La escribana del viento
 
ANA TERESA TORRES
@AnaNocturama

Consideraciones sobre la pertenencia

El mundo escrito gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe: donde tú estás, está el centro del universo.

AMOS OZ

No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida.

JUAN GELMAN

Dios mío, ten piedad del errante, pues en lo errante está el dolor.

HEBERTO PADILLA

El exiliado deplora las patrias. Rehúye escisiones. Se encamina hacia el instante.

RAFAEL CADENAS

El viaje del niño es volver a la tierra natal, la nostalgia que hace al hombre un ser que tiende a volver al punto de partida para apropiarlo y morir allí. El viaje de la niña es más lejos, a lo desconocido, a inventar.

HÉLÈNE CIXOUS

Para recordar
Tuve que partir.

CRISTINA PERI ROSSI

Para Yolanda Pantin

I. Pasión de Catalina de Campos, 1

Primer testimonio de Ana Ventura

Es el viento, decía, el viento y la arena me han enceguecido. A veces la sentía atemorizarse por las manchas oscuras de los zamuros que revoloteaban sobre un chivo muerto y cruzaban frente a nosotras cuando nos sentábamos a la sombra. Ella en su silla de palo y sisal; yo, a la mora, bajo el cují. Así escribí su vida.

En 1664 ocurrieron estos acontecimientos que comienzo a relatar; tenía entonces trece años. Mi nombre es Ana y fui la séptima de los ocho hijos de Luis Ventura y Rosa Enríquez. Mi abuelo era Diego Enríquez, un médico que había enseñado a sus cuatro hijas a leer y escribir y recitar los salmos de David. Mi madre, por ser la mayor había aprendido con él algunas artes de curación; también mi padre en su juventud quiso estudiar medicina pero no tuvo ni el dinero ni la oportunidad. Los Ventura vivían en Toledo frente a la torre alta del alcázar, que llaman de santa Leocadia, en una casa habitada por dos familias; una, la de mi abuelo Ricardo, comerciante de tejidos, y la otra de Alfonso Moreira, platero. Las mujeres, decía mi padre, eran amigas y se ayudaban para lo que hiciese falta en la cocina y con los niños. Estaban todos en paz hasta que, enemistada con ellos, una vecina envidiosa compareció ante los inquisidores para acusar que a los Ventura y los Moreira ella los había visto muy acicalados un sábado, y en cambio el domingo no tanto. Declaró también que los había escuchado hablar de David y de Jacob, y del rey faraón, y que volvió el sábado siguiente para estar más segura y los encontró otra vez muy aseados y con huellas de haber comido carne en la vigilia del viernes porque todavía se veían restos de la gallina en el puchero. Y más aún, que a la caída del sol se daban cita muchas personas que entraban de dos en dos, como escondiéndose, para rezar en voz baja oraciones que terminaban en aleluya. Y que ella les ofreció algunos sabrosos pedazos de la matanza y no los comieron.

Mis abuelos Ventura decidieron desaparecer de Toledo y viajaron a Sevilla para desde allí embarcar a la Nueva España. Decía mi padre que los judaizantes se valían de muchos recursos para lograr la autorización del viaje, como cambiarse de nombre o comprar falsos permisos. Aunque nunca mencionó cuáles emplearon ellos, lo cierto es que llegaron a México donde hicieron amistad con los Enríquez que habían estado por generaciones en aquella tierra, a la que se habían trasladado muchos judíos de Portugal huyendo de la Inquisición. En casa de mis abuelos Enríquez se reunía una comunidad bastante grande a practicar sus ritos que eran una mezcla porque creían en la salvación, tenían sus propios santos, como santa Ester y san Tobías, no circuncidaban a los varones y asistían a misa; sin embargo ayunaban, no comían el cerdo y celebraban el día puro. A fin de anunciar los rezos mandaban a un niño esclavo tocando tambor hasta que en una oportunidad fue detenido, y sometido a tortura los delató. A raíz de la confesión de aquel niño se prohibió la entrada de los portugueses a Nueva España y se llevaron a cabo varios autos. No sufrieron daño en esas persecuciones pero, decía mi madre, que tenían en la mira a mi abuela Prisca y todos juraron que, en caso de arresto, negarían su origen. Así vivieron hasta 1649, cuando tuvo lugar un auto general que llamaron el Auto Grande porque perecieron en la hoguera más de cien personas, entre ellas gran parte de mi familia. Después del quemadero mi padre pensó que debían escapar a Curazao.

En la travesía mis padres y mis hermanos naufragaron frente a las costas de la provincia de Venezuela, y lograron alcanzar en botes el puerto de La Vela de Coro. La nave no quedó en condiciones de continuar y se resignaron a permanecer allí por un tiempo. En La Vela no había poblados sino apenas algunos desembarcaderos de pescadores y les aconsejaron que se fueran a la ciudad donde encontrarían más posibilidades de supervivencia por el comercio de cueros y sal. Como el paso desde el puerto a la ciudad es bastante corto y sin dificultades se trasladaron a Coro y se quedaron con sus seis hijos; luego nací yo y después mi último hermano, Pablo. Mi padre desempeñó en su vida varios oficios: zapatero, ropavejero, platero, sepulturero de judíos y contrabandista de sal y de palo brasil, una planta de la que se extrae tintura roja y se vende a altos precios en España. Vivió siempre con el horizonte en Curazao, que nunca pudo alcanzar. La isla había pasado a ser posesión de los holandeses y era puerto de refugio para la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, de modo que allá se dirigieron muchos judíos desde Amsterdam para instalarse como colonos, y construyeron una sinagoga y un cementerio. Algunos viajaban a comerciar a Coro y con ellos mi padre había entablado relaciones para cuando todos nos fuésemos. Eso decía mi padre que sería lo mejor para nosotros.

Después de su muerte mi madre viajó a Curazao con los mayores y nos dejó a los dos pequeños en Coro, repartidos en manos de la caridad ajena, con la esperanza de volver a llamarnos y reunirnos con nuestra familia. Nunca lo hizo. A Pablo tampoco lo vi más. Coro era entonces una ciudad muy pobre, no había más de cincuenta blancos contando los que vivían en los hatos; tanto así que fue necesario legitimar a los mestizos y clasificarlos como blancos para que ocuparan cargos municipales, y más destruida quedó cuando la invadieron los piratas ingleses en 1659. El gobernador de Jamaica envió tres fragatas bajo el mando de un tal Christopher Myngs para que asolaran Cumaná y Puerto Cabello; en sus correrías llegaron también a Coro y prendieron fuego a la capilla de San Clemente y al convento de San Francisco. La catedral, que tiene el techo de paja, ardió toda a excepción de la capilla mayor que es de bóveda. Todavía quedaban astillas del incendio en los rincones cuando comencé de criadita a cambio de la comida y un jergón; trabajaba todos los días menos los domingos, que estudiaba el catecismo por mandato del padre deán y copiaba para él las partidas de bautismo y matrimonio en el libro parroquial.

Una mañana estaba yo arrodillada limpiando los suelos, poco antes de la misa, cuando me llamó la atención una mujer que rezaba en la oscuridad de la nave principal; aún no había llegado nadie y el sacristán no había encendido los cirios. Nunca la había visto, por lo menos no la recordaba, me acerqué en silencio y esperé a que dejara de rezar y levantara los ojos. Cuando lo hizo me pareció que me miraba con curiosidad y pensé que quizás se trataba de una mujer principal que buscara sirvienta porque en la ciudad había pocas esclavas o eran muy costosas. Tomando valor me dirigí a ella y le dije que si necesitaba sirvienta yo podría ser buena porque por ser libre no tendría que comprarme, y estaba acostumbrada a trabajar mucho y comer poco. La mujer me sonrió y siguió rezando, y como yo no me retiraba me habló para decirme que no necesitaba a nadie a su servicio, pero que lo pensaría. No la volví a encontrar durante varias semanas, aunque estuve muy pendiente de su aparición, decidida a no perder la oportunidad de irme de la catedral donde sufría muchas penurias y tristezas por el exceso de tareas y la poca compañía.

Por fin una tarde volvió. Estaba segura de que había venido a buscarme porque no entró a rezar, sino que permaneció afuera sentada en un muro a un costado de la iglesia. Yo había salido a botar el agua sucia y ella me hizo señas para que me aproximara. Supe entonces que se llamaba sor Juana de los Ángeles y que quería fundar una orden con otras monjas para retirarse a las soledades de Paraguaná y dedicarse por entero a la oración interior y al amor de Dios como Teresa de Jesús. El padre deán me había hablado de aquella santa y de que esperaba con mucha curiosidad que llegara a Venezuela el libro de su vida escrito por Francisco de Ribera, un jesuita que había sido su confesor, para saber si era cierto que era descendiente de conversos como decía la Inquisición. También hablaba el padre deán de los muchos trabajos que había llevado la monja para fundar sus conventos, y por eso le pregunté a sor Juana si tenía licencia de fundación; se rió y me dijo que no quería nada con los poderes de la Iglesia. Entonces me propuso irme con ella, que era lo que yo estaba esperando.

—Soy hija de marranos. Y no estoy bautizada.

—¿Eso es lo que te preocupa? Pues lo arreglamos enseguida.

Me arrastró al interior, me agachó la cabeza en el bautisterio y me preguntó cómo me llamaba, y a la vez que me mojaba el pelo con el agua de la pila pronunció con mucha solemnidad:

—Ana, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Ya estás cristianada.

No me había imaginado que pudiera ser tan fácil, y no estaba muy segura de que aquel bautismo fuera de verdad, pero eran tantas las ganas de dejar el servicio de la Catedral que me contentó mucho ser cristiana bautizada y fundar una orden de oración. No me sería difícil ser monja, le dije, porque había aprendido bastante del rito católico y sabía leer y escribir.

—Es el único legado que tengo de mis padres, aunque ese conocimiento no me ha servido nunca para ganarme ni un plato de comida.

—Es una gran herencia –me contestó–. Pocas mujeres que yo haya conocido eran letradas.

—¿Cuándo nos iremos? –le pregunté ansiosa.

—Cuando sea oportuno vendré a buscarte; no debes ser impaciente.

Esa noche me retiré temprano a mi jergón sin esperar las sobras de la cena que me daba el ama de llaves, y le agradecí a Dios la suerte que me había deparado. Estaba segura de que mi vida cambiaría para siempre, aunque no imaginaba entonces de qué manera. Se decía que la península de Paraguaná era un lugar muy inhóspito y muy insalubre porque allí mandaban a los enfermos a que sanaran o a que murieran, y eran pocos los blancos que se adentraban, salvo algunos dueños de hatos que visitaban sus propiedades de vez en cuando. Nunca había hablado con alguien que viniera de la península, y muchas veces escuché al padre deán compadecerse del destino de los curas de doctrina que vivían en San Nicolás de Moruy y en Santa Ana, al parecer los únicos poblados cristianos. Los indios no eran hostiles pero ellos pasaban mucha miseria y soledad.

A partir de ese día no pensé en otra cosa que no fuese el momento de mi partida. Al fin y al cabo no sería peor que esto.

Llegó el día en que sor Juana se presentó a buscarme. Me llamó para que saliera de la iglesia y caminamos juntas hasta una distancia prudente donde no fuésemos escuchadas; allí me dijo que en poco tiempo emprenderíamos la marcha. Para entonces era necesario que yo juntara mis cosas en un hatillo y preparara una cesta con toda la comida que pudiese sacar.

—Eso es más fácil de decir que de hacer. El ama de llaves cierra la alacena y lo cuenta todo por la mañana y antes de acostarse.

—Tienes que avisparte porque el viaje será largo y mientras dure no encontraremos nada de comer ni de beber. Debes llevar también una garrafa de agua, la más grande que puedas cargar. Cada una de nosotras se hará cargo de cuidar por sus necesidades.

—¿Y cuándo sale el bote?

El viaje a la península se hace por mar, desde La Vela hasta Adícora, porque el pasaje a pie, aunque no muy largo, de unas doce leguas, es muy peligroso por los fuertes vientos que arremeten contra los médanos del istmo. Sor Juana me dijo que no tenía dinero suficiente para pagar la travesía de cinco personas, y que después de mucho regatear con los pescadores las otras monjas y ella habían decidido que no había más remedio que caminar.

—La partida debe ser ahora, en julio, porque cuando comiencen las lluvias en octubre el istmo quedará intransitable y la península se convierte en una isla. Hemos escogido el día 26, festividad de santa Ana, patrona de Coro, y es también el día de tu santo.

En aquel momento yo no preveía todas las dificultades que nos esperaban y pensé que lo más importante era trazar un plan para robarme la comida. Le confesé que eso me mortificaba porque nunca había tomado lo que no era mío, y ella tranquilizó mis dudas.

—Con toda la que te lleves todavía te quedan debiendo. Mira lo flaca que estás.

Yo soy de pequeña estatura y en aquellos años era muy menuda, por lo que muchos me creían todavía una niña. Cuando sor Juana se fue entré en la sacristía y me puse frente al espejo que estaba inclinado sobre la cómoda en la que se guardaban los ornamentos. El padre deán decía que contemplarse era pecado y no debía hacerlo porque era contrario a la modestia de una joven. No pude resistir la curiosidad, y la imagen me devolvió un torso estrecho, casi plano, y un rostro macilento. Aun así me gusté, me pareció que no era fea, y que si lograba restablecerme con una vida mejor podría llegar a ser una mujer hermosa. Pero antes tenía que arreglármelas para irme con sor Juana. Me propuse vigilar los movimientos del ama y esperar una distracción para coger la llave de la alacena. Vivía sola en una casa de bahareque a pocos pasos de la iglesia. Pensé en entrar de noche, cuando estuviese dormida, y sacarle la llave de la faltriquera que siempre llevaba consigo, pero era un plan poco convincente. Decidí espiarla desde el alba al anochecer para encontrar la oportunidad y finalmente di con ella. Después de servir el desayuno se encerraba para lavarse en un cuartucho detrás de los aposentos del padre deán. Antes de entrar dejaba la falda y la camisa en el cuarto de la lencería, y descalza y en enaguas arrastraba el tobo de agua desde el lavadero. Ese era el momento y no podía desaprovecharlo, duraba más o menos los toques de la misa mayor, y mientras se escuchasen yo debía coger la llave, correr a la despensa, sacar todo lo que me cupiera en la cesta que ella usaba para hacer la compra de la semana, y ponerla de nuevo en su lugar. Esa comida alcanzaba para cuatro personas y media, contándome a mí como la media, de modo que sería suficiente para el viaje. Para asegurarme de cuánto tiempo me tomaría todo aquello el domingo hice la prueba del modo siguiente:

Asistí a la misa, como era mi obligación, hasta el sermón, y me coloqué lo más cerca que pude del altar para que el padre deán me viera mientras hablaba. Cuando dio la espalda a los fieles para rezar el ofertorio salí por una puerta lateral, la que llaman del perdón, que los domingos y fiestas de guardar, como viene más gente, se deja abierta para que circule la brisa. Volé al cuarto de la lencería, me quedé un buen rato dejando correr los minutos que me llevaría sacar la llave, de allí ligero a la despensa, luego otra vez a la lencería, como si fuese para devolverla, y de nuevo a la iglesia a tiempo para la consagración. Cuando el padre deán se volteara con la hostia en las manos me vería arrodillada con devoción. Solo me faltaría la garrafa de agua, y eso era bastante fácil porque siempre había varias dispuestas en la sacristía y la tomaría de salida.

Días después sor Juana vino para advertirme que había llegado el momento de partir, quería que yo estuviera lista antes del amanecer, y le expliqué que era imprescindible esperar la hora del aseo del ama que era hacia las siete de la mañana. No podía ser antes. Convinimos entonces en que nos encontraríamos a las afueras de la ciudad, en la choza de unos campesinos que habían consentido en darnos posada. Yo conocía el caserío porque en una oportunidad mi madre me llevó con ella para ayudar a una mujer que estaba con muchos sufrimientos de parto. Todo salió a la perfección. Llevé a cabo mi plan tal como lo había previsto y logré sacar de la alacena carnes saladas, tortas de maíz, unas pastillas de chocolate y algunos frutos en cantidad suficiente para varios días. Desgraciadamente la única garrafa que estaba llena ese día era la de cobre, la más pequeña, y eso me mortificaba porque había escuchado hablar de la penuria de agua en que vivían en la península. Caminé despacio mientras salía de los predios de la catedral para no llamar la atención, y tan pronto me alejé eché a correr tan rápido como me lo permitía el peso que llevaba. Mi ropa era bien poca, así que me la puse toda encima para tener un bulto menos. Al llegar a la choza de los campesinos vi en la puerta a sor Juana acompañada de las otras monjas, sor Melchora de Jesús, sor Josefa de la Purificación y sor Gerónima de San Miguel. Me pareció que me saludaban fríamente, como si no estuvieran muy complacidas con mi presencia. Sor Juana no parecía demostrarles demasiada simpatía ni interés, aunque con mucha naturalidad conversaba con ellas cosas del convento. Eran monjas dominicas de Trujillo que, descontentas con su orden, habían venido desde tan lejos con el propósito de fundar un beaterio. Deseaban estar alejadas del mundo y no tener que ocuparse de lidiar con los clérigos para subsistir. Hablaron mucho de su monasterio, el Regina Angelorum, fundado en 1639 por las familias pudientes para que las mujeres solteras quedaran tranquilas, porque con la dote que entregaban se les daba alimento y vestido por el resto de sus vidas. Como solamente las casadas y las viudas pueden administrar su patrimonio, a algunas mujeres, para asegurar su manutención en caso de que no encontraran marido, las prometían desde recién nacidas. Era un convento muy principal en el que se bautizaban, casaban y enterraban a los nobles de la ciudad. Sor Melchora y sor Josefa eran hermanas, y sor Gerónima, prima. Entendí que las monjas se ponían de acuerdo para entrar juntas por familias; estas parecían de familia rica.

Habían traído algo de dinero, y aunque no era suficiente para pagar el bote, al menos sí para comprar un burro sobre el que montamos todos nuestros fardos. Esa noche las escuché quejarse de que el exceso de servidumbre en el convento impedía el silencio y la quietud necesarios para la oración. Las monjas estaban muy pendientes de que sus velos fueran de seda, decían, y no les gustaba comer en el refectorio y menos compartir el dormitorio; algunas pensaban que seguían en el mundo y se dedicaban a cantar, bordar, o a preparar dulces y bizcochuelos, y a recibir visitas. Oyéndolas hablar pensé que sería mucho mejor de lo que tendríamos nosotras. Cenamos casabe y unos pedazos de chivo sobre brasas que nos sirvió la mujer a la que mi madre había ayudado, y que afortunadamente no me reconoció, pues solamente me había visto una vez, y en aquel trance. Luego nos acostamos en el suelo todas juntas con la familia de los campesinos. No me entraba el sueño pensando que cuando el padre deán descubriera mi ausencia y los víveres faltantes, mandaría a apresarme aunque, al fin y al cabo, lo que había robado era bien poco. Sería un escándalo que pronto olvidarían.

Salimos todavía oscuro para no ser vistas en la ciudad y al llegar a la entrada del istmo nos detuvimos a esperar el amanecer porque sin claridad es imposible la travesía. El viento azotaba el camino alineado de cujíes y cardones, y las dunas que se movían con el viento formaban cerros tan altos que apenas podía reconocerse el perfil del golfete. En algunos pasajes la lengua de tierra era tan estrecha que un golpe de viento hubiese podido arrastrarnos al borde y empujarnos al mar. Al frente marchaba sor Gerónima halando al burro con una cabuya, detrás sor Melchora y sor Josefa, luego yo, y por último sor Juana. Después de un largo rato decidimos sentarnos a descansar y reponernos con algo de comida y un poco de agua. Eso nos dio sueño y cuando alguna veía que otra se estaba durmiendo de inmediato la despertaba a gritos y empujones. Quedarse dormida sería la muerte porque no podríamos llevarla a cuestas, y el burro era pequeño y ya con nuestros fardos tenía suficiente carga.

A mediodía el calor arreció, todo se nublaba y nos pareció ver reflejos de agua bajo nuestros pies. Las monjas gritaban asustadas diciendo que el mar se había metido en la tierra, sor Juana las obligó a seguir y de ese modo comprobamos que era solo una visión. Lo peor fue cuando sobrevino una tormenta de arena que nos envolvió por completo. Durante un tiempo, que no sabría decir si fue mucho o poco, dejamos de distinguirnos las unas a las otras, apenas los hábitos negros moviéndose entre el amarillo hiriente de la arena. El ruido del viento impedía que nos escucháramos. Sentí que una mano agarró la mía, cuando acercó su rostro para hablarme reconocí a sor Juana. No tengas miedo, me dijo, esto va a pasar. A tumbos nos acercamos a las otras, nos sentamos con los brazos enlazados para no perdernos, y con las cabezas tapadas con los mantos permanecimos así hasta que la arena dejara de caer sobre nosotras. Las monjas se pusieron a rezar y yo lo hice con ellas; sin pensarlo me llegaron a la memoria unos versos que me había enseñado mi padre: «Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven, que ya ha pasado el invierno y han cesado las lluvias. Ya se muestran en la tierra los brotes floridos, ya ha llegado el tiempo de la poda, y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola. Paloma mía, en las rocas, en las grietas escarpadas, dame a ver tu rostro, hazme oír tu voz, que tu voz es dulce y encantador tu rostro». Esos versos me consolaron y los recordé con profunda nostalgia.

—¿Quién te enseñó eso? –me preguntó sor Josefa–. Es pagano.

—No diga tonterías –le contestó sor Juana–. ¿No ve que la muchacha está asustada?

Decidí guardar silencio. El viento amainó y continuamos el camino sin mayores inconvenientes, como no fuera la sed, ya que teníamos que tomar el agua en pequeños sorbos para que alcanzara hasta Santa Ana. Sor Juana había previsto que si caminábamos sin pararnos mucho rato llegaríamos antes del anochecer. De pronto divisamos unos burros que se venían en tropel hacia nosotras. Nos detuvimos para dejarlos pasar, pero a cada momento aparecían más.

—Son burros salvajes –dijo sor Juana–, ya me lo habían advertido. Es necesario que nos escondamos detrás de las dunas porque pueden atropellarnos.

Así lo hicimos y nos quedamos agachadas entre las montañas de arena mientras pasaban, pero con su carrera levantaban tolvaneras que nos enceguecían, y cuando pudimos abrir los ojos y disponernos a seguir nuestro burro se había escapado con la manada llevándose con él la mayor parte de las provisiones. Por suerte algunos bultos en los que guardamos las escasas pertenencias con que viajábamos se cayeron en su estampida y pudimos recuperarlos. Solo que ahora tendríamos que llevarlos a cuestas. Abrumadas con lo sucedido, y en medio de aquel arenal que nos envolvía, no nos dimos cuenta de que echamos a andar hacia el sur y no hacia el norte, como era nuestra ruta. Después de haber caminado varias horas en el sentido equivocado comprendimos nuestro error y volvimos a enderezar el paso, pero ya estábamos exhaustas, y tanto polvo y terror nos habían llevado a agotar las garrafas que afortunadamente no habíamos confiado a la carga de la bestia. La mía fue la primera en secarse y la arrojé con rabia contra la arena. Estaba arrepentida de haber emprendido aquella aventura. Si mi vida en la catedral era triste y miserable, al menos era segura y tenía la esperanza de que algún día, por algún medio, obtendría el modo de viajar a Curazao y reunirme con mi madre y mis hermanos. Ahora, por haber intentado mejorar mi existencia, iba a perderla en aquella travesía que el tiempo no me ha dejado olvidar y permanece en mí como un miedo imborrable. Sor Juana me alcanzó su garrafa en la que quedaban apenas unas gotas.

—Sigamos la marcha en silencio, debemos ahorrar fuerzas. Ya no falta mucho.

Me decía eso para tranquilizarme. Ella sabía muy bien que estábamos lejos de terminar el cruce del istmo, y que no llegaríamos con luz a Santa Ana. Así se lo dije, y furiosa y en llanto me tiré al suelo.

—Pues no tenemos otra manera. Ponte de pie y sigue.

Logramos terminar el paso de los médanos con las últimas luces del atardecer y buscamos unos cujíes debajo de los cuales echarnos a dormir. El agotamiento era tal que caímos en un profundo sueño y no despertamos en toda la noche. Por la mañana unos chivos pastaban cerca de nosotras. Detrás de ellos apareció un hombre. Era un indio del pueblo de doctrina de San Nicolás de Moruy, se nos acercó y, sin preguntar nada, ofreció acompañarnos y ayudarnos con la carga. Después de un día entero de marcha y gracias a Hernando, que así se llamaba, tuvimos un poco de agua y carne de cactus. Pudimos llegar vivas hasta su choza, allí nos hospedamos y volvimos a caer agotadas.

Cuando desperté sor Juana hablaba con una muchacha que nos trajo unos frutos que llaman datos; son redondos, cubiertos de espinas, adentro tienen una carne roja o blanca, y a veces estallan con las lluvias y se abren como flores pulposas cuajadas de semillas negras muy sabrosas. Las dominicas no los conocían y no sabían comerlos sin pincharse. Las ayudé a abrirlos y luego Yuraima cortó unas pencas de cocuy, las coció sobre piedras calientes y extrajo el zumo que nos dio mucho ánimo. Abrimos un hueco en el suelo para poner arriba la leña y la piedra, y sobre la piedra el cocuy, que se cubre con tierra y se deja hornear. También trajo conejos que dejamos para la noche. Ella sería la encargada de llevarnos a Santa Ana y convinimos en que, estando todavía sin fuerzas, nos pondríamos en camino al día siguiente.

Yuraima era hija de un blanco y de una india; de cuerpo muy bien desarrollado, alta estatura y hermosa. Hernando era también robusto y ágil; de gran resistencia, cruzaba dos y tres veces por mes el paso del istmo para recoger algunos enseres que le traían de la ciudad y productos de las siembras de la serranía que cambiaba por sal y collares; los indios los teñían de rojo con la misma tintura del palo brasil que vendía mi padre y eran muy bonitos. En sus viajes llevaba una tapara con un polvo blanco que se obtiene de quemar conchas marinas y se mezcla con una planta de efectos maravillosos porque permite caminar hasta ocho días sin comer ni beber. Junto a la choza tenía sembrado un conuco y con frecuencia salía a cazar conejos y algunas aves. A veces emprendía recorridos más largos y llegaba hasta la orilla para pescar o hasta La Vela. No lo vimos en todo el día y Yuraima nos dijo que no regresaría en un largo tiempo. Colgó unos chinchorros para las monjas, y ella y yo, las más jóvenes, nos acostamos en la tierra.

Yuraima llevaba un brazalete de conchas y unos zarcillos, obsequios de Hernando, y se expresó de él con gran admiración diciéndome que era generoso y muy leal. Aunque me dijo que no vivían juntos supuse que eran marido y mujer y le pregunté cuántas esposas tenían los indios. Me contestó que solamente una; luego se rió, eso dicen ellos. La charla me consolaba mucho, después de que mi madre y mis hermanos se fueron mis únicos interlocutores habían sido el padre deán, el ama, el sacristán y algunos sirvientes de la catedral que tenían un trato rudo para conmigo. Yuraima, en cambio, era apenas un poco mayor que yo, y buena conversadora porque también, según me dijo, pasaba muchos días de soledad. A veces iba al poblado donde vivía su madre, que era hija de un cacique muy admirado.

Sabía que su padre era el dueño de un hato, pero no lo había visto nunca. Al parecer los blancos solo tomaban concubina entre los caquetíos, a los que pertenecían la familia de Yuraima y también Hernando. Eran considerados indios de real corona, libres de tributo y encomiendas, y aunque los vecinos y el cabildo habían manifestado en varias ocasiones que se los repartiesen, los obispos los habían protegido y lo impidieron. Sus mayores enemigos eran los jiraharas, que de vez en cuando, por rencor, asaltaban sus poblados, ya que ellos, como los ajaguas y los ayamanes, eran encomendados.

Yuraima me preguntó si yo era monja como las otras y le expliqué sin demasiados detalles las razones por las que estaba con ellas, y que era buena cristiana, pensando que eso sería más fácil de entender que mi verdadero origen. Estaba bautizada con el nombre de María y creía en nuestro señor Jesucristo, pero también tenía fe en un ser sobrenatural llamado Capu y en las almas de los difuntos. Me describió unas escenas que me produjeron asombro y que ella había presenciado de niña. Su abuelo era un diao, que así llaman a los principales, y cuando murió se juntó todo el poblado y también vino gente de otros lugares cercanos. Los hombres ataviados con piezas de oro estuvieron llorándolo y cantando durante la noche mientras iban diciendo todo lo bueno que había hecho en su vida. Lo pusieron en su casa en una hamaca, y al día siguiente colocaron debajo leña seca con mucha brasa sin llama hasta que el cuerpo se consumió por completo, y entonces lo depositaron en una hamaca nueva y lo dejaron estar, como si fuese un hombre durmiendo. Después confeccionaron una pequeña figura de madera y la colocaron debajo de la hamaca hasta que se terminara de quemar con el muerto. Cuando ya los huesos se habían descoyuntado los apartaron y los molieron para preparar el brebaje que toman todos los invitados. Bebieron durante varios días y es la mayor honra que se puede dedicar a un difunto. Sus ritos, por lo demás, son sencillos; consisten en hacer ofrendas al sol y a la luna por medio de los sacerdotes, a los que llaman boratios, que preparan sahumerios de tabaco para los ídolos de barro o de oro que veneran en lugares ocultos. Los boratios adivinan el porvenir, para eso se encierran solos varios días y fuman un tabaco envuelto en hojas de mazorcas hasta que les hable el diablo. El humo se les mete por la nariz y eso los hace dormir y tener sueños extravagantes en los que el diablo les revela lo que desean saber. Los curas lo condenan. Me sorprendió tanto que, al igual que mis antepasados ellos escondieran su religión, quise saber más. Lo que comprendí fue que los curas de doctrina pensaban que el dios Capu era el demonio y perseguían esas creencias porque los indios le rendían sacrificios humanos para aplacarlo. Yuraima me dijo que eso era mentira y nunca se habían celebrado tales sacrificios. Con tanta conversación fueron pasando las horas y antes de que anocheciera preparamos los conejos que había dejado Hernando asándolos sobre las piedras. Nunca los había comido y no me gustaron, pero tenía hambre y fueron bienvenidos. Tan pronto amaneció nos pusimos en camino.

Cuando llegamos a Santa Ana nos dirigimos inmediatamente a la iglesia para presentarnos al cura de doctrina y exponerle nuestro deseo de fundar un beaterio. Una mujer que limpiaba el altar nos indicó que estaba durmiendo la siesta y no le gustaba ser molestado. Decidimos esperar a las afueras de la iglesia que me pareció hermosa. Fabricada a cal y canto tiene tres naves y dos hileras de arcos cubiertas de teja y varas labradas. Se abre con tres puertas principales y dos laterales, y su techumbre es muy similar a la de la catedral de Coro. Me quedé contemplando la portada, que está dibujada con un podio liso y dos columnas, mientras Yuraima y las monjas se sentaron a la sombra.

Se hacía tarde y sor Juana decidió que, dispuesto o no, era necesario hablar de una vez con don Fernando, que así se llamaba el cura, y entramos de nuevo. A los lados de la sacristía había dos puertas y levantó el pestillo de la primera. Era un local de depósitos en el que no había nadie; en la segunda lo encontramos echado en un chinchorro, como recién despierto. Nos habló con desgano, sin siquiera preguntar por nuestros nombres, y cuando sor Juana le explicó nuestra aspiración contestó negando con la cabeza. La iglesia de Santa Ana de Paraguaná tenía poco trabajo. Salvo algunos dueños de hatos que se presentaban a misa los domingos no había blancos en la región; la mayor parte de los pobladores eran indios guaranaos que venían muy de vez en cuando a la doctrina porque estaban ocupados con sus siembras de yuca y maíz, o en fabricar ladrillos de jabón que extraían de las cenizas de los yabos. Con la mujer que limpiaba la iglesia y preparaba su comida era suficiente y no podía comprometerse en auxiliar a monjas de oración. Nos recomendó que fuésemos a Moruy; allí la iglesia estaba muy descuidada y don Alonso le había dicho que necesitaba mujeres para su mantenimiento.

Muy decepcionadas emprendimos el camino de vuelta y una vez en Moruy nos alojamos de nuevo en la choza de Hernando. Don Alonso nos dijo que el asentamiento de indios de San Nicolás de Moruy era el más antiguo de la península, y que tal como nos había anticipado don Fernando, la iglesia estaba falta de cuidados. Es muy larga, aunque de una sola nave, y tiene una amplia sacristía. Del lado de la epístola sube una torre de tres cuerpos con una cornisa ondulada que parecía un jarrón. Don Alonso estuvo de acuerdo en que, a cambio de nuestro servicio, nos daría algunos estipendios, advirtiéndonos que serían pocos y no alcanzarían más que para la compra de velas y jabón; la alimentación debíamos proveerla nosotras mismas cultivando un conuco y recogiendo frutos. Las tres dominicas quedaron muy disgustadas con este ofrecimiento, pero no parecía que pudiéramos obtener más, y sor Juana dijo que esperaríamos el regreso de Hernando para comenzar a levantar nuestra casa.

De ese tiempo tengo la impresión de haber perdido la noción. Los días eran iguales unos con otros y las labores de construcción, a la vez que las del cuidado de la iglesia, eran muy arduas, de modo que al anochecer estábamos sin fuerzas y nos preguntábamos cuándo tendríamos la oportunidad de dedicarnos a la oración interior, tan ocupadas y trabajosas como vivíamos. No puedo precisar el momento en que finalmente nos mudamos de la choza de Hernando a la nuestra, creo que pasaron al menos tres meses. Luego fue necesario fabricar el estanque para guardar el agua de lluvia de modo que pudiéramos abastecernos por nuestra propia cuenta. Yuraima nos ayudó a preparar el conuco en el que sembrábamos batata y ocumo, y también papas y maíz y algunas piñas. Hernando nos traía conejos o una pata de matacán, perdices, palomas y a veces jureles y sábalos, que nunca había comido y son deliciosos. En una ocasión me regaló un lagarto de colores, violeta y verde jade, para el que ingenuamente levanté un pequeño corral de modo que no se escapara, pero a los pocos días desapareció; todavía tenía cosas de niña y la pérdida del lagarto me hizo llorar. Hernando me consoló y prometió que traería otro. Lagartos es lo que sobra, me dijo.

Comencé a pasar largos ratos con él y aprendí muchas cosas del campo que nunca había sabido, como distinguir el canto de los turpiales del del chuchube, que también llaman paraulata, un ave arisca y altiva que entona su melodía desde el cují. Yuraima me enseñó a ordeñar las chivas y a matar culebras, y también a preparar un vino que se saca del cardón y que vendíamos a los indios. Fue un tiempo en que me sentí feliz y tranquila, aunque no era realmente como me había imaginado la vida de oración. Todas parecíamos haber olvidado nuestro propósito, que en mi caso no era sino huir de los trabajos de la catedral, y en eso no había mejorado porque ahora tenía más ocupaciones. Convencida de que nunca sería monja le pedí a sor Juana que me contara la ceremonia de su profesión. Para mi sorpresa me contestó que ese día nunca había ocurrido, no me atreví a preguntarle cómo era entonces que se había convertido en monja. Se rió mucho cuando le dije que a mí me gustaría serlo.

—¿Pero tú tienes muchas ganas de profesar?, yo te noto muy encantada con Hernando.

Sentí mucha vergüenza de que me dijera así porque pensaba que nunca nos había visto juntos, y traté de negarlo.

—Niña, no te apenes por eso, si es lo más natural. Hernando es buenmozo y fuerte. Tendrás con él más apoyo que el que yo o estas inútiles te podamos dar.

Sor Juana, conversando conmigo, se burlaba mucho de las dominicas, aunque a ellas las trataba con respeto y les escuchaba con paciencia sus quejas de que con tantas ocupaciones no podían seguir la regla de Teresa de Jesús, así como sus constantes amenazas de que se iban a regresar a Trujillo. La santa también pasó mucho trabajo buscando y arreglando casas para levantar los conventos, les decía sor Juana, pero eso no las consolaba. Echaban de menos su ciudad y recordaban con pena su acto de profesión que había sido magnífico y la culminación de muchos esfuerzos de sus padres. Tuvo lugar en la pascua de Pentecostés, y se congregaron todos los vecinos de la ciudad, los alcaldes y regidores, el maestre de campo, los tenientes de justicia, en fin, los principales de Trujillo. Fue muy celebrado con música, fuegos y almuerzo. Y todo lo habían sacrificado por venirse a fundar un beaterio en medio de un desierto sin lograr nada. Nuestra casa ni siquiera tenía un oratorio. Me daba la impresión de que a sor Juana aquello no le preocupaba lo más mínimo, entonces ¿por qué se había venido con ellas a Paraguaná con el cuento de la fundación del beaterio? Tampoco me atreví a preguntárselo.

Quizás un año después de esto que relato llegaron a Moruy unos hombres que venían de paso para comprar sal en Adícora, y pararon en el pueblo. Buscaron nuestra casa y le entregaron una carta a sor Juana. Quedó como ensimismada y se apartó para leerla. Cuando volvió me di cuenta de que había llorado. Llena de curiosidad quise saber si las noticias que traía la carta eran malas, pero ella me contestó que, por el contrario, la alegraban.

—¿Y por qué la han hecho llorar?

—Me escribe una persona a quien no he visto hace mucho y no volveré a ver en esta vida.

Comprendí que hablaba de tiempos enterrados para siempre y le dije que si ella quería enviar una respuesta a esa persona, Hernando podría ver algún barco que estuviera por partir y llevarla cuando marchara a La Vela.

—Lo pensaré –y con eso dio por terminada la conversación–. Ahora toma, lee la carta. Léela en alta voz.

Así lo hice y a partir de ese día supe que no era cierto que hubiese venido a este remoto lugar con el propósito de fundar un beaterio. Me sentí muy unida a ella y muy privilegiada de que hubiese compartido conmigo lo que fue apenas el principio de muchas otras confesiones. Esa carta, que siempre he conservado conmigo después de su muerte, estaba fechada en el convento de Santa Clara en Santo Domingo de La Española, el cuatro de diciembre de 1666, y dirigida a Catalina de Campos y Villavicencio.

Mi muy querida Catalina,

Nunca sabré si leerás estas líneas, pero las escribo con la fe de que así sea y de que alguna vez puedas estar segura de que no te he olvidado. Durante mucho tiempo estuve buscando el modo de dar contigo y te será fácil imaginar las dificultades con las que he tropezado. Por aquí tiempo atrás pasaron tus hermanos Pedro y Gabriel en el empeño de resolver en la Real Audiencia el litigio contra tu familia y a los dos los vi. Sabes que las monjas, contra todo lo que se piense, somos las más enteradas de las noticias de la ciudad y tan pronto llegaron les di aviso para que vinieran a visitarme. Tenía la esperanza de que viajaras con alguno de ellos pero nunca fue así. De todo lo que más me importaba era saber de ti y lo único que me pudo decir Gabriel es que habías quedado en Coro. Te mandé una carta con él y nunca obtuve respuesta, por lo que no creo que la recibieras. Estos papeles que ahora te escribo los envío con el prior del convento de San Domingo, que se dirige a Venezuela para visitar a los frailes dominicos de Caracas, y me prometió que haría todo lo que estuviese en sus manos para que alguien te los entregara.

Me detuve entonces para preguntarle por qué caminos aquella carta pudo llegarle, cuando ya no se encontraba en la ciudad. Sor Juana me contestó que era imposible averiguarlo y que podíamos hacer mil conjeturas sin dar con la verdadera. Lo importante era que la había recibido.

—Fue Dios que así lo quiso, Ana. Fue Dios quien quiso hacerme justicia.

No hablé más y continué la lectura hasta el final.

Debo decirte, Catalina, que desde que salí de Venezuela siempre te he tenido en mi recuerdo, y si no insistí en escribirte es porque no encontraba qué decir que pudiera contentarte, pero por primera vez en estos tristes años hay una buena nueva. Sé que una cristiana, y menos una cristiana dedicada al amor de Dios, no debe alegrarse del mal ajeno, sino considerar a todos los hombres como criaturas del Señor y merecedores de su misericordia. Quizás yo no sea esa buena cristiana. Soy solo una mujer que vivió de cerca el sufrimiento que tú y tu familia tuvieron que soportar. En fin, esta es la gran noticia que ha regocijado mi corazón: don fray Mauro de Tovar acaba de morir, el tres de noviembre de 1666 en Ciudad Real de Chiapas, la diócesis de Guatemala a donde fue trasladado de su obispado de Caracas. Después de haber cometido tantos crímenes murió sin confesión, así que es seguro que arde en el infierno. Pero no quiero adelantarme, sino explicarte muy detalladamente todos los acontecimientos, de los que puedo dar fe porque me fueron relatados de viva voz por don Juan de Gárate, el oidor enviado por la Real Audiencia de México a Chiapas para levantar la investigación que solicitó un fraile dominico a fin de constatar el mal estado en que se encontraban sus hermanos. Después de esos oficios Gárate estuvo un tiempo en Santo Domingo por el arreglo de algunos asuntos de la herencia de su mujer, que es prima mía, y le di recado para que me viniera a ver. Por ello, te insisto, no tengas dudas de que todo lo que consigno aquí es la verdad.

En los doce años que el obispo Tovar estuvo en aquella provincia no pasó un día sin pleito. Estaba obsesionado por destruir a los padres dominicos y les declaró la guerra. Primero pretendió quitarles los curatos, y se jactaba de que ninguno sería admitido a examen, y si lo fuera sería para reprobarlo. Todo era estrépito judicial, autos a cada hora, censuras, destierros, multas y prisiones de religiosos, sin hacer caso de los despachos de la Real Audiencia de Guatemala. El provincial de los dominicos, fray José de Ocampo, le había escrito a la audiencia explicando que los frailes no querían quedarse en la provincia por no sufrir los ultrajes del obispo, ante los cuales se veían indefensos porque no los asistían ni los alcaldes ni los ministros de justicia. Embargó los bienes de los pueblos de doctrinas, aprisionó religiosos, desterró de su convento al prior de Comitlán, excomulgó a varios frailes y los deshonraba públicamente. Por todo lo cual el prior había pedido que se recogieran los religiosos en sus conventos, y viendo la Real Audiencia de Guatemala que sus diligencias para defender a los dominicos no tenían efecto, despachó provisión real conminatoria de multa y extrañamiento. Ello no hizo retroceder al obispo, y procedió a quitarles la administración de los barrios para dársela al padre Diego Sevillano (supongo que lo recordarás, terminó como deán de la catedral de Caracas, y fue siempre para Tovar un hombre incondicional que lo acompañó a Chiapas después de su obispado en Venezuela). Este Diego Sevillano quedó entonces como provisor, cura de monjas y de barrios, aunque no hablaba las lenguas indígenas. Ante este desafío la Real Audiencia de México despachó a Gárate, y este encontró falsos los informes del obispo ante el Consejo de Indias, en los que acusaba a los frailes de no llevar libros de bautismo y casamientos, y de no tener curas con título real. Los clérigos que nombraba el obispo extorsionaban a los indios quitándoles sus alimentos e imponiéndoles multas, además de dejarlos desasistidos sin los sacramentos. Como capricho prohibió a la procesión de la Soledad y Entierro de Cristo que saliese del convento de Santo Domingo, y quiso sacar la imagen del convento del Santo Sepulcro, para lo cual entró rodeado de soldados armados. La imagen se salvó porque una devota dio aviso al prior y la escondieron en una celda.

Dicen también que de un machetazo le abrió la cabeza a un indio, y que en las provincias de Granada y Honduras perjudicaba a los vecinos quitándoles las haciendas, y hasta llegó a apresar al gobernador de Granada y desterró al obispo de Comayagua, que ya era un anciano. Excomulgaba continuamente a aquellos que no se sometían a sus caprichos y cuando le solicitaban la absolución les imponía penas pecuniarias inmensas. Lo mismo que hizo en Caracas.

Toda esta vida de infamias tuvo un merecido final. Fue desterrado de su diócesis por fray Payo de Rivera, obispo de Guatemala, quien para asegurarse de que no regresara ordenó quemar todos los ranchos del camino para así mantenerlo aislado. Un día cuando se estaba poniendo las botas para salir a la visita le sobrevino la enfermedad. Los sirvientes alarmados le instaron a pedir los sacramentos, y él en su arrogancia les contestó que a un obispo no se le dice que se confiese. Entonces lo dejaron solo y cuando volvieron lo encontraron muerto.

Pero hay más. Según las consejas el año 1662 sucedió en el pueblo de Chiapas una maravilla de esas que ocurren cada mucho tiempo. En el mes de mayo, en la víspera de la Invención de la Cruz, a las cuatro de la tarde comenzaron a temblar las cruces; la primera, la de la calle Real, y luego la que está en una calle que sale al convento. Y al día siguiente se repitió el fenómeno con la cruz que está en el cementerio del convento de los dominicos. Las cruces temblaron hasta la octava de la fiesta, y todo el pueblo trataba de probar si el movimiento lo causaba el viento o por estar mal asentadas las maderas, pero nunca encontraron una causa y el misterio se interpretó como una señal de la ira de Dios ante los desafueros del obispo. Quizás también el terremoto de Caracas, que ocurrió poco después de su llegada, expresaba una señal del Señor ante los difíciles tiempos que se avecinaban con su obispado.

Al escribir estos detalles del fin de nuestro perseguidor es como si una gran satisfacción me invadiera, y aunque ya todo ha pasado y nada es recuperable, el testimonio es una suerte de redención por el daño sufrido. No digo de su alma que Dios la tenga en su gloria. Digo que la maldigo, y que si Dios es justo, y lo es, la tendrá donde se lo merece.

Mi mayor compensación a estos años de mi vejez sería tener alguna noticia tuya. No pienso en verte, sé que es imposible que viajaras a Santo Domingo, y por mi parte estoy ya en muy mala salud para una travesía. Me consuelo rezando y leyendo en la tranquilidad de este magnífico convento, del que tantas veces te hablé, y al que hubiese sido mejor que vinieras en vez de la alocada huida que emprendiste. Catalina querida, si hay alguna, aunque mínima posibilidad de que me escribas, te ruego que lo hagas. Estaré esperándolo hasta el final.

Isabel de Atienza y Carvajal

Permaneció en silencio como si la carta no hubiese concluido. Estaba segura de que me la había pedido decir en voz alta porque era difícil que la hubiese comprendido toda; leía con mucha torpeza.

—¿Qué te parece todo esto?

—Me parece que ese señor de Tovar fue una desdicha para mucha gente, pero la carta no indica cuáles fueron esas circunstancias desgraciadas que usted tuvo que sufrir.

—Son cosas que sucedieron en Caracas cuando yo tenía tu edad.

Inesperadamente se rió.

—Ya sé lo que estás pensando, que no entiendes nada de lo que estoy hablando y te gustaría que te lo contara.

—Cuando usted lo crea conveniente, sor Juana.

—No me llames más así porque ya sabes que ese no es mi nombre. Me llamo Catalina de Campos y nunca he sido monja ni querido serlo.

Fui yo entonces la que se rió.

—¿Qué dirán entonces las hermanas?

—Que digan lo que les dé la gana. Vámonos, que se hace tarde.

Entramos en la casa y encendí los candiles.

Al día siguiente me llamó para que la acompañara a la iglesia porque quería rezar, e hizo arrodillarme con ella y pedirle perdón a Dios por haberse regocijado de la muerte de una persona y desear que estuviera en el infierno.