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Frédéric Lenoir

Breve tratado de historia
de las religiones

Traducción
de María Tabuyo y Agustín López

Herder

Título original: Petit traité d’histoire des religions

Traducción: María Tabuyo y Agustín López

Diseño de la cubierta: Dani Sanchis

Edición digital: José Toribio Barba

© 2008, Éditions Plon, París

© 2018, Herder Editorial, SL, Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-3976-6

1.ª edición digital, 2018

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Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE. ORÍGENES RELIGIOSOS DE LA HUMANIDAD

1. LA RELIGIÓN ORIGINAL

Primeros rituales de la muerte

El arte rupestre

El mundo invisible

Una única religión primitiva

Lo numinoso y lo sagrado

2. CUANDO DIOS ERA MUJER

La diosa y el toro

El sacrificio

La violencia y lo sagrado

El culto a los antepasados

La oración y la falta

3. LOS DIOSES DE LA CIUDAD

La ciudad-Estado

En la tierra como en el cielo

La Casa de los dioses

Los servidores de los dioses

Adivinos y exorcistas

La ciencia de los dioses

4. LOS DIOSES DEL MUNDO

Los indoeuropeos

La civilización del Indo

La Persia aria

El panteón griego

La China preimperial

Los mayas

5. EL PERIODO AXIAL DE LA HUMANIDAD

Un giro decisivo y universal en la civilización

La salvación individual

El universalismo

La experiencia de lo divino

Maestros y discípulos

SEGUNDA PARTE. LAS GRANDES VÍAS DE SALVACIÓN

6. SABIDURÍAS CHINAS

Laozi y el taoísmo

El dao

La búsqueda de la inmortalidad

Los registros de los generales

Confucio y el confucianismo

Una filosofía de la armonía

Los ritos y la virtud

«Tres doctrinas» y una religión popular

7. HINDUISMO

Una religión sin fundador

El zócalo doctrinal de las Upaniṣad

Las leyes del dharma y las castas

Los dioses

Bhakti: la vía de la devoción amorosa

Iniciación y mística

La no dualidad

8. BUDISMO

El Buda

Las cuatro nobles verdades

Karman, saṃsāra, nirvāṇa

El saṅgha

El «pequeño vehículo» y el «gran vehículo»

El budismo tibetano

Los dioses del Buda

El budismo en Occidente

9. SABIDURÍAS GRIEGAS

Nacimiento de la filosofía

La escuela socrática

Epicúreos y estoicos

Los neoplatónicos

Los misterios

10. ZOROASTRISMO

Zoroastro, profeta del Dios único

Ahura Mazda

El Bien y el Mal

La salvación individual

Méritos y prácticas

11. JUDAÍSMO

El pueblo de la Alianza

Los profetas

El Templo de Jerusalén

El judaísmo rabínico

Las corrientes del judaísmo

Antijudaísmo, antisemitismo, antisionismo

12. CRISTIANISMO

Jesús, el Cristo

La filosofía de Cristo

El nacimiento de la Iglesia

La Iglesia de los dos imperios

La vida monástica

La violencia en el nombre de Dios

La Reforma protestante

La Ilustración

Las misiones

El cristianismo en la actualidad

13. ISLAM

Muhámmad, el profeta

El Corán

El gran cisma

La edad de oro

Las escuelas del islam suní

El islam chií

Los musulmanes frente al islamismo

El sufismo

14. PERMANENCIA DEL ANIMISMO

El animismo tradicional en el siglo XXI

CONCLUSIÓN

¿Un evolucionismo religioso?

Los giros axiales

El desenraizamiento progresivo del hombre respecto de la naturaleza

Regreso al cuerpo y neochamanismo

La metamorfosis de la figura de Dios

De la comunión a la confrontación

Bibliografía

Agradecimientos

Introducción

¿Cómo nació el sentimiento religioso? ¿Cuáles fueron las primeras religiones de la humanidad? ¿Cómo aparecieron las nociones de sacralidad, sacrificio, salvación, oración, rito o clero? ¿Cómo se pasó de la creencia en varios dioses a la fe en un Dios único? ¿Por qué la violencia está ligada con tanta frecuencia a lo sagrado? ¿Por qué existen varias religiones? ¿Quiénes son los fundadores de las grandes tradiciones religiosas y cuál es su mensaje? ¿Cuáles son las semejanzas y las diferencias fundamentales entre las religiones? ¿Asistimos actualmente a un choque de religiones?

Estas preguntas, entre otras muchas, preocupan a gran parte de nuestros contemporáneos, pues la crisis de las instituciones religiosas en Occidente tiene como corolario un interés creciente por la religión, contemplada como fenómeno cultural. Ahora bien, la creencia en un mundo invisible (una realidad supraempírica) y la práctica de rituales colectivos referidos a él –es así como yo definiría la religión– acompañan a la aventura humana desde hace miles de años. En efecto, la religión está íntimamente ligada, desde su origen, a las diferentes culturas humanas. Lo que es doblemente notable no es solo que ninguna sociedad humana de la que tengamos noticia esté exenta de creencias y rituales religiosos, sino también que estos hayan evolucionado según esquemas similares a través de una gran diversidad geográfica y cultural.

Es esta historia religiosa de la humanidad la que intentaré contar aquí. Pretendo hacerlo de la manera más neutral posible, sin emitir juicios, adoptando la actitud del filósofo y el historiador. En otras palabras, no me planteo directamente la pregunta del porqué de la religión, pregunta que remite en última instancia a prejuicios ideológicos, que se reducen a una postura creyente (porque Dios existe) o a una postura atea (porque el hombre teme a la muerte). Esto no significa que uno no pueda interrogarse sobre el papel social de la religión o preguntarse a qué necesidades individuales puede responder. Pero hablar de la necesidad de la religión no significa, para una mente no partidista, reducir necesariamente el fenómeno religioso a una función psíquica o social condicionada por el instinto o, a la inversa, considerar su permanencia y su universalidad como signos de la existencia de fuerzas superiores. Como veremos al hilo de estas páginas, la historia muestra que lo religioso concierne a tendencias psíquicas diversas y contradictorias –deseo, miedo, amor, ideal...– y participa de manera igualmente diversa en la construcción de las sociedades: cohesión social, ética, normas, violencia, solidaridad, exclusión... Es, por tanto, vano tratar de probar la existencia o la inexistencia de una realidad suprasensible (llamada Dios por los monoteísmos) a partir de la observación del hecho religioso. Este traduce una aspiración humana universalmente extendida, pero no puede informarnos de manera segura sobre la fuente última de la que procede el sentimiento religioso.

Me contentaré, pues, con describir aquí de manera concreta el cómo de la religión tal como se la puede aprehender en el estado actual de nuestros conocimientos. Y esto se llevará a cabo desde una perspectiva histórica cronológica: ¿Cómo apareció el sentimiento religioso? ¿Cuáles fueron las primeras creencias y los primeros rituales? ¿Cómo se desarrollaron conforme a la evolución de las sociedades y la complejidad creciente de su organización? ¿Cómo nacieron y cómo se desarrollaron las grandes religiones históricas? Para realizar mi proyecto, he utilizado un volumen de materiales inmenso, fruto de los trabajos de cientos de investigadores desde hace décadas. Me he apoyado especialmente en la Encyclopédie des religions, que he codirigido con Ysé Tardan-Masquelier (Bayard, 1997) y en la que colaboraron ciento cuarenta especialistas de todo el mundo. He intentado aquí actualizar, simplificar y sintetizar ese saber enciclopédico para hacerlo accesible al mayor número posible de lectores y, sobre todo, lo que es completamente innovador, inscribirlo en la forma de un recorrido histórico que comenzó hace cerca de cien mil años.

Este breve tratado se divide en dos partes. La primera, la más original, se interesa por el nacimiento del fenómeno religioso y su evolución hasta aproximadamente el año 1000 a. C. La segunda parte estudia una a una las grandes tradiciones religiosas que nacieron a partir de ese momento –en lo que Karl Jaspers denomina la «edad axial de la humanidad»– y que siguen existiendo en nuestros días, insistiendo en los momentos fundadores y en los momentos fuertes de su evolución. Cada capítulo se cierra con una breve evocación de la situación actual. Volveré de manera más general en la conclusión sobre la situación de la religión en el mundo moderno.

La historia comparada de las religiones es una ciencia ya más que centenaria y se ha enriquecido con nombres prestigiosos del pensamiento: Max Müller, Karl Jaspers, James Frazer, Rudolf Otto, Georges Dumézil, Mircea Eliade, René Girard y muchos otros. Una pregunta teórica central ha preocupado a muchos de estos pensadores: ¿existe un sentido en la evolución religiosa de la humanidad? En otras palabras, ¿se pasa de lo imperfecto a lo perfecto, de una religiosidad primitiva a otra más evolucionada? Volveré en la conclusión de este libro sobre esta polémica cuestión, que apela necesariamente a juicios de valor. A lo largo de este estudio histórico y comparativo, he tratado de atenerme a los hechos, constatando tanto las evoluciones y las rupturas como los elementos de continuidad. Algunos hechos podrán molestar a los creyentes poco habituados a una lectura histórica racional: cuando explico, especialmente, el modo en que las religiones toman elementos unas de otras o la manera en que sus libros sagrados se han configurado de manera progresiva. En ningún momento trato de mostrar que una religión sea más verdadera o mejor que otra, como tampoco pretendo probar que la religión sea, en esencia, buena o mala. Históricamente, y el lector se dará cuenta de ello en el curso de este largo recorrido, las religiones se muestran ambivalentes: segregan cohesión social (una de las etimologías latinas de la palabra religión significa justamente «religar»), pero también violencia; compasión por el prójimo, pero también exclusión; libertad y alienación; saber y oscurantismo. Sin duda, no todo ello en el mismo grado, pues varía según las culturas y las épocas. Es, por tanto, vano querer encerrar las religiones en un compartimento blanco o negro y no ver en ellas más que fermentos de paz y de progreso o, por el contrario, lugares de oscuridad y violencia.

Filósofo de formación, soy discípulo lejano de Sócrates, quien afirmaba que la ignorancia estaba en la raíz de todos los males. Ahora bien, obligado es constatarlo, cuando se trata de las religiones, la ignorancia y los prejuicios –los de algunos creyentes como los de algunos ateos– siguen floreciendo en nuestras sociedades por marcadas que estas se encuentren por la ciencia y la preocupación por la racionalidad. En un mundo en el que las religiones se mezclan y chocan entre sí y donde siguen desempeñando un papel esencial, ¿no es hoy capital, tanto para creyentes como para no creyentes, tratar de comprender el fenómeno religioso, conocer mejor, sin juicios a priori, las grandes religiones de la humanidad, sus diversos enraizamientos culturales y las cuestiones universales de las que son portadoras?

PRIMERA PARTE

ORÍGENES RELIGIOSOS DE LA HUMANIDAD

1

La religión original

Nadie sabrá nunca lo que pasó realmente aquel día, hace aproximadamente cien mil años, en Qafzeh, cerca de la actual Nazaret, en Israel. Probablemente la escena resultó impresionante. Llevados por los suyos, a los que los arqueólogos llaman protocromañones o antiguos Homo sapiens, dos difuntos fueron enterrados en una fosa: una mujer de veinte años, depositada sobre su costado izquierdo, en posición fetal, y a sus pies un niño de unos seis años, acurrucado. A su alrededor, quizá sobre sus cuerpos, cantidad de ocre rojo, testimonio de un ritual funerario. ¿Qué sentimientos animaban a quienes procedieron a esa inhumación deliberada, una de las más antiguas que se conocen? ¿Estaban tristes? ¿Aterrados? ¿Y por qué habían roto con las costumbres de los demás mamíferos, incluidos sus propios antepasados, que se apartaban de los cuerpos y los abandonaban sin más cuando la vida dejaba de animarlos?

Primeros rituales de la muerte

Las excavaciones emprendidas en Qafzeh a partir de 1930 por el cónsul de Francia en Jerusalén, André Neuville, y simultáneamente en el sitio vecino de Skhul por la arqueóloga británica Dorothy Garrod, dieron a conocer una treintena de sepulturas de la misma época, conteniendo cuerpos tumbados en su mayor parte sobre un costado, con las piernas flexionadas, cubiertos de ocre. En dos de ellas, se habían depositado objetos: una mandíbula de jabalí junto a un adulto, una cornamenta de cérvido en las manos de un adolescente. Objetos rituales, testimonios indefectibles de la existencia, desde ese momento, entre nuestros ancestros, del pensamiento simbólico que caracteriza al ser humano.

Es en esas tumbas, de cien mil de años de antigüedad, donde se observan las primeras muestras de religiosidad humana. Una religiosidad que se expresa a través de rituales portadores de sentido y que va más allá de la simple emoción, de la que, probablemente, son capaces los animales ante la desaparición de aquellos que les son próximos. Hay signos que, en efecto, permiten pensar que la puesta en escena que rodea esas inhumaciones expresa la creencia en una vida después de la muerte, en otras palabras, en un mundo invisible en el que los muertos seguirían existiendo. La postura acurrucada del feto en la que son depositados los cuerpos, y que se observará después en todas las religiones del mundo, significa, según la hipótesis más plausible, que la muerte es concebida como un nuevo nacimiento. De la misma manera, la cabeza está, por lo general, dirigida hacia el Este, la dirección en la que sale el sol. El cuerpo no queda abandonado a su soledad: a medida que avanza la evolución de la humanidad, se depositan objetos cada vez más sofisticados a su lado. ¿Es para secundarle en ese gran viaje que emprende, o para tenerlo contento a fin de que no vuelva para importunar a los vivos? Las dos hipótesis no son inconciliables, y ambas atestiguan la creencia en la supervivencia del alma. Frecuentemente en el Paleolítico medio, y de manera sistemática en el Paleolítico superior,1 las sepulturas contienen sílex tallados para defenderse, comida, como atestigua el estudio de las osamentas animales encontradas cerca de los cuerpos, y piedras esculpidas cuyas muescas, hoy indescifrables, tenían sin duda un sentido simbólico preciso para los artistas que las tallaron.

Otro hecho significativo: los muertos son inhumados a cierta distancia de los vivos. Realmente, el hombre del Paleolítico es un nómada cazador-recolector que ignora la posibilidad de construir refugios y se desplaza según las estaciones, en función de lo que le ofrece una naturaleza que todavía no ha aprendido a domesticar. Sin embargo, las huellas de campamentos, localizadas por el análisis de los restos de fuego y de alimento, están sistemáticamente apartadas de lo que podemos llamar los primeros cementerios. En Skhul, por ejemplo, varios cientos de metros separan la gruta funeraria en la que fueron enterrados una decena de esqueletos de otra gruta dedicada a la vida cotidiana. Y no es tanto del olor del cadáver en descomposición de lo que quieren huir los vivos (los cuerpos están cubiertos por capas de tierra y de piedras), cuanto del cadáver mismo, probablemente fuente de inquietudes, incluso de terror.

No tenemos ningún otro indicio en cuanto a la religiosidad desarrollada por el homo sapiens desde hace cientos de miles de años. Ignoramos cómo concebía la supervivencia de estos cuerpos, evidentemente engalanados para otra vida. La investigación arqueológica no permite siquiera afirmar alguna forma de creencia en un dios o en dioses, en espíritus naturales o ancestrales: además de estas sepulturas, nuestro antepasado, que tallaba sílex e inventaba las primeras herramientas, dando así muestra de capacidad de innovación, incluso de una incipiente conceptualización, no ha dejado huellas de sus convicciones más íntimas.

El arte rupestre

Pasarán miles de años (¡una nadería a escala de la humanidad, que tiene tres millones de años!) antes de que el hombre descubra un nuevo medio de expresión: el arte, antepasado de la escritura. Las pinturas rupestres más antiguas, encontradas en Australia y Tanzania, datan de hace más de cuarenta y cinco mil años. No se trata ya de muescas talladas en piedras de formas extrañas, un ejercicio al que nuestros antepasados se entregaron desde hace trescientos mil años, sino de verdaderas pequeñas escenas que representan animales y seres humanos. No se trata tampoco de una particularidad propia de ciertos grupos, en algunas zonas geográficas: decenas de millones de pinturas y grabados paleolíticos han sido descubiertos hasta ahora en ciento sesenta países, en los cinco continentes. Son «los archivos más voluminosos que posee la humanidad sobre su propia historia antes de la invención de la escritura», escribe el paleoetnólogo Emmanuel Anati, que califica los emplazamientos de arte rupestre, a menudo grutas, de «catedrales» en el sentido religioso del término.2

¿Tienen un sentido esas obras? La pregunta comenzó a plantearse en el siglo XIX, cuando los arqueólogos tomaron conciencia de su historia, que se remonta a decenas de miles de años. La tesis de Édouard Lartet (1801-1871), que defiende el principio del arte por el arte, fue rápidamente desarticulada por Salomon Reinach (1858-1932), luego por el abad Henri de Breuil (1877-1961), que desarrolló una teoría del arte mágico: al pintar escenas de caza, el hombre capturaba la imagen de los animales que quería cazar, antes de capturar a los animales en carne y hueso. Se emitieron otras hipótesis diversas para tratar de dar un sentido a este enorme patrimonio de la humanidad que nos ha sido legado: una expresión de los mitos del origen, una oda simbólica a la sexualidad y, más recientemente, la teoría chamánica elaborada en 1967 por Andreas Lommel,3 y desarrollada en 1996 por Jean Clottes y David Lewis-Williams.4 Según estos últimos, las pinturas y grabados, en los que los animales son claramente dominantes, no representan a los animales mismos, sino que son los espíritus de los animales surgiendo de la roca, a los que los chamanes de la prehistoria invocaban y con los cuales se comunicaban en sus trances rituales. Los elementos hablan a favor de esta tesis, en particular la localización geográfica de los grandes centros de arte rupestre, situados en su mayor parte en zonas desérticas, poco propicias a las actividades de caza y recolección: el Neguev en Israel, las colinas de Dahthami en Arabia, el Kalahari en África del Sur, Uluru en Australia... En otras palabras, no son las grutas habitadas las que eran decoradas, sino lugares reservados específicamente a esa actividad, por esto mismo muy probablemente ritualizada. Por otra parte, se puede establecer un paralelismo con las últimas poblaciones de cazadores-recolectores, cierto es que en vías de extinción, pero que han podido ser observadas hace algunas décadas en Australia, África o en la Amazonía. Ahora bien, los testimonios de los etnólogos coinciden: las pinturas sobre roca, madera o hueso han sido realizadas generalmente, cuentan, en el transcurso de largas ceremonias de iniciación, y tienen por objeto abrir las vías de comunicación con otro mundo, un mundo sobrenatural, siendo la participación en el ritual una condición de su éxito.

El mundo invisible

Nunca sabremos cuál de esas hipótesis es la buena. Es muy posible que una conjunción de factores constituya la verdadera clave de interpretación de la producción artística prehistórica, cuyas intenciones son probablemente múltiples, incluida la magia y la comunicación con el mundo sobrenatural, con el objetivo de intentar dominar una naturaleza que, en la época, no es sino misterio. Por comodidad, denominaré al pensamiento religioso del Paleolítico «chamanismo», nombre que se dio, a mediados del siglo XIX, a las religiones de los pueblos primitivos, en referencia al saman tungús, que salta, baila, se agita: el chamán que entra en trance cuando se alía con los espíritus.

El chamanismo es una religión de la naturaleza que se desarrolló en el seno de poblaciones que vivían en profunda simbiosis con ella, entre hombres que formaban parte de esa naturaleza de manera viva, que no eran extraños a ella, y que no se contentaban con observarla. Cazadores-recolectores de técnicas rudimentarias, vivían en pequeños clanes, en los que seis o siete hombres adultos cazaban los animales grandes con piedras y azagayas, ocupándose tal vez las mujeres de la recolección y de los niños, cuya concepción era sin duda un misterio para ellos. Tributarios de las estaciones, de la lluvia, del sol, estos hombres vivían fenómenos externos que los superaban: los nacimientos, las tempestades, el retorno de la primavera y la floración de los árboles, los temblores de tierra... Fenómenos cuyas causas actualmente conocemos, que somos incluso capaces de predecir, pero frente a los cuales ellos se encontraban totalmente desprotegidos. A pesar de las capacidades de abstracción y de síntesis que habían desarrollado (o, más bien, gracias a ellas), no podían en suma, en su indigencia técnica, dar otras explicaciones que las sobrenaturales a hechos que, como la salida y la puesta del sol, nos parecen ahora completamente anodinos. A cada interrogante, solo una respuesta sobrenatural parecía apropiada. «Era evidente para el hombre que la naturaleza desprendía energía; el calor y el frío, la luz y las tinieblas eran la expresión de una naturaleza no estática. La tendencia a prestar conciencia y voluntad a esas energías es un arquetipo humano que apareció ya en el arte de los cazadores arcaicos. Su antropomorfización, es decir, el hecho de atribuirles apariencia humana, es un proceso más tardío», sostiene Emmanuel Anati al término de décadas de trabajos de campo.5

Actualmente, a través de las culturas chamánicas que han sobrevivido, especialmente en Siberia, podemos tratar de hacernos una idea de lo que fue la primera religión de la humanidad, que luego se configuró y desarrolló durante varias decenas de miles de años. Para mantenerse tranquilo frente a los imprevistos, las amenazas y los peligros que la naturaleza hacía surgir ante él, para expresar al mismo tiempo el sentimiento de admiración que experimentaba ante esa grandeza y esa majestad, el hombre otorgó una sustancia al mundo invisible. Puso nombre a los espíritus con los que podía negociar para atraerse sus favores. Es posible que algunos individuos, más dotados que otros para este tipo de negociaciones, destacaran muy pronto del conjunto. No son sacerdotes en el sentido en que hoy lo entendemos, sino cazadores como los demás que, simplemente, tienen la facultad, cuando su necesidad se hace sentir, de consultar a esas fuerzas que se olvidan de enviar animales o que ocultan el sol detrás de nubes oscuras. En las poblaciones chamánicas estudiadas por los etnólogos modernos, los inuits del Gran Norte, los bushmen del África austral o los aborígenes de Australia, cuyo modo de vida ha estado hasta hace bien poco muy próximo al de los cazadores-recolectores de la prehistoria, este hombre providencial sabe proceder a intercambios con los espíritus, sabe ofrecerles una compensación en términos de fuerzas vitales a cambio del alimento retenido. Es un intercambio de una cosa por otra muy funcional, muy racional, en definitiva, que no incluye ni oraciones ni sacrificios.

Una única religión primitiva

Un hecho es casi seguro: sea cual fuere la región del globo en la que vivían, y durante un periodo que se extiende durante decenas de miles de años, los hombres del Paleolítico han alimentado sentimientos religiosos de una semejanza sorprendente. Ciertamente, no se trata de una religión en el sentido en que lo entendemos hoy, con sus ritos, sus mitos y su credo, sino de un conjunto de creencias basadas en un tronco común: la supervivencia del alma, la existencia de espíritus naturales y de causas sobrenaturales de los acontecimientos naturales, la posibilidad de entrar en contacto con esas fuerzas y de proceder a intercambios portadores de normalización en este mundo. Esos rasgos comunes fundamentan así lo que se denomina las religiones chamánicas o primeras, tanto africanas como australianas, americanas o siberianas, que se han desarrollado en un cierto aislamiento, incluso total, unas de otras, cultivando, sin embargo, una relación idéntica con lo sobrenatural, una misma percepción de ese otro mundo, concebido como una emanación de la naturaleza y actuando en total simbiosis con ella.

Nuestros lejanos antepasados cazadores-recolectores desarrollaron, cada grupo por su parte, un mismo sistema simbólico, una misma manera de aprehender y de comprender el mundo que los rodeaba. Importantes revelaciones se han derivado, en el curso de las dos últimas décadas, de la comparación de los archivos que nos han dejado en forma de esculturas y pinturas realizadas sobre los soportes de que disponían y que han sobrevivido a las agresiones del tiempo: huesos, piedras, rocas. Ahora bien, en los ciento sesenta países en los que han sido descubiertas, estas obras presentan innegables redundancias, así como una evolución similar, paralela a la de las técnicas y los modos de vida.

La constatación más sorprendente, incluso para el ojo poco sagaz, es el uso del color rojo, asociado en todas las áreas a un contacto con el otro mundo: tanto en Oriente Próximo como en África o Europa, se ha encontrado una abundancia de ocre en las sepulturas más antiguas, y las figuras más emblemáticas dibujadas en las grutas se caracterizan por ese mismo color. Por otra parte, respecto a la elección de los motivos, la proliferación de animales, en particular toros, serpientes y cérvidos, investidos muy evidentemente de un fuerte valor simbólico que somos incapaces de descifrar, y la ausencia casi total de formas vegetales, son otras constantes de esas pinturas. En cuanto a los seres humanos representados, con frecuencia están, en todas las latitudes, en la postura llamada del orante, es decir, con los brazos levantados hacia el cielo: ¿expresan la actitud de oración para solicitar un favor o el sometimiento a una fuerza superior? ¿Y por qué todos ellos lo expresan con el mismo gesto? Estas son preguntas a las que será muy difícil dar algún día una respuesta definitiva. Otra característica, también casi universal, del arte paleolítico es la presencia en el fondo de algunas grutas, a menudo las más profundas, de huellas de manos, en negativo o en positivo, pertenecientes a una multitud de individuos, juntas unas con otras en un alegre desorden, y que han dado lugar a la elaboración de diferentes teorías explicativas. Es posible que esas huellas hayan marcado el término de un proceso iniciático de adultos jóvenes, como sucede todavía en algunos clanes aborígenes de Australia. Investigadores como Jean Clottes y David Lewis-Williams6 han sostenido la posibilidad de que tales huellas, dejadas sobre las paredes más sombrías y recónditas, constituyeran una clave para el mundo de los espíritus, un mundo que comienza allí donde acaba el del hombre y al que tienen acceso los chamanes, que «atraviesan» la pared usando esta «llave» mágica, en sus «viajes» a los otros mundos a los que se dirigen para cumplir su función principal: la negociación con los espíritus. Pero nos podemos interrogar también por el sentido del «culto a los cráneos» practicado en diferentes formas por los hombres del Paleolítico. Cerca de las grutas, especialmente en Ariège, se han encontrado cráneos con un agujero abierto de manera que es posible colgarlos de una liana. ¿Se pretende asustar con ellos a los clanes humanos enemigos? ¿O tienen un objetivo ritual o simbólico? En Pekín, en los Pirineos o en Baviera, se han encontrado otros cráneos, perforados de manera que hacía posible extirpar el cerebro: ¿se trataba de simples actos de antropofagia, o de una manera de nutrirse de la fuerza espiritual de quienes ya no estaban aquí? Mucho más tarde, en esas mismas regiones, el culto a los cráneos estará en estrecha relación con el de los antepasados.

Una tesis que ha conocido cierto éxito entre los investigadores trata de fundamentar técnicamente esta innegable semejanza relacionándola con un dato confirmado por la genética: el origen africano común de toda la humanidad. Esta tesis postula una difusión de las bases de la religiosidad a partir de ese hogar único del que los hombres habrían emigrado llevando consigo una memoria colectiva también única, y de la que posteriormente habría surgido la mitología, en particular el mito del paraíso original (o tierra de los orígenes) que comparten todas las civilizaciones, con las variantes que les son propias. «Se puede considerar la existencia de un núcleo primordial del fenómeno religioso, del lenguaje articulado e incluso del nacimiento del arte en las épocas anteriores a la dispersión del Homo sapiens. Todas las religiones actuales se relacionan con una religión primordial», sostiene, por ejemplo, Emmanuel Anati.7 Sin embargo, un obstáculo se opone a esta afirmación: se ignora quiénes fueron esos primeros migrantes, y, sobre todo, si eran capaces de concebir una «religión primordial». Es muy poco probable que se tratara de los australopitecos, homínidos más que hombres, que, hace cuatro millones de años, se erguían sobre sus patas traseras pero que todavía no sabían tallar herramientas ni, sin duda, hablar. Hay científicos que no excluyen que el primer viajero haya sido el Homo habilis (el hombre hábil) quien, dos millones de años más tarde, tallará las primeras y rudimentarias herramientas. La gran oleada migratoria se habría producido, no obstante, con el Homo erectus (el hombre erguido), antepasado del Homo sapiens (el hombre que sabe), que descubre el fuego, se mantiene erguido y está dotado de un cerebro más grande que el de sus antepasados. El erectus mejora sus herramientas, utiliza incluso rascadores, y aprende a cocer sus alimentos. Pero ¿tiene ya la capacidad de simbolización suficiente para preguntarse por el mundo que lo rodea y contemplar la idea de otro mundo para protegerse?

A principios del siglo XX, Wilhelm Schmidt (1868-1954), lingüista alemán, por otra parte misionero católico, que había aprovechado sus estancias en el Sudeste asiático para estudiar allí la lengua y las creencias de los pueblos primitivos, no se enreda en tales consideraciones. Es uno de los primeros en afirmar una religión original de la humanidad y en nombrarla. En El origen de la idea de Dios (1912), su obra más célebre, sostiene que esa religión fue el monoteísmo. Los hombres, dice, han reconocido a Dios desde el origen, aunque no estableciesen un culto. De este modo, a lo largo de los milenios, poco a poco ese Dios se alejó y finalmente fue «olvidado» en beneficio de una gran cantidad de dioses más cercanos, más accesibles, en torno a los cuales se habían establecido rituales, lo que permitía mantener su «presencia» en la vida cotidiana de los fieles. Y así es como del monoteísmo original, la religión más antigua del mundo, nació una plétora de politeísmos de factura más reciente. Esta teoría toma cuerpo en África en la leyenda de la moledora de mijo: hubo en otro tiempo, dice esta leyenda, una mujer que se obstinaba en moler los cereales que se le resistían en el fondo de su mortero. Para tratar de aplastarlos, levantaba muy alto su maja, la bajaba con fuerza, pero en vano. La levantaba cada vez más alto, hasta que llegó a tocar el cielo, a Dios, que se alejaba para evitar los golpes de maja. Pero los granos seguían resistiéndose. Y Dios se alejó tanto que terminó por no oír la voz de los hombres. Para dirigirse a él, tuvieron que recurrir a los espíritus de los antepasados y a los espíritus de la naturaleza. Con el tiempo, con el alejamiento de Dios, terminaron por olvidarlo para dirigirse ya tan solo a los espíritus. ¿Refleja la leyenda una creencia original, o bien fue elaborada tardíamente, bajo el efecto del contacto con los monoteísmos, en particular el cristianismo, llevado a África por los misioneros occidentales a partir del siglo XIX? Esta leyenda coincide, sin duda, con el viejo mito mesopotámico del alejamiento del dios An, el mayor de los dioses sumerios, que, a fuerza de rodearse de una corte cada vez más compleja de hijos y de dioses inferiores, terminó por volverse inaccesible a los humanos. Este mito es, sin embargo, relativamente tardío en las creencias mesopotámicas, y sigue a la constitución de un panteón de enorme complejidad. De la misma manera, la tesis de la elaboración relativamente reciente del mito de la moledora de mijo goza del favor de los especialistas de las religiones autóctonas africanas. Y, de hecho, la teoría de un monoteísmo original de la humanidad tiene ahora una escasa vigencia, salvo en personas movidas por consideraciones ideológicas, en el ámbito de los movimientos creacionistas.

Sin embargo, hablar de una religiosidad común a los cazadores-recolectores no es un abuso del lenguaje, y constituye sin duda una demostración brillante de la universalidad del espíritu humano y de su especificidad con relación a los demás seres vivos. Es, en todo caso, la tesis que prevalece en la actualidad, y que se basa en el análisis y la comparación del volumen de informaciones de que disponemos sobre la espiritualidad de los primitivos actuales, los cazadores-recolectores que nos son contemporáneos. «El chamanismo es uno de los grandes sistemas imaginados por el espíritu humano, de forma independiente, en diversas regiones del mundo, para dar sentido a los acontecimientos y para actuar sobre ellos», escribe el etnólogo contemporáneo Michel Perrin, que ha consagrado lo esencial de sus trabajos a las comunidades aisladas de la Amazonía con las que ha convivido durante largos periodos.8 Es posible que el ser humano haya llegado al sentimiento religioso, que más tarde dará nacimiento a la religión, como reacción casi instintiva al mundo que lo rodeaba, mediante respuestas basadas en la idea de unos espíritus con los que procedía a intercambios basados en la reciprocidad (yo te cojo este animal para alimentarme, te lo devuelvo ofreciéndote en contrapartida un poco de mi fuerza vital que te alimentará); de hecho, esto parece más plausible que el que lo haya desarrollado sobre la idea de unos dioses con los que esos intercambios se entienden en términos de donación en forma de ofrendas o sacrificios, a cambio de los cuales se espera un regalo diferente del dios, ya sea en forma de riquezas o salud.

Lo numinoso y lo sagrado

El teólogo luterano alemán Rudolf Otto (1869-1937) es uno de los primeros pensadores en sentar la idea de un sentimiento de lo sagrado inherente al hombre y que precede a sus tentativas de explicar el mundo, sus orígenes, su devenir. Otto ve en ese sentimiento intrínsecamente humano la esencia de la religión, su parte más íntima, sin la cual no sería una religión. En 1917, publica su obra emblemática, Das Heilige (Lo santo),9 en la que forja el término «numinoso» (término que ha entrado ya en el vocabulario habitual de las ciencias de las religiones) para designar lo sagrado original. Lo numinoso, dice, surge de la experiencia del mysterium tremendum, «un terror de íntimo espanto que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y prepotente, puede inspirar».10 Lo tremendum, ese terror que hiela y produce literalmente frío en la espalda, se manifiesta ante el misterio: los fenómenos naturales extraños que uno no se explica, comportamientos animales como el ulular de la lechuza por la noche, probablemente la misma muerte. Es de este terror, semejante al que se experimentaría hoy día ante un espectro, que surge «en el alma de la humanidad primitiva, de donde procede todo el desarrollo histórico de la religión».11 Pero el mero terror no explica que lo numinoso sea al mismo tiempo objeto de búsqueda, de codicia, de deseo, no solo por lo que se espera de él, sino también por sí mismo; interviene ahí un aspecto de fascinación, explica Otto, «que crece en intensidad hasta procurar delirio y embriaguez».12 Sin duda, los primeros seres humanos experimentaron ya la noción de belleza natural en los inmensos espacios vacíos de los desiertos y las estepas, en la cima de las colinas o en lo más profundo de los valles rodeados por sublimes montañas, que privilegiaron para erigir sus santuarios. Es, pues, tanto del espanto como de la admiración ante lo que lo rodea como el hombre toma conciencia de lo sagrado, insiste Rudolf Otto, yendo a contracorriente de las teorías emitidas en su época. Los nombres más eminentes de la etnología y de las ciencias religiosas que le sucedieron reconocen, por otra parte, su influencia: Paul Tillich, Gustav Mensching y, sobre todo, Mircea Eliade, quien basará el libro que lo ha hecho popular, Lo sagrado y lo profano, en la idea de lo numinoso.

Dicho esto, lo numinoso, «el atrio de la historia de las religiones»,13 no se puede expresar, enseñar ni transmitir en forma de conceptos. Se encarna en una experiencia que procura lo que se denomina el «sentimiento del estado de criatura», por oposición al de omnipotencia que nuestros antepasados debían de sentir cuando abatían un animal más grande que ellos para alimentar al clan. Aterrado y fascinado al mismo tiempo por esa realidad inexplicable, el individuo trata de acumular lo numinoso en un lugar, a fin de localizarlo y poseerlo. Piedras de formas extrañas y colores particulares permiten catalizarlo; los amontonamientos más antiguos de este tipo datan de hace casi medio millón de años, es decir, del Paleolítico inferior. Se erigen santuarios naturales, como ese túmulo coronado por una piedra con forma de rostro humano en una gruta de España, o esas cuarenta piedras verticales levantadas en el Néguev hace cuarenta mil años, si juzgamos a partir de la datación de los restos de herramientas y hogares localizados en las proximidades.

Lo numinoso así acumulado para ser dominado está dotado de propiedades mágicas; es de esta forma como se esbozan sin duda los primeros rituales elementales, alrededor de las piedras y los túmulos, delante de las pinturas rupestres, donde todavía no se dan las gracias a una divinidad, pero donde se aplaca la cólera de espíritus aún no nombrados. En un mundo en el que no existe jerarquía, donde el hombre se percibe en pie de igualdad con el animal, no hay todavía dioses ni sacerdotes para servirles.

 

1 El Paleolítico comienza con la aparición del hombre, hace aproximadamente tres millones de años. El Paleolítico medio se extiende de –300 000 a –30 000 años, y el Paleolítico superior de –30 000 a –10 000 años. Estas subdivisiones expresan estados de evolución tecnológica, con el paso del sílex bifaz a la industria de hojas, y el desarrollo simultáneo de las armas. Pero durante todo este periodo el hombre es un cazador-recolector nómada.

2 E. Anati, Aux origines de l’art, París, Fayard, 2003, pág. 10.

3 A. Lommel, The World of the Early Hunters, Londres, Adams & Mackay, 1967.

4 J. Clottes y D. Lewis-Williams, Los chamanes de la prehistoria, Barcelona, Ariel, 2001, trad. de J. López.

5 E. Anati, Aux origines de l’art, op. cit., pág. 74.

6 J. Clottes y D. Lewis-Williams, Los chamanes de la prehistoria, op. cit.

7 E. Anati, Aux origines de l’art, op. cit., pág. 89.

8 M. Perrin, Le Chamanisme, París, París, PUF, «Que sais-je?», 1995, pág. 5 [vers. cast.: El chamanismo, Madrid, Acento, 2002, trad. de V. Martínez].

9 R. Otto, Lo santo, Madrid, Alianza, 1980, trad. de F. Vela.

10 Ibid., pág. 29.

11 Ibid., pág. 30.

12 Ibid., pág. 58.

13 Ibid., pág. 166.