). En 1920 era muy apreciada como profesora y supervisora del Instituto de Berlín. En 1922 presentó el trabajo «De la génesis del complejo de castración en la mujer» en el VII Congreso Internacional de Psicoanálisis de Berlín, presidido por Freud, en el cual argumentó que la identidad femenina es innata por la inmediata identificación con la madre y relativizó la teoría de la envidia del pene como factor esencial en el desarrollo psíquico de la niña. Posteriormente continuó con sus críticas a Helene Deutsch, y al mismo Freud, no sólo en el tema de la psicología femenina sino también en la teoría de las pulsiones. Su posición en la Sociedad Alemana de Psicoanálisis y el Instituto de Berlín se fue haciendo incómoda, a la vez que las dificultades económicas de la preguerra y el surgimiento del nazismo afectaban la vida social y cultural que había llevado hasta entonces. Se identificaba con las ideas liberales y era antifascista. Aceptó la oferta de un ex estudiante, el analista húngaro Franz Alexander, para trabajar en el Instituto Psicoanalítico de Chicago y emigró a Estados Unidos en 1932 con la menor de sus hijas. Allí produjo la mayor parte de su obra, alejándose progresivamente de los principios psicoanalíticos, tal como el concepto de represión, para basarse más en las fuerzas constructivas del Yo. Horney desarrolló sus propias teorías psicológicas orientadas hacia una filosofía de afirmación de la vida y búsqueda de la libertad.
Por esta constante disidencia y la tendencia sociológica de su pensamiento, más cercano a Fromm y a Sullivan, fue marginada de la docencia en los institutos de psicoanálisis de la Asociación Psicoanalítica Internacional y fundó el movimiento Association for the Advancement of Psychoanalysis. Murió en Nueva York en 1952. Actualmente el Karen Horney Psychoanalytic Center es un centro de tratamiento y entrenamiento psicoterapéutico que continúa su pensamiento. De ella comenta Janine Chasseguet:
«De los analistas que habían manifestado su oposición a las opiniones freudianas sobre la sexualidad femenina, sólo Karen Horney se separó del freudismo. Aún es difícil apreciar con exactitud la importancia de su desacuerdo sobre este problema en la posición que tomó al final (1977: 8).»
En las obras completas de Freud[6] encontramos dos menciones de Karen Horney. La primera en «Algunas consecuencias de la diferencia anatómica de los sexos» (1925), en donde se refiere al mencionado trabajo «De la génesis del complejo de castración en la mujer».
«No debemos apartarnos de estas conclusiones por las negativas de las feministas, que están ansiosas por hacernos considerar a los dos sexos como completamente iguales en posición y valor; pero, por supuesto, aceptamos que la mayoría de los hombres también está muy lejos del ideal masculino y que todos los seres humanos, como resultado de su disposición bisexual y de la herencia cruzada, combinan en ellos características masculinas y femeninas, de modo que la masculinidad y feminidad puras son construcciones teóricas de contenido incierto […] En los valiosos y comprensivos estudios acerca de la masculinidad y complejo de castración en las mujeres de Abraham (1921), Horney (1923) y Helene Deutsch (1925)[7] hay mucho que se aproxima a lo que he escrito pero nada que coincida completamente, de modo que una vez más me siento justificado de publicar este trabajo (19: 258).»
La segunda mención aparece en «Sexualidad femenina» (1931) y se refiere al trabajo de Horney, «La huida de la feminidad: El complejo de masculinidad de la mujer visto por el hombre y por la mujer».
«Así, por ejemplo, Karen Horney (1926) es de la opinión de que sobreestimamos la envidia del pene primaria en la niña y que la fuerza de la tendencia masculina que desarrolla posteriormente debe ser atribuida a una envidia del pene secundaria que es utilizada para repeler sus impulsos femeninos y, en particular, su vínculo femenino con el padre. Esto no se adapta a mis impresiones […] Y si la defensa contra la feminidad es tan enérgica, ¿de qué otra fuente puede sacar su energía que no sea la tendencia masculina que encontró su expresión en la envidia infantil del pene y por lo tanto merece llevar su nombre?
»Una objeción similar se aplica al punto de vista de Ernest Jones (1927)[8] acerca de que la fase fálica en las niñas es secundaria, y acción defensiva más que un estadio evolutivo genuino. Esto no corresponde ni a la posición dinámica ni cronológica de las cosas (21: 243) [énfasis del texto].»
Más adelante, en Esquema del psicoanálisis (1938) comenta:
«No nos sorprendería demasiado si una mujer analista que no esté suficientemente convencida de la intensidad de su propia envidia del pene, fallara también en acordar la importancia adecuada a este factor en sus pacientes. Pero estas fuentes de error, que surgen de la ecuación personal, a la larga no tienen importancia (23: 197).»
Según Harold Kelman (1969: 23), discípulo y analizado de Horney, ésta pudiera ser una referencia indirecta a propósito de las sensaciones vaginales precoces que Horney afirma en su artículo «La negación de la vagina. Una contribución al problema de las angustias genitales específicas de la mujer»[9].
Peter Gay (1989: 463) la cita en la lista de los analizados de Abraham («la nómina de la eminencia psicoanalítica»), y más adelante en el debate acerca de las ideas de Freud sobre la feminidad.
«Además de Karl Abraham, las principales luchas con sus ideas incluían a Ernest Jones, que buscaba su propia posición; la joven analista alemana Karen Horney, lo suficientemente directa y de mente independiente para retar al maestro públicamente en su propia cancha; y algunas oficialistas como Jeanne Lampl de Groot y Helene Deutsch, quienes adoptaron ambas la posición final de Freud con pocas salvedades y sólo pequeños cambios (502).»
El punto sobre el que Horney no estuvo dispuesta a ceder fue en la idea freudiana según la cual la feminidad es el resultado de la renuncia a la masculinidad, tanto en el órgano de placer (clítoris por vagina) como en la envidia del pene y la renuncia al mismo. Citamos en extenso a Gay:
«En 1922 Horney valientemente se mantuvo firme en el congreso internacional de Berlín, con Freud en la presidencia, y sugirió una versión revisada de la envidia del pene. No negaba su existencia pero colocada dentro del contexto del desarrollo femenino normal. La envidia del pene no crea la feminidad, dijo Horney, más bien la expresa. Por lo tanto rechazó la idea de que esta envidia conduce necesariamente a las mujeres al «repudio de su feminidad». Por el contrario, «podemos ver que la envidia del pene de ninguna manera excluye un completo y profundo vínculo con el padre». Horney, desde la perspectiva freudiana que dominaba a estos congresos, se estaba comportando de la manera más correcta posible; respetuosamente citó al fundador; aceptó la propia idea de la envidia del pene. Únicamente especuló un poco secamente; quizás era «el narcisismo masculino» lo que había llevado a los psicoanalistas a aceptar la opinión de que la mujer, después de todo, la mitad del género humano, está inconforme con el sexo que la naturaleza le ha asignado. Parecía como si los analistas hombres encontraran esto «demasiado evidente para necesitar una explicación». Cualquiera que fuesen las razones, la conclusión a la que los psicoanalistas habían llegado con respecto a la mujer es «decididamente insatisfactoria, no sólo para el narcisismo femenino sino para la biología».
»[…] Cuatro años más tarde […] Horney se lanzó impávida: «La razón de esto es obvia. El psicoanálisis es la creación de un genio masculino, y casi todos los que han desarrollado sus ideas son hombres» (519-520).»
Helene (Rosenbach) Deutsch (1884-1982) ha sido considerada la más importante y fiel entre las discípulas de Freud. Hija de un juez a quien admiraba mucho, tuvo graves problemas en su infancia y adolescencia con su madre, por la que dijo sentir odio y horror a identificarse con ella. Después de militar en el partido socialista junto a su amante Herman Lieberman, se separó de él por considerar que tenía a su lado un rol de sumisión. En Munich, a donde se trasladó para estudiar medicina, conoció al que sería su esposo, Felix Deutsch, también psicoanalista. En 1916, ya en Viena, formó parte del círculo íntimo de Freud, fue su analizada y supervisada, y la primera mujer en pertenecer a la Sociedad Psicoanalítica de Viena. En su análisis se quejaba de que Freud enfatizaba su identificación con el padre y el affaire con Lieberman, descuidando las dificultades que enfrentaba en la crianza de Martin, su único hijo. En su primer libro, The Psychology of Women´s Sexual Functions (1925) inicia una línea que ha sido muy fructífera en la investigación de la psicología de la mujer. Considera que los problemas suscitados en las funciones reproductoras no remiten a la castración sino a conflictos derivados de la oposición entre el narcisismo y el amor materno. Si bien acepta la tesis freudiana del estadio fálico-clitoridiano, comprende la relación sexual como una recapitulación de la maternidad (la vagina chupando el pene como equivalente de la lactancia, y la maternidad como identificación con la madre). Sayers dice (1992: 39) que su propuesta del embarazo y la lactancia es diferente a la freudiana, pero «tan metida en sus términos que las diferencias han sido con frecuencia ignoradas». Un caso de desarrollo paralelo, podríamos añadir.
En todo caso Deutsch enfatiza que las raíces de la feminidad residen en la identificación con la madre, como víctima masoquista de la penetración. También considera que el desarrollo de algunos síntomas como las fobias, obsesiones y la depresión tiene su origen en la relación con la madre, e interpreta el lesbianismo no como decepción del deseo edípico, de acuerdo con Freud, sino como parte de la relación preedípica con la madre. Alrededor de este tema encontramos en «Sexualidad femenina» (1931) la única mención de Freud sobre ella (y Jeanne Lampl de Groot):
«Todo lo que en la esfera del primer vínculo con la madre me parecía tan difícil de captar en el análisis –tan apagado por el tiempo y oscuro y casi imposible de revivir– que era como si hubiese sucumbido a una represión especialmente inexorable. Pero quizás obtuve esa impresión porque las mujeres que analicé fueron capaces de agarrarse al fuerte vínculo con el padre en el que se refugiaron de aquella fase temprana. Parece ocurrir que las mujeres analistas –como, por ejemplo, Jeanne Lampl de Groot y Helene Deutsch– han sido capaces de percibir estos hechos más fácil y claramente porque fueron auxiliadas en el manejo de los tratamientos por la transferencia de una adecuada madre sustituta (21: 226-227) [énfasis nuestro][10].»
Helene había sido muy celebrada por sus conferencias en Estados Unidos, y Felix, comprendiendo la catástrofe que se avecinaba en Europa, comienza en los años 30 a buscar condiciones para emigrar, estableciéndose en Boston en 1935. Freud no veía entonces ninguna razón por la cual dejar Viena, y Helene sufrió mucho con la desaprobación del maestro, quien le dijo que «la quería pero no la perdonaba». En Estados Unidos continuó sus investigaciones sobre los temas de la maternidad, y posteriormente el rol de las abuelas. Avanzó la idea de que el miedo a la retaliación de la madre pudiera estar vinculado a los conflictos psicológicos de la infertilidad, noción bastante afín a Klein. En suma, Helene Deutsch funda la psicología femenina psicoanalítica.
Entre las discípulas fieles y analizadas por Freud se encuentra también la princesa Marie Bonaparte. Las menciones de Freud sobre su obra son irrelevantes a los fines de este tema ya que no cita ninguno de sus numerosos trabajos. Tuvo, sin embargo, un rol histórico fundamental en tanto participó activamente con Ernest Jones en la emigración de la familia Freud, costeando las sumas exigidas por las autoridades nazis, y fue también ella quien adquirió la correspondencia Freud-Fliess, que la viuda de Fliess había vendido, además de ser fundadora de la primera sociedad psicoanalítica francesa.
Melanie (Reizes) Klein, al igual que Karen Horney, no se formó directamente con Freud. Nació en Viena en 1882. Su padre, destinado a ser rabino, se casó con una mujer que no conocía, pero rebelándose ante esto estudió medicina, se divorció y se casó con una mujer mucho menor que él, Libusa Deutsch, proveniente de una familia de rabinos liberales ilustrados. Melanie fue una de sus cuatro hijos y recibió una educación liberal, antirreligiosa, aun cuando la madre conservaba algunas costumbres religiosas. Era atea aunque se sentía orgullosa de su ascendencia judía (caso muy similar a Freud). Estudió dos años de medicina, pero el trabajo de su esposo, Arthur Klein, ingeniero, con quien se casó a los veintiún años, no le permitió continuar. Lamentó esto siempre, «convencida de que un título de médico habría deparado a sus ideas una acogida más respetuosa…» (Segal, 1985: 33). Recién casada vivió en Eslovaquia y Silesia, y echaba de menos el estímulo intelectual de Viena. Cuando vivía en esa ciudad, Melanie Klein no había escuchado hablar de Freud; fue al mudarse a Budapest cuando leyó La interpretación de los sueños (1900) y comenzó su análisis con Sandor Ferenczi. En 1919 expuso su primer trabajo en la Sociedad Húngara en la que fue aceptada. El matrimonio Klein tuvo tres hijos: Hans, Melitta y Eric; poco después se separaron, Arthur se fue a trabajar a Suecia, y finalmente se divorciaron en 1922.
En 1920 conoció a Karl Abraham, y sus palabras de estímulo la impulsaron a mudarse a Berlín; a partir de 1922 perteneció a la Sociedad de Berlín y Abraham la aceptó como analizada en 1924, falleciendo él al año siguiente. Dice su biógrafa, la analista Hanna Segal (1985: 36), que «a la pérdida de su maestro y a la interrupción de su análisis se sumaron los constantes ataques a su tarea […] La Sociedad de Berlín seguía mayoritariamente a Anna Freud y consideraba que la obra de Melanie Klein no era ortodoxa». Alix Strachey, admiradora y amiga, le describe a su esposo James Strachey (ambos editores y traductores de la obra de Freud al inglés) una polémica que presenció en la Sociedad de Berlín, en la que Melanie fue muy atacada por Alexander y Rado, y defendida por el resto. Alix Strachey preveía en esta carta la oposición de Anna Freud (Gay, 1989: 466-468).
En 1925 conoció a Ernest Jones, quien quedó muy impresionado y la invitó a Londres. En casa de Adrian Stephen, psicoanalista y hermano de Virginia Woolf, dio su primera conferencia. Fue bienvenida por Alix Strachey y Joan Riviere, también traductora de Freud y Klein al inglés, así como por Winnicott y Susan Isaacs. Después de la presentación de un trabajo en el Congreso de Innsbruck en 1927, fue aceptada en la Sociedad Británica. Sus teorías comenzaron a ser muy bien recibidas por los ingleses y su primer libro fue celebrado por importantes miembros de la Sociedad Británica; Edward Glover expresó que podía situarse a la altura de algunas contribuciones clásicas de Freud. En pocos meses esto cambió radicalmente. La controversia que había comenzado en 1927, en el simposio sobre psicoanálisis infantil, fue haciéndose más áspera. En 1932 aumentaron los ataques, liderados por Glover, quien consideraba que el concepto de posición depresiva, que dio comienzo a la escuela kleiniana, era antianalítico, además de acusarla de no tener experiencia profesional para hablar con propiedad de la psicosis. Su propia hija Melitta, analizada por Glover, y su esposo Walter Schmideberg, ambos psicoanalistas, se sumaron en su contra (Sayers, 1992: 205-244).
Inicialmente, Freud en su autobiografía (1924a) se mostró proclive a apoyarla, al mencionar que el análisis de niños había ganado importancia debido al trabajo de Melanie Klein y de su propia hija (20: 70, n. 1). También en El malestar en la cultura (1930) comentó positivamente que la severidad del Superyo con la cual se desarrollan los niños puede no corresponder en nada a la severidad que hayan recibido, «como ha sido correctamente enfatizado por Melanie Klein y otros autores ingleses» (21: 130, n. 1). Se refería a Jones y a Susan Isaacs; sin embargo, en una carta a Jones de 1925 muestra sus reservas en forma explícita (Gay, 1989: 468-469):
«La obra de Melanie Klein ha encontrado muchas dudas y contradicciones. En cuanto a mí, no soy muy competente para juzgar en asuntos pedagógicos.»
Y dos años después en otra carta, insistiendo en que ha tratado de ser imparcial entre Melanie Klein y su hija, añade:
«Lo que sin duda puedo decirle, las opiniones de la Sra. Klein acerca de la conducta del Ideal del Yo en los niños me parecen completamente imposibles y están en contradicción con todos mis presupuestos.»
En «Sexualidad femenina» (1931), refiriéndose a Otto Fenichel, comenta que éste…
«No acepta la afirmación de Jeanne Lampl de Groot acerca de la actitud activa de la niña pequeña en la fase fálica. También rechaza el «desplazamiento hacia atrás» del complejo de Edipo propuesto por Melanie Klein (1928), quien sitúa su comienzo tan temprano como al principio del segundo año. Esta ubicación cronológica, que necesariamente implica una modificación de nuestra visión de todo el resto del desarrollo del niño, no corresponde de hecho a lo que encontramos en los análisis de adultos, y es especialmente incompatible con mis hallazgos acerca de la larga duración del vínculo preedípico de la niña con la madre (21: 242).»
Finalmente, en la última visita de Jones a Viena en 1935 le comenta que la Sociedad de Londres «ha seguido a la Sra. Klein por un falso camino» (Gay, 1989: 609).
Cuando en 1938 la familia Freud llegó exiliada a Londres, la disputa entre Melanie y Anna se convirtió en el foco de la actividad científica de la Sociedad Británica. Jones y otros defendieron el derecho de Klein a exponer sus ideas, que juzgaban auténticamente analíticas. Anna Freud consideraba que la técnica de Klein era un sustituto del psicoanálisis, y Glover que era demasiado controversial para ser enseñada. La guerra enfrió un poco el conflicto ya que Melanie Klein estuvo ausente de Londres hasta 1942. En 1943, siendo Jones presidente de la Sociedad Británica, inauguró una serie de debates con el nombre de Controversial Discussions, y se produjeron once reuniones de enero 1943 a mayo 1944 basadas en cuatro artículos pertenecientes a Isaacs, Heimann, Isaacs y Heimann, y Melanie Klein. Al respecto dice Hanna Segal:
«Las autoras de los artículos mencionados querían refutar la acusación de que Melanie Klein se apartaba de las posiciones psicoanalíticas básicas […], pero también pretendían demostrar que Klein, aunque se fundaba en la teoría de Freud, llegaba a conclusiones divergentes […] Las dos partes enfrentadas en la polémica citaban a Freud a menudo, pero las citas eran distintas. Podría decirse: ¿qué Freud?, ¿el Freud de quién? (1985: 104-105).»
El debate no condujo a una mejor comprensión mutua como pensó Jones, sino a una polarización más radical y a la aspereza del trato. Surgieron con claridad tres escuelas: la de Melanie Klein (Grupo A), la de Anna Freud (Grupo B), y el grupo medio (middle group), el más amplio. Glover se apartó de la Sociedad Británica y Melitta se fue a Estados Unidos. La lucha no terminó en este caso con una expulsión sino con un «pacto de damas», propuesto por Anna Freud, quien solicitó que los alumnos asistieran a seminarios clínicos por separado y que los distintos grupos quedaran representados administrativamente dentro de la Sociedad Británica. En 1955 Jones (cit. en Segal, 1985: 153) escribió el prólogo para New Directions in Psychoanalysis y de nuevo mostró su permanente apoyo a Klein: «Es motivo de gran satisfacción y de congratulación personal que Melanie Klein haya llegado a ver firmemente establecida su labor». A su muerte en 1960, su obra quedó establecida no solamente en Londres sino muy particularmente en América Latina, donde tuvo una gran difusión.
Las percepciones más generalizadas acerca de esta polémica Klein-Anna Freud se orientaron hacia el prejuicio de que se trataba de un ejercicio de rivalidad entre las hijas (simbólica y real), o bien el juego de poder de la familia Freud contra una víctima más débil. Al producirse la diáspora de los analistas centroeuropeos –la mayoría judíos– y la imposibilidad de sostener sus actividades en el continente a causa de la guerra, Londres fue en ese momento histórico el centro de refugio para el psicoanálisis. Dominar Londres era entonces dominar el psicoanálisis, y ambas fueron analistas convencidas de sus teorías, dispuestas a sostenerlas contra viento y marea, y ejercieron su derecho al lugar que se habían ganado. Considerar esta importante polémica –por cierto, mejor resuelta que otras luchas psicoanalíticas– como la riña de dos mujeres testarudas es una destitución de su valor.
Si bien Melanie Klein no es una autora feminista, sus divergencias con Freud tuvieron lugar sobre temas relacionados con la mujer. En primer lugar, sus desarrollos acerca del psiquismo infantil, y su interés por el psicoanálisis de niños se originó en la observación y análisis de sus propios hijos. La técnica empleada en su tratamiento y la aceptación de que los niños, aun muy pequeños, desarrollan una intensa transferencia desde el inicio del análisis, eran proposiciones muy combatidas por Anna Freud. Curiosamente, más allá de las diferencias teóricas y técnicas, ambas desarrollaron una visión matricéntrica del desarrollo infantil. Como veremos más adelante, las teorías de Melanie Klein acerca del complejo de Edipo temprano, el peso de la figura materna en los primeros años y las vinculaciones entre culpa y reparación de la madre, hacen de su teoría un psicoanálisis «materno» en contraposición al patriarcalismo freudiano. De modo que no es difícil suponer que en la oposición de Freud se encontraran la fidelidad con su hija y la incompatibilidad con sus propias teorías.
De Anna Freud (1895-1982) siempre se ha dicho que consagró su vida al padre, lo que sin duda es cierto, pero no fue únicamente la asistente, colaboradora, enfermera, y preservadora de la memoria del genio que le tocó como progenitor (Sayers, 1992: 145-200). Desde los diecinueve años se entregó a la causa de la infancia, y su obra teórica y práctica fue trascendente no solamente en el tratamiento psicoanalítico de niños sino en el cuidado, atención médica y políticas legales de la infancia. En 1914 comenzó a trabajar en una guardería para niños de clase obrera, y durante la Primera Guerra Mundial con niños judíos que habían quedado huérfanos o sin hogar. Su primer trabajo psicoanalítico, presentado para ingresar en la Sociedad de Viena, en 1922, era una repetición de las ideas paternas, pero ya en su primer libro, The Introduction to Child Psychoanalysis (1927), comenzó a desarrollar ideas diferentes a las del padre en cuanto al manejo de la transferencia. Su segunda obra, The Ego and the Mechanisms of Defence (1938), introduce una expansión del complejo de Edipo y de la segunda tópica. Enfatiza las adaptaciones y desadaptaciones de las defensas del Yo, en contraste con las implicaciones patológicas que su padre concedió siempre a las defensas. Estableció que las defensas del niño no son solamente contra los conflictos internos sino contra los padres reales y amplió las observaciones acerca de la adolescencia. En el psicoanálisis annafreudiano los niños y adolescentes aparecen como sujetos propios y no como «hombrecitos» o «mujercitas», tal como Freud los había situado.
En marzo de 1938 Anna fue detenida por la Gestapo para rendir declaraciones, cita a la que acudió con una dosis de veronal en caso de tortura o reclusión, y de la que logró a duras penas escapar. Fue entonces cuando su padre aceptó la ayuda que antes había rechazado, y la familia Freud emigra a Londres. Una vez allí fue directora de tres guarderías para niños en áreas bombardeadas y empobrecidas durante la Segunda Guerra Mundial, y recibió fondos de una fundación norteamericana. En esas circunstancias, junto a su compañera desde los tiempos de Viena, Dorothy Burlingham[11], comienza una observación sistemática de la relación materno-filial, los efectos de la separación y la importancia de los objetos transicionales, adelantándose a las conocidas teorías de Winnicott. En 1941 dictó una conferencia en la que planteó que la primera relación con la madre modela todas las subsiguientes. Se alejaba aquí de la tesis de su padre, que ella misma antes había sostenido, según la cual la relación paterna era la más importante en el desarrollo psíquico; igualmente en su concepción de que el desarrollo infantil no dependía tanto de los impulsos reprimidos como de los vínculos infantiles con las figuras parentales. El trabajo en las guarderías de guerra y en los hospitales le permitió diagnosticar las consecuencias de la institucionalización, todo lo cual impulsó las célebres investigaciones de John Bowlby y James Robertson sobre el hospitalismo.
Finalizada la guerra funda con Dorothy la Hampstead Clinic para el tratamiento de niños y establece unas líneas diagnósticas que incluyen aspectos evaluativos del crecimiento y desarrollo infantil no basados en el psicoanálisis; confirma, además, que el desarrollo psicosexual no sigue una secuencia lineal oral-anal-fálica. Si esta propuesta hubiera sido hecha por Melanie Klein, se hubiera considerado antifreudiana. Pero Anna –como Helene Deutsch– avanza en paralelo; nunca contradice abiertamente al padre, simplemente propone otros temas. Durante los años 50 y 60 fue invitada repetidamente a Estados Unidos, inicialmente por la analista vienesa Marianne Kris, quien también había emigrado y era entonces directora del Yale Child Study Center[12]. La opinión de Anna fue solicitada para el establecimiento de políticas de familia, y estableció así los conceptos de «el mejor interés» para los niños, y la «alternativa menos dañina», en contraposición a los criterios que amparaban siempre los vínculos biológicos en casos de adopción o separación de los hijos por incapacidades psíquicas de los padres. Estos conceptos fueron adoptados en el Children Act de 1975 en Inglaterra, y tuvieron una notable influencia en la atención infantil y las políticas legales en Estados Unidos. Igualmente ocurrió con sus teorías acerca del Yo y los mecanismos de defensa que dieron lugar a la psicología del Yo y a los conceptos de Hartman acerca de la «zona libre de conflictos» del Yo. Como ya se dijo, en América Latina la influencia en el análisis de niños fue de orientación kleiniana, aunque en la práctica es muy posible que los terapeutas analíticos infantiles se manejen mucho más con las técnicas annafreudianas, dirigidas a la comprensión del contexto de vida y a la resolución de los problemas con los padres. Después de su exilio, Anna Freud regresó una sola vez a Viena, con motivo del Congreso Psicoanalítico Internacional de 1971, para intentar que se reconociera internacionalmente el programa de entrenamiento analítico infantil de la Anna Freud Clinic. No lo logró.
En las historias de Horney y Klein es necesario destacar el activo papel que cumplió Ernest Jones (1879-1958) como defensor de ambas. Era un joven psiquiatra inglés cuando leyó el caso Dora. Decidido a conocer a Freud asistió al Congreso de Salzburgo en 1908, donde Freud expuso el caso del Hombre de las Ratas, y a partir de allí se convirtió en el más importante divulgador de la causa psicoanalítica. Fundó la Asociación Americana de Psicoanálisis y la Sociedad Británica, y fue el único miembro no judío del círculo íntimo de Freud. De hecho, después de la separación de Jung y Adler, creó el «Comité», una pequeña organización de fieles que tendría a su cargo la preservación del psicoanálisis. Jones, además, fue el primer biógrafo de Freud, y estimuló la traducción de sus obras al inglés. Quizás el único punto en el que se produjeron importantes fricciones entre él y Freud fue, precisamente, en torno de las ideas relacionadas con la sexualidad femenina. Freud no logró que Jones cambiara sus posiciones al respecto, y en su trabajo «Sexualidad femenina primitiva», leído en la Sociedad Psicoanalítica de Viena, en 1935, mantuvo la defensa de Horney y Klein, y subrayó las diferencias entre Londres y Viena con respecto a la cuestión. Al igual que ellas Jones dudaba de la fase fálica y la consideraba defensiva. Discrepaba de la ansiedad de castración como miedo básico, postulaba el miedo a la afánisis (pérdida de toda gratificación libidinal), y le parecía que en Viena le daban poca importancia a la agresión en comparación con la libido. Relata Gay que:
«Freud no pudo mantenerse tan neutral como manifestaba serlo. Pero ventiló su más apasionada irritación en la privacidad de su correspondencia con Jones, en la que se permitía un lenguaje bastante cruel. Acusó a Jones de arreglar una campaña contra el modelo de análisis de niños de su hija, defendió sus críticas contra las estrategias clínicas de Melanie Klein, y se resintió por la acusación de que [Anna] estaba insuficientemente analizada […] «¿Quién, después de todo, está suficientemente analizado? Le aseguro […] que Anna ha sido analizada más tiempo y más completamente que usted mismo, por ejemplo». Negaba que estaba tratando las opiniones de su hija como sagradas e inmunes a la crítica […] Comenzaba a preguntarse si estos ataques contra su hija no eran en realidad ataques contra él (1989: 469).»
Freud tuvo que aceptar esta disidencia de Jones con respecto al desarrollo psicosexual femenino. Cixous y Clement (2001: 81) cuestionan la naturaleza opositora de la posición de Jones alegando que la «esencia» autónoma de la feminidad que propone es igualmente falocéntrica ya que considera al pene como objeto sustituto del pecho para afirmar un deseo primario de la niña por el padre. En todo caso, según Gay (1989, 433-434), Ernest deseaba casarse con Anna, y Freud desarrolló una campaña para evitarlo. Estando su hija en Londres en 1914, le escribió advirtiéndole que no era el hombre adecuado, y que no tendría la consideración que ella requería; a él le escribió también diciéndole que «Anna no buscaba ser tratada como una mujer porque estaba muy lejos de sentir deseos sexuales y más bien rechazaba a los hombres». Más allá de las especulaciones, resulta indiscutible la clara injerencia del padre en la elección matrimonial de la hija, asunto que no era de ninguna manera una circunstancia inusitada en las costumbres de su época y de su entorno. Pudiera ser que actuara bajo la influencia de la fama de mujeriego de Jones, pero, sin duda, que Freud negara deseos sexuales en una joven, que para el momento tenía diecinueve años, resulta abrumadoramente contradictorio con el investigador de la vida sexual infantil.
Además de su constante diálogo con Anna, fue de gran importancia para él la presencia de Lou Andreas-Salomé. Louise von Salomé, nacida en 1861 en San Petersburgo, en una familia noble e intelectual, era hija de un oficial del ejército ruso de descendencia hugonote. A los veinte años huyó a Zurich con el filósofo Paul Ree y comenzó a estudiar filosofía. Se casó en 1887 con el profesor de lenguas orientales, Friedrich Carl Andreas, manteniendo ambos una vida de completa independencia. Fue amiga de Nietzsche, quien aparentemente le propuso matrimonio, y viajó extensamente con Rainer Maria Rilke, quien le dedicó poemas y fue su amante.
Curiosamente Chasseguet (1977) no la incluye entre las fieles discípulas, quizá porque sus trabajos no estuvieron tan dirigidos hacia el tema de la mujer, pero, sin duda, es interesante observar las diferencias de tratamiento de Freud con respecto a ella en comparación con otras analistas que fueron sus contemporáneas; siempre subrayaba con aceptación y admiración sus comentarios y la mencionaba con relativa frecuencia, o al menos más que a sus otras discípulas. En 1919 añade en Psicopatología de la vida cotidiana (1901) un ejemplo de autoobservación de Lou que considera una «demostración convincente» acerca de cómo una torpeza sirve a otros propósitos (6: 168). En Tres ensayos acerca de la teoría sexual (1905a) añade una nota en 1920 para citar su trabajo Anal und sexual (1916) diciendo que le ha proporcionado «una comprensión mucho más profunda del significado del erotismo anal» (7: 187, n. 1). Particularmente subraya su observación de que el aparato genital es vecino de la cloaca y «en el caso de las mujeres es alquilado». Cita este comentario dos veces más. En «Transformaciones de la pulsión ejemplificadas en el erotismo anal» (1917a):
«Las heces, el pene y el bebé son tres cuerpos sólidos; los tres, por una entrada o expulsión forzada, estimulan un pasaje membranoso, como el recto y la vagina, esta última como si «estuviese tomada en alquiler» del recto, así como lo observó acertadamente Lou Andreas-Salomé (17: 133).»
Y de nuevo en la conferencia «La angustia y la vida instintiva» (1932) recuerda «la acertada frase de Lou Andreas-Salomé acerca de la vagina ‘alquilada del recto’» (22: 101). No comenta, sin embargo, estas proposiciones de Lou: